domingo, 9 de febrero de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

11.

En la oficina del sheriff de Carson City llevaban meses doblando turno dos veces en semana, algo que al agente Adam Walker no le suponía mayor esfuerzo, ya que adoraba su trabajo de servicio público a la comunidad. Sin embargo, esa noche llegó a casa más abatido que otras veces. Su esposa le esperaba junto a la chimenea tejiendo el jersey que iba a regalarle por su veinticinco aniversario de boda. Alejada del centro de la ciudad, la zona donde vivían era muy tranquila, con un vecindario de gente mayor que nunca había protagonizado ninguna clase de escándalo, pero en el que, tal y como estaba aumentando la delincuencia en todos los estados, cualquier precaución que se tomara era poca. ‘Hola, querido. En el horno te he dejado un trozo de pastel de carne, puede que aún esté caliente’, –dijo–. ‘Gracias, se me ha quitado el apetito. Bebí unas cervezas con los compañeros y no me apetece comer nada’, –mintió él–. ‘Como quieras’. ‘Prefiero acostarme. Hemos tenido un día bastante complicado’. ‘Entonces, descansa’. Hasta mañana’, –agachó la cabeza, se detuvo, volvió a mirarla y con resignación entristecida se dedicaron mutuas sonrisas–. Se quitó los calcetines, los metió arrugados dentro de las botas y fingió dormir cuando ella entró sigilosa al dormitorio y, para no despertarle, se tendió con mucho cuidado a su lado, ajena al desvelo de su marido, que no pegó ojo en toda la noche, dándole vueltas al asesinato de Alexa y su complicada historia personal narrada por la abuela Mayalen y su abogada Mrs. Morgan. Repasaba de memoria cada detalle, visualizando la escena del crimen, las presuntas negligencias que según la letrada se cometieron en los primeros registros, así como la pérdida de una muestra de tejido del agresor entre las uñas de la víctima, que aparece en un primer informe y después ya no. Por su experiencia, sabía que, conforme pasaba el tiempo, se hacía más difícil localizar ADN en entornos expuestos a diversas inclemencias, o que hayan sido limpiados concienzudamente. A la mañana siguiente, mientras tomaba un café negro en la cocina y con el expediente abierto sobre la mesa, retuvo los rasgos de la joven dentro de sí e imaginó el sufrimiento que pasaría esa diminuta persona durante su trágico final. Fue entonces que un gélido escalofrío le recorrió la espalda, pensando que sus hijas de 15 y 16 años podrían haber corrido una suerte parecida. De vuelta al despacho, y tras poner al corriente a sus superiores, activó el protocolo de investigación que comenzaría con el interrogatorio del presunto culpable.
          En el taller mecánico propiedad de su familia, Johnny García realizaba trabajos eventuales sólo cuando necesitaba dinero para saldar las deudas que adquiría en el juego o en sus trapicheos de contrabando. Manchado de grasa hasta las cejas y hurgando en las tripas de un Ford Thunderbird de los años setenta, reconoció la voz del padre gritándole desde la calle. ‘Ya voy, coño. Espera un momento. ¿No ves que estoy ocupado? ¿A qué tantas prisas, viejo tonto?’, –masculló, lanzando un trapo sucio contra las herramientas–. Del coche patrulla, estacionado en la puerta del local, se apearon dos policías musculosos, con una de las manos sobre la culata del arma enfundada en el cinto, y la otra mostrando la placa. ‘A ver: ¿qué has hecho esta vez, desgraciado? Siempre nos traes problemas, chico’, –exclamó uno de los hermanos que dirigía el negocio–. ‘Buenos días, agentes’, –le devolvieron el saludo y llamaron por su nombre y apellido–. ‘Tiene que acompañarnos’. ‘¿De qué se me acusa?’. ‘Nosotros cumplimos órdenes’. ‘Pues no pienso moverme de aquí, ni ir a ningún sitio, mientras no se me dé una explicación’. ‘Eso tendrá que hacerlo el inspector encargado. Apresúrese y no nos obligué a llevarle por la fuerza’. ‘Al menos dejen que me cambie de ropa’. ‘Bueno, pero sin demora’, –respondieron–. ‘Si yo fuera ustedes no me fiaría de éste. Es probable que se escape’, –dijeron desde dentro–. ‘Dejadle en paz y ocupaos de vuestras cosas’. ‘No te preocupes, mamá. Enseguida vuelvo’, –dijo, besando la mejilla de la mujer–. ‘¡Eh!, ustedes. Mucho cuidado con lo que le hacen al muchacho’. ‘¿Nos está amenazando, señora?’. La miraron con temeridad e indiferencia y se metieron en el auto sin más.
          Allison, la chica no declarará contra el Johnny. Además, amenaza con destruir la grabación que guarda de una sesión de sadomasoquismo si no sacamos también a los suyos del país’. ‘Ya, pero eso no depende de nosotros. Tú lo sabes y tendrás que hacérselo comprender’. ‘¿Recordáis el caso de Morris contra Rogers?’, –dijo Michelle–. ‘En estos momentos no, refréscanos la memoria’, –contesté yo–. ‘Pues que nos llamó muchísimo la atención el jaleo que se formó en Salem, la capital del estado de Oregón, cuando la prensa sacó a la luz el caso del tiroteo que se produjo en un instituto en el que resultó muerto uno de los profesores. El jardinero del centro, que andaba por allí, lo vio todo, con lo que su testimonio era crucial para acusar al exalumno que sembró el pánico con una recortada. Sin embargo, el hombre puso como condición que lo haría siempre que su esposa e hijos entraran en el mismo programa que él. Las autoridades se resistieron hasta que, fue tal la presión ciudadana, terminaron accediendo’. ‘Es verdad. Hubo grandes manifestaciones a lo largo del valle de Willamette apoyando a la familia’. ‘Joder, letrada. Esta mujer parece que tiene una computadora en la cabeza’, –soltó el detective–. ‘Ahora que lo refieres, hay muchos puntos de conexión entre aquello y esto. Investiga lo que puedas al respecto –indiqué a la becaria–. Habla con alguien del entorno de la víctima y que te cuenten, así como con el abogado defensor y el director de la escuela. En cuanto lo tengas les hacemos una visita’. ‘Perfecto, jefa. Me pongo a ello’. ‘Os invito a unas cervezas’, –me salió de repente, supongo que lo dije por no quedarme sola–. ‘Venga’. ‘Vamos’.
          The Beer City, en el cruce de S Curry St con W 5th St, conservaba el ambiente del viejo oeste concentrado en un espacio para solitarios al final de la jornada. Una de las paredes estaba cubierta de pantallas de televisión emitiendo cada una de ellas canales diferentes que embobaban al grupo de granjeros en edad fértil que hacían tiempo para acudir a la cita semanal en el burdel. Enfrente de ellos, los más ancianos, exentos ya de cualquier necesidad erótica, acodaban su soledad sobre la frágil cuerda de la nostalgia mientras la vida se esfumaba delante de sus narices. Había también una de aquellas máquinas de discos en las que, introduciendo una moneda de menos de cincuenta centavos, uno elegía canción. Me acerqué a ella, y, tras pensarlo un buen rato, seleccioné Unwound, de George Strait, uno de los más grandes intérpretes country contemporáneos. La camarera, sujetando el lápiz en el borde de la oreja y asomando el cuaderno de comandas por el bolsillo del delantal, mascaba chicle enfurecida. Nos sirvió tres generosas jarras de cerveza y unas hamburguesas gigantes con pepinillos, cebolla y doble ración de mostaza y kétchup. ‘¿Cuándo crees que comenzará el juicio?’, –pregunté a Ethan cogiéndole desprevenido–. ‘Uy, pues no sé. Con un poco de suerte a finales de año, creo yo’. ‘¡No es posible! ¿Tanto?’, –clamó la becaria–. ‘No sé si Mayalen podrá soportarlo entero. Ya sabes las estrategias que utilizamos para destruir a la parte contraria, y con ella lo harán’. Sí, pero es una mujer muy fuerte –soltó Michelle, a la vez que le hincaba el diente a la porción de carne jugosa y braseada–, lo ha demostrado llegando hasta aquí’. ‘Estoy de acuerdo. Sin embargo, escuchará cosas desagradables respecto a su nieta’. ‘En fin, confiemos en que todo salga bien’. La conversación dio un giro radical cuando se enredaron en la discusión sobre abolir o no la pertenencia de armas de fuego en civiles, ya que uno decía que prohibirlas iba contra la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, que blinda el derecho de cada individuo a adquirirlas libremente, estableciendo que el gobierno federal, al igual que los estatales y los locales no pueden infringir dicho privilegio. El otro, más contestario, argumentaba que su posesión era un atentado contra la vida. ‘No te equivoques, querida –gritó el detective–, gracias a la National Rifle Association se han evitado múltiples desgracias’. ‘Muy bien, es tu opinión y la respeto, pero discrepo contigo rotundamente porque, estando las armas fácilmente al alcance de todos, cualquier desequilibrado, fusil en mano, ejerce de mensajero de la justicia’. ‘Bueno, eso sólo pasa de vez en cuando. ¿Acaso si te atacaran de noche no irías más segura con una pistola en el bolso?’. ‘Sinceramente: no. Son elementos peligrosos que alteran la convivencia entre personas. ¿Imaginas que se te acerque un inocente, que tú sospeches de él por lo que sea y dispares…?’. Me mantuve al margen del debate porque nunca tuve una postura clara al respecto, ni siquiera cuando papá y el tío James trataban de convencerse el uno al otro.
          Charlotte Bennett, persona muy competente y ordenada en su trabajo, era una prestigiosa profesional que formaba parte del equipo de la Oficina del Fiscal del Distrito de Carson City, extendiéndose su fama a todo el país por la defensa a ultranza que hizo del sistema de salud universal durante el mandato de Bill Clinton. Por su perfil próximo al Partido Demócrata, la solidez y fidelidad a sus principios, le adjudicaban casi siempre casos con fuerte peso social. Adam Walker, que la conocía muy bien, se alegró muchísimo cuando supo que sería ella la encargada del proceso. ‘¿Y dices que la abuela de la víctima es quien pone la denuncia?’. ‘Sí. Vino con su abogada’, –respondió el inspector–. ‘Espera un momento que vea quién es –buscó el nombre de la letrada en las páginas del expediente–. ¿Allison Morgan?, no me suena de nada. ¿Y a ti?’. ‘Ella puede que no, pero el bufete donde está verás cómo sí’. ‘¿Cuál?’. ‘WILSON, ANDERSON & SMITH’. ‘¡Acabáramos! De los selectos del estado de Nevada. Aunque puede que de mí no guarden un buen recuerdo’. ‘¿Por qué?’. ‘Perdieron un juicio de mucho dinero. Su cliente era un tipo importante del sector del petróleo y el denunciante un pobre hombre que sufrió repetidas intoxicaciones. Cuando el juez anunció la indemnización a pagar, se llevaron las manos a la cabeza, y uno de los socios fundadores dijo que jamás me perdonaría’. ‘Me acuerdo de aquello, pero ahora es diferente, jugáis en el mismo campo’. ‘Centrémonos, pues’. El inspector compartió con ella la información que tenía. ‘Supongo que ya estará todo en marcha. ¿No?’. ‘Sí. Una patrulla va de camino…’.
          Desde que Mayalen se quedó sola, la noche de Santa Claus era muy triste. Alexa nunca la vivió con intensidad, ni apreció los esfuerzos que hacía su abuela por complacerla de niña. Los recuerdos de entonces que acudían a su memoria eran distorsionados o quizá irreales. Pero, aún ahora sabiendo que ya nunca volvería, seguía poniendo bajo el árbol un paquete para ella.



6 comentarios:

  1. Tengo la intuición de que Adam Walker promete ser un personaje bien armado. Dará bastante juego, estoy convencida.

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  2. Capítulo tranquilo en teoría ya que entra en escena una de las protagonistas clave a mi entender, la persona que deberá determinar la culpabilidad, o no, de Jhonny.
    Se va cerrando el círculo, esperamos con expectación la confluencia de las líneas curvas.

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  3. Está muy interesante el relato. Tengo muchas muchas ganas de ver que pasa. Besos

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  4. El suspense va in crescendo y más interesante se vuelve tu relato.
    Abrazos Mayte.

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  5. Nunca fui de apoyos incondicionales ni "juegos florales"... Si te digo que me atrapa lo que escribes y cómo lo escribes es porque lo siento. ¡Ah!, y deseando que pasen los días hasta la próxima entrega.
    Te camelo, niña.

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  6. Miguel Ángelfebrero 14, 2020

    Me ha gustado especialmente la descripción de "The Beer City". Seguimos adelante,
    con la investigación y la psicología de los distintos personajes. Buen trabajo.

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