domingo, 9 de junio de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

19.

En la profundidad de la galería, varias plantas por debajo de la superficie, el aire era irrespirable. Apenas contaban con cascos de seguridad para todos los obreros, y el resto del equipamiento, precario y obsoleto, complicaba bastante la labor a la hora de desenvolverse en aquellos tramos más peligrosos de la mina. Jamal Kundu se hallaba en una de esas zonas, cargando en las carretillas el mineral extraído de la roca. Jornadas durísimas, de catorce horas diarias sin ver la luz del sol, le sensibilizaron tanto los ojos que, una vez fuera, se protegía la cabeza con su pañuelo palestino, dejando tan sólo al descubierto una pequeña abertura por donde mirar. Deslomado y al límite de las fuerzas, le mantenía en pie el deseo de conseguir la meta propuesta, que reanudaría en cuanto juntara algo más de dinero. ‘¿Qué proyectos tienes? −preguntó al compañero mientras comían una torta de harina con arroz cocido, a la vez que exclamaba−: ¡Esto es un asco, la verdad!’. ‘Ninguno. Las ganas de prosperar y la ilusión por vivir se me han quedado adheridas a las grietas de estas cuatro paredes, y ya no hay forma de recuperarlas. Así que acabaré mis días aquí, enfermo y desahuciado. ¿Y tú?’. ‘Llegar a España, aunque todavía queda mucho camino. Pero bueno, poco a poco. El siguiente paso será hacer a pie la distancia que separa F’dérick, donde estamos, de Zuérate, nada menos que 5 horas y 38 minutos aproximadamente’. ‘¿Y eso?’. ‘Ya sabes que de ahí sale el Tren del Hierro con destino a Nuadibú. Y, aunque el trayecto es incómodo, puedes viajar gratis en los vagones de carga’, −el otro le interrumpe−.¿Y ya está? ¡Valiente tontería!’. Qué va, una vez que llegue al Sahara Occidental comenzará la cuenta atrás hacia Barcelona, a casa de mi tío, la meta final’. Cuando regresaron a la faena se produjo un derrumbe al otro extremo. Media docena de heridos en estado crítico aguardaban la llegada del médico, entre ellos el capataz, un buen hombre con poca madera de jefe. El bangladesí, ante tanta adversidad, se hizo de corazón duro y, en lugar de llorar por los rincones, contaba monedas en la intimidad. ‘Cuatrocientos, quinientos, ochenta y… Nueve semanas más, y me largo’.
          Desde las nueve horas del día de hoy, por seguridad y hasta nuevo aviso, quedan suspendidos los vuelos de Beirut a Damasco. Así rezaba en diversos avisos disponibles por la ciudad. Este contratiempo obligó a Ahmad Abu-Abbad a cambiar un cómodo trayecto en avión de unos cuarenta y cinco minutos por otro en automóvil de seis horas y pico, además de los trámites que conlleva eso en sí: alquiler del vehículo con chófer, rutas alternativas poco transitadas y deshacerse de Ismael, lo más peliagudo de todo. ‘Oye, compadre, conste que no apruebo este viajecito tuyo tan clandestino, y menos aún el empeño, por pelotas, de empaquetarme para España’, −dice malhumorado a la vez que mete en el neceser las cosas de aseo−. ‘Debo continuar solo. En el fondo lo sabes, pero te gusta hacerme de rabiar’, −suelta guiñándole un ojo−. ‘No es mi intención. ¿Imaginas la cara de gilipollas que se me va a quedar cuando tu hija vea que no regresas conmigo?’. ‘Pues por eso no te preocupes. ¡Toma! −rozan sus dedos sabiendo que probablemente no lo hagan nunca más−. En esta carta explico los motivos que me empujan a seguir aquí’. ‘Ah, cojonudo. ¿Y ya está? ¿Con este papelito −agita la hoja− lo justificas? De verdad, de verdad…’. ‘Deja de gruñir y apresúrate, no lleguemos tarde’. El Aeropuerto Internacional Rafic Hariri estaba colapsado. Pasajeros esperando poder partir convivían entre olores a humanidad y a basura orgánica. Las horas se hacían interminables y la desesperación el peor de los aliados. Sólo despegaban algunas líneas cuyos destinos eran Europa o Estados Unidos. El resto aparecía cancelado en el panel. La desordenada fila de información se perdía en el horizonte de bultos y maletas que aparentemente estaban sin dueño. Puestos al final de la cola, el beirutí y el español agotaban silenciosos el puñado de minutos irrepetibles que les quedaba de estar juntos. ‘¿Ustedes adónde van?’, −alguien le pregunta a un grupo de chicas jóvenes que armaban bastante jaleo−. ‘Nosotras, a Helsinki. ¿Por?’, −pero el curioso se evaporó como la espuma−. Al borde del agotamiento llegó la hora de la despedida. Tras abrazar al amigo, que parecía ya un anciano, y besarle tres veces en la mejilla, Ismael se colocó, con rabia, impotencia y dolor, en la zona de embarque. El sobrino de la nuera de Ahmad, que estuvo todo el tiempo en un segundo plano, se acercó a él y dijo: ‘Ahora, que ya estás solo, cuanto antes partamos mejor’. ‘No hasta que despegue el avión’. ‘Como prefieras. Por cierto, me llamo Karim y voy contigo a Siria…’.
          Desde que Salma Kundu murió casi en sus brazos, y no hay noticias sobre el paradero de Jamal, Abul Khan se muestra taciturno y abatido. Al atardecer, cuando la ciudadanía barcelonesa acostumbra a inundar las calles con sus lenguas universales y el color de las pieles charnegas, la tetería se llena de gente atraída por la brisa del mar, cargada de partículas de salitre, la mezcla de infusiones en su punto de cocción y la amabilidad del gerente. Jasmin y Binta, ocupando la mesa que tiene mejores vistas, reservada en exclusiva para los amigos, hablaban de la vida, de los amores imposibles y de los desengaños, mientras redactaban un manifiesto que después firmarían todos los compañeros, y donde repudiaban el episodio de desvío de dinero acontecido recientemente. Y es que, cuando el entramado de la corrupción en la ONG Sin Muros salió a la luz, vertebrado en torno al refugio de exóticos paraísos fiscales y manejado por personas sin escrúpulos ni ética, ellos, los trabajadores, iniciaron diversas jornadas de protesta para desmarcarse del capitán del barco que, a fin de cuentas, fue solamente la pieza más insignificante del mosaico. Es decir, un pelele en manos de los mismos buitres que le habían devorado. ‘¿Qué os apetece, chicas?’, −pregunta el bangladesí−. ‘Para mí un té con menta, por favor’, −responde rauda la senegalesa−. ‘Pues yo quiero uno de esos especiales que tú haces, a ver si me animo un poco, que no levanto cabeza’, −contesta la otra−. ‘¿Cuándo vuelve tu padre? Se le echa de menos’. ‘Pues espero que sea pronto. Llevo días sin poder contactar con ellos, las comunicaciones están cortadas’. ‘Bueno, ya sabes que a veces es complicado hacerlo desde nuestros países. Pero no te preocupes, seguro que están bien’. ‘Ojalá. ¿Qué tal tú? ¿Cómo estás?’. ‘Jodido, bastante jodido, pero estoy, que ya es bastante’, −el hombre se retira cabizbajo−. ‘El pobre, ¡menuda racha que lleva!’. ‘Bueno, es que a veces nos las dan en el mismo carrillo’. ‘¿Sabes qué te digo?, que en cuanto acabemos esto nos vamos a la playa. No sabes lo que un bañito a estas horas purifica el cabreo que tenemos’, −ríen a carcajadas−. ‘Lo siento, otro día, ¿sí? Quiero llegar pronto a casa, el niño está muy alterado y necesita mucho de sus padres’. ‘¿Cómo lo lleva Adrián? Es tan reservado que nunca sabes si haces bien preguntándole o no’. ‘Es tímido y se lo come todo por dentro para no hacernos sufrir, sin embargo, algunas noches le oigo llorar en el baño’.
          El hijo de los libaneses venía del colegio con los zapatos llenos de barro, cogía de la nevera un zumo tropical y se encerraba en su habitación luchando contra la tentación de suicidarse, ya que el miedo a encontrarse cada mañana con sus acosadores era más potente que la opción de seguir padeciendo en este mundo. Y si resultaba doloroso soportar comentarios vejatorios sobre su país de origen, tachándoles a todos de yihadistas, si cabe era todavía más humillante que subieran a las redes sociales vídeos e imágenes suyas orinado en los pantalones después de haberle torturado psicológicamente. Con un toque suave de nudillos Adrián llamó a la puerta. ‘Cariño, ¿puedo pasar? −dice con el corazón en un puño y preparado para recibir un no por respuesta, en cambio oye el clic del cerrojo que desechan desde dentro−. ¿Estás estudiando?’. ‘No, ahora no hay exámenes’. ‘Hijo, ¿cómo va todo? ¿Quieres que hablemos?’. ‘No me apetece. Estoy bien, de verdad’. ‘Sabes que tanto a mamá como a mí nos puedes contar cualquier cosa que te preocupe’. No obstante, ninguno de los dos hizo alusión a la cantidad de problemas que estaban surgiendo, ni refirieron el bajo rendimiento escolar de las últimas evaluaciones. Él siempre estuvo dispuesto a salir a la pizarra cuando el profesor pedía voluntarios que resolvieran quebrados o completaran oraciones gramaticales, pero ahora no levantaba la mano, para esquivar los golpes bajos del insulto y evitar hacer el ridículo al tropezar con alguna zancadilla. Uno de los días que acudió a terapia con la psicóloga del centro, mientras esperaba, vio un póster en la pared que le llamó la atención, aunque una vez en consulta no preguntó por ello. ‘Papá, ¿qué es Save the Children?’. ‘Una fundación que vela por los derechos de los niños. ¿Por qué lo preguntas?’. ‘No sé, pues porque lo he oído, ¿no te parece suficiente razón?’. ‘Sí, por supuesto que sí, no te alteres. Me parece fenomenal que quieras conocer’. ‘¿Están en Barcelona?’. ‘Claro, por el barrio de Sant Antoni. ¿Lo busco en el mapa?’. ‘Quiero ir’. ‘Vale, pues lo organizamos para mañana, ya es un poco tarde’. ‘No te enteras: ¡ahora! Quiero ir ahora’. No sé si habrá alguien en la sede −lo pensó mejor y prefirió no turbarle más−. De acuerdo, aguarda un momento, que localizo a tu madre y se lo digo para que venga’. ‘Ya…’.
          Cuando Binta entró en su casa, al principio se asustó muchísimo. Después, viendo que Kesia trajinaba en la cocina como si nada, dijo: ‘¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué está toda tu ropa sobre la cama? ¿No es un poco tarde para limpiar el armario?’, −pregunta un tanto extrañada−. ‘Ya no la voy a necesitar. Si quieres llévatela a la oficina, seguro que alguien la aprovechará’, −responde la mujer africana a punto de llorar−. ‘¿Qué tontería es esa?’. ‘Siéntate, tenemos que hablar’.

6 comentarios:

  1. Muy buena descripción de las penurias de Jamal Kundu. Impaciente por saber el desenlace final. Un beso, nena.

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  2. Me gusta el agitado oleaje de tu historia, transitas el mar de la vida con algún que otro desagradable sabor salado, pero el náufrago siempre saca la cabeza y lucha por hallar la orilla. Felicidades por estos tránsitos que nos regalas.

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  3. Decía el "Piyayo", mientras veía comer a sus críos lo poco que había en la mesa: "Despacito, que dure".
    Y así me veo yo ante esta gozada de relato.
    Gracias, muchas gracias, escritora.
    Besos.

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  4. Un placer poder disfrutar de tu talento como escritora. Besos

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  5. Genial como siempre.
    Gracias por compartirlo
    Abrazos, Mayte.

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  6. No sé como haces para que cada 15 días me parezca nuevo lo que escribes y al mismo tiempo enlace con lo ya leído.
    Una manera de mantener el interés.
    Gracias.

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