domingo, 12 de mayo de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

17.

¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos?’, −pregunta un pasajero al conductor de la línea 55 saliendo de Plaça Catalana−. ‘Me comunican de la central que ha habido un accidente, por eso hay retención. Pero no se preocupen, que en breve tomaremos otra ruta alternativa. Les ruego paciencia’, −implora el angustiado chófer−. ‘Hay que joderse. Ya verás, al final pierdo la cita con el urólogo’, −dice un anciano sentado al fondo−. ‘Joven, ¿hay muchos heridos? ¿Están graves?’. ‘Y yo qué coño sé, señora’. Kesia consultaba el reloj a cada momento, y miraba por la ventanilla adelantando con la vista a la caravana de coches, como si eso fuera suficiente para empujarles y avanzar. Llevaba un retraso importante respecto a la hora prevista de recoger a su hijo en la guardería donde aprendía las primeras letras del abecedario. La educadora infantil en prácticas era encantadora y demostraba muchísimo interés por ellos. ‘Lo siento, se me ha dado fatal el transporte’. ‘Sin problema, no tengo prisa. Además, nos lo hemos pasado en grande, ¿verdad?’, −el pequeño, radiante de alegría, se dedicaba a encajar las piezas de un juego didáctico−. ‘Mañana cerráis, ¿no?’. ‘Sí. Es el centenario de algo, pero no sé muy bien de qué. ¿Por?’. ‘Tengo que solucionar un asunto, mi compañera de piso trabaja y tampoco puede quedarse con él’. ‘Vaya, lo lamento’. ‘Oye, ¿a ti te importaría hacerme ese favor?’. ‘Claro, con mucho gusto, estoy libre’. Perfecto. Entonces, ¿ajustamos precio?’. ‘¡Qué disparate! Esto lo hago con gusto y porque quiero. Dígame cuándo y dónde voy’. Como punto de encuentro fijó las proximidades de su domicilio, aunque no exactamente. Nunca se sabe y toda precaución es poca.
          A la mañana siguiente, la mujer africana encontró preparadas las cosas del desayuno en la mesa de la cocina. ‘Hola. Pensé que no estabas’, −le dice a Binta, que bebía café recostada en la pared−. ‘Sí, bueno. Voy apurada, se me han pegado las sábanas’. ‘Quizá hoy venga tarde’. ‘Yo también, tenemos reunión en la oficina y ya sabes que siempre se alarga mucho todo esto’. Tras dejar al niño con la chica, que al verla agitaba los brazos y las piernas para que le sacara fuera del coche, le costó encontrar la calle de la Marina, donde se encuentra el Consulado General de la República Federal de Alemania, ubicado en el edificio de la Torre Mapfre. Un hombre de mediana edad se le acercó. Era el contacto que esperaba. ‘Su hermana nos ha trasladado el deseo que tiene usted de reunirse con ella. Piense que, sin papeles, no es fácil ni rápido sacarla de España de forma segura. Hay que organizar muy bien la salida. Hamburgo es una ciudad muy fría, y Wilhelmsburg, que acoge el local de La Cantina de los Refugiados, un barrio conflictivo. Se lo digo por si quiere reconsiderar la decisión’. ‘Llevo meses cocinando en la casa donde trabajo, y dicen que no lo hago del todo mal’. ‘En cualquiera de los casos, además de la gastronomía, hay otros muchos proyectos que proporcionan formación a migrantes. Una vez allí, la organización se encarga de distribuiros. ¿Por qué te quieres ir?’. ‘Donde estoy me tratan de maravilla, pero noto como que, si no culmino aquello que me propuse cuando dejé el poblado jugándomelo todo, una parte de mí permanecerá amputada’. ‘Bueno, vamos a hacer lo posible para que estés muy pronto con tu familia. Sin embargo, no te voy a engañar: viajas con un menor, y eso ralentiza todo y dificulta muchísimo los trámites. En fin, confía en nosotros, lo conseguiremos…’.
          He leído en Internet que el Open Arms, en cuanto pase el temporal de levante, zarpará con un cargamento de productos de higiene y material escolar, entre otras cosas, para los campamentos de Samos y Lesbos −apunta Adrián, que aún está muy apagado desde lo vivido en el parto−, pero no se les permite participar en rescates en el Mediterráneo central. Jefe, ya que estamos aquí, nosotros podríamos ayudar a peinar la zona por si hubiera algún naufragio o las lanchas se encuentran en apuros’. ‘No. Hemos cumplido el objetivo para el que vinimos, ¿verdad? Pues, entonces, a casa. ¿No os dais cuenta de que puede caerme una sanción considerable y apartarme del mar?’, −sella el capitán, rotundo, y cerrando toda posible discusión al respecto−. El resto de la tripulación, todavía consternada, acababa de despedir al equipo de Médicos Sin Fronteras, desplazado hasta allí para llevarse a la madre y al bebé muerto. ‘¿Y por qué no lo sometemos a votación y decide la mayoría en lugar de hacerlo tú?’, −el piloto tan demócrata como siempre−. ‘¡Anda coño, mira éste! Pues porque nosotros no mandamos y él sí’, −contesta el cocinero−. ‘No se ofenda, patrón, pero creo que se equivoca −dice el enfermero−. Ahora lo que necesitamos, por encima de todo, es sentirnos vivos, útiles, para consolidar que lo que hacemos sirve de algo. Después de la trágica experiencia ocurrida a bordo, la moral se nos ha caído al suelo’. ‘Señor −interrumpe el oficial−, una fortísima borrasca afecta de lleno a la costa nordeste española. Nosotros vamos en esa dirección. ¿Qué hacemos?’. ‘Volver a Barcelona en cuanto amaine’. Un compuesto viscoso de desolación quedó estibado de proa a popa sin escapatoria para nadie…
          El misionero descubrió la nota del muchacho sobre la cama, en el interior de la jaima. Sin terminar de leerla, contuvo las lágrimas, y comprendió que no sólo el viaje a la población de Tamanrasset fue en vano, sino también las recomendaciones de prudencia que le hizo. Pero como ya estaba curado de espanto, y no era la primera vez que un protegido suyo tomaba la decisión de irse antes de tiempo, se dispuso a poner todo a punto para la esperada llegada masiva de gente, que le dará nuevo oxígeno e infinitas ganas de seguir adelante. Por ellos, por él, por los compañeros y por las cosas palpables de la Tierra que, en definitiva, son las que verdaderamente cuentan. Mientras surgía ese sentimiento en Tinduf, algunas dunas más allá, Jamal Kundu reanudaba su periplo adentrándose en el paisaje desértico de Mauritania, barrido por las tormentas de arena y esos vientos de harmattan, de aire cálido y seco, para los que no se sentía preparado físicamente. Ajeno a la grave enfermedad que padecía su madre, con inevitable desenlace, volvió a ponerse en el cuello un amuleto de madera que ella le dio para ahuyentar a los saqueadores de caminos. Juntó las manos y repitió en bengalí la promesa, que hizo en el momento de marcharse, de telefonear desde la casa de su tío cuando estuviera a salvo…
          Jasmin encontró a su hijo sentado en el rellano de la escalera. ‘Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has entrado en casa?’. ‘Olvidé las llaves’, −aunque en realidad no las cogió por miedo a que se las robaran, como ya le había sucedido con otros objetos−. ‘Ay, esa cabecita’, −se agacha e introduce los dedos entre los rizos del chico−. ‘Tengo un poco de prisa, ¿abres o me vas a dar la charla?’. ‘Sí, ya voy’. Ese comentario arrancó toda esperanza de mantener un diálogo con él. Todavía faltaban dos días para la cita concertada con la tutora, cuarenta y ocho horas más con el corazón roto al verle sufrir, llorar de noche, notarle intranquilo, irascible, vulnerable, fuera de sí. Entró en el dormitorio sin llamar cuando el chaval se quitaba la ropa para ponerse otra más cómoda. Alarmada por lo que vio, amortiguó un grito llevándose las manos a la boca. ‘¿Qué tienes ahí? ¿Son cortes en la espalda? ¿Te has caído? ¿Te han pegado? Dime algo, por lo que más quieras. ¿Quién te lo ha hecho?’. ‘Vete’. La mirada de terror era tan evidente que quiso acunarle con ternura, pero el brusco rechazo la hizo retroceder. Entonces, antes de dejarle solo, como quería, y con la puerta semicerrada, vio que se aferraba a algo en posición fetal…
          Dos enfermeras y un médico, presumiblemente de guardia, corrían por el pasillo hasta llegar a la habitación de Salma Kundu, pero lo único que pudieron hacer fue certificar la hora de la muerte. Abul Khan se hizo cargo de todo y, como no había ninguna mujer de la familia para lavarla, en soledad llevó a cabo esa tradición. Colocaron el cuerpo frente a la Meca, leyó la primera Sura del Corán, siguió con las oraciones y, por último, lanzó tres puñados de tierra. A los pocos días de eso, desde el Aeropuerto Internacional Hazrat Shahjalal, mientras aguardaba para embarcar con destino a España, se despedía de Bangladés para siempre, con la certeza de no pisar aquel suelo nunca más, y dispuesto a, costase lo que costase, proporcionarle a su sobrino una vida mejor. Por fin, cuando todo apuntaba a aparecer la información de los vuelos, saltó intermitente en el panel la palabra cancelado. A su lado, alguien también contrariado desplegó un periódico donde pudo leer a doble página el siguiente titular: “Sangriento atentado en el Líbano”. Un mal presagio le hizo temer por sus amigos, de quienes apenas se tenían noticias…
          De fondo, el fuego artillero traía a la memoria de Ahmad Abu-Abbad aquel otro septiembre de 1976, cuando las tropas sirias, en la región montañosa de Sofar, se lanzaron contra los izquierdistas libaneses y palestinos. Ahora, los intereses que mueve la rueda bélica puede que sean distintos y el adversario también, aunque no lo es el sufrimiento de la sociedad civil usada como muro donde impactan los proyectiles. Siguiendo la recomendación de no abandonar las dependencias del hotel, permanecieron allí inactivos, pero impacientes por seguir con sus pesquisas. ‘En cuanto levanten el toque de queda, volveremos a casa de mi consuegra −comenta el beirutí−. Estoy seguro de que el muchacho oculta algo’. ‘Sí, eso me pareció. No obstante, creo que no soltará prenda’. ‘Entonces, no queda otra que viajar a Siria, ya que es allí donde confluyen la mayoría de las pistas que tenemos’. ‘Es muy peligroso, y lo sabes de sobra’. ‘Desde luego, por eso mismo quiero que regreses. Es mejor que me quede solo, así pasaré desapercibido’. ‘No lo sueñes, yo de aquí no me voy sin ti, −dice Ismael, tajante−’. Aunque lo cierto es que…


5 comentarios:

  1. Una historia con su ruta muy determinada me ayuda a colocar algunas cosas que por pereza había olvidado. Gracias de corazón, escritora. Un beso

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  2. Miguel Ángelmayo 13, 2019

    No dejo de admirar el increíble trabajo de documentación, dando datos muy precisos de lugares muy diferentes del mundo. Seguimos la historia, con los esfuerzos de los distintos personajes, con distintos finales en cada caso. Un abrazo.

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  3. Cuentas la historia como si el lector asistiera al paso lento de un tren, a través de cuyas ventanillas observara fugaces escenas de vidas ajenas. Vidas ajenas en las que tal vez se identifiquen retazos de su propia vida.
    Eres una escritora muy especial. Cuídate, amiga. Te camelo.

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  4. Además de documentada, actualizada.
    Como siempre gracias por tu regalo de una muy buena lectura.

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  5. Narración, bien documentada, la incertidumbre de la realidad en que sumerge.

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