domingo, 7 de abril de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

15.

La capacidad de resiliencia y superación de Jamal Kundu rebosó todas las expectativas que jamás supuso tener dentro de sí. Sabía que para conseguir sus propósitos era necesario ganarse la confianza de ciertas personas del campamento, con las que estaría eternamente agradecido por haberle rescatado de una muerte segura. ‘Aprieta aquí con fuerza −señala con los dedos−, vamos a hacer un torniquete hasta que llegue el médico y decida’, −dijo el misionero, con quien tenía una complicidad cada vez mayor−. ‘Joder, la pierna tiene un aspecto asqueroso’, −soltó el muchacho tapándose la nariz−. ‘¡Ah, sí! Entonces es que hoy no te has visto bien la cara −ríen con ganas−. Anda, dame esas gasas para limpiar la herida, y busca dentro de la bolsa, hay algo para ti’. El hombre nació en un monte perdido de Galicia, lindando casi con Portugal. A los siete años le mandaron al seminario, y sólo regresó a la tierra natal para el entierro de sus padres. Se ordenó sacerdote, y al poco tiempo cambió la sotana por ropa ligera y una simple mochila donde cabían todas sus pertenencias. Ha recorrido medio mundo al lado de los diferentes, en los hospitales de campaña con los damnificados en los conflictos de Oriente, junto a los explotados en Latinoamérica, o los huérfanos en el Congo. Incluso participó también en una protesta con chilenos reclamando la soberanía del territorio de la Antártida. Pero ya estaba viejo para seguir el mismo ritmo, y ahora tocaba terminar su ciclo de vida ahí, como un refugiado más, ahuyentando la nostalgia sin entornar los ojos e imaginando que, en cualquier momento, en la línea fina del horizonte que se aprecia a lo lejos, aparecerá la costa española dándole la bienvenida. ‘Muchísimas gracias. ¡Una brújula!’. ‘Sí, para que no pierdas el norte’. ‘¿De dónde sacas estas cosas?, −no respondió−. A ver si te haces con algo de té y nos echamos unos tragos’. Continuaron atendiendo a los que llegaban exhaustos del desierto y traían los labios deshidratados y los pies llenos de llagas. ‘Desinfecta esta úlcera −procurando no rozarla, dibuja una circunferencia por encima de la frente de un niño−. Hazlo con sumo cuidado porque la piel de alrededor está desprendida. ¿Lo ves?’. ‘No voy a poder, me mareo sólo de pensarlo’. ‘Respira hondo, de nosotros depende que disminuya un poco la intensidad del dolor, hasta que consigamos un calmante que le ayude a dormir’. ‘Se supone que todavía estoy convaleciente. Y, sin embargo, ¡mira dónde me metes!’. ‘Mucho cuento es lo que tú tienes. Céntrate o no acabaremos nunca’. ‘He decidido salir por Mauritania’. ‘¿Cuándo será?’. ‘No sé…’.
          Sobre las diez de la noche, y con el muelle iluminado tan solo por las luces de algunos pesqueros preparados para hacerse a la mar, Binta y la chica embarazada, a puntito de parir, subieron a bordo del Sin Muros, donde el capitán las esperaba. ‘¿Y el enfermero?’. ‘No tardará, de lo contrario nos iremos sin él’. ‘No sería la primera vez que hacemos de comadronas, ¿verdad jefe?’, −añade otro miembro del equipo habitual, pero el aludido obvia el comentario y siguen con la conversación−. ‘Está muy asustada. Tened mucho tacto, no se crea que el viaje es para deportarla a Senegal. ¿Qué plan vais a seguir?’. ‘Hemos trazado una ruta en base a estas coordenadas, −le da una hoja de papel doblada−. Una vez que alcancemos aguas internacionales y estemos alejados más de 200 millas de cada país cercano, aguardaremos a que nazca el bebé’. ‘¿Y si lo hace antes?’. ‘Pues, a cruzar los dedos para aparecer solamente en el radar de la ONG que después se hará cargo de ellos’. ‘Id con cuidado, compañeros’. Abrazó a la joven pronunciando en francés palabras tranquilizadoras, garantizándole que quedaba al cuidado de buenos amigos que velarían por su seguridad y la de la criatura en camino. Ella asintió y dejo escapar unas lágrimas al tiempo que pasaba su mano por la tripa transmitiéndole sosiego al hijo y la seguridad de que todo iría bien. El sanitario subió a bordo por los pelos y ella les dijo adiós desde tierra firme. Acomodaron a la mujer en el camarote principal, improvisado como paritorio. ‘Creo que viene de nalgas’, −dijo tras la exploración−. ‘No jodas’, −respondió Adrián−. ‘A ver si empieza a dilatar y consigue darse la vuelta’. ‘¿Y si hay que hacer cesárea?’. ‘Ojalá que no’. La temperatura no era excesivamente fría y las olas parecían acariciar la parte baja de la estructura como si fuera una señal de haberlos echado de menos. El piloto prendía el tabaco de pipa conduciendo la máquina con absoluta delicadeza, mientras que el patrón anotaba la fecha en el cuaderno de bitácora todavía sin incidencias. El ruido del afilado cuchillo cortando hortalizas en juliana delataba la felicidad del cocinero guisando para su gente. Reinaba la calma, interrumpida sólo por el ruido del motor, cuando de repente, en mitad de la nada, con el perfil de Barcelona aún visible, ella gritó, y una voz nerviosa decía: ‘Empuja. No te duermas, coño. Empuja…’.
          Beirut alzaba el telón a otra jornada más, mezclando el murmullo de los trasnochadores que volvían de fiesta con la llamada del muecín a la oración. El amanecer empezaba a iluminar el Mediterráneo aún de color ceniza y, a lo lejos, los primeros rayos de sol destapaban el espectacular paisaje que sólo se da en ese rincón del mundo. En el malecón, un pequeño grupo de deportistas calentaba, para el entrenamiento de alguna competición o por puro capricho. Alrededor suyo, un paseador de mascotas, bailando al son de la música de sus auriculares, recogía la hilera de excrementos dejada por los perros. Ismael corría en contra de la brisa aterciopelada que rozaba su piel, ya sudorosa como aviso de que sería conveniente hacer un receso. Se sentó en el muro, tomó perspectiva y dejó que toda aquella inmensidad regenerara sus pulmones. Regresó al hotel tentado de decirle a Ahmad Abu-Abbad que estaba asustado, porque desconocía qué consecuencias podría acarrear para ellos la búsqueda de Hassan. Sin embargo, descartó la idea al verle empequeñecido delante del televisor donde emitían imágenes en directo de varias columnas de humo tras un bombardeo más en Gaza. ‘¿Qué tal? ¿Has pasado la noche en la mezquita?’. ‘Sí, necesitaba pensar y tomar decisiones’. ‘¿Me lo cuentas o estaré sobresaltado siguiéndote como un pelele?’. ‘¿Un qué?’. ‘Nada, es una expresión’. ‘Iremos a visitar a la madre de mi nuera, quizá sepa dónde están. Debo avisarte que el barrio de Haret Hreik, donde viven, fue uno de los más castigados durante la guerra’. ‘Bueno, estoy curado de espanto’. ‘Es chií, y se encuentra al sur de la capital. La mayoría de las oficinas de Hezbolá se ubicaban ahí. La última noticia que supe es que solamente quedaba una en pie’. ‘Vayamos pues cuanto antes’. A través de recepción alquilaron un coche con chófer. El libanés iba muy callado en el asiento trasero del automóvil, y con la emoción visiblemente brotada en sus mejillas. Casi no reconocía las calles por donde pasaban, ahora llenas de contrastes sociales. Se adentraron en la zona más castigada durante la lucha armada −lo sigue estando de alguna manera− y, al final de una cadena de casas medio en ruinas junto a otras de reciente construcción, dieron con la de la familia Mossen. Una anciana que apenas se sostenía erguida, tapada de arriba a abajo, excepto los ojos, les recibió en la puerta. ‘Naima, ¿sabes quién soy? −ella seguía como ausente −. ¿Es que no me reconoces…?’.
          Una amiga de Jasmin, maestra en un colegio público, se sentía muy alarmada por el aumento de xenofobia y racismo que observaba en el alumnado de doce a trece años. Por eso, y viéndose impotente para manejar el asunto, le pidió que fuera a dar una charla sobre las labores que desempeñan las organizaciones no gubernamentales. Aceptó gustosa. Además, con todos fuera, en la oficina había poco trabajo. Atravesando el patio que conducía a las aulas, pensaba que quizá se enfrentaría a un público radicalizado que ejerce el acoso vulnerando el principio fundamental del respeto al semejante. Pero, en la mayoría de los casos, se encontró con que el odio al negro, al pobre, al diferente, lo traían mamado de sus hogares. Se compadeció de su querida teacher −la llamaba así cariñosamente−, comprobando el curso tan complicado que le había tocado en suerte. Uno de los chicos levantó la mano para pedir la palabra. ‘Dice mi padre que los putos extranjeros vienen a robarnos el pan y que aprovechan para operarse de apendicitis o cataratas’, −los demás ríen a carcajadas−. ‘Bueno, eso no es así. Las cosas no nos pertenecen por haber nacido en un determinado sitio, hablar una lengua concreta o ser de raza blanca. Tenéis que aprender que, por ejemplo, la sanidad o la educación son servicios universales, y que, salvo excepciones, la gente viene a ganarse lo que se come’. ‘Ya. ¡Y una mierda! −a la chica le reprendió la directora−, que mi abuelo me ha contado que ellos lo quieren regalado, mientras que nosotros nos quedamos sin dentista ni plazas en la escuela’. ‘Entonces, ¿hay trabajo para todos?’, −preguntan desde la primera fila−. ‘Pues, claro, idiota. He oído decir a mi hermano mayor que si las mujeres se quedasen en casa cuidando de los hijos y del marido, como hacían antiguamente, España iría mucho mejor y habría más trabajo para los hombres’, −unos cuantos exaltados golpeaban en el pupitre con el puño−. Tras el desafortunado comentario machista miró de reojo a los profesores y entendió que debía ceñirse a hablar de aquello para lo que había ido. Proyectó una serie de fotografías hechas por ella que tituló: naufragio y salvamento. ‘Las personas que habéis visto −consiguió captar la atención de los chicos−, tanto los ahogadas como quienes lograron subir a nuestras barcas, se arriesgaron para ofrecer a sus familias un futuro mejor’. ‘¿Tú estabas ahí?’, −preguntó una de las niñas muy interesada−. ‘¿Eres tonta? ¿No ves que es un montaje?’, −apuntó un listillo−. ‘He estado en varias misiones. Veréis, cuando se produce un hundimiento en lo único que piensas es en llegar a tiempo y rescatar a toda la gente que puedas’. Se fue de allí convencida de que sus palabras, al menos en uno o dos alumnos, habían calado.
          Kesia terminó de repasar algunos detalles del cuadro y lo cubrió con un trozo de sábana, dejándolo fuera del alcance del niño, que ya lo tocaba todo. Desde la cena con los senegaleses su interior había saltado por los aires, regresando la firme idea de que tenía el destino lejos de allí…

5 comentarios:

  1. Esta magnifica historia es un canto a la solidaridad, a la igualdad de las personas y a un corazón que no te cabe en el pecho. Me rindo ante ti.

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  2. En un solo relato has aunado todos los estereotipos con los que los supremacistas cargan sus razones: xenofobia, machismo, egoísmo, etc. , la pena es que son muy pocos los que pueden ver mas allá de sus narices, pero olé las tuyas por denunciarlo.

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  3. Dominas a la perfección una manera hermosa de denunciar la ruindad del ser humano y también su grandeza y generosidad. Con mi admiración.

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  4. Magnifica forma de acercarnos a estas historias, que desgraciadamente son tan reales . Gracias por ayudarnos a verlas. Besos

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  5. Excelente trabajo narrativo y documental.

    Millones de gracias y besos

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