domingo, 6 de mayo de 2018

Nueva York. Dieciséis días después de la segunda quincena de marzo

La llegada del hombre a la Luna hizo temblar los cimientos de nuestro planeta, corriendo como la pólvora el interrogante de: ¿y si no estamos solos y hay que repartir el pastel? El 16 de julio de 1969 teníamos los ojos puestos en las televisiones que emitían en directo desde cabo Kennedy, Florida, donde el Apolo 11 sería impulsado al espacio por el cohete Saturno V. La imagen de los astronautas Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, enfundados en sus trajes espaciales, daba la vuelta al mundo, regalando planos cortos de sus sonrisas destellantes como signos de victoria. En esa época salía con un novio −muy soso, la verdad− más interesado en beber cualquier líquido que contuviera un grado de alcohol importante que en practicar sexo, lo cual me daba igual. Por eso, el día del alunizaje, nosotros estábamos en el vecindario de Woodlawn, en el Bronx, tomando pintas de cerveza en la taberna irlandesa Arthur & Brigitta, descendientes de emigrantes que escaparon a tiempo de La Gran Hambruna. El local era pequeño pero acogedor, con muchas sombras y poca iluminación, perfecto para los solitarios. Vigas de madera transversales sostenían el techo, del que pendían jarras de vidrio y cintas de colores verde, blanco y naranja, en honor a la bandera de su país de origen. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de personajes famosos y anónimos que pasaron por allí. Acodados a la sólida barra, testigo de tantas penurias, los presentes aliviábamos la derrota evadidos con la música country de Kris Kristofferson, entregados al vacío de la lengua pastosa, al terraplén por el que caeríamos sin problema de no ser porque quedarse tonto acojona bastante. Ahí estábamos, repatriados en lo individual y ajenos por voluntad propia al hecho sin precedentes que marcaría, sin duda, un punto y aparte en nuestras vidas, y en los libros de Historia.
          “Nueva York. Dieciséis días después de la segunda quincena de marzo. Lejos del glamur de Manhattan, muy bien paseado por las estrellas del cine, el Maspeth se me antojaba lo más parecido a una pequeña capital de provincias, con lo más imprescindible como para no tener que desplazarse a otros distritos. Sin embargo, me sentía forastera incluso en la casa donde vivo −me duele no haber sido capaz de hacer hogar, ni siquiera con la llegada de Carlota que ya conté aquí−. Oímos la palabra refugiado y rápidamente lo asociamos a tres conceptos: conflicto bélico, huir de la miseria o estar en busca y captura por las ideas políticas. Desde que salí de la aldea he dado muchas vueltas a esto. De alguna manera, y salvando todo tipo de distancias, también vine a este país pidiendo asilo, aunque mis motivos no estuvieran tipificados. −Hago un alto en la escritura y llamo a Ralph por teléfono. Bobby no ha dejado de ladrar en las últimas dos horas. Estoy preocupada. Nada, no contesta−. Los primeros meses en el supermarket fueron complicados. Elaboré listas mentales a dos columnas: en una el precio, en la otra el artículo. Así, relacionando nombre y objeto, aprendí las primeras palabras en inglés. En general di con buenas compañeras, pero, como ya he apuntado en otras ocasiones, ni tomo ni doy confianza. Todo era nuevo, grande, diferente, ordenado… Yo venía de un espacio gris y oprimido, con un precario sentido del respeto −y no me refiero sólo a lo personal−, en el que las normas que rigen la convivencia cívica brillaban por su ausencia. Pondré un ejemplo: me costó asimilar que, para transitar por las aceras entre tanta gente, había que respetar la circulación de doble sentido y no invadir el carril contrario. Una vez, en el barrio de Corona, cruzando Martense Ave con 53-98 108th St, por poco me atropella un carro −todo un Cadillac de 1950, descapotable−. Aún no controlaba los indicadores del semáforo y resultaba un lío Don’t Walk. ¿Cruzo o me paro? Opté por lo segundo y forcé un frenazo en seco. No fue la única vez que salvé la vida por los pelos… Ahora, con la edad, y adoptadas muchas costumbres neoyorquinas, sentiría desamparo en otro lugar, porque tengo la piel hecha a estas calles, a los edificios de ladrillo rojo con escaleras de incendio rompiendo la monotonía de las fachadas, a la capa de asfalto desconchada por los bordes de tanto uso, a la oquedad de los portales dejando a la intemperie la pasión de los amantes, a los contrastes de Tribeca y el SoHo, a las luces de neón que pestañean en la noche y al gusto de cruzarme con Woody Allen por Prospect Park cuando regresa a Brooklyn, por donde pasean sus raíces judías. La gata me adivina el pensamiento y se aparta a un lado del pasillo. Alarmada −ella también lo está−, cojo de abrigo lo primero que encuentro y pulso el botón de bajada. Salgo del ascensor y Bobby reconoce mis pasos. Ladra, ya enloquecido, pero ninguna palabra es capaz de consolarlo. Entonces, la posibilidad de perder lo único bueno que he tenido pone en marcha toda la maquinaria de búsqueda…”.          ¿Qué tal la semana, Maura? ¿Algo destacable?’. ‘He recibido carta de España. No sé cómo habrán localizado la dirección −callo unos segundos y cambio de postura−. La nieta mayor de mi hermano pequeño, que como no encuentra trabajo de lo suyo −no sé lo que es ni me importa, al enterarse de la existencia de una tía en América, ha pensado que quizá aquí tendría más suerte. No te jode, no se han preocupado de saber en todo este tiempo si estoy viva o muerta, y ahora quieren aprovecharse. ¡Ni hablar! ¡Esa mocosa no sabe con quién se la juega!’. ‘¿Has respondido?’. ‘¡Qué dices, ni pienso! Es más, como aparezca la pongo de patitas en la calle y, ¡a buscarse la vida!, como hemos hecho los demás. No cuenta nada de su abuelo. Tampoco tengo gran interés, pero coño, ya que escribes, expláyate algo más, ¿no?’. ‘¿Qué te gustaría saber?’ −encuentro a Eric entusiasmado, como con otras ganas−. ‘Nada en particular. ¿Cómo crees que me recordarán?, no digo ella, sino mis hermanos. La verdad es que a estas alturas eso carece de sentido. Conservo en la memoria un episodio de cuando tendría siete u ocho años. Merodeaban por la aldea una camada de lobos. Cada amanecer traía un paisaje dantesco: animales muertos, destrozos y mucho miedo. El silencio de la noche en campo abierto intensificaba los aullidos, y el pánico a que entraran dentro me impedía descansar. Una vez, con la última cucharada del estofado de alubias blancas que tocaba en la cena, busqué algo de cariño en aquella mesa y un poco de complicidad para protegerme. Era imposible dejar una luz en el dormitorio de los niños para espantar a los fantasmas, así que metí la cabeza debajo de la almohada y crucé los dedos. No fue suficiente, veía y oía cosas muy raras. Llegué a oscuras hasta la habitación de los chicos, trepé a lo alto de la cama y me hice hueco entre los dos cuerpos, ya inertes y roncando. Pero madre, casi en volandas, me devolvió a la austeridad de mi dormitorio, al arrepentimiento de haber vulnerado el espacio de ellos, a la inferioridad de mi clase, de mi género, a la nulidad como ser humano libre e independiente. Sin embargo, he comprendido que su propósito era hacer de mí el espejo de sus frustraciones’. −Respiro hondo para amainar el dolor intenso que casi me ahoga−. ‘Lo que somos, nuestro presente, está conectado por un hilo invisible al pasado. Las primeras imágenes que tenemos de la infancia dan muchas pistas para trabajar según qué aspectos de la personalidad. Maura, el proceso que estás haciendo de psicoanálisis, no sólo en terapia, es un ejercicio de aprendizaje de ti misma. Tal vez tengamos que trabajar eso. Llegados a este punto, ¿qué ves ahora? A tu entender, ¿cuáles son las diferencias que resaltarías?’. ‘Pues, además de envejecer a pasos agigantados, tengo la sensación de haber aflojado algunos corchetes en la faja’. ‘Fenomenal. Lo dejamos ahí. Sigue en el cuaderno’.
          Ralph trae la cara magullada y lo que en principio parece el zigzag de una ceja partida. Aunque cierre los ojos, reconozco el perfil de su figura como si surgiera por delante de dos faros que deslumbran a lo lejos: los andares vencidos arrastrando los pies, la lentitud de las caderas cuando avanza y la comisura izquierda de los labios arqueada por la forma del cigarrillo. Es él, me lo dice el corazón más que la vista. ‘Otro susto como éste y no te hablo, cabronazo’ −suelto, abrazada a él−. ‘Ay, Maurita. Eran unos “guajes” que no levantaban un palmo −suspende la mano en el aire a la altura de la cintura y señala−, y mira qué tunda de palos me han dado porque no les habían cambiado las toallas. Y claro, hemos pagado los platos rotos los recepcionistas’. ‘¿Vienes del hospital? ¡Haberme llamado!’. ‘Sí. Bueno, no quería preocuparte. La cosa se ha complicado un poco y han explorado a fondo un dolor que tengo en la espalda. Nada importante, antinflamatorios y confiar en que mitigue lo antes posible. ¿De verdad temías por mí?’ −dice con lágrimas−. ‘No te hagas ilusiones, era por la molestia de tener que llamar a la policía para que arrestaran a tu perro’ −se coge del costado amortiguando la risa−. Bobby, educado en la generosidad y exento de rencor, salta de alegría al vernos aparecer. Hombre y mascota se funden en un abrazo. Contemplo la escena mientras limpio varios charcos de orines con una bayeta, y, sin hacer ruido, para que no se distraigan, les dejo disfrutando de su intimidad. La gata está en mitad del salón jugando con su pelota de goma, en el mismo sitio donde se había quedado. ‘Ven conmigo, Carlota’ −doy pequeños toques en el sofá para que suba−. Obediente, con la cabeza sobre mi muslo, se enrosca tan pegada que noto sus palpitaciones, y me siento afortunada por tenerla.
          E.J. ha cocinado una excelente carne de vacuno, con compota de manzana como acompañamiento, y tiene previsto ver una reposición de Adivina quién viene esta noche, con Spencer Tracy y Katharine Hepburn, entre otros. Pero la inesperada visita de alguien alterará sus planes…

7 comentarios:

  1. Tu gusto literario, esa forma tan tuya de narrar y la trayectoria de la historia son de quitarse el sombrero. Admiro tu maestría.

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  2. Dios, me has hecho llorar. Además de todo el trabajo de implementación de fechas y hechos, ese conocimiento de los sentimientos, no solo humanos, es de 10.

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  3. Bellissimo, donna. Abbraccio desde Sicilia.
    Orlena

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  4. Antonio Álvarezmayo 07, 2018

    "... a la oquedad de los portales dejando a la intemperie la pasión de los amantes"...
    Eres muy especial por regalar gotas de magia, por obsequiar emociones.
    Mi admiración y cariño. Gracias, maestra.

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  5. Miguel Ángelmayo 07, 2018

    Me gusta lo de "Bobby, educado en la generosidad y exento de rencor, salta de alegría al vernos aparecer..." Seguimos enganchados a la/las historias. Hasta la próxima "dosis". Un abrazo.

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  6. Nostalgico y bello episodio, !Que bien comunicas las emociones, un abrazo

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  7. Hasta pronto y comentaremos tu episodio. se me ha hecho corto-

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