domingo, 12 de febrero de 2017

Goa

Aunque eran otros tiempos y no estaba bien visto, Olivia y yo nunca nos casamos. Aquello encendió a la familia, empeñada en enderezar nuestro camino intentando hacernos cambiar de opinión y celebrar el matrimonio como estaba mandado. Pero avanzaron los meses y desistieron de su intento, al ver que en nuestra cara de felicidad no aparecía siquiera una mueca insignificante de lo contrario. Aquel primer año las cosas marchaban muy bien para nosotros, los siguientes también. Así que, cercano al aniversario, fuimos a cenar conejo al ajillo a una taberna típica de la calle de Argumosa, en Madrid, y después a casa de unos amigos recién regresados de recorrer el Sur de Asia. Emocionados con todas las maravillas que habían visto, contaron que, atraídos por la belleza de sus playas, los arenales y la oleada de libertad en estado puro, en alguno de esos países crecía el movimiento hippie muy en auge. Aquello nos cautivó hasta tal punto que despertó en nosotros el deseo de conocer, más pronto que tarde, dicho continente. Además, la irresistible tentación de bañarnos desnudos a la luz de la luna y escuchar fados hasta el amanecer potenciaba aún más la impaciencia. Éramos jóvenes, atrevidos, inquietos, desinhibidos, aventureros, curiosos. Tanto que se nos hacía imprescindible vivir en propia carne las delicias y el hechizo de ciudades como Cochín, Dandeli, Pune… Sin embargo, las circunstancias de la vida no nos permitieron ir más allá de algún que otro verano a Asturias…
          Actualmente Alina ya no vive conmigo, sino con un chico de nuestro barrio que conoció en un concierto en Cambrils un fin de semana. Se les ve muy enamorados, y espero que sean tan dichosos como lo fui yo. Los domingos suben a comer a casa. Preparo fideuá, mi plato estrella. Así que, cuando este último, manejando la noticia entre el postre y la siesta, les digo que voy a emprender un largo viaje, ella monta en cólera por miedo a que me pase algo estando tan lejos. Pero enseguida comprende que es un duelo que tengo que hacer en solitario, un cierre de herida que ayudará a que me quede en paz. Ha preparado mis pastillas, la ropa interior, la bolsa de aseo, y todo un manual de advertencias por si me pongo malo, triste o perdido. Me acerca a Barajas y nos besamos dentro del coche. Antes de bajarme la miro, y percibo la belleza y la melancolía del otoño que se han concentrado en sus ojos.
          El avión que me trae a la India aterriza en el Aeropuerto Internacional de Dabolim con cinco horas de retraso. A la salida me espera un taxi que me lleva hasta el estado de Goa, a cuarenta y cuatro kilómetros de distancia −colonia portuguesa durante más de cuatrocientos años hasta que en 1961 obtuvo la independencia−, que cuenta con unas playas estupendas acordes para la meditación, practicar yoga y donde siempre hay alguien dispuesto a enseñarte a respirar con los chakras. Tengo alquilada una típica casa goana. Muy simple, sin ostentación, sólo con lo necesario, porque cuando llegan los monzones hay que recogerlo todo rápidamente. He elegido este lugar por dos razones fundamentales: La primera, porque es el tercer destino que me faltaba de los pensados con Olivia, y la segunda, porque tengo que aclarar mis ideas, relajarme, analizar qué no he hecho bien y en qué me he equivocado. Es decir: un viaje al interior de las entrañas. En la ciudad no voy a estar muchos días. Después iré a la costa a contemplar cómo fabrican sus nidos las tortugas Ridley que desovan aquí una vez al año. Pero, primero, he de acostumbrarme al cambio de hora, al clima templado y húmedo, a los alimentos cargados de especias, a comer con la mano −porque de no hacerlo, podrían sentirse incómodos−, a la libertad de hacer lo que te dé la gana, a la pureza, a lo exótico que me resulta la mosquitera de cuatro puntos que cubre mi cama y a las puestas de sol…
          El puerto de Mormugao, en la desembocadura del Río Zuari, es la puerta de entrada y salida al tránsito de lo comercial, y uno de los mejores de la India. Camino por las calles y me maravillo de la ausencia de estrés, algo impensable en la jungla de la que vengo. Los tenderetes de las tiendas, montados al estilo mercado de pulgas o rastro −los artículos salen con un precio que siempre hay que regatear−, dan idea del horizonte que presumo creativo: camisas de algodón y seda, alfombras hechas a mano, complementos de cuero, adornos y, por supuesto, ‘Kangan’ −pulseras de varios colores significando cada uno de ellos algo concreto−. En las sociedades donde estamos tan etiquetados no es frecuente converger con quien piensa distinto. Por eso choca mucho comprobar lo bien integrados que están en esta zona el catolicismo y el hinduismo, sin molestarse ni pisar el terreno del otro. La Catedral de Santa Catalina de Goa, que pertenece al Patriarcado de las Indias Orientales, de construcción manierista, me parece una verdadera joya que seduce mis ojos. Tampoco pierdo la oportunidad en la capital de Panaji, que significa “tierra que nunca se inunda”, de pasar por delante de la estatua de Abbé Faria, cercana al río Mandovi. Panjim Kadamba −terminal de autobuses−, el barrio de Fontainhas tan lisboeta, el Instituto Menezes Braganza que alberga la biblioteca central y el Templo de Maruti, forman parte del atractivo que habría sido mucho más hermoso junto a Olivia. Antes de partir a mi segundo destino, compro un sari para Alina, en tonos rojos con adornos dorados, y hago un alto para tomar chai −té negro−.
          Agonda, final de la etapa que realizo, es una playa tranquila donde no abunda el turismo. Bastan unas pocas horas aquí para darse cuenta de que el silencio descubre mucho de uno mismo y debilita el ego que a la corta corrompe. Paralelo a la costa hay un largo camino y la mayoría de los alojamientos se sitúan ahí, al lado opuesto de la carretera. Todas las mañanas los niños de los alrededores acuden a la escuela, situada en el centro de la ribera, educados, en orden y muy respetuosos con las personas y con el entorno natural, ya que no en vano, “El Panchayat” −la administración− ha trabajado duro para concienciar a la gente en que reduzca lo más posible el consumo de energía evitando con ello el daño al medioambiente. Ya no tengo fuerzas para realizar varios desplazamientos. Sólo quiero ir al Cabo de Rama, por si es verdad que el agua de su río está caliente. Aquí no hay museos, ni catedrales, ni lujo, ni tiendas de souvenir, ni monumentos urbanos en memoria de alguien destacado, pero sí hay hospitalidad, y todos los trebejos que se necesitan para arreglarse por dentro. En una sola calle encuentras restaurantes que ofrecen comida casera, y tenderetes que muestran la colorida mercancía de las improvisadas tiendas construidas en chapa y uralita. No necesitan más. Yo tampoco…
          Hari Babu −que significa León y Padre−, con la piel tostada, es un pescador longevo, desdentado y sabio, que ofrece su humilde embarcación a todo aquel que, a cambio de un cuenco de arroz, planee asistir al avistamiento de delfines en su hábitat natural. No descarto hacerlo, pero antes, tendido en hamaca, prefiero disfrutar de los atardeceres y del espectáculo que regalan las águilas marinas cuando alzan el vuelo llevando un pez entre las garras. Cada día, con la caña y un pequeño cubo donde supongo pondrá sus presas, el viejo pasa por delante de mi terraza. Se para, me enfoca con la dificultad que da la tristeza entrecerrada de la presbicia y, como si en un primer momento fuera a decir algo que enseguida se arrepiente, reinicia su peregrinación remolcando el embalaje invisible que le encorva. Durante los seis días que permanezco en Agonda, el hombre repite el mismo gesto, hasta que una noche, cuando faltan solamente cuatro para irme, en un inglés tan precario como el mío, dice: ‘Mañana sales a pescar conmigo, no me hagas esperar…’.
          A la vez que respira Hari emite sonidos extraños que en mitad del mar acojonan, porque uno piensa que de un momento a otro aparecerá un tiburón a arrancarte un pie. De gran sensibilidad y parco en palabras, deja que hable yo mientras lanzo el sedal según sus indicaciones. Empiezo por las cosas que me preocupan, por aquello que podía haber hecho mejor, por la frustración de no tener posibles para sacar a Eloy y Mirta de Cuba, de las expectativas puestas en Alina, de cuanto dejaré inacabado, de la magia de la India que invita a la meditación, de la sonrisa que me provoca recordar una de las frases de Olivia: ¡Cuidado, Miguel, que te cortas en la barbilla…’, de lo equivocados que estamos creyéndonos insustituibles anteponiendo el trabajo a la vida, y de la corazonada, más potente si cabe, de que el tiempo se agota y habrá que ir cerrando el ciclo… ‘Hoy cenamos pescado −que yo identifico como caballa o parecido− al curry y coco’, escucho a la vez que peleo para bobinar el carrete. Sentados en el suelo, sobre una alfombra, después de haber llenado el estómago, el anciano me ofrece una pipa, que fumo con gusto. Antes de despedirnos para siempre, me da una bolsa donde ha metido un poco de cúrcuma, planta que me dice es buena para el hígado, digestiva y anticáncer…
          Carta de La Habana, los amigos del barrio que me esperan para reanudar la partida de mus, el cruasán del desayuno que compro en la pastelería de la plaza, la poesía de Pablo Milanés que sacude de mi lado toda tontería: “El tiempo pasa/nos vamos poniendo viejos…”, el álbum de fotos que tengo que completar, los consejos de Hari Babu −al que siempre recordaré como un hombre bueno, y no veré nunca más−, una sorpresa que dice Alina que tiene para mí y la recta final de mi vida que se acerca, allanan el camino al sueño, que en ninguna cama concilio como en la mía…

16 comentarios:

  1. Mayte, este texto además de ser hermosiísimo está cargado de ternura. Besos, nena.

    ResponderEliminar
  2. Viaje a Goa, tercera entrega del relato de Mayte Mejia Bejarano, perfecto para una mañana de domingo lluviosa, levemente melancólica.

    ResponderEliminar
  3. Gracias por este viaje a los mares del sur.También Por el interior de mi interior .

    ResponderEliminar
  4. Mayte, gracias por este viaje

    ResponderEliminar
  5. Mayte, muy bonito y tierno. Estamos viajando como nunca. Me siento muy orgullosa de ser tu amiga. Besos.

    ResponderEliminar
  6. Hola, Mayte. La verdad estas escribiendo muy bonito..... Y con mucho sentimiento.
    Pero lo que me maravilla es lo que trabajas para cojer informacion. No paras y eso esta muy, muy bien. Cuanto me alegro de que estes tan activa.
    Un beso muy fuerte

    ResponderEliminar
  7. Miguel Ángelfebrero 12, 2017

    Me parece un texto de mucha delicadeza, en los personajes y en las emociones, y, como siempre, con gran esfuerzo en la documentación, porque, confiesa Mayte, tú no has estado en India, ni en Estonia,...¿no es verdad? Besos

    ResponderEliminar
  8. Bravo Maite! me encanta con que dulzura vas describiendo la historia.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  9. Antonio Álvarezfebrero 12, 2017

    Querida Mayte:
    Desde Cabo de Rama te mandamos toda nuestra admiración y cariño. Cómo podrás suponer, me encuentro en compañía de mi inseparable Harí Babu... Tendrías que ver su expresión al leerle el relato. No hay un día que no te nombre. Ni imaginas el afecto que te guarda. Cuídate, ESCRITORA. Besos.

    ResponderEliminar
  10. Ascensión B.B.febrero 12, 2017

    Mayte te felicito, escribes de tal forma que consigues meternos en la historia. Un abrazo

    ResponderEliminar
  11. Linda, muy linda historia, que nos mantiene atrapados de principio a fin. Mayte, me he embelesado con tu relato de Goa; he viajado por parajes de la India que nos son desconocidos a la mayoría de los caribeños. Mientras, esperamos por el próximo relato...

    ResponderEliminar
  12. ...... ya podías preparar fideuá como escribes, montamos un restaurante y nos forramos. Genial.

    ResponderEliminar
  13. El texto de Goa decirte que es precioso. Consigues con el arranque de la historia situarnos en el mapa, no de un lugar en la tierra, sino en el corazón de Miguel. Lo terminas de igual manera poniendo las pistas geográficas de por donde transcurre tu personaje. Gracias por este viaje a través del ser humano, a lo mejor no has estado físicamente en los lugares que describes, pero sí has experimentado el recorrido para conocer a las personas. Sabes llevarnos con tus palabras a la esencia y eso deja mucha huella. Felicidades viajera.
    Un beso

    ResponderEliminar
  14. Cada vez me gusta más Miguel viviendo la vida con un punto de melancolía, pero a la vez disfrutando de ella a cada minuto, promete.
    Un beso

    ResponderEliminar
  15. Que envidia, yo me hubiese quedado a vivir con Hari Babu con lo que me gusta pescar, y esas aguas tan limpias que ves todo el fondo marino. Cierro los ojos y estoy allí. Muchas gracias.

    ResponderEliminar