domingo, 15 de enero de 2017

La Habana

Entre unas cosas y otras, para ir de Baracao a La Habana, me tiré más de veinte horas metido en una guagua de largo recorrido. Hace cinco años que estoy viudo, y uno de los proyectos que teníamos mi mujer y yo era que, al jubilarnos, saldríamos a conocer mundo. Pero nada de esos paquetes concertados para gente mayor, donde te pones a comer sin sentido, sino algo por nuestra cuenta: circuitos que nosotros mismos habíamos configurado. Queríamos envejecer a la vez, disfrutar del tiempo, de la mutua compañía, sin prisas, sin teléfonos que sonaran de madrugada obligándonos a salir de la cama, a veces a mitad de la fiebre… En definitiva, hacer todo lo que, por circunstancias profesionales de cada uno, nos había sido imposible. Como es de suponer, cuando ella se apagó para siempre, la vida me rabiaba por dentro, al punto de crecerme un instinto destructivo, hasta entonces sedado o desconocido. Sin embargo, poco a poco, el vacío empezó a cuajarse en mi estómago, y asumí que, aunque Olivia ya no estaba, yo sí podía materializar nuestros deseos. Así que, después de mucho esfuerzo por mi parte, y gracias también a la ayuda incondicional de la gente que me quiere, por fin levanto cabeza y me encuentro aquí, en una isla del mar de las Antillas −primer destino pensado−, empapado en sudor, sin camisa, con un pantalón de pijama muy fino y escuchando cantar “Guantanamera” a cualquier hora del día o de la noche. Me hospedo en La Habana Vieja, en una casa burguesa de dos alturas de las que llaman solares −requisada como muchas otras después de la revolución− y donde ahora viven unos amigos de mi cuñada que alquilan solo a conocidos para sacarse unos pesos, desahogando así su ruinosa economía. El cuarto, que antes perteneció al hijo mayor, ya casado, es bastante pequeño. Desde la cama contemplo un póster de Manhattan pegado en el cristal de la ventana, con una vista espectacular del Puente de Brooklyn, mostrando al fondo a miles y miles de personas cruzándolo a pie. Pienso en los sueños, quizá frustrados, de aquel chaval que pobló de esperanzas el colchón en el que ahora me acuesto: mismas ansias que a todos nos surgen por salir de un determinado sitio y respirar, prosperando con idénticas oportunidades −en su caso como las de los estadounidenses− y no convertirse en olvidado de la sociedad. Mirta Rodríguez, mi patrona, me cuenta que aquel muchacho suyo era bueno con los libros. Así que, en la Universidad de Ciencias Médicas de la Habana, se licenció en Enfermería, entrando a trabajar en el equipo del Hospital Universitario General Calixto García…
          Como no voy a convertir esto en un profundo regreso a la nostalgia, porque Olivia jamás lo permitiría, diré que mi mujer habría encajado aquí perfectamente, valiéndose de esa facilidad suya que tenía para ser viajera, buscando la almendra real de los sitios, tratando de entender los problemas de sus gentes, dejándose empapar por la esencia de sus calles, a través del gusto y del olfato. A menudo decía que hay que ir sin impermeable porque de lo contrario nada queda en ti. Como era muy atrevida, sé muy bien que habría culminado uno de sus más rocambolescos sueños: Pasear por la plaza de la Catedral y, delante de la estatua de su admirado Antonio Gades, bailarín y coreógrafo −de bronce y a tamaño natural, tan vinculado al país−, apoyado en una de las columnas de piedra del Palacio del Conde de Lombillo, taconear como si fuera La Polaca en El amor brujo. Pero la realidad es que este cronista camina solo por La Habana
          Las conversaciones que mantengo con Eloy Rodríguez, ‘el doctorcito’ −apodado así por quienes le conocen−, transcurren al aire libre o en cualquier local donde sirvan ron. Alguna vez, también, como cosa extraordinaria, tomamos un daikiri en el Floridita, por el que tantas veces pasó Compay Segundo, o un mojito en La Bodeguita del Medio −aquí Olivia habría recordado el concierto al que asistimos en 2004 en el Palau Sant Jordi, Neruda en el corazón, para conmemorar el centenario del nacimiento del poeta chileno que tanto frecuentó este local−… Cada día, cuando acaba su trabajo, voy a esperarlo al barrio de El Vedado. Me tomo mi tiempo para llegar, observo a las gentes que van de un lado a otro, a los turistas que inmortalizan con sus cámaras su paso por la isla. Anoto cosas que se me ocurren en una libreta pequeña −que dejaré casi nueva a la biznieta de mis amigos− y disfruto adentrándome por dos vías, la Calle 25 y la Avenida de los Presidentes, maravillándome de esos contrastes arquitectónicos que tiene La Habana: colonial, neoclásico, el movimiento moderno, y un elemento característico de las casas cubanas: ventanas en forma de arco, con cristales de colores para que se filtre la luz solar... Alcanzo mi destino en la Ave. 27 y Universidad, donde se emplaza el hospital cuyos pabellones observo en un pésimo estado de conservación −excepto el “Cuerpo de Guardia”, que está muy arreglado, y es similar a la unidad de urgencias que conocemos aquí−. Eloy me llama alzando una mano por encima de los transeúntes. Su sonrisa blanca enmarcada en piel mulata clara, su abrazo bonachón y todo cuanto representa su persona, son el epílogo de otra jornada conjugando palabras hasta bien entrada la noche, consolidando el enjambre de libertad y esperanza al que aspira todo ser humano…
          Un sábado por la tarde, borrachos como cubas, sentados en el Malecón, con esa espectacular vista que ofrece del mar, y tras la terapia de risa y llanto que nos aplicamos cada uno, Eloy dijo: ‘Te voy a hacer una confesión, compadre. Alguna vez, estando al borde de la desesperación, me han entrado muchas ganas de arrojar una balsa al agua, cruzar el Estrecho de la Florida, ganar algo de plata, reclamar a la familia y marcharnos a Europa. Pero, ay chico, no sé qué poder tiene esta tierra sobre mí, que me ha inoculado de salitre las venas. Así que, con las mismas, doy media vuelta al pensamiento y decido que mi lucha está aquí, junto a mis viejitos, a los más desfavorecidos en la pirámide del sistema, y, por supuesto, al lado de mami, que jamás saldrá de la isla. Eso sí, mi amigo −añadió mirándome a los ojos−, si tú pudieras ayudar a la niña, no me gustaría que se quedara en una simple mesera de restaurante…’.
          Mirta y su marido me tratan como a un hijo más. Durante los dos meses que llevo viviendo con ellos me siento un tipo afortunado. Eloy y yo tenemos puntos de vista muy diferentes sobre determinadas cosas −algunas dejaré en el anonimato por respeto a él−. Como la vez que trato de hacerle comprender que sería bueno desprendernos de los simbolismos que enemistan a las personas, para que los suburbios de la sinrazón queden vacíos. No llegamos a discutir porque nos queremos mucho, pero empleamos tonos maleducados. Entonces, su mamá, con la sabiduría que la caracteriza, y la habilidad para ganarnos por el estómago, hace que, como dos peleles, nos rindamos a sus pies, pasando por delante de nuestras narices, las delicias de un exquisito plato que prepara con esmero, a base de puerco asado, yuca con mojo y arroz congrí. Y, mirándonos con regaño, de pronto estalla: ‘¿Qué pasó? ¡Ay, mijito! ¡Ustedes no entendieron nada todavía! Háganme el favor de meterse en sus cabezotas, que “no hay peor cuña que la del mismo palo”. Ya son mayorcitos, carajo, para aprenderse la lección’.
          Con dieciséis años Eloy tuvo una niña preciosa con una chica del barrio que después no halló más salida que hacerse jinetera −prostituta−, abandonando a la pequeña a la suerte de su padre. Nunca más han vuelto a saber de ella. Desde entonces, y con la presencia de los abuelos, que prácticamente la han criado, sacaron adelante a Alina no sin dificultad para que su padre pudiera continuar los estudios. Una vez terminados, y al poco de empezar a trabajar, se casó con su actual pareja llevándose con él a su hija. La chica, dulce donde las haya, demuestra gran responsabilidad a la hora de cuidar de sus hermanos gemelos recién nacidos. Pero con el tiempo descubre, a través de otras compañías, lo complicado que resulta mantenerse en pie para quien piensa diferente al régimen, las necesidades que ve a su alrededor y algunas de las miserias sumergidas: la dificultad para adquirir determinados productos básicos como maquillaje, perfume y complementos varios que, salvo en el mercado negro −muy costoso−, o a través de contactos en Estados Unidos y México, son impensables para los de su posición… Por miedo a que se metiese en problemas políticos, o siguiese los pasos de su madre, gracias a un paciente que a menudo visitaba el hospital a diálisis, logró que la contratase en el bar de copas que regentaba, un espacio orientado al turista que no consulta la lista de precios. Sin embargo, las malas lenguas, que como en todos los sitios aquí también las hay, rumoreaban que allí servían algo más que bebida… Eso tenía muy mosqueado a Eloy, que no veía el momento de sacarla de allí porque, como todo padre, aspira a un futuro mejor para su hija…
          No puedo partir de la isla sin despedirme, tal vez para siempre, del Malecón habanero. Hace muy mal día y el mar está picado, sacudiendo con enfado contra la estructura en los ocho kilómetros de costa que recorre. No obstante, me siento en el muro que se extiende por la costa, abro un pequeño libro de poemas que traje de Nicolás Guillén y leo: ‘Saber de pronto/que iba a verla otra vez, que la tendría/cerca, tangible, real, como en los sueños…/…Un roce apenas, un contacto eléctrico/…una mirada, /un palpitar del corazón…’. De haber venido con Olivia, estos versos habrían tomado cuerpo. Pero aquí estoy, solo, y acompañado por mis poetas, con el peso de su historia y de la mía sobre los hombros, con la certeza de que después de un final acontece siempre un principio, y viceversa. Me llevo la paz que vine buscando, y el propósito que tanto he tardado en cuajar. Ya en el Aeropuerto Internacional José Martí, a 18 kilómetros de La Habana, mientras Mirta, Eloy y Alina me despiden con un sincero ‘Cuídate mucho, mi hermano’, yo empiezo a hacer acopio del forraje con el que armará la estructura del siguiente viaje que, esta vez, haré acompañado. Por cierto, me llamo Miguel…

15 comentarios:

  1. Maite Pisoneroenero 15, 2017

    Gran comienzo de aventura, gracias por hacerme pasear por la Habana y oler el salitre en el malecón.,. y magnífico el final con el " continuara" perfecto para q esté deseando acompañar a Miguel en la siguiente etapa. Te quiero, amiga

    ResponderEliminar
  2. Eres grande y escritora con mayúsculas. La historia atrapa desde el
    principio, y los personajes tienen identidad, lo cual no es fácil de conseguir. Un beso, nena. Ah, yo también te quiero

    ResponderEliminar
  3. Pues una hermosa manera de empezar este domingo. Gracias. Quedamos pendientes de Miguel.

    ResponderEliminar
  4. Por fin he viajado a La Habana, muchas gracias y espero que el del día 30 me transporte a otro lugar. Has hecho que se me quede fría el agua en que había metido los pies. Eres grande relatando.

    ResponderEliminar
  5. Muy bueno, camella. Eres increíble escribiendo.

    ResponderEliminar
  6. Miguel Ángelenero 15, 2017

    Muy bien descritos los personajes, y el ambiente habanero, que me lleva a recordar, casi con las sensaciones de olores, colores y calor, los días que pasé por allí. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  7. Enhorabuena,que bien describes la habana parece que la conocieramos de siempre, si duda, ahora pendiente de la siguiente aventura de nuestro querido Miguel.
    Un beso

    ResponderEliminar
  8. Ya lo he leído , el comienzo tiene muy buena pinta , yo sigo pensándo q te vas de viaje y no me dices nada ......
    por cierto , camella? Tiene su significado seguro.

    ResponderEliminar
  9. Tere Torresenero 16, 2017

    Maravilloso escrito Mayte. De principio a fin me atrapó; mientras más leía, más quería seguir leyendo; veía en imágenes a mi Habana querida

    ResponderEliminar
  10. En su día anoté dos frases de Borges. Una, "la felicidad, cuando eres lector, es frecuente"; pero sobre todo aquella de, "que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído".
    Querida Mayte, gracias por darle sentido a esas frases. Eres extraordinaria escribiendo y me has invitado a un viaje que se me antoja inolvidable. Bendita primera etapa... Y con ansias de emprender la segunda. Cuídate porque eres imprescindible, ¡ESCRITORA!

    ResponderEliminar
  11. Mayte, ahora que he tenido tiempo de leerlo te digo que fantástica serie nos espera. Enhorabuena porque engancha

    ResponderEliminar
  12. Cuando esta mañana leía La Habana inmediatamente me ha venido a la cabeza que el próximo viernes ocupará la Presidencia de Estados Unidos alguien como Donald Trump, que no merece el más mínimo comentario por mi parte. Sí lo merece, la oportunidad que brindas a los lectores de considerar un mundo abierto y mestizo, como el que propones en el comienzo de tu historia. Te reconozco muy bien cuando escribes: "Me tomo mi tiempo para llegar, observo a las gentes que van de un lado a otro, a los turistas que inmortalizan con sus cámaras su paso por la isla. Anoto cosas que se me ocurren en una libreta pequeña...." al final le pones nombre a ese personaje Miguel. Felicidades por esta nueva etapa que seguro te conduce lejos en esta aventura que es escribir, esperamos las nuevas entregas.

    ResponderEliminar
  13. Mayte: Una gripe me ha impedido leer tu precioso relato sobre Miguel en la Habana. Me deja un sabor agridulce. Cuando a ciertas edades se pierde a la pareja, todo se va al saco de la ropa sucia, por no saber que camino tomar. Me ha encantado. Un gran beso.

    ResponderEliminar
  14. Me ha encantado,me atrapó desde el principio, precioso!!! Y con muchas ganas de leer ya el siguiente. Enhorabuena amiga y gran escritora. Besos. Vito.

    ResponderEliminar