El
olor en el comedor dormitorio era insoportable. Desde el váter, por la ventana
que no ajustaba, entraba una franja estrecha de luz que empobrecía todavía más
la pintura de las paredes. En un rincón, hacinadas en varios colchones
manchados de orín y de falsas promesas, quince mujeres aguardaban la llegada de
la persona que traería para ellas la llave de la libertad. Es decir, un
contrato de trabajo que las permitiría moverse por Europa sin temor a ser deportadas
a sus lugares de origen. De todas, California –nombre
elegido por sus padres en honor al sueño nunca cumplido de visitar EEUU, y más
concretamente esa costa suroeste del país–, menor de veinte años y de bellos
rasgos orientales, era quizá la que vislumbrara con mayor claridad que, si no espabilaban, la crudeza de la realidad se las
llevaría por delante. Por eso, cada mañana, motivaba a sus compañeras para que, aseadas lo mejor que podían, y con las pocas
pertenencias que tenían recogidas en una pañoleta, se colocaran frente a la
puerta con la esperanza de que sonara el timbre, porque de no hacerlo a las
once en punto habría que esperar hasta el día
siguiente… A las diez cincuenta y cinco, de pie en el pasillo, donde también había camastros, se empujaban unas a
otras para ser vistas las primeras. Dos timbrazos espaciados paralizaban todo
movimiento dentro de la casa. Uno de los niños que jugaba cerca abrió el
pestillo, miró hacia arriba, y dedicó al visitante una
sonrisa mellada, a la que éste reaccionó con una caricia. Se echó mano al
bolsillo del pantalón, sacó unos caramelos y los arrojó lejos para que el
pequeño se apartara, y así poder llevar a cabo
la misión encomendada. Consultó una hoja de papel y, tras diversas pausas, fue
diciendo cuatro nombres, seguramente al azar…
California se puso en el asiento
delantero del automóvil. Al conductor le faltaban pocos centímetros para que
diera con su barriga en el volante. Tenía la camisa empapada, y su respiración,
consecuencia tal vez de la gordura, se
entrecortaba, como si de un momento a otro fuera a quedarse sin aliento. Un tic
nervioso hacía subir y bajar continuamente la cicatriz diagonal que partía su
mejilla derecha. Conducía con violencia, la misma con la que miraba por el
espejo retrovisor a las ocupantes traseras que, atemorizadas, se aferraban con
las manos húmedas al escay agrietado y descolorido. California volvió disimuladamente la cabeza en un intento por
tranquilizar a sus compañeras, pero casi no tuvo tiempo, porque el trayecto relativamente corto, un frenazo en seco y la
rapidez con la que las sacaron del coche, las situaron
delante del avión donde, a pie de
escalinata, con otro numeroso grupo de mujeres en condiciones similares, las
distribuyeron de forma que no viajaran juntas…
El vuelo se hizo interminable. No
despegaron inmediatamente, y cuando lo hicieron recibieron indicaciones muy
precisas: nada de preguntas ni comentarios entre sí. California cerró los ojos
y repasó su vida desde que saliera de Manila con dieciséis años, junto a sus
dos abuelas, a las que se llevaron meses atrás.
Después de sufrir las turbulencias de una fuerte tormenta, la megafonía anunció
que pronto aterrizarían. El aparato empezó a descender, y, convencidas de que
al fin acababa ya aquella pesadilla, un paño de alivio cubrió sus corazones.
Sin embargo ignoraban que era tan solo una escala, un apeadero donde parte del
pasaje tocaría el suelo del infierno. El resto, por desgracia, no correría
mejor suerte… El gris plomizo del cielo de Londres humedeció de desconfianza
los párpados de las siete mujeres, que
permanecían de pie apretadas unas contra otras. Respiraron hondo, se miraron, y
comprobaron que no se conocían. Las recogió un autobús relativamente pequeño,
que las trasladó a
una especie de almacén donde otras personas aguardaban...
California vio de reojo cómo
entregaban un sobre –presumiblemente con billetes grandes– a los transportistas.
Después la condujeron solo a ella por un descampado lleno de raros crujidos. En
Manila corría el rumor de que en Occidente había mafias dedicadas a comprar a
las chicas para el servicio doméstico. Entonces empezó a comprenderlo todo: la
clandestinidad del acuerdo entre miembros de su familia ajenos a sus padres, la
nocturnidad con la que fueron llevadas a la provincia de Basilán, en la Región Autónoma
del Mindanao musulmán, al sur del país, y la
prontitud con la que hicieron desaparecer posteriormente a las abuelas… Así
que, preocupada como estaba por el calvario que la esperaría, trató de huir
ocultándose bajo la sombra reparadora de los árboles, pero su carcelero, rápido
y ligero como la liebre, le cortó el paso
enganchándola de la trenza…
A las afueras de la ciudad, en una
zona adinerada con casas que en realidad eran mini mansiones, el matrimonio
Manalo, junto a sus seis hijos, una prima lejana que hacía de niñera, la
tortuga vieja y enferma que siempre estaba en medio, dos perros de caza, cinco
gatos que entraban y salían a su antojo, y una pila de ropa por lavar y
planchar, aguardaban a la criada filipina que llegaba con cierto retraso. La
persona encargada de traerla dio tres golpes seguidos en el llamador de la
puerta de servicio. Paul, el hijo del jardinero –hombre de múltiples
ocupaciones–, que deambulaba por el hogar arrastrando los pies y las emociones,
y al que, por aprecio al padre, se le permitía casi cualquier cosa, debido al
retraso mental que sufría, o a la falta de oportunidades para desarrollarse,
abrió la verja de acceso. California, lejos de sospechar que el muchacho sería
su más fiel aliado, haciendo la eterna estancia menos desagradable y solitaria,
rechazó, en principio, la ternura con la que el chico la condujo hasta donde estaban
sentados los señores, en sendas butacas de nogal francés del siglo XIX. En
perfecto tagalo –lengua que ella apenas practicaba–, dejaron muy claro que, a
cambio de haberla sacado de la miseria –mediante visado atado, incremento de injusticia y esclavitud, que da al
patrón o empleador pleno derecho para disponer de la persona en cuestión–, ella
les debía lealtad y respeto. El ama de llaves, también presente, enumeró las
tareas que le serían asignadas –más de las que un cuerpo frágil puede soportar–.
Entonces se atrevió a preguntar cuál sería su salario y día de descanso. El
hombre, muerto de la risa, le propinó una
bofetada que le hizo perder el equilibrio, al tiempo que una voz por detrás decía que no tenía
derecho a nada mientras no saldara su deuda con los señores –lo que no
ocurriría nunca, claro–.
A partir de ese momento sufrió toda
clase de explotación física, maltrato psicológico y abusos sexuales. Cada día
tenía la sensación de que la pólvora iba a
estallar de un momento a otro entre las manos, haciéndolo
todo añicos. Aunque nunca perdió la esperanza de ser libre, con el paso de los
años y la llegada del cansancio y de la enfermedad, fue descartando la
posibilidad de conseguirlo. Solamente la reconfortaba compartir los recuerdos
de su país con el hijo del jardinero. Los ideales, valores y utopías que sus
padres le habían inculcado, y todo lo aprendido en el colegio, sirvieron para
que ese chico, de piel verdosa y mirada interrogante, conociera que más allá de
su cobertizo de juegos y trastadas, existía otro mundo, quizá más agresivo que
el de su caparazón, pero sin ninguna duda lleno de belleza.
Por casualidad, en el periódico que alguien arrojó al cubo de la
basura, leyó que existía en el Reino Unido la Asociación Filipina
de Trabajadoras Domésticas (FDWA), que ayudaba a
inmigrantes que escapaban de las garras de sus empleadores, y que, perdidas por la ciudad, no sabían dónde ir. Se
alegró y entristeció al mismo tiempo. Para ella era ya tarde, pero no para las
que ahora son jóvenes y fuertes, y tienen la necesidad de mejorar la calidad de
la vida, aunque eso implique dejar atrás todo lo suyo. Se le saltaron las
lágrimas y comprendió que era hora de retirarse. Apretó contra su pecho al
muchacho –casi tan viejo como ella–, y le dijo al oído que algún día irían
juntos al otro Continente…
Cada inicio de invierno, antes de
que en América cayeran las fuertes nevadas, Paul, con ayuda de un cuidador de
la institución donde estaba interno, dibujaba un manojo de margaritas, extendía
un atlas, y las colocaba con sumo cariño sobre el estado de California, donde
posiblemente le esperaba la única persona que le había querido y respetado.
Nena, esperaba tu regreso como agua de mayo. Te felicito por esto y te abrazo por todo lo demás. Besos
ResponderEliminarUn regalo volver a poder leerte.Gracias
ResponderEliminarNo sabia yo que tenía una amiga tan experta en relatos.
ResponderEliminarPara esta continuación empiezas tempranito. Nuevo relato tocando un tema de actualidad y desde la perspectiva de los que han tenido menos suerte, como siempre. Maravillosas cinco líneas finales, que producen una sinfonía de emociones. Un abrazo.
ResponderEliminarLa pura realidad......me alegra que sigas con tu gran inspiración, muchos besos 😘
ResponderEliminarParece que este tiempo ha sentado bien a tu escritura.
ResponderEliminarRelato duro y tierno a la vez .....Apretó contra su pecho al muchacho –casi tan viejo como ella–, y le dijo al oído que algún día irían juntos al otro Continente…Siempre nos haces pensar.Felicidades.
ResponderEliminarUn beso.
Me alegra infinito que de nuevo vuelvas a despabilarme el espíritu con tus relatos.
ResponderEliminar¡Qué alegría! De nuevo el regalazo de mi querida Mayte. Extraordinario, como siempre; con los menos favorecidos, como siempre; sintiendo y haciendo sentir, como siempre... Y el "remate", tan gráfico y poético, tan maravilloso, tan emocionante, ... como siempre.
ResponderEliminarY yo feliz de comprobar tu calidad de escritora, tu facilidad para remover y despertar los sentimientos más nobles, que estás VIVA... Y eso es muy gratificante.
Como siempre, me ha gustado mucho tu relato. Un beso
ResponderEliminarMe alegra tu retorno. Duro relato, Mayte, aunque la realidad siempre supera la ficción. Un abrazo.
ResponderEliminarLourdes