domingo, 13 de septiembre de 2015

California Ocampo

El olor en el comedor dormitorio era insoportable. Desde el váter, por la ventana que no ajustaba, entraba una franja estrecha de luz que empobrecía todavía más la pintura de las paredes. En un rincón, hacinadas en varios colchones manchados de orín y de falsas promesas, quince mujeres aguardaban la llegada de la persona que traería para ellas la llave de la libertad. Es decir, un contrato de trabajo que las permitiría moverse por Europa sin temor a ser deportadas a sus lugares de origen. De todas, California nombre elegido por sus padres en honor al sueño nunca cumplido de visitar EEUU, y más concretamente esa costa suroeste del país–, menor de veinte años y de bellos rasgos orientales, era quizá la que vislumbrara con mayor claridad que, si no espabilaban, la crudeza de la realidad se las llevaría por delante. Por eso, cada mañana, motivaba a sus compañeras para que, aseadas lo mejor que podían, y con las pocas pertenencias que tenían recogidas en una pañoleta, se colocaran frente a la puerta con la esperanza de que sonara el timbre, porque de no hacerlo a las once en punto habría que esperar hasta el día siguiente… A las diez cincuenta y cinco, de pie en el pasillo, donde también había camastros, se empujaban unas a otras para ser vistas las primeras. Dos timbrazos espaciados paralizaban todo movimiento dentro de la casa. Uno de los niños que jugaba cerca abrió el pestillo, miró hacia arriba, y dedicó al visitante una sonrisa mellada, a la que éste reaccionó con una caricia. Se echó mano al bolsillo del pantalón, sacó unos caramelos y los arrojó lejos para que el pequeño se apartara, y así poder llevar a cabo la misión encomendada. Consultó una hoja de papel y, tras diversas pausas, fue diciendo cuatro nombres, seguramente al azar…
            California se puso en el asiento delantero del automóvil. Al conductor le faltaban pocos centímetros para que diera con su barriga en el volante. Tenía la camisa empapada, y su respiración, consecuencia tal vez de la gordura, se entrecortaba, como si de un momento a otro fuera a quedarse sin aliento. Un tic nervioso hacía subir y bajar continuamente la cicatriz diagonal que partía su mejilla derecha. Conducía con violencia, la misma con la que miraba por el espejo retrovisor a las ocupantes traseras que, atemorizadas, se aferraban con las manos húmedas al escay agrietado y descolorido. California volvió disimuladamente la cabeza en un intento por tranquilizar a sus compañeras, pero casi no tuvo tiempo, porque el trayecto relativamente corto, un frenazo en seco y la rapidez con la que las sacaron del coche, las situaron delante del avión donde, a pie de escalinata, con otro numeroso grupo de mujeres en condiciones similares, las distribuyeron de forma que no viajaran juntas…
            El vuelo se hizo interminable. No despegaron inmediatamente, y cuando lo hicieron recibieron indicaciones muy precisas: nada de preguntas ni comentarios entre sí. California cerró los ojos y repasó su vida desde que saliera de Manila con dieciséis años, junto a sus dos abuelas, a las que se llevaron meses atrás. Después de sufrir las turbulencias de una fuerte tormenta, la megafonía anunció que pronto aterrizarían. El aparato empezó a descender, y, convencidas de que al fin acababa ya aquella pesadilla, un paño de alivio cubrió sus corazones. Sin embargo ignoraban que era tan solo una escala, un apeadero donde parte del pasaje tocaría el suelo del infierno. El resto, por desgracia, no correría mejor suerte… El gris plomizo del cielo de Londres humedeció de desconfianza los párpados de las siete mujeres, que permanecían de pie apretadas unas contra otras. Respiraron hondo, se miraron, y comprobaron que no se conocían. Las recogió un autobús relativamente pequeño, que las trasladó a una especie de almacén donde otras personas aguardaban...
            California vio de reojo cómo entregaban un sobre –presumiblemente con billetes grandes– a los transportistas. Después la condujeron solo a ella por un descampado lleno de raros crujidos. En Manila corría el rumor de que en Occidente había mafias dedicadas a comprar a las chicas para el servicio doméstico. Entonces empezó a comprenderlo todo: la clandestinidad del acuerdo entre miembros de su familia ajenos a sus padres, la nocturnidad con la que fueron llevadas a la provincia de Basilán, en la Región Autónoma del Mindanao musulmán, al sur del país, y la prontitud con la que hicieron desaparecer posteriormente a las abuelas… Así que, preocupada como estaba por el calvario que la esperaría, trató de huir ocultándose bajo la sombra reparadora de los árboles, pero su carcelero, rápido y ligero como la liebre, le cortó el paso enganchándola de la trenza…
            A las afueras de la ciudad, en una zona adinerada con casas que en realidad eran mini mansiones, el matrimonio Manalo, junto a sus seis hijos, una prima lejana que hacía de niñera, la tortuga vieja y enferma que siempre estaba en medio, dos perros de caza, cinco gatos que entraban y salían a su antojo, y una pila de ropa por lavar y planchar, aguardaban a la criada filipina que llegaba con cierto retraso. La persona encargada de traerla dio tres golpes seguidos en el llamador de la puerta de servicio. Paul, el hijo del jardinero –hombre de múltiples ocupaciones–, que deambulaba por el hogar arrastrando los pies y las emociones, y al que, por aprecio al padre, se le permitía casi cualquier cosa, debido al retraso mental que sufría, o a la falta de oportunidades para desarrollarse, abrió la verja de acceso. California, lejos de sospechar que el muchacho sería su más fiel aliado, haciendo la eterna estancia menos desagradable y solitaria, rechazó, en principio, la ternura con la que el chico la condujo hasta donde estaban sentados los señores, en sendas butacas de nogal francés del siglo XIX. En perfecto tagalo –lengua que ella apenas practicaba–, dejaron muy claro que, a cambio de haberla sacado de la miseria –mediante visado atado, incremento de injusticia y esclavitud, que da al patrón o empleador pleno derecho para disponer de la persona en cuestión–, ella les debía lealtad y respeto. El ama de llaves, también presente, enumeró las tareas que le serían asignadas –más de las que un cuerpo frágil puede soportar­–. Entonces se atrevió a preguntar cuál sería su salario y día de descanso. El hombre, muerto de la risa, le propinó una bofetada que le hizo perder el equilibrio, al tiempo que una voz por detrás decía que no tenía derecho a nada mientras no saldara su deuda con los señores –lo que no ocurriría nunca, claro–.
            A partir de ese momento sufrió toda clase de explotación física, maltrato psicológico y abusos sexuales. Cada día tenía la sensación de que la pólvora iba a estallar de un momento a otro entre las manos, haciéndolo todo añicos. Aunque nunca perdió la esperanza de ser libre, con el paso de los años y la llegada del cansancio y de la enfermedad, fue descartando la posibilidad de conseguirlo. Solamente la reconfortaba compartir los recuerdos de su país con el hijo del jardinero. Los ideales, valores y utopías que sus padres le habían inculcado, y todo lo aprendido en el colegio, sirvieron para que ese chico, de piel verdosa y mirada interrogante, conociera que más allá de su cobertizo de juegos y trastadas, existía otro mundo, quizá más agresivo que el de su caparazón, pero sin ninguna duda lleno de belleza.
            Por casualidad, en el periódico que alguien arrojó al cubo de la basura, leyó que existía en el Reino Unido la Asociación Filipina de Trabajadoras Domésticas (FDWA), que ayudaba a inmigrantes que escapaban de las garras de sus empleadores, y que, perdidas por la ciudad, no sabían dónde ir. Se alegró y entristeció al mismo tiempo. Para ella era ya tarde, pero no para las que ahora son jóvenes y fuertes, y tienen la necesidad de mejorar la calidad de la vida, aunque eso implique dejar atrás todo lo suyo. Se le saltaron las lágrimas y comprendió que era hora de retirarse. Apretó contra su pecho al muchacho –casi tan viejo como ella–, y le dijo al oído que algún día irían juntos al otro Continente…
            Cada inicio de invierno, antes de que en América cayeran las fuertes nevadas, Paul, con ayuda de un cuidador de la institución donde estaba interno, dibujaba un manojo de margaritas, extendía un atlas, y las colocaba con sumo cariño sobre el estado de California, donde posiblemente le esperaba la única persona que le había querido y respetado.

11 comentarios:

  1. Nena, esperaba tu regreso como agua de mayo. Te felicito por esto y te abrazo por todo lo demás. Besos

    ResponderEliminar
  2. Un regalo volver a poder leerte.Gracias

    ResponderEliminar
  3. No sabia yo que tenía una amiga tan experta en relatos.

    ResponderEliminar
  4. Miguel Ángelseptiembre 13, 2015

    Para esta continuación empiezas tempranito. Nuevo relato tocando un tema de actualidad y desde la perspectiva de los que han tenido menos suerte, como siempre. Maravillosas cinco líneas finales, que producen una sinfonía de emociones. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. La pura realidad......me alegra que sigas con tu gran inspiración, muchos besos 😘

    ResponderEliminar
  6. Parece que este tiempo ha sentado bien a tu escritura.

    ResponderEliminar
  7. Relato duro y tierno a la vez .....Apretó contra su pecho al muchacho –casi tan viejo como ella–, y le dijo al oído que algún día irían juntos al otro Continente…Siempre nos haces pensar.Felicidades.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  8. José Luis Checaseptiembre 13, 2015

    Me alegra infinito que de nuevo vuelvas a despabilarme el espíritu con tus relatos.

    ResponderEliminar
  9. Antonio Álvarez Bernalseptiembre 13, 2015

    ¡Qué alegría! De nuevo el regalazo de mi querida Mayte. Extraordinario, como siempre; con los menos favorecidos, como siempre; sintiendo y haciendo sentir, como siempre... Y el "remate", tan gráfico y poético, tan maravilloso, tan emocionante, ... como siempre.

    Y yo feliz de comprobar tu calidad de escritora, tu facilidad para remover y despertar los sentimientos más nobles, que estás VIVA... Y eso es muy gratificante.

    ResponderEliminar
  10. Como siempre, me ha gustado mucho tu relato. Un beso

    ResponderEliminar
  11. Me alegra tu retorno. Duro relato, Mayte, aunque la realidad siempre supera la ficción. Un abrazo.
    Lourdes

    ResponderEliminar