En la cafetería de personal del Hospital
Clínico, a la hora de la comida, aprovechando que todo está más tranquilo,
tanto en plantas como en quirófano, salvo que
haya alguna urgencia, el ruido es ensordecedor: cubiertos y platos que chocan
entre sí, molino para grano de café en marcha, crujir de las lonchas de beicon,
conversaciones que al mezclarse unas con otras se hacen ininteligibles y
teléfonos móviles que no paran de sonar. Cristina y su novio el ruso, apodado
por la dificultad para pronunciar su nombre lleno de consonantes, atienden a todos con rapidez. Hace diez
años que ella está de encargada –él ha venido después– y saben muy bien los
gustos de casi todos sus clientes antes de pedir: Quien toma el agua con o sin
gas, en qué punto deben dejar los montados de lomo a la plancha, cuántos menús
se hacen sin sal y quiénes están liados entre sí… En ocasiones, Cris es para
muchos su paño de lágrimas.
Jacobo
es de los anestesistas más prestigiosos dentro de la profesión. Se incorporó a
la plantilla del centro quince años atrás, y nadie, ni siquiera Cristina,
conoce mucho de su vida privada. Excepto que no tiene pareja, al menos que se
sepa, familia aparente y que le gusta mucho viajar. Pero, a diferencia de otros
cumpleaños celebrados en Nueva York, Australia, Cartagena de Indias o Bangkok
–por señalar los más exóticos y espectaculares disfrutados hasta el momento–,
éste, de su cincuenta redondo, quedará marcado por los acontecimientos que
sucederán en días venideros, y que le mantienen tan ausente y entristecido. Sin
embargo, la insistencia de los compañeros, y saberle mal hacerles un feo,
influyó para que accediera a tomar un pedazo de la tarta que compraron para él.
Unas mesas más allá, estaban sentados algunos médicos y enfermeras de
Neurología, que se sumaron para brindar con
sidra.
Entre
unas cosas y otras, ya que Cris y el ruso
también querían tomarse algo con ellos, acabaron todos en un bar de la plaza
hasta más de las siete. Cuando regresaba a casa, en metro, pidió por teléfono a
su restaurante japonés favorito que a las nueve le llevaran de cena para un
solo comensal: Sushi, Niguiris
con salsa de soja, wasabi y jengibre, para cambiar de sabor, Sukiyaki
–lonchas de ternera y verduras variadas cocidas en salsa especial– y, de postre, helado de
té verde. Una vez arriba, y tras darse una ducha rápida, volvió a leer el
telegrama de la citación para declarar como testigo en el juicio que su hermano
Gregorio, diecisiete meses mayor que él, interponía a Lorenzo, un amigo que
prácticamente creció con ellos. También repasó la carta que había redactado
pidiendo un año de excedencia. Estaba cansado y necesitaba poner en orden
algunos aspectos de su vida, como, por ejemplo,
la relación con su familia.
Cuando Jacobo iba a iniciar los
estudios universitarios, el perímetro de La Roda se le quedaba pequeño. Así que, con la beca
que le concedieron y algo de dinero que había ahorrado dando clases
particulares, se trasladó a estudiar a Madrid compartiendo piso con otros
alumnos. Al principio le costó separarse de los suyos pero, aunque jamás dejó
de recordarlos, poco a poco, su pasión por la medicina iba ocupando más tiempo. Allá quedaron la madre y el hermano,
junto al abuelo. Gregorio y Lorenzo se abrían camino en Albacete en el mundo
comercial, poniendo en marcha una pequeña
empresa de distribución de maquinaria y herramienta agrícola. Comenzaron en la
comarca, para después expandirse a otras regiones. Los primeros años
mantuvieron un contacto fluido, pero los exámenes, las prácticas y rodar de un
sitio para otro hasta conseguir una plaza fija, les fueron distanciando,
viéndose sólo en los entierros. Y prácticamente nada desde que fallecieron la
madre y el abuelo.
Veinticinco años después de haber
salido de su tierra, tener que volver a ella
por tan desagradable motivo no le apetecía en
absoluto. Hasta donde sabía, cansado de sentirse estafado por su socio –lo cual
corrobora gente que les conocía bien–, Lorenzo emprendió medidas legales para vender su parte del negocio a Gregorio,
quien, a su vez, destapó que el otro, a sus
espaldas, cobraba en negro según qué pedidos. Llegaron a las manos, a comisaría,
al calabozo y a tener que pagar cada uno una buena fianza. Total, eran dos
golfos vestidos de esmoquin.
A las nueve en punto llega la cena, muy bien preparada en recipientes desechables, lista
para añadir la bebida y elegir el sitio donde comerla. Lo coloca todo encima de
la mesa baja, se sienta en el sillón y enciende la tele para ver las noticias,
pero sus propios pensamientos no le dejan prestar atención a lo que sucede en
el mundo. Jacobo le da vueltas a por qué Gregorio le habrá citado a declarar
como testigo, sabiendo lo mucho que aprecia a
Lorenzo y teniendo en cuenta que él está apartado de sus vidas hace muchos
años. ¿Por la cosa de la sangre? ¿Por aparecer acompañado del hermano, al que tiene olvidado excepto cuando necesita algo? A
saber…
En su infancia, La Roda era un sitio muy pequeño
donde todos se conocían y la vida era agradable. Había niños jugando en las
calles, olía a repostería artesana y los vecinos se ayudaban cuando tocaba
hacer matanza. Su madre –al padre lo mató un camión cuando cruzaba la
carretera– y el abuelo, que eran los que
gobernaban la casa, eran muy hospitalarios. Siempre estaba llena de gente, y de
bicicletas amontonadas en la entrada cuando los amigos iban a buscar a los
chicos. Lorenzo era hijo de una prostituta que ejercía el oficio en su propio
hogar, así que él pagaba las consecuencias, sufriendo el rechazo de casi todos los paisanos que
condenaban aquello. Jacobo y él se hicieron inseparables; soñaban con escaparse juntos algún día de allí,
conocer otras ciudades, otros países, y salir del aire espeso y envenenado de
las habladurías que tanto daño hacen. Sin embargo, al acabar el colegio, cuando
Lorenzo abandonó los estudios y Jacobo acariciaba la idea de convertirse en
médico, sus caminos empezaron a separarse. Los sueños también. Tenían menos en
común y apenas un poco para compartir, salvo el cariño y esos lazos de amistad
que se tejen cuando uno es pequeño y que, por muchos vaivenes que nos de la
vida, parece que perduran en el tiempo.
Por eso le sabía muy mal que
Gregorio le hubiera puesto en ese apuro… Entonces recordó
algo que tenía completamente olvidado, y no sabía por qué. Se levantó del
sillón, entró en el dormitorio, revolvió el armario, los bolsos, las maletas,
tocó entre la ropa, buscó en los bolsillos y, por fin, localizó una vieja
cartera de cuero que usó en la carrera. Dentro
encontró una carta que su prima María Luisa le escribió hacía mucho, y donde le
contaba cosas del pueblo, chismes de los rodeños y, también, de la familia… Al
parecer, corría como la pólvora el rumor de que una vez su hermano y Lorenzo se
fueron de juerga para celebrar que habían firmado un contrato muy sustancioso
con unos franceses. Dicen que bebieron más de la cuenta y que mezclaron con
otras sustancias. De la fiesta ambos salieron con una mujer que se metió en el
coche con ellos… Al cabo de los días se supo
que les puso una denuncia por violación, pero lo hizo demasiado tarde como para
determinar quién había sido –aseguraba que solo estuvo con uno–, ya que no quedaban restos de semen en su vagina.
Ninguno dio la cara ni se hicieron responsables, por lo que archivaron el caso.
Cada día laborable, a las seis y
media de la mañana, Cristina y el ruso llegan
al intercambiador de Moncloa con tiempo suficiente como para ir caminando
tranquilamente hasta el hospital. Les extrañó encontrarse con Jacobo en la
explanada, puesto que él entraba algo más tarde, pero no le dieron mucha
importancia, pensando que alguna operación
programada a primera hora le traía tan temprano. Pero le vieron caminar con
dificultad y se acercaron a él. Llevaba la mano derecha puesta en el pecho, y
en la otra un sobre cerrado que aferraba con fuerza, los ojos casi en blanco e
intentaba decir algo. Se desplomó en los brazos de ellos, que le llevaron prácticamente en vilo hasta la entrada
de urgencias donde le recogió un equipo médico. Cuando recobró el conocimiento
en el Área de Cardiología, comprendió que un infarto le había librado de ir a La Roda. Buscó en el
cajón de la mesita, donde entendía que habían
guardado sus objetos personales, y rompió la carta de petición de excedencia.
La naturaleza había decidido por él: no declararía ni en contra ni a favor de aquellos
que, de ser verdad todo lo que ahora sabía, merecían su más absoluta
indiferencia.
Nena, yo tampoco me quedaría con ninguno. Con Cristina y el ruso me lo pasaría mucho mejor, y si vamos de japonés ya ni te cuento. Bien escrito, como siempre, muy descriptivo. Pronto nos veremos. Besazos.
ResponderEliminarGracias, compañera por tus relatos. Besos.
ResponderEliminar¡Qué bien! ¡Cómo disfruto con la descripción, los personajes, ... Jacinto lo clava en tres palabras. Me haces leer, releer, sentir, sentir, sentir, ... Gracias, niña. Muchas gracias por tantos y tan buenos ratitos. Cuídate y que tengas bellos sueños. Besos.
ResponderEliminarMuy bien, como siempre. Un beso
ResponderEliminarQue bueno, cada dia más largos......, más interesantes, más intrigantes. ESTUPENDO.
ResponderEliminarMe maravilla la variedad de las historias, de entornos diferentes, problemáticas, personajes,... Hasta el próximo. Un abrazo.
ResponderEliminarAl leer esta historia que nos sitúa en la Cafetería de Personal del Hospital Clínico me has recordado la historia de una de las empleadas de otra cafetería de otro hospital, que se reencontró con un amigo de la juventud. Ambos eran viudos y no se veían desde hacía mucho tiempo. Al chico lo conoces. Él por entonces tenía una pareja, pero al reencontrarse con su amiga del pueblo, rompió con ella, pues se sintió muy enamorado de la chica de la Cafetería.
ResponderEliminarPodría ser un argumento de ficción, pero es real como la vida misma. En las cafeterías pasan cosas.
Es significativo que hayas determinado que tu protagonista Jacobo sea anestesista, determina muy bien una postura para salvar los dolores y los sinsabores que en ocasiones llevan consigo las relaciones familiares.
Otro elemento que me llama la atención de tu historia es el espíritu viajero de Jacobo, lo contrapones a las referencias a su historia y a sus raíces en un lugar pequeño, donde falta el aire, donde en ocasiones abundan las endogamias, que a la postre resultan dañinas.
Por último pones el acento en un elemento muy propio de lo pueblerino, los pleitos. El entorno familiar es a la postre la raíz y el entorno de nuestro mundo pequeño, en el que con frecuencia la sangre dirime sin objetividad nuestra vida, provocando contradicciones que arrastramos como penitencias.
Bueno en tu historia, Cristina, la que sabe lo que necesita cada uno, le echa una mano para salir de los laberintos que propones.
Buena historia.