domingo, 8 de marzo de 2015

Con ninguno



En la cafetería de personal del Hospital Clínico, a la hora de la comida, aprovechando que todo está más tranquilo, tanto en plantas como en quirófano, salvo que haya alguna urgencia, el ruido es ensordecedor: cubiertos y platos que chocan entre sí, molino para grano de café en marcha, crujir de las lonchas de beicon, conversaciones que al mezclarse unas con otras se hacen ininteligibles y teléfonos móviles que no paran de sonar. Cristina y su novio el ruso, apodado por la dificultad para pronunciar su nombre lleno de consonantes, atienden a todos con rapidez. Hace diez años que ella está de encargada –él ha venido después– y saben muy bien los gustos de casi todos sus clientes antes de pedir: Quien toma el agua con o sin gas, en qué punto deben dejar los montados de lomo a la plancha, cuántos menús se hacen sin sal y quiénes están liados entre sí… En ocasiones, Cris es para muchos su paño de lágrimas.
            Jacobo es de los anestesistas más prestigiosos dentro de la profesión. Se incorporó a la plantilla del centro quince años atrás, y nadie, ni siquiera Cristina, conoce mucho de su vida privada. Excepto que no tiene pareja, al menos que se sepa, familia aparente y que le gusta mucho viajar. Pero, a diferencia de otros cumpleaños celebrados en Nueva York, Australia, Cartagena de Indias o Bangkok –por señalar los más exóticos y espectaculares disfrutados hasta el momento–, éste, de su cincuenta redondo, quedará marcado por los acontecimientos que sucederán en días venideros, y que le mantienen tan ausente y entristecido. Sin embargo, la insistencia de los compañeros, y saberle mal hacerles un feo, influyó para que accediera a tomar un pedazo de la tarta que compraron para él. Unas mesas más allá, estaban sentados algunos médicos y enfermeras de Neurología, que se sumaron para brindar con sidra.
            Entre unas cosas y otras, ya que Cris y el ruso también querían tomarse algo con ellos, acabaron todos en un bar de la plaza hasta más de las siete. Cuando regresaba a casa, en metro, pidió por teléfono a su restaurante japonés favorito que a las nueve le llevaran de cena para un solo comensal: Sushi, Niguiris con salsa de soja, wasabi y jengibre, para cambiar de sabor, Sukiyaki –lonchas de ternera y verduras variadas cocidas en salsa especial– y, de postre, helado de té verde. Una vez arriba, y tras darse una ducha rápida, volvió a leer el telegrama de la citación para declarar como testigo en el juicio que su hermano Gregorio, diecisiete meses mayor que él, interponía a Lorenzo, un amigo que prácticamente creció con ellos. También repasó la carta que había redactado pidiendo un año de excedencia. Estaba cansado y necesitaba poner en orden algunos aspectos de su vida, como, por ejemplo, la relación con su familia.
            Cuando Jacobo iba a iniciar los estudios universitarios, el perímetro de La Roda se le quedaba pequeño. Así que, con la beca que le concedieron y algo de dinero que había ahorrado dando clases particulares, se trasladó a estudiar a Madrid compartiendo piso con otros alumnos. Al principio le costó separarse de los suyos pero, aunque jamás dejó de recordarlos, poco a poco, su pasión por la medicina iba ocupando más tiempo. Allá quedaron la madre y el hermano, junto al abuelo. Gregorio y Lorenzo se abrían camino en Albacete en el mundo comercial, poniendo en marcha una pequeña empresa de distribución de maquinaria y herramienta agrícola. Comenzaron en la comarca, para después expandirse a otras regiones. Los primeros años mantuvieron un contacto fluido, pero los exámenes, las prácticas y rodar de un sitio para otro hasta conseguir una plaza fija, les fueron distanciando, viéndose sólo en los entierros. Y prácticamente nada desde que fallecieron la madre y el abuelo.
            Veinticinco años después de haber salido de su tierra, tener que volver a ella por tan desagradable motivo no le apetecía en absoluto. Hasta donde sabía, cansado de sentirse estafado por su socio –lo cual corrobora gente que les conocía bien–, Lorenzo emprendió medidas legales para vender su parte del negocio a Gregorio, quien, a su vez, destapó que el otro, a sus espaldas, cobraba en negro según qué pedidos. Llegaron a las manos, a comisaría, al calabozo y a tener que pagar cada uno una buena fianza. Total, eran dos golfos vestidos de esmoquin.
            A las nueve en punto llega la cena, muy bien preparada en recipientes desechables, lista para añadir la bebida y elegir el sitio donde comerla. Lo coloca todo encima de la mesa baja, se sienta en el sillón y enciende la tele para ver las noticias, pero sus propios pensamientos no le dejan prestar atención a lo que sucede en el mundo. Jacobo le da vueltas a por qué Gregorio le habrá citado a declarar como testigo, sabiendo lo mucho que aprecia a Lorenzo y teniendo en cuenta que él está apartado de sus vidas hace muchos años. ¿Por la cosa de la sangre? ¿Por aparecer acompañado del hermano, al que tiene olvidado excepto cuando necesita algo? A saber…
            En su infancia, La Roda era un sitio muy pequeño donde todos se conocían y la vida era agradable. Había niños jugando en las calles, olía a repostería artesana y los vecinos se ayudaban cuando tocaba hacer matanza. Su madre –al padre lo mató un camión cuando cruzaba la carretera– y el abuelo, que eran los que gobernaban la casa, eran muy hospitalarios. Siempre estaba llena de gente, y de bicicletas amontonadas en la entrada cuando los amigos iban a buscar a los chicos. Lorenzo era hijo de una prostituta que ejercía el oficio en su propio hogar, así que él pagaba las consecuencias, sufriendo el rechazo de casi todos los paisanos que condenaban aquello. Jacobo y él se hicieron inseparables; soñaban con escaparse juntos algún día de allí, conocer otras ciudades, otros países, y salir del aire espeso y envenenado de las habladurías que tanto daño hacen. Sin embargo, al acabar el colegio, cuando Lorenzo abandonó los estudios y Jacobo acariciaba la idea de convertirse en médico, sus caminos empezaron a separarse. Los sueños también. Tenían menos en común y apenas un poco para compartir, salvo el cariño y esos lazos de amistad que se tejen cuando uno es pequeño y que, por muchos vaivenes que nos de la vida, parece que perduran en el tiempo.
            Por eso le sabía muy mal que Gregorio le hubiera puesto en ese apuro… Entonces recordó algo que tenía completamente olvidado, y no sabía por qué. Se levantó del sillón, entró en el dormitorio, revolvió el armario, los bolsos, las maletas, tocó entre la ropa, buscó en los bolsillos y, por fin, localizó una vieja cartera de cuero que usó en la carrera. Dentro encontró una carta que su prima María Luisa le escribió hacía mucho, y donde le contaba cosas del pueblo, chismes de los rodeños y, también, de la familia… Al parecer, corría como la pólvora el rumor de que una vez su hermano y Lorenzo se fueron de juerga para celebrar que habían firmado un contrato muy sustancioso con unos franceses. Dicen que bebieron más de la cuenta y que mezclaron con otras sustancias. De la fiesta ambos salieron con una mujer que se metió en el coche con ellos… Al cabo de los días se supo que les puso una denuncia por violación, pero lo hizo demasiado tarde como para determinar quién había sido –aseguraba que solo estuvo con uno–, ya que no quedaban restos de semen en su vagina. Ninguno dio la cara ni se hicieron responsables, por lo que archivaron el caso.
            Cada día laborable, a las seis y media de la mañana, Cristina y el ruso llegan al intercambiador de Moncloa con tiempo suficiente como para ir caminando tranquilamente hasta el hospital. Les extrañó encontrarse con Jacobo en la explanada, puesto que él entraba algo más tarde, pero no le dieron mucha importancia, pensando que alguna operación programada a primera hora le traía tan temprano. Pero le vieron caminar con dificultad y se acercaron a él. Llevaba la mano derecha puesta en el pecho, y en la otra un sobre cerrado que aferraba con fuerza, los ojos casi en blanco e intentaba decir algo. Se desplomó en los brazos de ellos, que le llevaron prácticamente en vilo hasta la entrada de urgencias donde le recogió un equipo médico. Cuando recobró el conocimiento en el Área de Cardiología, comprendió que un infarto le había librado de ir a La Roda. Buscó en el cajón de la mesita, donde entendía que habían guardado sus objetos personales, y rompió la carta de petición de excedencia. La naturaleza había decidido por él: no declararía ni en contra ni a favor de aquellos que, de ser verdad todo lo que ahora sabía, merecían su más absoluta indiferencia.

7 comentarios:

  1. Nena, yo tampoco me quedaría con ninguno. Con Cristina y el ruso me lo pasaría mucho mejor, y si vamos de japonés ya ni te cuento. Bien escrito, como siempre, muy descriptivo. Pronto nos veremos. Besazos.

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  2. Jacinto Gutiérrezmarzo 08, 2015

    Gracias, compañera por tus relatos. Besos.

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  3. Antonio Álvarez Bernalmarzo 08, 2015

    ¡Qué bien! ¡Cómo disfruto con la descripción, los personajes, ... Jacinto lo clava en tres palabras. Me haces leer, releer, sentir, sentir, sentir, ... Gracias, niña. Muchas gracias por tantos y tan buenos ratitos. Cuídate y que tengas bellos sueños. Besos.

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  4. Muy bien, como siempre. Un beso

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  5. Que bueno, cada dia más largos......, más interesantes, más intrigantes. ESTUPENDO.

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  6. miguel ángelmarzo 14, 2015

    Me maravilla la variedad de las historias, de entornos diferentes, problemáticas, personajes,... Hasta el próximo. Un abrazo.

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  7. Jesús Aguilarmarzo 24, 2015

    Al leer esta historia que nos sitúa en la Cafetería de Personal del Hospital Clínico me has recordado la historia de una de las empleadas de otra cafetería de otro hospital, que se reencontró con un amigo de la juventud. Ambos eran viudos y no se veían desde hacía mucho tiempo. Al chico lo conoces. Él por entonces tenía una pareja, pero al reencontrarse con su amiga del pueblo, rompió con ella, pues se sintió muy enamorado de la chica de la Cafetería.
    Podría ser un argumento de ficción, pero es real como la vida misma. En las cafeterías pasan cosas.
    Es significativo que hayas determinado que tu protagonista Jacobo sea anestesista, determina muy bien una postura para salvar los dolores y los sinsabores que en ocasiones llevan consigo las relaciones familiares.
    Otro elemento que me llama la atención de tu historia es el espíritu viajero de Jacobo, lo contrapones a las referencias a su historia y a sus raíces en un lugar pequeño, donde falta el aire, donde en ocasiones abundan las endogamias, que a la postre resultan dañinas.
    Por último pones el acento en un elemento muy propio de lo pueblerino, los pleitos. El entorno familiar es a la postre la raíz y el entorno de nuestro mundo pequeño, en el que con frecuencia la sangre dirime sin objetividad nuestra vida, provocando contradicciones que arrastramos como penitencias.
    Bueno en tu historia, Cristina, la que sabe lo que necesita cada uno, le echa una mano para salir de los laberintos que propones.
    Buena historia.

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