A Eli, Chon,
Yolanda y Noemí.
Nacido en el Puente de Vallecas dieciséis años
antes de estallar la
Guerra Civil Española, José era el quinto hijo de una familia
muy humilde, natural de la provincia de Jaén, instalada
en Madrid a principios del siglo XX. La etapa de infancia, además de ir
a la escuela, como es lógico, estuvo marcada por su pasión por el fútbol, que
practicaba en la calle jugando con los chicos del barrio, y siguiendo a su Atleti,
que tantas alegrías le produjo, y algún que otro disgustillo. También llenaba
las horas de ocio leyendo –afición que perduró hasta el final de sus días–,
viviendo con plenitud cada historia alojada en las novelas y a las que ponía las caras de las actrices y
actores que más le gustaban: Rock Hudson, Ava
Gardner, Irene Gutiérrez Caba, Alfredo Mayo, Luisa Sala…
Con
los hermanos mayores en el frente, ambos en bando Republicano, un padre al
borde del delirio, con las entrañas comidas de dolor, sin saber si sus hijos
estaban en las trincheras o les habían fusilado, José –pese a que todavía era
un adolescente– se convirtió, junto a sus cuatro hermanas, en la parte fuerte
de la casa, la que sostenía las vigas de la esperanza para que el hogar no
cayera en la desidia emocional. Así fue, hasta que en 1938 le llamaron a filas
formando parte de la quinta del Biberón… Seguramente se vio involucrado
en la batalla del Ebro, donde más combatientes participaron en aquella sinrazón. Regresó en 1941, horrorizado de
haber visto tanta muerte a su alrededor, tanta sangre derramada, tantos gritos
de impotencia y con la huella del miedo fruncida en el entrecejo, como le
ocurrió a casi todos los soldados de su generación, excepto a aquellos que
corrieron peor suerte... La familia, los amigos y vecinos más cercanos le
recibieron con lágrimas de alegría, y le agasajaron con manjares difíciles de
conseguir entonces...
El
oficio de chófer profesional le llevó a residir en distintos lugares: Daimiel,
Plasencia, Vigo, hasta que, finalmente, se afincó en Alicante, donde vio
prosperar a sus tres hijos, crecer a los siete nietos y conocer al primer
biznieto –hay dos más, otro que viene en camino y...–. Pero antes de esas
experiencias maravillosas que serían la base de toda su existencia, siendo un
joven enamorado de los zapatos elegantes –incluso atrevidos en su vejez– y que
vestía muy bien, se ganó la fama de gustarle mucho las mujeres, al punto, incluso,
de llegar a salir con dos novias a la vez. Sin embargo, uno de los días posiblemente
más luminoso de toda su vida, apareció una rubia de ojos azules que conquistó
su corazón. Guapa, pelo ondulado, estatura media y simpatía desbordante. Permanecieron juntos durante más de sesenta años, complementándose,
discutiendo y queriéndose por encima de todo.
Cuando
la pérdida de alguien querido está reciente, el dolor te bloquea minutos antes
de entrar al vestíbulo de los recuerdos. Y no es hasta pasado un tiempo que, quizá en primavera, después de la hora de
siesta, el desván de la memoria entienda que ya estás preparado para entrar a
revivir momentos salteados. Por eso pienso ahora en un verano, a principios de
la década de los noventa, aunque las fechas me bailan un poco, estando juntos
en la playa de Santa Pola –le gustaba ir allí a comer caracoles al bar
Cantinflas– sentados en un chiringuito hablando de política, comentando los
artículos de opinión de EL PAÍS, periódico que comprábamos entonces, y de uno de los personajes que más admiraba, Manuel
Azaña, cuya biografía me regaló y que conservo como algo muy preciado.
Por
fortuna, compartir puros y manos de mus con las fuerzas vivas de determinados pueblos, no cambió en lo más mínimo sus ideales de izquierdas. La guerra le había
mostrado la parte más violenta del ser humano, y la dictadura la más
constreñida. Me contó en una ocasión que la libertad que no se respiraba en la
calle, él la sentía latir en el interior de su camión, circulando por aquellas
carreteras estrechas y mal pavimentadas. Era libre al volante, dueño de unos
pensamientos sin cortapisas, de unos actos que solo le comprometían a él… Dueño
y libre, observando el paisaje de las diferentes regiones por las que pasaba,
cuyos campos ofrecían al viajero matices llenos de paz: unos más secos, otros
más verdes, pero todos mostrando lo mejor de sí, para que se pudieran tocar con
la punta afilada de una mirada atenta.
En
general, José era un sentimental, una persona muy fiel a los suyos. Un tipo
sensible que se hacía el duro. En la etapa final de su vida, junto a la mujer
que le había cuidado por encima de todos, hizo un recorrido por el cine y la
música que desde siempre habían estado muy ligados a él: zarzuelas en discos de
vinilo, películas en VHS, canciones en cintas de cassette –Farina, Rocío
Jurado, Perla de Huelva, Juan Valderrama, Antonio Molina, Manolo Caracol…–,
poniendo en cada cosa la atención y la entrega del primer descubrimiento. Me
daba mucha risa la costumbre que tenía de grabar los
partidos de fútbol que televisaban. Si ganaban los rojiblancos, lo veía, pero si habían perdido, total para sufrir, no
merecía la pena…
La
última vez que le vi con vida tenía noventa años. Fue en Madrid. Se despedía de
su hermana pequeña –de siete quedaban tres– fundidos en un abrazo prolongado y
muy sentido, con la soberanía que da asumir lo ineludible. Lo hacían en la
puerta del hotel donde se había hospedado con su esposa, la hija mediana y el
yerno. Mientras la mantenía tiernamente pegada a su cuerpo, sus ojos me
buscaron, y un aluvión de palabras mudas, que se atropellaron, resecó mi
garganta… Entonces supe que no vendría más, que nunca volveríamos a encontrarnos
y que a nuestras conversaciones telefónicas pronto le faltaría la mitad del contexto. Tres años después de su fallecimiento, una mañana de domingo, de
este invierno tan seco que tenemos, paseando por Cuesta de Moyano –otro de sus
rincones favoritos– y respirando el sosiego de los libros viejos de hojas amarillas e impregnadas con las arrugas del que ha
vivido mucho, pienso en José. En la casa de Vallecas donde nació y que hoy es
un solar, en la Ermita
de San Isidro donde se comía un chusco de pan con chorizo cuando era novio, en
la playa de Santa Pola y su rompeolas por donde caminaba a la caída del sol, en
el campo del Atlético que tantas glorias y penas le trajo, en esa manía suya de
montar en la línea de autobús Circular y dar la vuelta a todo Madrid, en la
gente que le ha conocido, en la que le ha querido y querrá siempre. Y, también,
en el olor y sabor de los bocadillos de calamares que se zampaba en la Plaza Mayor…
Sé
muy bien que estaba orgulloso de todos los suyos. Incluso hoy lo habría estado
un poco de este manojo de palabras que, lejos
de transmitir melancolía o tristeza, han pretendido homenajear la figura de un
buen hombre, un buen ciudadano que trató de no hacer daño a nadie y luchó para
que tampoco se lo hicieran a él. Pienso en los que no volvieron de la guerra,
en los amigos que le traicionaron a lo largo de los años, en los que estuvieron
a punto de morir en los campos de concentración, como uno de sus hermanos, como
tantos del barrio, del país. José me enseñó que no había enemigos sino adversarios, que todo en la vida lo movía la
política, que no logra más el que llora o el que mama, sino aquel que está convencido de que otro mundo es
posible. En la intimidad de mi cuarto, ojeando fotografías antiguas, me
encuentro con una donde se le ve sonriente, posando junto a un cartel que pone:
Linares, desvío a 3
kilómetros.
Esa elegancia que tienes diciendo las cosas, es tu mejor arma de seducción.
ResponderEliminarVallecas Jaén Santa Pola bando republicano libertad y honradez y decencia. Y esa manera de escribir tan que llega muy adentro.
ResponderEliminarUn estupendo relato estupendamente contado.Me gusta mucho esta parte del relato.José era un hombre bueno y libre........Por fortuna, compartir puros y manos de mus con las fuerzas vivas de determinados pueblos, no cambió en lo más mínimo sus ideales de izquierdas. La guerra le había mostrado la parte más violenta del ser humano, y la dictadura la más constreñida. Me contó en una ocasión que la libertad que no se respiraba en la calle, él la sentía latir en el interior de su camión, circulando por aquellas carreteras estrechas y mal pavimentadas. Era libre al volante, dueño de unos pensamientos sin cortapisas, de unos actos que solo le comprometían a él… Dueño y libre, observando el paisaje de las diferentes regiones por las que pasaba, cuyos campos ofrecían al viajero matices llenos de paz: unos más secos, otros más verdes, pero todos mostrando lo mejor de sí, para que se pudieran tocar con la punta afilada de una mirada atenta.
ResponderEliminar«…sentados en un chiringuito hablando de política, comentando los artículos de opinión de EL PAÍS, periódico que comprábamos entonces, y de uno de los personajes que más admiraba, Manuel Azaña, cuya biografía me regaló y que conservo como algo muy preciado…» Mayte Mejia Bejarano: la pluma fiel a lo humano.
ResponderEliminarPrecioso, mi frase preferida:" Cuando la pérdida de alguien querido está reciente, el dolor te bloquea minutos antes de entrar al vestíbulo de los recuerdos.". Es fantástica. Besotes
ResponderEliminarLourdes
Historia de una vida, narrada con mucha melancolía, a mi parecer; muy bien, en todo caso. Un abrazo.
ResponderEliminar"Cuando la pérdida de alguien querido está reciente, el dolor te bloquea minutos antes de entrar al vestíbulo de los recuerdos"
ResponderEliminarMás que frase, es una bella sentencia.
Genial, Mayte
Se me han puesto los pelos de punta Mayte, que regalazo nos das siempre que escribes, pero este me ha llegado al alma y los ojos ni te digo. Tú conocías muy bien a tu personaje, doy fe de ello. Muchas gracias, un beso grande.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho Maite,una bonita historia y muy real,besazos,te quiero mucho y lo sabes.
ResponderEliminarPrecioso. No tengo palabras. Mientras estemos nosotros aquí el estará también con nosotros. Besos.
ResponderEliminarMuy bonito Maite....me ha encantado conocer más cosas de mi abuelo y sobretodo así de bien contadas....muchos besos. Dani.
ResponderEliminarMaite gracias gracias por el relato tan bonito que le haces a mi padre no pensaba que lo conocías tan bien.
ResponderEliminarQue bien escribes Mayte, consigues llevarnos a la época, pasear por los lugares, incluso sentir lo que él sintió. Al leerlo no he podido evitar recordar la última vez que lo vi. Estaba en la cama y nos contó a Víctor y a mí muchas de las cosas que has escrito, dio la sensación de, en dos horas, querer resumir toda una vida. Nos regaló un libro de la Guerra Civil, me tocó la barriga y dijo: "Abril, me gusta, es un nombre muy alegre, va a ser una niña muy alegre". Solo coincidí con él sus últimos 6 años y cada vez que se recuerda me sigue emocionando.
ResponderEliminarMayte, muchas gracias por mantener vivo el recuerdo de esta persona que me consta, era parte importante en tu vida. Y sobre todo plasmarlo de esta manera tan tierna, emotiva y brillante, resumiendo en un relato tan corto, tantas vivencias que hace aún más grande la personalidad y el recuerdo del protagonista de esta preciosa historia.
ResponderEliminarDe familia humilde y sin apenas recursos, fue capaz a base de tesón, coraje y amor propio de llegar a convertirse en una persona sobradamente culta y formar una familia a la que sacó adelante con dignidad, a cuyos hijos inculcó los valores necesarios para ir por la vida con la cabeza bien alta. Su mayor obsesión, mantener la familia unida sobre todas las cosas.
Por todo ello.......
¡¡¡Qué ostias, ETERNAMENTE ORGULLOSO DE MI PADRE!!!
Un beso para las tres.
Me parece un relato precioso Mayte. Leyendolo se huelen los lugares que citas en el. Felicidades. Felicidades
ResponderEliminarEnhorabuena Mayte, me ha gustado mucho, la de cosas que aprendo de esa época escuchando historias como esta...
ResponderEliminarUn besazo ¡¡
Me encantó tu relato. Ya comentaron lo que sentí al leerlo. Comenta Antonio Gonzalez-Cabrera que "leyendolo se huelen los lugares que citas en el". También me ocurrió a mí.
ResponderEliminarAbrazos desde Málaga