A veces pienso que
lucho por una vida que no tengo tiempo de vivir.
Craig Borten y Melisa
Wallack
Recuerdo que pasada la medianoche debió
soplar el viento con violencia durante horas, porque una pandilla de gatos
callejeros y asustados no dejaron de maullar
escondidos entre las basuras del bar que tenía enfrente. Como desde hacía unas
semanas, recogí las cosas de la mesa: ensalada de arroz a falta del aliño,
pimientos fritos con filetes de pollo empanados, algo de fiambre en papel de
plata para picar entre horas, dos peras de agua, pastillas para el estómago,
una botella con zumo de naranja, el móvil, cigarrillos y la documentación.
Comprobé que la llave del gas estuviera cerrada, las macetas sujetas, el toldo
atado, la cisterna llena y el resto de luces apagadas, menos la de la cocina
donde me encontraba. Supongo que todavía no habrían dado las seis treinta
cunado los compañeros llamaron al telefonillo; era el último de la ruta al que
recogían. Eché tres vueltas de llave, llamé al ascensor y bajé con el vecino de
arriba, que también salía temprano a trabajar.
Cuando llegamos a nuestro lugar de destino, y todos los obreros nos apeamos de la furgoneta,
apurábamos los minutos de conversación previos al tajo, con la ropa de faena ya
puesta, el termo de café en una mano y en la otra un bocadillo para empezar a
abrir boca. Nos habían contratado para remozar la fachada y reparar el tejado
de la Casa de Reposo situada a las
afueras de una pequeña capital de provincias, al norte de la península. Opuesto
al andamio que teníamos montado, un tímido amago de claridad se atrevía a
romper la cáscara de las nubes compactas. Pero ni siquiera así, cuando lo
normal es que ya estuvieran abiertas las contraventanas de las habitaciones, se
apreciaba movimiento dentro. La fuerte tormenta lo llenó todo de barro, tiró
parte del mobiliario del jardín, llegando
incluso alguna silla de plástico duro hasta la valla de entrada, donde el viejo olivo, de
espaldas al ocaso, aguantaba toda clase de incidencias. Escuchamos voces y nos
tranquilizó saber que llegaban desde el huerto, donde el cocinero y su pinche,
entre disgusto y cabreo, comprobaban los daños sufridos. La mansión, y todo el
terreno que la rodeaba, fue donada en el siglo pasado por una viuda acaudalada
de la comarca. Contaba con dieciséis dormitorios, dos salas comunes para ocio,
comedor, cocina, invernadero, un despacho y la enfermería que anexionaron más
tarde, cuando cerraron la terraza de atrás. En conjunto, un paraíso de tranquilidad y armonía que en esos momentos contaba
con plazas vacías.
La furgoneta que debía llevarnos de vuelta a
nuestros domicilios venía más tarde los lunes y los jueves. Mientras los
compañeros descansaban relajados sobre el césped, a mí me gustaba recorrer la
finca, disfrutando del paisaje enmarcado entre cerros. Confieso que de aquellos
paseos me enternecía mucho la imagen de Pilar, sentada en un banco, con la
mirada perdida y echando migas de pan a los pájaros. Era una mujer muy querida,
admirada y respetada, entregada a su quehacer sin horario y sensible con los
casos particulares de cada uno de los internos. Durante los últimos quince años
dirigió aquello bastante bien, pero últimamente iba siempre acompañada de otra
persona y apenas hablaba. Sólo traté con ella la primera vez que llegamos y fue
para decirme que el bienestar de los ancianos estaba por encima de todo.
Después, para cualquier otra cosa, me dirigía a la auxiliar.
Una mañana, al poco de empezar el tajo, uno
de los hombres se hizo un corte profundo en la mano y tuvimos que bajar a la
consulta del médico. Mientras le colocaba puntos de aproximación y hacía el
informe para que después en su centro de salud le tramitaran la baja, preguntó
si éramos los obreros que estaban trabajando en la residencia de mayores y comentó que
no sabía muy bien por qué gastaban dinero, si posiblemente, en cuanto que lo de Pilar fuera a más, se cerraría
en breve. Nosotros no nos atrevimos a preguntar qué.
Teníamos buena relación con todo el personal
pero especialmente con el cocinero. A veces nos
daba a probar un poquito del menú y nosotros, a la hora de la siesta, le
invitábamos a café y cigarrillos. Así que, como quien no quiere la cosa, le
llevamos a nuestro terreno y sacamos el tema de su jefa. Parece ser –dijo– que
Pilar padece una enfermedad cognitiva acelerada y que los especialistas no dan
esperanzas de vida más allá de unos pocos meses. Esa misma tarde de jueves,
antes de irme a casa, al final del paseo, cuando la encontré en el mismo sitio,
con los pájaros a sus pies, lánguida y sin pan que tirarles, no pude evitar
mirar a la directora con ojos de pena, porque
el destino le estaba arrancando del lugar donde
posiblemente habría vivido los momentos más felices y complicados de su vida.
Años después de haber dejado de trabajar,
asqueado de la ciudad, o, mejor dicho, de en lo que se
estaba convirtiendo respecto a inseguridad y peligros, compré una parcela con
vivienda en un pueblo tranquilo donde me trasladé a vivir. Una vez que
anunciaban también fuertes tormentas, decidí quedarme a dormir en un hostal de
la provincia para que al día siguiente me fuera más fácil realizar unas
gestiones administrativas. Al regreso, habían desviado provisionalmente la
carretera por obras de pavimentación y no quedaba más remedio que tomar un desvío.
Unos metros más allá, a la izquierda, reconocí el camino estrecho que conducía
a la Casa de Reposo. Giré el volante
y disminuí la velocidad por miedo a despertar el paisaje que estaba tan
tranquilo. Cuando paré el motor y bajé del coche, me dio la impresión de que
hacía siglos que nadie pasaba por allí, porque la maleza estaba salvaje y
desproporcionada. La intensidad del silencio era un personaje más que me
recibió con agrado. El edificio no sólo estaba abandonado sino medio derruido. Ya no había risas, ni se escuchaba el fondo de ópera
que salía de los discos que llevó uno de los residentes, ni en el tendedero
había sábanas blancas aireándose al sol. Tenía la esperanza –absurda, ya lo sé–
de que al final del paseo encontraría a Pilar sentada, con su porte elegante,
delgada, sonriente y señalando algo a lo lejos, que más tarde comentaría con
alguien encontrando un momento lúcido. Sin embargo, sólo el viejo olivo
permanecía en pie. Rebusqué en el maletero del coche entre las provisiones que
llevaba, cogí una bolsa, de la que saqué y metí
otras cosas, y desanduve mis pasos. Cuando
terminé de liar un cigarrillo, pensé que el final perfecto para esta historia habría sido que la Casa estuviera habitada, que el cocinero me diera un poco de pulpo
a la gallega con cachelos, que en el invernadero estuvieran crecidas las rosas
y que Verdi nos alegrara la mañana. Sin embargo, cuando la soledad me cautivó y
me temblaban las manos desmigando un trozo de pan, me sorprendí que entre
lágrimas le estaba dando de comer a las palomas.
¡Cómo te he echado de menos! "Casa de reposo", además de estar en tu cabeza, he visto una muy parecida al norte de Holanda. ¡Qué bien escribes! Bienvenida.
ResponderEliminarA la altura en que se lía el cigarrillo yo ya estaba sacando de la bolsa el pan para desmigarlo… bienvenida tú y tus historias. Feliz reencuentro, querida Mayte. Un beso.
ResponderEliminarPrecioso relato, precioso.
ResponderEliminarGracias por este relato.
ResponderEliminar¡Precioso!.Cómo pasa el tiempo!!
ResponderEliminarUn beso.
Muy bonito Mayte. Un beso
ResponderEliminar¿Y cuándo hacen la película..., aunque sea un corto?
ResponderEliminarBuena reentrada, mayte.
Un beso.