domingo, 7 de septiembre de 2014

Casa de Reposo


A veces pienso que lucho por una vida que no tengo tiempo de vivir.
Craig Borten y Melisa Wallack

Recuerdo que pasada la medianoche debió soplar el viento con violencia durante horas, porque una pandilla de gatos callejeros y asustados no dejaron de maullar escondidos entre las basuras del bar que tenía enfrente. Como desde hacía unas semanas, recogí las cosas de la mesa: ensalada de arroz a falta del aliño, pimientos fritos con filetes de pollo empanados, algo de fiambre en papel de plata para picar entre horas, dos peras de agua, pastillas para el estómago, una botella con zumo de naranja, el móvil, cigarrillos y la documentación. Comprobé que la llave del gas estuviera cerrada, las macetas sujetas, el toldo atado, la cisterna llena y el resto de luces apagadas, menos la de la cocina donde me encontraba. Supongo que todavía no habrían dado las seis treinta cunado los compañeros llamaron al telefonillo; era el último de la ruta al que recogían. Eché tres vueltas de llave, llamé al ascensor y bajé con el vecino de arriba, que también salía temprano a trabajar.
Cuando llegamos a nuestro lugar de destino, y todos los obreros nos apeamos de la furgoneta, apurábamos los minutos de conversación previos al tajo, con la ropa de faena ya puesta, el termo de café en una mano y en la otra un bocadillo para empezar a abrir boca. Nos habían contratado para remozar la fachada y reparar el tejado de la Casa de Reposo situada a las afueras de una pequeña capital de provincias, al norte de la península. Opuesto al andamio que teníamos montado, un tímido amago de claridad se atrevía a romper la cáscara de las nubes compactas. Pero ni siquiera así, cuando lo normal es que ya estuvieran abiertas las contraventanas de las habitaciones, se apreciaba movimiento dentro. La fuerte tormenta lo llenó todo de barro, tiró parte del mobiliario del jardín, llegando incluso alguna silla de plástico duro hasta la valla de entrada, donde el viejo olivo, de espaldas al ocaso, aguantaba toda clase de incidencias. Escuchamos voces y nos tranquilizó saber que llegaban desde el huerto, donde el cocinero y su pinche, entre disgusto y cabreo, comprobaban los daños sufridos. La mansión, y todo el terreno que la rodeaba, fue donada en el siglo pasado por una viuda acaudalada de la comarca. Contaba con dieciséis dormitorios, dos salas comunes para ocio, comedor, cocina, invernadero, un despacho y la enfermería que anexionaron más tarde, cuando cerraron la terraza de atrás. En conjunto, un paraíso de tranquilidad y armonía que en esos momentos contaba con plazas vacías.
La furgoneta que debía llevarnos de vuelta a nuestros domicilios venía más tarde los lunes y los jueves. Mientras los compañeros descansaban relajados sobre el césped, a mí me gustaba recorrer la finca, disfrutando del paisaje enmarcado entre cerros. Confieso que de aquellos paseos me enternecía mucho la imagen de Pilar, sentada en un banco, con la mirada perdida y echando migas de pan a los pájaros. Era una mujer muy querida, admirada y respetada, entregada a su quehacer sin horario y sensible con los casos particulares de cada uno de los internos. Durante los últimos quince años dirigió aquello bastante bien, pero últimamente iba siempre acompañada de otra persona y apenas hablaba. Sólo traté con ella la primera vez que llegamos y fue para decirme que el bienestar de los ancianos estaba por encima de todo. Después, para cualquier otra cosa, me dirigía a la auxiliar.
Una mañana, al poco de empezar el tajo, uno de los hombres se hizo un corte profundo en la mano y tuvimos que bajar a la consulta del médico. Mientras le colocaba puntos de aproximación y hacía el informe para que después en su centro de salud le tramitaran la baja, preguntó si éramos los obreros que estaban trabajando en la residencia de mayores y comentó que no sabía muy bien por qué gastaban dinero, si posiblemente, en cuanto que lo de Pilar fuera a más, se cerraría en breve. Nosotros no nos atrevimos a preguntar qué.
Teníamos buena relación con todo el personal pero especialmente con el cocinero. A veces nos daba a probar un poquito del menú y nosotros, a la hora de la siesta, le invitábamos a café y cigarrillos. Así que, como quien no quiere la cosa, le llevamos a nuestro terreno y sacamos el tema de su jefa. Parece ser –dijo– que Pilar padece una enfermedad cognitiva acelerada y que los especialistas no dan esperanzas de vida más allá de unos pocos meses. Esa misma tarde de jueves, antes de irme a casa, al final del paseo, cuando la encontré en el mismo sitio, con los pájaros a sus pies, lánguida y sin pan que tirarles, no pude evitar mirar a la directora con ojos de pena, porque el destino le estaba arrancando del lugar donde posiblemente habría vivido los momentos más felices y complicados de su vida.
Años después de haber dejado de trabajar, asqueado de la ciudad, o, mejor dicho, de en lo que se estaba convirtiendo respecto a inseguridad y peligros, compré una parcela con vivienda en un pueblo tranquilo donde me trasladé a vivir. Una vez que anunciaban también fuertes tormentas, decidí quedarme a dormir en un hostal de la provincia para que al día siguiente me fuera más fácil realizar unas gestiones administrativas. Al regreso, habían desviado provisionalmente la carretera por obras de pavimentación y no quedaba más remedio que tomar un desvío. Unos metros más allá, a la izquierda, reconocí el camino estrecho que conducía a la Casa de Reposo. Giré el volante y disminuí la velocidad por miedo a despertar el paisaje que estaba tan tranquilo. Cuando paré el motor y bajé del coche, me dio la impresión de que hacía siglos que nadie pasaba por allí, porque la maleza estaba salvaje y desproporcionada. La intensidad del silencio era un personaje más que me recibió con agrado. El edificio no sólo estaba abandonado sino medio derruido. Ya no había risas, ni se escuchaba el fondo de ópera que salía de los discos que llevó uno de los residentes, ni en el tendedero había sábanas blancas aireándose al sol. Tenía la esperanza –absurda, ya lo sé– de que al final del paseo encontraría a Pilar sentada, con su porte elegante, delgada, sonriente y señalando algo a lo lejos, que más tarde comentaría con alguien encontrando un momento lúcido. Sin embargo, sólo el viejo olivo permanecía en pie. Rebusqué en el maletero del coche entre las provisiones que llevaba, cogí una bolsa, de la que saqué y metí otras cosas, y desanduve mis pasos. Cuando terminé de liar un cigarrillo, pensé que el final perfecto para esta historia habría sido que la Casa estuviera habitada, que el cocinero me diera un poco de pulpo a la gallega con cachelos, que en el invernadero estuvieran crecidas las rosas y que Verdi nos alegrara la mañana. Sin embargo, cuando la soledad me cautivó y me temblaban las manos desmigando un trozo de pan, me sorprendí que entre lágrimas le estaba dando de comer a las palomas.

7 comentarios:

  1. ¡Cómo te he echado de menos! "Casa de reposo", además de estar en tu cabeza, he visto una muy parecida al norte de Holanda. ¡Qué bien escribes! Bienvenida.

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  2. Jacinto Gutiérrezseptiembre 07, 2014

    A la altura en que se lía el cigarrillo yo ya estaba sacando de la bolsa el pan para desmigarlo… bienvenida tú y tus historias. Feliz reencuentro, querida Mayte. Un beso.

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  3. Fabiola G. Gomezseptiembre 07, 2014

    Precioso relato, precioso.

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  4. ¡Precioso!.Cómo pasa el tiempo!!

    Un beso.

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  5. Muy bonito Mayte. Un beso

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  6. Miguel Ángelseptiembre 14, 2014

    ¿Y cuándo hacen la película..., aunque sea un corto?
    Buena reentrada, mayte.
    Un beso.

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