A veces, las buenas
intenciones representan mucho más que frases hechas,
moralejas de cuentos
simples, concebidos para apaciguar a los niños
y a los adultos
desdichados.
Almudena Grandes.
En la madrugada del 29 de
enero de 1985, Raquel se apeó del taxi en la confluencia de la plaza de Cibeles
con la calle de Alcalá. Se alzó el cuello de la gabardina, guardó el billetero
en el bolsillo interior de ésta, enfundó las manos en los guantes de lana a
juego con el gorro y la bufanda elegidos, orientó la brújula cognitiva al
localizar el entrañable edificio del Círculo de Bellas Artes que iba quedándose
a la izquierda, colocó los ojos y la respiración en el punto donde se toman las
grandes decisiones y, a pesar de que los
tacones la estaban matando, subió muy apresurada por la Gran Vía, convencida de
que tardaría bastante tiempo en volver a pisar aquellas baldosas y en pasar por
delante de los lugares emblemáticos de esa arteria de la ciudad, que tan bien ha paseado por la pantalla grande José Luis Garci, al mejor estilo de Hollywood.
1985 estuvo marcado por una
serie de acontecimientos que han pasado a la Historia con mayúsculas y no estaría de
más recordar algunos: De la apertura de la verja de Gibraltar, a los fallecimientos
de Orson Welles y José Bódalo, pasando por la llegada de Gorbachov a la
presidencia de la Unión Soviética, los estrenos cinematográficos “La rosa
púrpura del Cairo”, de Woody Allen, y “Memorias de África” de Sydney Pollack,
la aparición del disco de Joan Manuel Serrat “El sur también existe”, con
poemas de Mario Benedetti, o la tragedia de Heysel, cuando, en la final de la copa de Europa, 39 personas
perdieron la vida en una avalancha humana dentro del estadio... Pero para
Raquel, inscrito en el Registro Civil como Teodoro Sánchez Cortijo, a punto de
someterse a una operación de cambio de sexo en una clínica privada de
Copenhague, se iniciaba la culminación de un sueño y el final de una etapa
llena de penurias, determinante, complicada, donde se vio obligada a hacer
horas extras de noche en el mercado negro del placer.
Al doblar la esquina de la
calle Valverde, apretó mucho más el paso. Contaba con el tiempo justo para
llegar a su domicilio en el número 3 de San Onofre, retirar el maquillaje de la
cara, darse una ducha caliente, preparar el zumo de pomelo y vestirse
combinando con detalle el traje, la camisa y la corbata. Era su último día como empleado en
la sección de abrigos de Galerías Preciados, el último desayuno que tendría en
la cafetería Nebraska –echaría de menos comentar el resultado de los partidos
del domingo con Pepe, el camarero–. Sin embargo, aunque le podían las ganas de hacer
borrón y cuenta nueva, en el fondo sabía que sus dos identidades estaban
condenadas a entenderse.
Dos semanas atrás remitió a
dirección una carta de despido voluntario alegando que,
por razones familiares, se veía en la tesitura de rescindir el contrato
contraído con ellos. –Quién podía imaginar que
una década después la cadena de grandes almacenes declararía suspensión de
pagos y sería adquirida por El Corte Inglés, su histórico rival–. Uno de los
jefes de planta, elegido como interlocutor, que le apreciaba bastante, le
comunicó que la empresa le facilitaría las cosas para cobrar el paro, pero lo
que no le dijo es que, por las dudas e
incógnitas que el motivo vertía y porque
siempre corría el rumor de que Teo era diferente, se reservaban el derecho a no
creerle.
Cuando llegó el relevo con
el turno de tarde, cayó en la cuenta de que apenas había tenido un respiro en
toda la mañana. Huía de las despedidas, así que trató
de escabullirse en el ascensor público, pero los compañeros tenían preparado un
refrigerio en la sala de personal y le pareció feo despreciarlo. Entre risas y
carcajadas, anécdotas y chismorreos, descubrió en aquellas personas a un grupo
de gente muy válida, sensibles ante situaciones delicadas y con opiniones
abiertas respecto a temas peliagudos que jamás pensó que tocarían.
Llevándose en el corazón el
cariño y la empatía que le demostraron, abrazándole con complicidad uno por
uno, sin preguntas que le pusieran en apuros, se fue a casa. No sabía lo que le
depararía el futuro inmediato; podría
sobrevivir o no a los avatares que estaban por venir, aunque de algo estaba
casi seguro: Raquel volvería a encontrarse con ellos en aquel mismo lugar, pero
los caprichos del destino abortarían este propósito suyo esfumando de un
plumazo la empresa.
Días después, en el
Aeropuerto, con las tripas bien guardadas en la maleta, haciendo balance de
todo lo bueno y lo malo que le había sucedido, pensó que hay cosas de la vida
tan pegadas al cuerpo que duermen contigo, que son el principio y el fin de
cada día, que se convierten en la novela que está por escribir, en el cuento de
fábula que ayuda a desprecintar el sueño, en el script que se encarga de que nada altere la narración de lo
cotidiano. En definitiva, hay personas que aparecen delante de nosotros,
dándonos la generosa oportunidad de visitar su terreno, que en realidad es lo
que hicieron Teodoro y Raquel, el uno con el otro.
Ay, nena: ¿para cuándo tus firmas en la Feria del Libro? ¡Venga! Muy bueno lo que has escrito hoy.
ResponderEliminar¡Cuánto sufrimiento se causa, a veces inintencionadamente, simplemente por ignorancia! Se menosprecia, o se agrede, muchas veces por miedo, lo que se desconoce. Me refiero, en este caso, al asunto de este texto: los transexuales.
ResponderEliminarOtra cosa: Me gustan mucho tus textos de "La Opinión". Me parecen muy profundos. Besos.
Precioso... Para un cuento emotivo.
ResponderEliminarTernura sin ablandadores químicos, Mayte. Me gusta.
ResponderEliminarConozco a alguna Raquel, y alguna vez he pensado si llegó a conocer a su Teodoro antes de renegar de él.
Besos.
Un placer, como siempre, leer tus breves relatos sobre personas muy cotidianas. Un saludo.
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