domingo, 8 de junio de 2014

Teodoro y Raquel

A veces, las buenas intenciones representan mucho más que frases hechas,
moralejas de cuentos simples, concebidos para apaciguar a los niños
y a los adultos desdichados.
Almudena Grandes.


En la madrugada del 29 de enero de 1985, Raquel se apeó del taxi en la confluencia de la plaza de Cibeles con la calle de Alcalá. Se alzó el cuello de la gabardina, guardó el billetero en el bolsillo interior de ésta, enfundó las manos en los guantes de lana a juego con el gorro y la bufanda elegidos, orientó la brújula cognitiva al localizar el entrañable edificio del Círculo de Bellas Artes que iba quedándose a la izquierda, colocó los ojos y la respiración en el punto donde se toman las grandes decisiones y,  a pesar de que los tacones la estaban matando, subió muy apresurada por la Gran Vía, convencida de que tardaría bastante tiempo en volver a pisar aquellas baldosas y en pasar por delante de los lugares emblemáticos de esa arteria de la ciudad, que tan bien ha paseado por la pantalla grande José Luis Garci, al mejor estilo de Hollywood.
1985 estuvo marcado por una serie de acontecimientos que han pasado a la Historia con mayúsculas y  no estaría de más recordar algunos: De la apertura de la verja de Gibraltar, a los fallecimientos de Orson Welles y José Bódalo, pasando por la llegada de Gorbachov a la presidencia de la Unión Soviética, los estrenos cinematográficos “La rosa púrpura del Cairo”, de Woody Allen, y “Memorias de África” de Sydney Pollack, la aparición del disco de Joan Manuel Serrat “El sur también existe”, con poemas de Mario Benedetti, o la tragedia de Heysel, cuando, en la final de la copa de Europa, 39 personas perdieron la vida en una avalancha humana dentro del estadio... Pero para Raquel, inscrito en el Registro Civil como Teodoro Sánchez Cortijo, a punto de someterse a una operación de cambio de sexo en una clínica privada de Copenhague, se iniciaba la culminación de un sueño y el final de una etapa llena de penurias, determinante, complicada, donde se vio obligada a hacer horas extras de noche en el mercado negro del placer.
Al doblar la esquina de la calle Valverde, apretó mucho más el paso. Contaba con el tiempo justo para llegar a su domicilio en el número 3 de San Onofre, retirar el maquillaje de la cara, darse una ducha caliente, preparar el zumo de pomelo y vestirse combinando con detalle el traje, la camisa y la corbata. Era su último día como empleado en la sección de abrigos de Galerías Preciados, el último desayuno que tendría en la cafetería Nebraska –echaría de menos comentar el resultado de los partidos del domingo con Pepe, el camarero–. Sin embargo, aunque le podían las ganas de hacer borrón y cuenta nueva, en el fondo sabía que sus dos identidades estaban condenadas a entenderse.
Dos semanas atrás remitió a dirección una carta de despido voluntario alegando que, por razones familiares, se veía en la tesitura de rescindir el contrato contraído con ellos. –Quién podía imaginar que una década después la cadena de grandes almacenes declararía suspensión de pagos y sería adquirida por El Corte Inglés, su histórico rival–. Uno de los jefes de planta, elegido como interlocutor, que le apreciaba bastante, le comunicó que la empresa le facilitaría las cosas para cobrar el paro, pero lo que no le dijo es que, por las dudas e incógnitas que el motivo vertía y porque siempre corría el rumor de que Teo era diferente, se reservaban el derecho a no creerle.
Cuando llegó el relevo con el turno de tarde, cayó en la cuenta de que apenas había tenido un respiro en toda la mañana. Huía de las despedidas, así que trató de escabullirse en el ascensor público, pero los compañeros tenían preparado un refrigerio en la sala de personal y le pareció feo despreciarlo. Entre risas y carcajadas, anécdotas y chismorreos, descubrió en aquellas personas a un grupo de gente muy válida, sensibles ante situaciones delicadas y con opiniones abiertas respecto a temas peliagudos que jamás pensó que tocarían.
Llevándose en el corazón el cariño y la empatía que le demostraron, abrazándole con complicidad uno por uno, sin preguntas que le pusieran en apuros, se fue a casa. No sabía lo que le depararía el futuro inmediato; podría sobrevivir o no a los avatares que estaban por venir, aunque de algo estaba casi seguro: Raquel volvería a encontrarse con ellos en aquel mismo lugar, pero los caprichos del destino abortarían este propósito suyo esfumando de un plumazo la empresa.
Días después, en el Aeropuerto, con las tripas bien guardadas en la maleta, haciendo balance de todo lo bueno y lo malo que le había sucedido, pensó que hay cosas de la vida tan pegadas al cuerpo que duermen contigo, que son el principio y el fin de cada día, que se convierten en la novela que está por escribir, en el cuento de fábula que ayuda a desprecintar el sueño, en el script que se encarga de que nada altere la narración de lo cotidiano. En definitiva, hay personas que aparecen delante de nosotros, dándonos la generosa oportunidad de visitar su terreno, que en realidad es lo que hicieron Teodoro y Raquel, el uno con el otro.

5 comentarios:

  1. Ay, nena: ¿para cuándo tus firmas en la Feria del Libro? ¡Venga! Muy bueno lo que has escrito hoy.

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  2. Miguel Ángeljunio 08, 2014

    ¡Cuánto sufrimiento se causa, a veces inintencionadamente, simplemente por ignorancia! Se menosprecia, o se agrede, muchas veces por miedo, lo que se desconoce. Me refiero, en este caso, al asunto de este texto: los transexuales.
    Otra cosa: Me gustan mucho tus textos de "La Opinión". Me parecen muy profundos. Besos.

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  3. Precioso... Para un cuento emotivo.

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  4. Ternura sin ablandadores químicos, Mayte. Me gusta.

    Conozco a alguna Raquel, y alguna vez he pensado si llegó a conocer a su Teodoro antes de renegar de él.

    Besos.

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  5. Ana Maria.junio 09, 2014

    Un placer, como siempre, leer tus breves relatos sobre personas muy cotidianas. Un saludo.

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