domingo, 16 de junio de 2013

El lector apagado


Poco antes de la medianoche subió al autocar que la trasladaría directamente a Madrid, con la intención de pasar en el Parque del Retiro, como tenía por costumbre desde quince años atrás, el último domingo de la Feria del Libro. En la mochila que cargaba a la espalda, bastante espaciosa como para llevar los bocadillos traídos de casa, y las obras que compraría previa lista elaborada minuciosamente, guardaba también un pequeño obsequio, hecho a mano por ella misma, para uno de los escritores que firmaba ese día, y que además era amigo. La carretera ofrecía un paisaje nada atractivo, más bien austero, y el cansancio que hacía aparición en el tramo final del trayecto se manifestaba en el cuerpo a través de pinchazos en los riñones. Los cambios de sonido del motor, incorporados en la cabeza como un runrún natural, ayudaron a que unos dormitaran y otros echaran a volar el pensamiento. Esto fue lo que ella hizo: dejarse llevar, visualizando o adelantando cómo sucedería en la distancia corta cada detalle, cada vivencia, cada encuentro con los autores. Percibiendo el calor y la cercanía de los mismos, la frialdad y la antipatía, que de eso también hay, aunque sean los menos. A lo lejos, en la periferia, la nítida luz del sol, solapada por la contaminación y el perfil de los primeros polígonos industriales, que parecían guardarle los muros a la ciudad, como si fueran la avanzadilla que le pide papeles de identificación al viajero, confirmaba que, a pesar de quedar muy poco, todavía no había llegado a su destino. En ese momento, y pudiéndose haber rendido fácilmente en brazos del sueño, se dejó tentar por la posibilidad de recordar aquellas otras ferias, aquellas otras fiestas del libro mucho más dichosas, cuando venía acompañada, cuando compartir esos momentos y la vida eran motivo más que suficiente para seguir adelante. Era otro tiempo menos difícil, tan vivo, tan diferente, tan divertido… El pasajero del asiento contiguo le rozó la rodilla con la parte trasera de la pierna para poder salir; entonces comprendió que habían llegado al intercambiador de Avenida de América. Dentro del metro, y aunque al ser domingo no había hora punta, colocó la mochila sobre sus rodillas con mucho cuidado.
            A las siete de la tarde, realizadas todas las compras y conseguidas buena parte de las firmas que quería, le quedaba quizá el motivo más importante y deseado que probablemente la había llevado hasta allí: ver a uno de sus escritores de cabecera, a quien consideraba además un amigo. La gente se agolpaba para conseguir una foto al lado de uno de los famosos de la tele que también firmaba. Sin embargo, ella pasó de largo y dos casetas más allá le vio. Ahí estaba, moviéndose entre libros como pez en el agua, captando con la sonrisa la mirada de quienes pasaban de largo sin conocerle. Pero él se mantenía erguido, impoluto, vestido de domingo, inocente y ofreciendo con palabras el mejor de sus desnudos. Enseguida la localizó, y seguramente se alegró de verla, aunque ella notó un matiz de distancia en su reacción. Aquello le rompió el corazón por dentro, cayéndose el mito y lo que es peor: el amigo, aquella persona a la que tanto quería, a la que tanto había defendido y justificado en reuniones literarias, había dado paso a un ser vanidoso que no reconocía. Mantuvo el tipo y contuvo las lágrimas frente a él; abrió la mochila, hizo a un lado el regalo que traía y sacó el libro para que el autor lo firmara… Y se fue, con tan sólo un apretón de manos por despedida, y con pena, no por ella, si no por él, al verle incapaz de salir de su círculo amurallado de cartón piedra.
            En el autocar de regreso pensaba que este año, cuando concluyera la 72 Feria del Libro de Madrid, habrían pasado por allí escritores y ciudadanos de todas las calañas.  Gentes comunes y corrientes –aunque los hay que se resisten a serlo–, que se levantan por la mañana con legañas en los ojos, y se acuestan por la noche –el que lo haga– con el intestino vacío. Escritores instalados en su egomanía – como dice un amigo mío con quien comparto opinión–, en su narcisismo congénito que les impide bajarse del pedestal, que les incapacita para salir de la caseta y abrazar a los amigos. Personajes secundarios que llaman especialmente la atención, sobre todo si aparecen en grupo, jaleándose los unos a los otros, montados en sus escobas de glamour, aparcados en sus elites fuera de la realidad. Alguien que se dedica a escribir, y se supone que está dotado de una sensibilidad especial, que se debe a sus lectores y por supuesto a los amigos y conocidos –en ambos casos: esos que ejercen tan bien el boca a boca–, nunca debería mirar a sus semejantes por encima del hombro, por muy divo o diva que se sienta, por muy star que se sueñe. Hundida en el asiento de cuero y con la cabeza vuelta hacia el cristal, decepcionada y entristecida, pensaba estas cosas en el viaje de vuelta, convencida de que la generosidad y la gratitud son valores fundamentales y necesarios que nos humanizan. Cuando por el horizonte reconoció que estaba llegando a casa, a la hospitalidad de los campos de provincia, orientó el agradecimiento y el recuerdo hacia aquellos otros, grandes autores, que, teniendo un nombre hecho, un lugar muy consolidado, y ganándose las garrofas –algarrobas– con el sudor de la palabra –Javier Valenzuela, Elvira Lindo, Rosa Montero, Maruja Torres, Muñoz Molina, por citar solamente a algunos–, reciben a sus lectores en mangas de camisa y en pantalón corto. Magníficos profesionales que comunican sin creerse especiales o superiores, y que llegan como tienen que hacerlo, de la única manera posible: por la emoción, esa fruta, a veces fría, que todos saboreamos con mayor o menor dolor, cuando nos identificamos con las historias que escriben otros.
            La casa estaba tal y como la había dejado: atestada de libros, de plantas, de revistas antiguas que iba comprando en los mercadillos de segunda mano, de fotografías tomadas en otro tiempo, en otros viajes. Piezas de la vida que iba acumulando una a una y que hacían de su hogar un lugar confortable donde quedarse a dormir. Abrió uno de los cajones del mueble aparador, apartó buena parte de la correspondencia que guardaba desde siempre y, con lágrimas en los ojos, introdujo muy al fondo el obsequio que había hecho para el escritor y el beso que no se habían dado.

8 comentarios:

  1. Me identifico completamente con el escrito. Haces una buena reflexión de la vida, como en todos tus relatos. Gracias, gracias por hacerme sentir que estoy viva.

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  2. Luis Alarconjunio 16, 2013

    Muy bueno mi amiga, pero como bien dices, tristeza por ellos, cuando se deja de ser uno mismo, de ser auténtica hay empieza la autodestrucción de la persona, un abrazo

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  3. Miguel Ángeljunio 16, 2013

    Quizá había una confusión de partida entre la idea que tenía ella de "su amigo escritor" y cómo era él en realidad. O, también, que, como en todos, existen en cada uno las semillas del bien y del mal y, dependiendo de las circunstancias, se desarrolle más una u otra. En este caso, algunas circunstancias harían que en el escritor se fueran desarrollando las tendencias más egocéntricas. Un abrazo.

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  4. Magnifico texto Mayte , como siempre leerte es un placer, entiendo lo que cuentas, aunque en mi no se ha dado el caso , pero si he visto la distancia de algunos escritores y todo lo contrario la amabilidad de otros , también la soledad reflejada en sus caras de los que estaban esperando que alguien se acercara para ver su libro o le pidiera que se lo firmara, es todo un mundo la feria , aparte de agotada salí llena de libros, satisfecha y encantada, quizá porque salvo excepciones no esperaba nada, solo disfrutar y ver la cara de la gente que me hace feliz con sus historias.

    Un besazo mi querida amiga.

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  5. Manuel Vera.junio 16, 2013

    Hay gente que se le sube el ego a la cabeza.
    Mejor olvidarla.No merecen la pena.

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  6. La humildad es patrimonio de grandes personas. La vanidad solo de mediocres. Y para muestra un botón,dijo Sócrates: "solo sé que no sé nada".
    Besazo Mayte
    Lourdes

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  7. Muy bueno y actual,como siempre, tu relato, amiga Mayte. Creo que entre los escritores, al igual que ocurre en otros colectivos, hay de todo, pero dada la sensibilidad que les atribuimos especialmente a ellos por la tarea a la que se dedican sus desaires pueden ser más molestos.
    Peor para los que adoptan esa actitud!
    Un beso.
    Tere

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  8. Tremenda decepción!... Se debe separar al autor de la persona... En mi experiencia particular hay autores que como personas no me acaban de... (incluso en algunas pinceladas en sus obras se puede notar eso que no me acaba de..) y sin embargo disfruto leyendo aquello que escriben -o parte de ello- por que lo hacen realmente bien.
    Los artistas en general (y quizá los escritores de un modo más acentuado) suelen ser gente acostumbrada a pasar muchas horas de soledad peleando contra su imaginación... (también disfrutando de ello, pero con mucha pelea). Quería apuntar esto como influencia en el ego subido que suelen tener, esa especie de extraña autosuficiencia que puede resultar soberbia las veces...

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