domingo, 22 de abril de 2012

Viaje de vuelta

A la memoria de Joaquín Chamorro, Amalia Cuadra y
Ramón Cuadra Moreno (Imaginero).
Por el cariño que les tuve.
Todo parecido con la realidad es pura ficción.

Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
Andaluces de Jaén.
Miguel Hernández.

Nada más ponerme el whisky con hielo que había pedido, tomé una decisión tajante: dejé sobre la barra un billete de veinte euros, y me fui sin esperar el cambio. Eran las cinco de la mañana, tenía el estómago vacío, no estaba ebrio, y, si me daba prisa, llegaría a Úbeda a la hora del almuerzo.
          Cuando entré en casa encontré todo como de costumbre, ordenado. En la habitación del despacho, al lado izquierdo de la mesa, tal cual los había dejado, estaban los suplementos de la prensa del domingo. Y en distintos montones, facturas por archivar, hojas con esquemas, notas, frases que se me ocurren de momento, y un par de cuadernos con tapa de diseño que un amigo recién llegado de Nueva York me había traído. En el dormitorio, donde podría reconocer cada detalle sin encender la luz, puse encima de la cama una maleta abierta donde guardé lo necesario para unos días, sin olvidarme de coger el ordenador portátil, libros, y mis zapatillas de chinela de paño gris.
          La salida de Madrid no supuso ningún problema. Había tráfico pero muy fluido, tan sólo se complicó en el desvío para Valdemoro. Pero, en general, hice un viaje muy tranquilo. Llegando a La Carolina, paré a repostar, tomar otro café y estirar un momento las piernas. Poco después cogí el desvío a Úbeda. Realmente la carretera no había cambiado tanto, a excepción de que, en mi recuerdo, aún se pasaba por el Puente Ariza, sobre el río Guadalimar. Ahora, tras la construcción del embalse de Giribaile, quedó inundado e hicieron una variante salvando la cola del embalse con un nuevo puente. Poco a poco, emocionado, me adentré en el paisaje jienense de aquellos campos por los que tantas veces, de niño, había pasado. A pesar de haber estado más de medio siglo fuera, no me resultó difícil callejear por mi pueblo; simplemente dejé que la intuición me guiara: Avenida de Linares hasta llegar a la plaza de Andalucía; de ahí, calle Real abajo, Juan Montilla, y, por último, con los ojos humedecidos, detuve el coche en la calle del Prior Monteagudo, donde nací setenta años atrás.
          La casa olía ha cerrado. En principio sólo levanté las persianas, habría tiempo de ventilar más tarde. En el portal, a la derecha, aprovechando el hueco de escalera, hay una pila en la que mi madre lavaba a golpe de nudillo. La primera puerta de la izquierda era la del baño, aunque en sus orígenes fue la habitación donde mi hermano, once años mayor que yo, taxidermista aficionado, disecaba los animales que, junto con sus amigos, cazaba. A mí aquello me producía repugnancia. Posteriormente, cuando dejó de realizar dicha actividad, el cuarto se dividió en dos, quedando en una parte el pozo, y en la otra, como ya he dicho, el servicio. Conforme subía a la primera planta, igual que hiciera de niño, conté los escalones en voz alta hasta llegar al quince, donde una estrecha salita servía de descanso. Los muebles, escasos, permanecían cubiertos con sábanas, como yo mismo los dejé. Retiré la cortina que separaba ésta de nuestra habitación, una estancia pequeña con armario de dos cuerpos para la ropa de los cuatro y una litera llena de peleas, revanchas y fantasías amorosas… Doce peldaños más arriba, conducían al dormitorio de mis padres, otra salita y la cocina.
          Hacía frío. Me instalé en el último piso. La cama que fue de mis padres era ancha y tenía el colchón mullido. Acerqué la mesa camilla hasta el balcón con vistas a la iglesia de Santa María. Saqué el ordenador y lo puse sobre la misma, junto con el teléfono móvil y demás material de escritura que había traído conmigo, incluido un módem USB para conectar a Internet. De adolescente me sentaba allí, en una banqueta, a escribir, mientras mi madre, arrancándose por fandangos, cocinaba. Así se fue fraguando, dentro de mí, el deseo de ser escritor. Mi padre, viajante, representaba encajes y todo tipo de puntillas, recorriendo los pueblos de punta a punta: de Beas de Segura a Martos, de Linares a Cazorla… Mi hermano trabajaba en una droguería por la plaza del Marqués, adonde me mandaban mis titas a por detergente y muestras, que nos daban gratis, de esmalte de uñas, colonia, o pintalabios…
          Nos tocó ser hijos de la posguerra, etapa difícil en lo económico y en cuanto a libertades se refiere. A las chicas las preparaban para el casamiento, a nosotros para el servicio militar. Con catorce años me eché una novia de dieciocho. Una guapa morena que vivía en la Torrenueva, con quien experimenté distintos registros de la pasión, en el cine de verano de La Cava, –hoy desaparecido–, que se encontraba en los jardines del Alférez Rojas, al final de la calle Rastro. Lamentablemente el flirteo no duró mucho. La enviaron a estudiar a un colegio mayor de Granada. No volví a saber de ella. Muchas tardes, para superar su ausencia, acabadas las tareas de la escuela, iba al taller que mi primo, famoso escultor ubetense, tenía en la plaza de San Lorenzo, donde estaba ubicado el antiguo Palacio de la familia Cuevas, del siglo XV o XVI, perteneciente en la actualidad al Ayuntamiento, donde se acogen, exposiciones, conferencias, etcétera, reservando una de las Salas con el nombre de Ramón Cuadra Moreno, mi primo. Me gustaba ver cómo trabajaba las imágenes, manejando con destreza los pinceles, el formón, o las gubias: la plana, la de media caña, la trincante…Al cabo de los años me dijeron que falleció en mil novecientos noventa y nueve, en la madrugada del veintinueve al treinta de marzo, de repente y mientras dormía. El Ayuntamiento tuvo a bien dar su nombre a una calle de Úbeda. Siempre se le recordará como una buena persona, y, cómo no, por su calidad artística. Cualidades que, quienes tuvimos el privilegio de conocerle, elogiamos, sin duda.
          Como he dicho antes, quería ser escritor. Hacerme famoso y disponer de dinero suficiente para comprarle a mi madre algunos de aquellos vestidos elegantes que salían en el Hola. Llenaba cuadernos con relatos, y cuartillas con poemas. Supongo que en algún cajón de por aquí estarán guardados. Un profesor de literatura, al que recuerdo muy bien, siempre me instaba a presentarme a concursos y certámenes literarios. Gracias a él descubrí a los clásicos: Pérez Galdós, Pardo Bazán, Dickens, Dostoievsky, Virginia Wolf… Aquello me ocasionó más de una reprimenda, por mantener la luz encendida hasta bien entrada la madrugada.
          La tarde que mi madre se echó la siesta y no despertó, mi hermano ya no vivía con nosotros. Se había casado, tenía un niño, y estaba a punto de marcharse al Brasil, con un contrato de trabajo. Nunca volvió. Antes de que llegaran las plañideras, colocaron el féretro en el portal. Tras el entierro, caí en el abismo de la tristeza. Más aún, cuando transcurrido poco tiempo, mi padre se encamó con otra viuda. Por un lado, entendía su necesidad de no estar solo, pero, por otro, no soportaba la idea de ver a otra ocupando el terreno que había pertenecido a mi madre: sus cosas, su cama, su cocina… Estuvieron juntos lo que duró la atracción sexual. Abandoné el deseo de estudiar una carrera, y ocupé el puesto que dejó vacante mi hermano. El empleo no me gustaba; sin embargo, algo tenía que hacer con mi vida. Escribía de noche, y vendía productos de limpieza por el día. Comencé un relato corto, del que no avanzaba más que unas cuantas palabras, para volver inmediatamente al principio: mi madre.
          Dos años después me quedé solo. El primer domingo de mayo, en vista de que mi padre no se levantaba, entré en su habitación. Le toqué y estaba frío. Pronto sentí que ya nada me ataba a Úbeda. Una vez dado sepultura, me marché de allí. El profesor de literatura de mi infancia me dio una carta de recomendación para un colega suyo de Madrid. Éste, otra para el diario Pueblo. Hasta su cierre en mil novecientos ochenta y cuatro estuve allí de redactor. Desde entonces, he sobrevivido como en mis comienzos: realizando trabajos que no me gustaban, para financiar con ellos mis necesidades, y escribiendo de noche. Escribir para no morir, llegué a decir en una ocasión.
          Aunque no sé por cuánto tiempo me quedaré aquí, tomar la decisión de regresar a Úbeda no ha sido fácil para mí, ni mucho menos. Pero ahora, asomado al balcón que tanto he añorado, y reconociendo que seré un extraño para los paseantes, siento dentro de mí que estoy en casa, en la cumbre más alta de este cerro, y protegido por estas murallas.
        He puesto en la lumbre un potaje de habas con berenjenas. Acabo de rescatar, de la planta de abajo, un cuaderno de escuela sin estrenar, y procedo a escribir la primera frase de mi próxima novela: “Puede que mis suelas traigan el polvo de la gran ciudad, los rasgos de mi cara la discreción de la vida, y las palmas de mis manos la necesidad de volver al anonimato. Puede ser que me ahoguen los pequeños espacios, o que no me guste que me reconozcan por la calle, pero si hay algo que me ha mantenido vivo durante todos estos años, ha sido que jamás he dejado de tener un corazón de provincias”.

10 comentarios:

  1. Cada vez argumentas mejor las historias. Estoy orgulloso. ¡Adelante!

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  2. Qué difíciles son algunas vidas, qué tristes o qué extrañas. Qué caprichosos los que mueven los hilos del destino. Sin embargo, lo importante es la dignidad con la que se viven. La entereza. Como bien queda reflejado en este estupendo relato. Otro más.

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  3. Miguel Ángelabril 22, 2012

    Un relato muy "literario", distinto a otros, más reivindicativos o pegados al momento actual. Parece que dominas distintos "palos". Y muy referenciado en cuanto a las localizaciones.
    Disfruta de la primavera,...cuando llegue. Un abrazo.

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  4. Juan Carlosabril 22, 2012

    Bonita vuelta al sentimiento agridulce de la vida.

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  5. El retorno a los orígenes siempre va cargado, irremediablemente, de recuerdos, de nostalgia. Asi es la vida.
    Lourdes

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  6. Has cambiado de forma de escribir Mayte..te diría que eres, con esta nueva faceta que nos has hecho, una escritora de por vida, lo de antes era un boceto de lo que querías...te felicito...grande...
    precioso......
    Miguel Texeira

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  7. QUE GRANDE ERES MAYTE TU AMIGO GUTY

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  8. Mantienes la atención en el relato todo el tiempo, no hay distracciones , eso solo lo saben hacer los buenos. Un beso Mayte.

    Pilar Pérez Martín

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  9. Has cambiado de escenario, pero sigues manteniendonos inmersos en tus relatos.
    Un escrito lleno de añoranzas. La vuelta a sus orígenes, a su casa, casi hemos percibido con él los olores de aquella casa, hemos subido por aquella escalera, ...
    Mayte, nos has metido de lleno en la historia.
    Elena

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  10. Precioso mayte, no se puede escribir más bonito

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