7.
Por muy desgraciado que uno se
sienta y piense que la vida le va dando hostias por todos los lados, de vez en
cuando no está de más concederse algún gusto que haga el camino más llevadero. Eso
mismo es lo que he hecho yo al encontrar dinero entre un montón de papales inservibles
de la Motors Carson Company, a punto de tirar, comprar un boleto de
autobús para pasar el día en Bay City, ciudad ubicada en la Región de
la Bahía de los Grandes Lagos, a la que tanto fui por negocios. Al igual
que pasa en Detroit, se aprecia el deterioro del paso del tiempo, la dejadez
urbanística con desconchones en las fachadas, los cierres echados que nunca más
se levantarán y las caras de amargura ya que un porcentaje elevado de la
población vive bajo el umbral de la pobreza, excepto aquella zona que, por la
amplia oferta de actividades al aire libre atrae al turismo. Sin buscarlo llego
hasta el Mercado de las Pulgas situado en una amplísima explanada.
Objetos de toda clase, algunos mutilados, deslucidos y otros en perfecto estado
aguantan el transcurso de las horas hasta que alguien se fije en ellos y decida
comprarlos. Custodiando un tenderete en el que se lee en letras grandes: “Anticuarios”,
dos parejas de hippies, fumando marihuana, venden todo tipo de cosas colocadas
desordenadamente, sin guardar ninguna estética. Me llaman la atención tres
elementos en particular: una billetera que dice haber pertenecido a Johnny Cash,
una mecedora tallada en madera y en muy buen estado y una Biblia encuadernada
en piel, desgastada de tanto uso. En la esquina inferior derecha, está tallado
el nombre de mi padre y en la primera página la dedicatoria para Emily, nuestra
ama de llaves. Para ser sincero me ha emocionado y me pregunto cómo habrá llegado
aquí. Quién sabe…
–Hola
Megan. Sé por mi esposo que una de tus hijas está delicada. ¿Cómo se encuentra?
–pregunta la mujer del reverendo.
–Mal,
señora. Nació antes de tiempo y con poco peso, nunca fue una niña fuerte,
siempre estaba pálida, no saltaba ni corría como sus amigos y amigas, era
delgaducha, enclenque y siempre iba pegada a mí. Necesitaba determinadas medicinas
que nosotros no podíamos comprar, eso le ocasionó problemas y alteraciones
hormonales.
–¿Y
no la trataron?
–Ya
sabe que el sistema de salud estadounidense apenas da cobertura a los pobres y,
en aquella época, menos aún.
–Cierto,
la reforma sanitaria de Obama llegó más tarde.
–Pensábamos
que al bajarle la regla resolvería sus males ajustando el organismo y así fue
porque pasó unos años tranquilos, incluso cogió peso, pero desde el segundo
embarazo que tuvo mellizos y un parto muy complicado arrastra una anemia que
por más que hemos intentado frenarla ha sido imposible.
–Aquí
no damos abasto, sois muchas las personas que venís a recoger alimentos, pero he
hablado con un contacto en Pope Francis Center y os van a ayudar, además
cuentan con médicos solidarios que ofrecen sus servicios gratis.
–No
sé cómo agradecérselo, usted es madre y sabe lo que se sufre –coge su mano y trata
de besarla, pero la otra la retira.
–Anda,
boba. Sécate esas lágrimas.
–¿Y
adónde dice que debo ir?
–El
438 de St Antoine con el cruce de Larned St. Pregunta por Larry, te
está esperando.
–Si
me necesita para cualquier cosa no tiene más que decírmelo.
–Pues,
ahora que lo dices…
–¿Qué?
–El
domingo hablamos.
–De
acuerdo –se despidieron con un cariñoso abrazo.
A
la mañana siguiente Megan Aniston despertó barruntando un mal presagio y la
extraña sensación de haber pasado por encima de ella un convoy de carros de
combate, triturado todos sus huesos. Apenas puede moverse de agotamiento, pero
hace de tripas corazón pese a la tos seca que clave alfileres en sus costados. Le
duelen las articulaciones, arde su frente y la opresión del pecho revierte
dentro de sí un aire contaminado. Quita del fuego el cazo que contiene un caldo
instantáneo y lo reparte en dos tazas: de una, bebe tan sólo dos sorbos que no
le saben a nada y la otra, la reserva para después. Ha perdido el olfato. Rebusca
entre los cajones la mascarilla en mejor uso y se la ajusta en las orejas. Coge
un gorro de lana, guantes y una chaqueta gorda para paliar el frío. Comprueba que
todo está apagado y, con tiritona, dolor de cabeza, garganta y pecho, temblores
en el vientre, visión borrosa y malestar generalizado, acude a la cita concertada
en el centro de la ciudad adonde espera obtener soluciones para su hija. Sin
embargo, apenas unas cuadras más allá, en mitad de la multitud que pasa de
largo, se desploma en el suelo sin que nadie la socorra…
A
esa misma hora, no lejos del lugar donde Megan Aniston se ha caído, comienzo a
prepararme para salir de casa. Hace una eternidad que no cuidaba mi aspecto
personal y debo decir que parezco otro con el pelo bien peinado, la barba
arreglada y camuflado en el único traje que conservo de mi anterior vida. Retengo
el gusto del agua templada manchada con café típico americano, vuelco la lata oxidada
donde guardo algunas de las monedas que me dan y cuento en total cinco dólares
que tal vez alcancen para comprar una rosa. Respiro hondo, calculo mis fuerzas,
la templanza que he perdido en la distancia corta tratando a los semejantes o que
quizá nunca tuve, y llevo a cabo la dificilísima decisión de visitar a Joanne,
mi antigua y querida secretaria, aunque confieso que tengo miedo en doble sentido:
por un lado, a su reacción en el caso de reconocerme y, por otro, a mí mismo entrando
en una dinámica de normalidad para la que todavía no estoy preparado y supongo
que tampoco quiero estarlo. Pero cabe también la posibilidad de que Greyson
Davis, el jodido psicoterapeuta me descubra y tache de intruso impidiendo que
vuelva a merodear por allí. Seré cauto, estaré alerta, no bajaré la guardia. Durante
el tiempo que llevo vigilando las rutinas de su familia y estudiando cada una
de sus costumbres, sé que el primer día de la semana no aparecen por la
residencia, así que, hoy no tendrá un pedazo del pastel de boniato que tanto le
gusta y la botellita de cerveza que, de vez en cuando, introducen clandestina. El
viento de la mañana, absolutamente helado, recorre los poros de mi piel
exfoliando las células moribundas de las mejillas. Apenas media docena de
personas transitan por el vecindario, entre ellas, el dueño del restaurante
coreano que hay más abajo y adonde apenas acuden ya clientes, y la empleada de
la peluquería que, un día sí y otro también, frota con estropajo la pintura de las
palabras obscenas escritas cerca de la puerta. Es lunes y aún perdura en el
ambiente que los Detroit Tigers derrotaron anoche a sus contrincantes,
un equipo local, de poca monta, a los que hicieron papilla, pero bastantes
nervios tengo encima como para preocuparme de eso. Avanzo por la amplia avenida
y diviso el distinguido edificio de la Facultad de Derecho. Un poco más allá,
pegados al estrecho arcén, hay un control montado por la policía dando libre
acceso a la ambulancia que llega a toda prisa. Malhumorado por la contrariedad
de impedirnos el tránsito, blasfemo en voz alta y recibo alguna mirada de desprecio.
–¿Qué
ha sucedido? –pregunto al corrillo de gente cada vez más numeroso–. No pueden
bloquearnos, somos ciudadanos libres.
–La
libertad no existe, hermano. Nos vigilan, están en todas partes –interviene un
homeless salido prácticamente de la nada–. Tienen micrófonos invisibles,
cámaras ocultas y se han metido dentro de nuestro cerebro…
–Muy
bien, lo que tú digas, pero no pienso quedarme de brazos cruzados. Averigüemos qué
coño ocurre –digo sacando ese punto de autoridad que todavía no he perdido.
–Yo
lo sé, una drogadicta se ha pegado una leche y al levantarla ha agredido a un agente
–cuenta toda convencida una mujer que se acerca por detrás.
–¿Y
tú cómo lo sabes? Vamos, dínoslo.
–Me
lo ha dicho Dios. –Mucho tiempo después supe que aquello estuvo relacionado con
el desmayo que Megan Aniston sufrió y por el que tuvieron que llevarla urgentemente
al hospital.
Los
alrededores de la residencia de mayores donde está Joanne se parecen mucho al
Distrito Histórico de West Canfield donde los Carson crecimos cuando teníamos
la industria automotriz y pensábamos que nada ni nadie podría con nosotros
porque éramos miembros invencibles de la alta sociedad. Cualquiera que conozca ambas
zonas encontrará similitudes entre ellas fijándose en el diseño de las
mansiones tipo palacetes, en los tonos otoñales de las fachadas de ladrillo visto
que según por dónde se mire cambia la gama de marrones, en el césped cuidado a
diario y en los distinguidos jardines que dan al lugar la elegancia que le
corresponde y, por consiguiente, a mí un pellizco de nostalgia, máxime si cierro
los ojos y rescato de la memoria del paladar la textura de las tiras de
langosta con Wontón crujiente que tan deliciosas preparaba nuestro
cocinero coreano Chul-Moo. Desde la última vez que estuve el paisaje sigue
igual dentro del recinto. Los paseantes continúan buscando las coordenadas del
rumbo perdido y el personal vigila cada uno de sus movimientos para que no se
escapen. La galería luminosa por la que voy hasta el final conduce al área
privada de los residentes y al control donde firmas en el libro de visitas
junto a la fecha, hora de llegada y nombre de la persona a la que vas a ver. Previo
a eso se pasa por el arco de seguridad que detecta cualquier objeto peligroso
que pudieras introducir.
–¿A
qué habitación va? –pregunta la administrativa sin levantar la vista de los
papeles.
–No
sé el número, hace mucho que no vengo –procuro sonar convincente.
–Imagino
que el nombre de la persona que quiere ver si lo sabe, ¿verdad? –noto algo de
sarcasmo.
–Mrs.
Joanne, no recuerdo el apellido.
–5011.
Al fondo verá un arco de madera, giré a la derecha y rápidamente verá su
aposento. Hoy no ha querido salir del dormitorio.
–¿Está
enferma?
–Qué
va, lo hacen a menudo, sobre todo si se desvela y tarda en conciliar el sueño,
entonces se enfada con el mundo.
–Tendré
cuidado no sea que la tome conmigo.
–Tranquilo,
es inofensiva. Una flor preciosa. Le va a encantar, sigue siendo muy coqueta.
–Eso
espero –digo forzando una sonrisa.
–Perdón
–aunque la puerta está semi abierta toco con los nudillos–, vuelvo luego,
cuando acabe.
–Pase,
por favor. La he traído jugo de piña porque apenas ha probado el desayuno.
–Comprendo.
–Siempre
lo toma en el jardín, pero no le apetece hacer nada –acaricia la barbilla de la
anciana–. ¿Nos habíamos visto?
–Creo
que no –mejor dejarlo en suspense y no levantar sospechas.
–¿Es
otro de los hijos?
–En
realidad sólo un viejo amigo.
–¡Anda,
qué callado te lo tenías, eh! ¡Una cita con un apuesto caballero! –dice
mientras la coloca bien las horquillas del pelo–. Bueno, cualquier cosa que
necesiten toque el timbre y acudiremos.
Joanne
permanece con la vista clavada en el horizonte de una pared blanca que parece
querer atravesar y por la que huir del encarcelamiento que sufre tras las rejas
de la ingrata amnesia. Observo sus manos hidratadas, brillantes, de dedos
largos que se me antojan de pianista y las uñas en forma de almendra, esmaltadas
en rosa claro y sin restos de cutículas que las afeen. En el anular izquierdo una
discreta sortija y el reloj que regalábamos en la empresa a cada trabajador que
alcanzaba los objetivos marcados, es el total de complementos que luce. Lleva
un traje pantalón verde atrevido que realza su figura y un fular gris, apagado,
aportando el punto exacto de elegancia. Ninguno de los dos tenemos prisa, así
que, antes de sentarme frente a ella, pongo en agua la flor para que no se
marchite.
–Supongo
que se preguntará qué hago aquí, le juro que ni yo mismo lo sé. Hace semanas
que su hijo me abordó y negué conocerla, pero ya ve, el pasado siempre vuelve y
sentí la necesidad de venir –siquiera parpadea–. He pensado muchas veces en lo
contenta que se puso cuando despedí de la Motors Carson Company al hombre
de confianza de mi padre. Estaba indignada porque era maleducado y pésimo
compañero, de los que te traicionan por la espalda. Todavía recuerdo lo que nos
costó subir hasta el despacho la documentación guardada en la caja fuerte del sótano,
de la que yo no tenía ni idea. En ese momento usted hizo que me sintiera menos
ridículo de lo que era –permito que nos arrope el silencio pegando los labios
unos instantes–. Aquello fue el despropósito de una locura que nunca debió
ocurrir y yo la persona menos indicada para dirigir la nave. Sin embargo, a
pesar de todo lo que pasamos juntos me alegro de que no viera lo mal que me porté
con la esposa y los descendientes del obrero al que aplastó la pieza que se
soltó de la grúa. Cuando esto ocurrió yo era sólo un niño y papá ocultó la
verdad diciendo que el accidente se produjo a consecuencia de un fallo humano,
librando así a la compañía de toda culpa. Años después la familia del hombre nos
llevó a los tribunales, y como yo aún conservaba contactos influyentes me
orientaron para poner en marcha estrategias muy sucias y destruir la memoria del
ser que ya no podrá defenderse –oigo pasos que se acercan y me pongo a la
defensiva–. Prometa que se va a cuidar.
–Lo
siento, caballero –irrumpe un auxiliar–, pero el horario de visitas ha
terminado por hoy y debe irse.
–Claro.
–Me pongo en pie y abordo la despedida tocando suavemente su hombro. Ella, que
no rechaza el contacto en absoluto, descruza las piernas y se acomoda un poco más
dentro del sillón, mientras que a través de la ventana sigue con la mirada el
vuelo de una curruca en libertad. Esa fue la última vez que nos vimos. En el exterior,
un joven en bicicleta pedalea silbando la melodía de un conocido blues,
mientras que yo, cabizbajo y abatido, me alejo con la imagen de mi antigua
secretaria guardada en la retina.
–Ayden,
¿qué puede haberle pasado a Megan Aniston para no venir hoy?–pregunta Olivia
Perkins, la esposa del reverendo, cuyo enfado se adivina a la legua ya que, al
término de la misa del domingo, pensaba contarle que podían organizar juntas la
función de navidad con los más pequeños.
–¿Y
yo por qué tengo que saberlo? –dijo arqueando una ceja, ¿acaso soy su perro
guardián?
–No
te ofendas, hombre. Es que tenía que haber acudido a una cita y hablar conmigo,
pero al parecer se ha evaporado como la espuma. –Larry, el voluntario de Pope
Francis Center, quien facilitaría asistencia sanitaria para su hija, enferma
casi desde el nacimiento, estuvo esperándola más de hora y media–. Ojalá que
esté bien.
–Esta
maldita ciudad nos elimina, señora. Y, ahora, si me disculpa, he de ponerme a
la cola o me quedaré sin la bolsa de la semana.
–Claro,
discúlpeme. ¡Qué boba!
–¿Queda
algo para mí? –pregunto al encargado de repartir las bolsas de alimentos aportadas
gracias a la generosidad del vecindario.
–Esto
es lo último, llévatelo. Hay mantequilla, galletas, una pastilla de jabón y salchichas,
poca cosa, lo lamento. Desde la pandemia la solidaridad de las personas se ha
visto mermada por las propias dificultades de cada uno –en Detroit los problemas
se multiplican por la alta tasa de paro, la evasión industrial, la bancarrota y
el abandono de la metrópoli–. La gente cada vez tiene que hacer frente a más
gastos y echar muchos números para sobrevivir. Entristece ver la deriva que ha
tomado la humanidad. ¿Verdad?
–Puede.
No sé. Gracias. –Esas son las únicas palabras que logro pronunciar. Tres millas
más allá, la ambulancia que lleva a Megan Aniston urgente al hospital, intenta
abrirse paso entre la caravana de automóviles que van en dirección a las
montañas, para observar el eclipse lunar.
–Aguanta,
querida, estamos llegando –dice el dulce enfermero que no deja de acariciarla…
Rebuscas en los sentimientos humanos acertando, a mi manera ver, con la condición humana.
ResponderEliminarSiempre queda algo, o a alguien, al que agradecer su buen comportamiento con nosotros aunque el resto se nos vuelva en contra y tú describes perfectamente esa situación.
Buena manera de empezar la mañana, cafecito y leerte.
Después del griterío político que nos tiene las tripas encogidas, es un verdadero remanso de paz leerte y reflexionar hacia dónde vamos y lo que somos como humanidad. Gracias, gracias, gracias...
ResponderEliminarMe sigue emocionando comprobar que gente como tú sois capaces de despertar en el lector el deseo.
ResponderEliminarCada entrega de esta historia es bucear en las aguas de las emociones, aguardo con fidelidad la próxima
ResponderEliminarTras la resaca de la clasificación de Argentina en el Mundial de Fútbol, leo con atención esta novela que me tiene en vilo y me identifico con alguno de sus personajes. Gracias por el regalo.
ResponderEliminarMe gusta cómo la trama principal aloja otras historias, como una muñeca rusa. Otra cosa a destacar es cómo la forma de hablar y de ser de los personajes, dan agilidad al relato. Gracias, Mayte. Besos
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