domingo, 30 de septiembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha.

2.

'De pequeño era un enclenque, no te vayas a creer, y bastante habilidoso para coger todos los virus próximos a mí. Apenas comía, y rara vez sentía apetito por aquello que más me gustaba. No sabes el suplicio que era tragar el caldo de pollo con yema de huevo que las mujeres de casa se empeñaban en hacerme beber. Cómo sería que lo aborrecí hasta el punto de no probar nunca más algo elaborado con carne de ave. Y fíjate que, aun así, recibiendo cuidados extremos, pasaba los inviernos encamado y tiznado de envidia porque mis hermanos, montados en el coche de papá cuando no estaba de servicio, iban de un lado a otro imaginando miles de aventuras protagonizadas por duquesas y marqueses de postín’. Ismael reía con ganas, demostrando también gran admiración por el interlocutor que tenía enfrente. Desde su encuentro fortuito en Atocha, meses atrás, Ahmad Abu-Abbad y él se veían a menudo. ‘Un calvario, supongo. ¿Cómo resolviste el problema?’. ‘Dándome cuenta de que tenemos un número limitado de veces para realizar una misma cosa y que de las mías había gastado unas cuantas sin disfrutarlas. Piensa que tocamos a un total de crepúsculos por cabeza, de instantes de pasión, de botellas de vino para descorchar en conversación con los amigos, de paseos por los lugares preferidos, de regresar a esa galería de arte que no nos cansamos de visitar… No sé si me explico, pero a mí me ha servido para gozar mucho más, asimilando que venimos con fecha de caducidad’. ‘En el sector donde trabajo todo transcurre muy rápido, porque a la que te descuidas, ¡zas!, te pisan la idea. Funcionamos con mensajes cortos para el consumo compulsivo, como si fuéramos encantadores de serpientes. Entre nosotros manejamos el siguiente código: lo que entra por el ojo acaba en la tarjeta de crédito. Acojonante, ¿verdad? Últimamente me encuentro descolocado. He de romper determinados estereotipos y salir del bloqueo al que estoy entregado con fervor’. ‘Seguro que lo consigues. Había un rincón idóneo que te habría ayudado a aclarar los pensamientos. Estaba en mi país, era el Gemmaizeh, más conocido como el Café de los Espejos, popular por los techos ornamentados y bañados con el humo de las arguiles, donde los habituales, por muy negro que tuvieran el horizonte, resurgían de sus propias cenizas. Por allí vi pasar a intelectuales, a políticos, a famosos de otros continentes entregados al anonimato y liberando tensión en las tablas del backgammon. Pero ahora está cerrado. Oye ¿por qué no vienes conmigo a Barcelona? Tengo que cuidar de mi nieto, sus padres se embarcan en una misión. Creo que te gustará conocer el entorno donde se mueven y a lo que se dedican’. ‘Fenomenal. Todavía me deben unos días de vacaciones en la oficina, mañana lo comunico y nos vamos’. Cuando salió de casa de Ahmad caminó por la acera casi en penumbras. Notó que no había comido en horas y tuvo necesidad de hacerlo. Pasó a la cafetería que hace esquina en la calle de Huesca con Lazaga, pidió un pincho de tortilla y una caña de cerveza. Estaba contento, se sentía alguien más noble en ese barrio de Tetuán que antes conocía sólo de oídas.  Nunca imaginó que esa paz fuera el adelanto de un cambio importantísimo en su vida. Atravesó en coche el centro hasta llegar a su domicilio. Una vez allí accedió por el dormitorio a la azotea con vistas a la Gran Vía. Bajo el cielo de mosaico estrellado se supo infinitamente pequeño…
          Jasmin y Adrián, su marido, ayudan en las labores de puesta a punto del buque Sin Muros, perteneciente a la ONG del mismo nombre que está pendiente de tener los permisos reglamentarios para zarpar hacia la costa de Siria y proporcionar víveres y medicinas a otros barcos que operan en aguas internacionales interceptando pateras de lona con suelo de madera, donde los inmigrantes, hacinados, y en ocasiones sin hoja de ruta, van a la deriva hasta ser recogidos por los equipos de salvamento, y poner rumbo a Europa: la Tierra Prometida donde tratarán de construir un futuro mejor. Los ojos vigilantes de color miel y avellana de una familia que hace la travesía cogidos de la mano impactan en la negrura de la noche misteriosa situándolos en el marco de una realidad sin vuelta atrás. La misma que les ha obligado a dejar sus raíces, a los seres queridos, desgarrando la biografía que ya no escribirán juntos y también el chasis donde se asientan las costumbres, la cultura, el idioma, la etnia, el dialecto… Por eso, ahí, en mitad de la nada, a merced de la suerte o de la desgracia, fluctuando entre el vacío y la incertidumbre, se preguntan si habrá merecido la pena pagar el precio de arriesgar la vida para perderla quizá a medio camino. Apenas se escucha el vaivén del agua chocando en los costados, ni siquiera a lo lejos algún ruido de motor que traiga un atisbo de esperanza. Alguien susurra unas plegarias en su lengua materna, mientras que, en el otro extremo de la embarcación que parece a punto de romperse por exceso de peso, un hombre de mediana edad pasa el rosario implorando que llegue pronto la luz, y con ella la cara descubierta del día…
          ¿Está la carga a bordo?’, −pregunta el patrón−. ‘’, −responden−. ‘¿Todo en orden?’. ‘Pues claro’ –contestan a coro. Son grandes estibadores, expertos en ganar el mayor espacio posible porque saben muy bien lo que se hacen−. ‘En esos contenedores van gasas, vendas, sueros fisiológicos, antihistamínicos…, material muy básico que necesitan los compañeros que siguen por allí. Así que hay que hacer hueco por donde se pueda para incluir también barritas energéticas y botellas de agua. Su situación es complicada, los guardacostas no les permiten acercarse y, lamentablemente, los primeros ahogados cubren ya la superficie. Se están quedando sin chalecos salvavidas y sacos para cadáveres, les llevamos todos estos’ −señala el montón apilado−. ‘¿Y la cámara térmica?’. ‘Para Médicos Sin Fronteras, se les ha estropeado la suya. Esta zona de cubierta −giran la cabeza− hay que despejarla para acomodar a las dos embarazadas que traeremos con nosotros. El barco de voluntarios que las ha rescatado espera puerto para desembarcar, los bebés no’ −el comentario provoca risas−. ‘Y si se ponen de parto en mitad del océano ¿qué haremos? He de llevar arreglo para preparar algo reconstituyente’ −dice angustiado el cocinero−. ‘No sufras, viene un médico acompañando a un pequeño con una lesión renal aguda. Nos han encargado su traslado, así que, dado el caso, puede atenderlas. Quiero deciros también que entre los náufragos hay un total de ocho niños y niñas huérfanos. Los instalaremos en proa, en esas colchonetas. Han agilizado la parte burocrática con los servicios sociales hasta que les encuentren una familia de acogida. Por eso, aprovechando que vamos, y que esta vez nos volvemos de vacío, hacemos de ambulancia’. ‘¿No es arriesgado?’ −comenta otro miembro de la tripulación−. ‘Sabes que hemos tenido más de un conflicto legal por algo parecido’ −salta otro−. ‘Estamos autorizados, y seguimos el protocolo marcado. Además, tanto la Generalitat como el Ajuntament de Barcelona, al habla con el Gobierno central, se han ocupado de facilitárnoslo’.
          Adrián escucha la conversación atentamente mientras revisa aquello que depende de él: depósito del combustible lleno, y asegurarse de que en el área de camarotes han quedado perfectos los últimos remates. Antes de iniciar cada expedición, y para no olvidar los motivos que le empujaron en realidad a optar por esto, recuerda cómo fueron sus comienzos. Durante los cinco años de estancia en Beirut, alternó su oficio en la construcción con el compromiso social adquirido. Uno de los días, cuando todavía faltaba la mitad de la obra, almorzando con la cuadrilla en ese comedor improvisado a pleno sol, miró hacia arriba del esqueleto que después sería un rascacielos de lujosos apartamentos y comprendió que aquello carecía de sentido y que había llegado el momento de dar un giro radical. Se involucró, si cabe más, con el movimiento de la Media Luna Roja, que recibía numerosos avisos de hundimientos en las playas de Zawiya, donde no daban abasto a recoger los cuerpos inertes de los migrantes que habían partido desde la frontera con Túnez, ni tampoco a proteger de las mafias que sin ningún tipo de escrúpulos trafican con seres humanos, a quienes jugándose el pellejo conseguían llegar hasta la orilla. Esas durísimas experiencias, tan adversas, le valieron para mantener la serenidad, fortalecer la capacidad de aguante y llegar al objetivo marcado. Eran tiempos convulsos para moverse por el polvorín de callejuelas que desembocan en el Mediterráneo, a pesar del gran don que tienen los beirutíes, capaces de levantar la cabeza por encima de los desastres. Israel se retiraba de los territorios ocupados en el sur del Líbano cuando la tensión se recrudeció al hacerse los libaneses con parte del caudal del agua de uno de los afluentes del río Jordán, lo cual reactivó de nuevo el cruento enfrentamiento. Entonces coincidió también que la madre de Jasmin empezó con molestias en el hígado. El joven matrimonio la visitaba a diario. Una noche, aprovechando el momento de relajo, y que Ahmad Abu-Abbad hablaba con unos vecinos sobre una cata de vino que a la semana siguiente había en los viñedos del valle de Bekaa, Adrián dijo a su mujer: ‘Estoy pensando dejar mi trabajo y dedicarme sólo a las tareas humanitarias. Hay un grupo de personas en España que van a levantar una ONG con recursos muy sencillos. Me he puesto en contacto y puede que colabore en el proyecto’. Una maraña de dudas se apoderaba de ella, embarullando las piezas del puzle que preferiría dejar como estaban: la residencia en el Beirut que no la engaña y maneja tan bien, la educación que quería darle a su hijo con aquellos valores que cree fundamentales, el consuelo de vivir a un paso de sus padres y correr a su regazo si empiezan los bombardeos, y la serenidad que le aporta desenvolverse por los rincones conocidos. Retorcida por dentro no se atrevió a manifestar lo que sentía, a pesar de tener un marido absolutamente tolerante. Al presente la trajo el aroma del café humeante con semillas de cardamomo, que traía una de sus cuñadas en la cerve recién quitada del fuego. Lo que no supo hasta mucho después es que el destino le pasaría rozando como un tsunami…

domingo, 16 de septiembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha.

1.

Ahmad Abu-Abbar sostiene en sus manos un número atrasado de la revista National Geographic, en cuya portada puede leerse en letras grandes: ¿Qué futuro le espera a nuestro planeta? Este hombre, de piel tostada, callado, culto, apuesto y con una sombra de melancolía que todavía le hace más interesante, espera, junto a cientos de personas, en el Jardín Tropical de la Estación Madrid Puerta de Atocha, alguna explicación y solución por parte de la compañía, ya que continúa la huelga convocada por el sindicato de maquinistas, SEMAF, para trenes AVE y Larga Distancia. Tampoco hay posibilidad de coger un vuelo, porque la plantilla de controladores aéreos ha aprobado paros indefinidos de 24 horas. Con lo cual, el caos reinante entre los pasajeros está asegurado. Le esperan en Barcelona para celebrar el cumpleaños de su hija Jasmin, la menor de tres, casada con un charnego. Viven en el carrer de l’Hospital, a dos pasos de la Rambla del Raval, en un piso acogedor de espacio muy reducido. Cuando les visita, le gusta asomarse al balcón que da a la estrecha calle y respirar el contraste de condimentos que enriquecen los guisos, con salitre de mar que tantas vibraciones de los atardeceres en Beirut trae a su memoria, contemplando el espectáculo que ofrece más allá la belleza de las Rocas de las Palomas, mientras se escucha de fondo el cantar del muecín llamando desde el alminar para orar en la mezquita… Pero sus recuerdos también tienen picaduras de balas que han destruido poco a poco la ciudad que lleva dentro, y de esa época gloriosa de proyectos comunes en el transcurrir sencillo de su familia, no tocada aún por la desgracia. Abstraído en los pensamientos, no se dio cuenta del alboroto que ocurría alrededor suyo: una mujer de mediana edad, con la ropa arrugada como de haber pasado allí los últimos lustros de su existencia y las terminaciones nerviosas de la heroína cableando su cuello, gritaba fuera de sí: ‘¡Me lo han robado todo! ¡Me lo han robado todo! ¡Coño, agentes, que me han dejado con lo puesto, miren! −se levanta la blusa enseñando el costado amoratado y esquelético−. No tendrán ustedes por ahí unas moneditas para un bocata, ¿verdad?’, −dice a la pareja de la Policía Nacional que intenta apaciguarla−. ‘¡Anda, ven con nosotros, Maca, y no alborotes más!’. Acaban de encenderse las luces de neón de la farmacia y de los demás establecimientos, y el murmullo, que durante las primeras horas de la madrugada descendió, empieza a despertar. El personal de la contrata de limpieza recoge lo que puede saltando por encima de la gente tumbada en el suelo junto a los equipajes. Huele a indignación, a cabreo, a impotencia y a café de máquina recién hecho. Levanta la vista y, aunque tiene verdadera necesidad de ir al baño, se le quita al ver la larga cola que espera para entrar…
          Ismael Ruiz habla acaloradamente por teléfono mientras observa en su iPad un partido de fútbol en diferido y mastica con ruido una chocolatina quizá pasada de fecha. ‘Sabéis de sobra que ese no es mi estilo, y sin embargo habéis consentido que un niñato de papá, caprichoso y prepotente, por el simple hecho de tener un apellido conocido y colgar en la pared el diploma de algún título fantasma, mande a tomar por culo el trabajo de tantos meses −entrecorta la respiración unos segundos de silencio−. Es que no me parece justo, Mariam, porque ahora el equipo tiene que dar la cara y resolver el entuerto. Estoy harto, al límite, no puedo más. Fíjate qué te digo: como vuelva a ocurrir me voy y os dejo en la estacada. ¿Qué no? Ponedme a prueba y veréis si soy capaz de hacerlo…’. Lleva la subdirección del departamento de marketing de la agencia publicitaria Plaza’s Intercontinental, y su máxima a seguir es el principio fundamental de Charles U. Larson, que define el oficio como: “un sistema de comunicación que coordina una serie de esfuerzos encaminados a obtener un resultado”. Pero la compañía, fundada por unos emprendedores que ya son octogenarios, ha caído en manos de una gestora que prioriza beneficios económicos vulnerando la calidad del servicio y los materiales, ya que apenas cuenta con experiencia en ese sector. ‘Las condiciones del contrato están cerradas con el cliente, y no pienso mover ni una sola coma por mucho que la orden venga de arriba, como tampoco entraré en el juego del engaño. ¿Dónde quedaría después la reputación y mi dignidad? ¿No comprendes que la cara visible de esta pirámide soy yo? Oye, tengo que colgar, ya lo discutiremos’. Estudió la carrera con el fin concreto de relativizar en la sociedad el concepto de consumo, orientando las campañas hacia lo que necesita verdaderamente cada individuo o colectivo, contrarrestando pues la tentación incontrolable y compulsiva de la opulencia. Pero este propósito se vino abajo, junto a otras utopías más, en cuanto tuvo que introducirse a fondo en el mercado de la industria, dándose cuenta de que, en muchas ocasiones, la realidad termina volcando la teoría.
          Macarena Guzmán es ciudadana itinerante en descampados con vecinos que no preguntan, y en garitos donde el alcohol de garrafa lo ponen de oferta. Podía tener casi todo al alcance de la mano: estudios superiores en las mejores universidades −realizando parte de ellos en Estados Unidos−, puesto de dirección adjunta en la empresa familiar −una constructora−, ático de 1000 metros cuadrados en el Paseo de la Castellana, y los mejores amantes acodados en el rellano del ascensor. Pero nació con un implante de mala suerte ensamblado en las entrañas, así que, cuando quiso darse cuenta, estaba viviendo en la calle: en verano con ropa de abrigo por si escasea la lluvia torrencial que despiden las papelinas, y de noche cometiendo pequeños hurtos para dormir de vez en cuando a cubierto, bajo el techo del calabozo. Su entorno era de costumbres estrictas, conservador al límite, de los que guardan las apariencias hasta en lo más vulgar. Un año, recién cumplida la mayoría de edad, Maca y un grupo de amigos se fueron de vacaciones a Grecia. Se sintió atraída por el guía de la expedición, y el sentimiento era mutuo. Y también por la chica que le sustituyó un par de veces. Así fue como empezó una lucha interna por descubrirse a sí misma e identificar todas las sensaciones adversas e inconfesables que le bullían por dentro…
          Perdón, ¿puedo sentarme?’ −pregunta muy prudente Ahmad Abu-Abbar−. ‘Claro. Disculpe’ −Ismael quita algunos documentos que había dejado en la única silla que quedaba libre−. ‘¿Quién juega?’. ‘Sporting, Numancia’ −contesta con desgana−. ‘¿Y cómo va el marcador?’. ‘Se disputó ayer. 5-3 a favor de los gijonenses’. ‘¿Y conociendo el resultado lo ve?’. ‘Bueno, me relaja’. Permanecen callados, aunque no por mucho tiempo. ‘Parece que esto tarda en arreglarse −refiriéndose a la demora−. Fíjese qué horas son y ya tenía que estar en Barcelona’. ‘Dijeron que a media mañana darían un comunicado, pero parece que se retrasa bastante. ¿Viaja por trabajo o por placer?’. ‘Mi hija y su marido viven allí, tienen un niño de doce años. La vida me ha regalado ocho nietos preciosos, éste y siete que están en el Líbano. ¿Quiere ver una fotografía? −saca del bolsillo un aviejado billetero abrazado con una goma−. Ojalá que algún día podamos juntarnos todos. Nada me gustaría más antes de ponerme a mirar a La Meca. ¿Usted también va a Catalunya?’. ‘Sí. Estaba invitado a la presentación de la nueva fragancia de una conocida marca de perfume, en Girona, pero ahora me alegro del retraso, no me apetecía ir’. ‘Hacer lo que sea a disgusto no es saludable’. ‘Habla muy bien castellano, ¿lo aprendió en Oriente Próximo?’. ‘Nací en Beirut, mi padre era de allí. Trabajaba como chófer e intérprete en la Embajada española. Conoció a una granadina guapísima, cuya familia de diplomáticos habían recorrido toda la zona hasta establecerse en Achrafieh, uno de los barrios cristianos más antiguos, ubicado en una colina, al este, junto a la costa. Meses después se casaron y con el tiempo nacimos mis hermanos y yo, de los diez sobrevivimos cuatro. Eran tiempos cargados de sacrificios y de penurias, difíciles dentro del contexto de un país a punto de ser destrozado’. ‘¿Lleva mucho aquí?’. ‘Desde el año 2006. Mi esposa, mi hija, su bebé y yo −el yerno lo hizo después−, salimos poco antes de que Israel bombardeara el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, a nueve kilómetros del centro de la ciudad, lo que llaman los suburbios meridionales. Es una larga historia, un cruce de amargura y humanidad, de agradecimiento y reconciliación, una etapa durísima donde contraje la deuda impagable que tengo con mis semejantes, esas cosas que aparecen cuando lo das todo por perdido y vuelves a creer en las personas, aunque con matices…’.
          Conversaron, consiguiendo dejar fuera de ellos al resto de voces hasta convertirlas en susurro. Y lo hicieron relajados, aportando vértebras al esqueleto de lo cotidiano, contrastando sus maneras de entender el deporte, lo que ha cambiado la vida, la situación política, las migraciones, el aumento del umbral de la pobreza, el paro, el descuento de oportunidades para las nuevas generaciones, los complejos, la traición… ‘Entonces, ¿cómo es que está en Madrid?’. ‘En el Saint George Hospital University Medical Center, diagnosticaron a mi mujer cáncer de hígado con metástasis en los órganos cercanos, también vitales. Nos hablaron de una eminencia en esa especialidad: Un oncólogo del hospital madrileño Ramón y Cajal. Se pusieron en contacto con Médicos Sin Fronteras, y entre unos u otros gestionaron el traslado. A partir de ahí nuestro periplo ha sido turbulento…’. ‘¿Y sus otros hijos?’. ‘Decidieron quedarse allí muy a su pesar, aun sabiendo que nos rompían el corazón, y nosotros lo respetamos’. Sin reparar en la hora, la madrugada les cayó encima, y con ella el documento que acredita la devolución del importe del billete el primer día hábil después de la fecha de emisión. Tan sólo un puñado de mesas alargaba la interminable jornada de los camareros, ansiosos por quitarse los zapatos y meter los pies en agua caliente. Ismael, mirando hacia el cielo, pobre de luz y de estrellas, dice: ‘Parece que ha refrescado. ¿Hacia dónde vas?’. ‘Al número 10 de la calle de Huesca, en el barrio de Tetuán’. ‘¿Compartimos taxi…?’.