Cerca de las Smoky Mountains

1.

A Benjamín Carreras
por la conversación,
por su ayuda y generosidad,
por cuanto aprendo de él,
por la amistad que nos une
y por los momentos que aún nos quedan:
Gracias.

Un científico menorquín afincado en Estados Unidos y al que admiro profundamente dice que Tennessee es un Estado que pasa desapercibido en la vida nacional e internacional. Sin embargo, la espectacular naturaleza con recodos abruptos para senderismo, los lagos y cascadas idóneas para practicar rafting y kayak, las leyendas contadas por los más longevos respecto a los indios Cherokee –aún hay una reserva junto al Smoky Mountain Park–, el paisaje montañoso perfilando el horizonte y dotándolo de una belleza sin igual, ser uno de los lugares donde se pagan menos impuestos, perder la noción del tiempo preservando la privacidad de lo cotidiano, el bajo costo de la vivienda, ser la patria de la Country Music y la venta directa del agricultor al consumidor en el mercado de verduras y otros artículos, son algunos motivos muy sugerentes para atraer a muchos estadounidenses que, disfrutando ya del retiro, deciden migrar aquí para disfrutar de la vida en el marco de un entorno sosegado. Esta zona es hermética, conservadora, rustica y, pese a no estar dentro del callejón de los tornados, ahora, tras la variación en los patrones climáticos, han aumentado mucho más, no sólo procedentes del Golfo de México, sino que a consecuencia del fenómeno del Niño, también lo hacen por el Pacífico. Para quienes hayan visitado otros lugares del mundo, en Tennessee encontrarán justo lo opuesto a New York, Tokio, Delhi, Madrid o El Cairo donde la masificación y el caos circulatorio anulan el lenguaje de los pájaros, la espectacularidad de la luna llena y el tan preciado silencio en los vecindarios.
          Pocas veces la prensa, salvo la de ámbito local, se hace eco de cosas ocurridas en esta extensión de terreno norteamericano, pero cuando algo resalta sobremanera ocupa en portada grandes titulares, máxime con la repercusión que hoy tienen las redes sociales para difundir cada noticia, sea verdadera o falsa, a la velocidad del relámpago. Un claro ejemplo ha sido cuando después del tiroteo en la escuela Covenant, de Nashville, perpetrado por una mujer de 28 años, donde murieron dos niñas, un niño, la maestra suplente, el conserje y la directora, salió en todos los Medios, y no precisamente por dichos asesinatos, sino porque muchísimas personas, paralizadas por el miedo a ser ella la siguiente víctima o alguien de los suyos se manifestaron pidiendo la restricción de armas en los colegios, teniendo en cuenta que tras la pandemia se han incrementado los asesinatos a manos de adolescentes con traje de justicieros. Alumnas y alumnos, madres y padres, familiares, amigas y amigos, vecinas y vecinos, en definitiva, gente de bien, encabezaron la protesta frente a la Asamblea del Estado. Junto a ellos iban los legisladores demócratas de raza negra Justin Jones, Justin J. Pearson –aunque luego los readmitieron en un principio fueron expulsados de la Cámara de Representantes– y su compañera de piel blanca Gloria Johnson, quienes no dudaron en sumarse a la reivindicación ciudadana. Pero de poco ha servido el esfuerzo al ser esta una sociedad que ha normalizado los tiroteos, sobre todo teniendo en cuenta que para este territorio, mayoritariamente conservador, las pistolas y la Biblia son elementos sagrados, además de la imposibilidad de luchar contra el lobby de la industria armamentista respaldada por la National Rifle Association of America y bajo el paraguas de la Segunda Enmienda. Así pues, por mucha movilización activista que haya y vigilias nocturnas en apoyo a los damnificados, tal reivindicación no va más allá de ser una batalla perdida.
          Lenoir City es una ciudad pequeña, tranquila, con esa peculiaridad característica de lentitud en las personas que no están agobiadas por las prisas de las grandes urbes. Sus gentes, con perfil rural de cowboy y complexión gorda, fruto de la alimentación grasienta que predomina no sólo aquí, componen una sociedad individualizada cuyo centro social se desarrolla en la iglesia. En la década de 1940, provenientes de las granjas agrícolas de la zona, muchas familias comienzan a trabajar en la construcción de la presa de Fort Loudoun, poniendo así su granito de arena en la expansión demográfica del condado. Opal Nelson es una mujer de sólidos principios demócratas. Nace veinte años después, en 1960 y, al ser la mayor de once hermanos –sólo sobrevivieron cuatro, los demás murieron al poco de nacer–, todos varones, fue educada para ocuparse de las tareas domésticas. Sin embargo, aficionada a la lectura desde muy joven y tras haber leído una biografía de Anne Dallas Dudley, líder nacional y estatal en la lucha por el sufragio femenino, comprendió que no podía permitir que le negasen las mismas oportunidades de igualdad y crecimiento personal disfrutadas por los hombres, justo es decir también, que la influencia de su abuela Tillie jugó un papel importantísimo para ella. Así que, cuando terminaba de hacer los recados y las tareas de clase, se pasaba las horas muertas en la ferretería regentada por uno de los matrimonios más célebres de toda la comarca: los Mathinson, pareja de casi setenta años, sin herederos. Alcanzada la mayoría de edad, tuvo la grandísima suerte de que la contrataran para ayudarles en la tienda. Transcurridos pocos meses, y en vista de lo bien que se desenvolvía al otro lado del mostrador, sin problema alguno con los nombres y utilidades de las distintas herramientas, se quedó al frente del negocio y, aunque en la actualidad lo ha adquirido la franquicia The Bricolaje House Construction CO, sigue ahí de encargada. Aprendió a tratar a la clientela con suma amabilidad, adelantándose a sus necesidades, aconsejándoles mejoras en aquellas cosas a reparar, consiguiendo en el mercado de segunda mano maquinaria difícil de encontrar y siempre a la última de nuevos materiales inofensivos para el medioambiente como el barniz compuesto con materias primas de origen vegetal, gubias con mango ecológico, tacos de lija reciclada o toda clase de tornillería autorroscante, por citar algunos ejemplos. Y fue así cómo, sin planificar demasiado el futuro, encontró la fuente de ingresos con la que financiar la vida.
          –Hola, Opal. ¿Te quedan llaves grifa de 36 pulgadas? –pide el fontanero del vecindario.
          –Claro, precisamente me acaban de llegar estas. Mira, tienen un revestimiento especial en el remache metálico de modo que si necesitas golpear con ella no se lastimará.
          –Ya, pero son más caras que las estándar –dice, dudando en si llevarla o no, aunque al final la hará caso.
          –Bueno, un poco, pero aunque hagas un mayor desembolso a la larga es más rentable. Fíjate cómo se adapta a la mano y a la ondulación de los dedos, es muy ligera de peso. Y cómoda, no lo olvides.
          –Joder, ya me estás liando –al fondo, dos mujeres en discreto silencio miran algunas cosas y Opal se acerca adonde están.
          –¿Notas lo robusto del acero? –interrogo al fontanero que le tengo ya casi comiendo de mi mano.
          –Nada.
          –Bueno, ve mientras atendo a aquellas personas, lo piensas.
          –Vale.
          –¿Puedo ayudarlas? ¿Buscan algo concreto?
          –Licuadoras.
          –Esas de ahí son nuevas y muy fáciles de manejar, cualquier duda me preguntan –dice sonriente. Entra otro comprador y se dirige a él.
          –Tengo tu motosierra de segunda mano por 190 dólares –le dice al dueño de la mayor explotación agrícola de la comarca que además es amigo.
          –Me gusta mucho esta.
          –No me extraña, es de 12 pulgadas y ronda los 560 dólares. Va por batería de 56V. El motor es sin escobillas y su diseño ligero la hace mucho más fácil de manejar. Lleva incorporado un engrasador de cadena automático y tanque de aceite.
          –Se me sale del presupuesto –asegura entristecido el granjero–, no me está yendo muy bien últimamente.
          –Bueno, verás como al final todo se arreglará.
          –Esperemos. Detrás, en el almacén te dejado tu caja semanal de fruta y verdura.
          –Gracias –paga el aparato y se marcha.
          –Vente y tomamos una cerveza cualquier día de estos.
          –Lo haré.
          –Entonces, qué –vuelvo con el fontanero–, ¿te pongo la llave grifa? Espera, ha venido también hilo para soldar de acero al carbono, sin revestimiento de cobre, es más respetuoso con el medio ambiente.
          –No pierdes ocasión ¡eh, ferretera!
          –Tendrás queja –se afana en buscar siempre el equilibrio entre cliente y empresa: satisfaciendo a uno y reportando ganancias a los otros–, te trato con un mimo exquisito.
          –Ya, y también aprovechas cualquier descuido para envolverme.
          –¿Y bien?
          –Anda, ponme una bobina, aunque con una condición.
          –Suelta.
          –Que me apunto también a esa cerveza.
          –¡Hecho! Llévate dos y te rebajo unos centavos. ¿Qué me dices?
          –Regálame una rosca entera de cuquilla aislante y aceptaré el trato.
          –No puedo, eso es mucho, pero, aguarda un momento, la persona que vino antes que tú se llevó una medida exacta y dejó estos trozos sobrantes, tómalos –así lo hace, él se va contento y ella anota un logro más en la hoja de ventas.
          –¿Les gusta pues la licuadora?
          –Sí, nos llevamos una cada una.
          –Perfecto, entonces ponemos tres.
          Si hay algo que le gusta hacer por encima de todo, es echarse a la carretera con el depósito de la camioneta lleno, provisiones para pasar la noche bajo las estrellas, tomar la incorporación a la US-441 S Parkway, conducir unas 72,9 millas hacia el Este, disfrutar del paisaje haciendo un alto cada poco tiempo y llegar a las Smoky Mountains recordando las viejas leyendas que, cuando no levantaba un palmo del suelo, sentada en la mesa grande de la cocina, delante del tazón de leche con cereales, de la boca cayendo un hilo de babas por la emoción, los ojos abiertos como platos y un pinzamiento de suspense corriendo por la espalda, escuchaba a la abuela Tillie contar las leyendas respecto a la tribu de los Cherokee que a su vez oía también la anciana de pequeña. Es posible que lo almacenado en la memoria haya modificado el escenario real de aquellos momentos de infancia adornando quizá los datos para hacerlo más narrativo, pero el timbre misterioso de su voz, las siluetas onduladas de las velas proyectadas en la pared, el brillo en la mirada ausente aunque relajada, el dolor manifestado en cada palabra suya, la descripción exacta del galope de los caballos en lo alto de las colinas levantando el polvo del camino y la perfecta imitación que hacía de los tambores de guerra, aportaba a todo un aire legítimo, verdadero, un mosaico preciso del motor que había movido la existencia de esa mujer sin estudios, sin recursos, sin cultura, pero con un objetivo muy claro: darle visibilidad a una de las mayores injusticias sociales cometidas por los colonos blancos.
          –¿Abuela conociste a los indios? –le formulaba esta pregunta casi a diario ante la irritación de la madre y la expectación de los hermanos.
          –Pues claro, ¡qué te crees, mocosa! He cabalgado con ellos por los desfiladeros, aprendí que se puede vivir sólo con lo necesario y a cazar para comer –decía cómplice con la chica.
          –¡Anda, pero si va a resultar una estupenda anfitriona de safaris, y nosotros aquí, sin saberlo! –comentaba el padre notándosele la poca empatía con la suegra.
          –Por favor, esposo, no eches más leña al fuego, ya la conoces, está perdiendo la cabeza y cuando se le calienta la lengua no hay quien la pare –mediaba la mujer mientras hacía señas a la cría para que callara, pero ni por esas.
          –¿Y dónde están ahora? –saltaba uno de los primos que pasaba largas temporadas con ellos.
          –Hartos de whisky y enloquecidos con la danza de la lluvia para limpiar la tierra de espíritus malignos –volvía a interrumpir yerno irónico y acalorado.
          –No digas sandeces –reprendía la anciana–, los niños deben conocer la verdad de la humanidad, la generosidad, las miserias, el acierto, la equivocación, el avanzar y el retroceder y el respeto por igual hacia hombres y mujer libres y comprometidos.
          –Muy bien –el hombre aplaudía–. Perfecto, pues para eso te tenemos a ti, ¿no?, fiel defensora de las clases inferiores a la nuestra –la abuela le miraba con lástima
          –No deberías tomártelo a broma –concluía.
          –¿Y según usted cómo debo tomarlo? ¿Con retortijones de tripa? ¿Acojonado? ¿Sumiso? ¿Orando por sus alamas? ¡Venga ya, vieja! –soltaba burlón.
          –¿Te cuento qué paso? –la niña asentía emocionada–. Verás, hace siglos los echamos de su territorio.
          –¿Quiénes? –crecía su curiosidad.
       –El hombre blanco. Arrancamos sus cultivos, destrozamos sus cabañas, nos adueñamos de su terreno, les quitamos todo y se vieron obligados a realizar un desplazamiento hacia lo desconocido –una de sus estrategias consistía en permanecer algunos segundos callada para que cuajase el mensaje en los inocentes corazones de aquellos que escuchaban con absoluta atención–. La mayoría murió durante el proceso migratorio conocido como El Sendero de las Lágrimas y a cuyo destino final sólo llegaron los más resistentes. El genocidio cometido contra los nativos americanos duró aproximadamente dos décadas llenas de hambruna, asesinatos, violaciones y un sufrimiento atroz. Ya lejos de su origen, al oeste del río Misisipi, en el llamado Territorio Indio, se asentaron.
         –¡Madre, cállate de una vez, por favor. ¿No ves que les asustas con tus cosas y después sueñan? –suplicaba la madre de Opal fuera de sí. Entonces, triste y empequeñecida, con la figura arrugada, las manos cruzadas sobre el regazo, rechinando los dientes, entornando los párpados y meneando la cabeza de atrás adelante, embargada de cansancio, la abuela Tillie se encerraba para llorar en su dormitorio.
          Recuerda cada conversación suya como un salvoconducto para seguir al lado de los vulnerables, aquellos que han sido menos afortunados en la distribución de oportunidades en la vida. Una mañana, poco antes de dejarlos para siempre, aunque todavía no estaba muy malita, la llevó a la reserva porque dijo tener que hacer alguna cosa. Durante todo el camino no despegó los labios a pesar de insistir con toda clase de preguntas que se le ocurrieron. Una vez localizado el llano donde se supone había estado anteriormente, se arrodilló con mucha dificultad, buscó con la punta de los dedos dos varillas de madera, las frotó con paciencia e hizo fuego sobre una pirámide de hierbas secas que ella misma amontonó. Entonces, en una lengua desconocida, entonó un canto mirando al infinito. Desde ese preciso momento sigo investigando en fotografías de mis antepasados y en la de los contemporáneos actuales rasgos de la tribu de los Cherokee, por si acaso encuentro parecidos.
          A veintidós millas de Lenoir City, en Oak Ridge, vive Donna Hanks. Convaleciente de la operación de prótesis de rodilla a la que se ha sometido, apenas sale de casa. Con fama de gruñona, arisca y conservadora, ha dejado crecer un perfil que en el fondo no se corresponde con ella. En el informativo de televisión salta la noticia de que el gobernador de Tennessee anuncia nombramientos para el Consejo Asesor de Energía Nuclear, creado recientemente, cuyo propósito fundamental es liderar así la independencia energética de Estados Unidos. Mientras, en la paz de su hogar, Donna se sirve una copa de vino a la vez que contempla la caída del sol por la ventana del porche.


2.
El crujir  de la leña prendiendo en la chimenea del pequeño saloncito, sonando de fondo Dolly Parton, una de las estrellas más brillantes de la música country, la amenaza de la primera nevada copiosa a punto de teñir de blanco toda la superficie del bosque, una cierva con su cría curioseando en el jardín, el silbido del viento atizando con fuerza sobre la barandilla del porche, la intensidad del frío acostado encima de los escalones de piedra, haciéndolos peligrosamente resbaladizos, ese olor en cada rincón de la casa a bizcocho recién hecho y el ronquido de algún viejo Lincoln Continental que aún circula por la zona, son el entorno donde Donna Hanks teje la bufanda de colores que pondrá de regalo en el árbol de navidad de la Iglesia junto a más objetos en miniatura para los hijos de los feligreses. Diez minutos antes de las 6:00 p.m., hora de la cena, se ha parado el temporizador del horno terminándose de gratinar el pastel de carne que, una vez enfriado, cortará en raciones y guardará en el congelador. Afuera, salvo por los lobos que escupen su aullido tenebroso anunciando un próximo cambio de luna, todo está en calma en Oak Ridge, conocida también como ciudad secreta que en 1942 el Gobierno Federal de Estados Unidos mandó al ejército para construirla al oeste de Knoxville, como parte del Proyecto Manhattan –diseño de la bomba atómica, aunque ahí sólo se depuraba el combustible de Uranio–. En este bellísimo lugar de Tennessee la rueda de la economía gira en torno al Laboratorio Nacional donde la extensa plantilla cualificada en las distintas ramas con personal de apoyo, se esfuerzan en la investigación científica obteniendo avances respecto a la transición a la energía limpia, frenar el cambio climático, proporcionar mejoras a la vida de la gente, utilización de drones de última generación para prevenir en la medida de lo posible incendios, así como el desarrollo de la ciencia de la resiliencia protegiendo al país de ataques nucleares o cibernéticos. Por tanto, la mayoría de sus habitantes, oriundos o migrantes, trabajan en él.
          El 4 de julio, proclamación de la Independencia de los Estados Unidos de América del Imperio británico en 1776, se celebra con orgullo el amor y el respeto a la patria con multitud de celebraciones en las que participan casi todos los ciudadanos. Un saludo de armas a la unión por cada estado se hace en cualquier base militar con infraestructura, así como la presencia de algunos políticos dándose un baño de masas para ensalzar la historia que cimenta la travesía realizada por el país, desde entonces a la actualidad. Eventos multitudinarios, partidos de béisbol, competiciones de toda índole, picnic, fuegos artificiales arropados con canciones como Star-Spangled Banner, Tis of thee… y Dixie en las regiones del sur, programan una jornada inolvidable y única. Sentirse parte de la Nación es sinónimo de estar bendecidos por Dios, protegidos contra todo mal sabiéndose los escogidos y únicos habitantes del planeta que se salvarán de las plagas terrenales. Opal Nelson y Donna Hanks se conocieron a la altura del cine Regal Riviera en Gay Street, una de las principales arterias de Knoxville, donde una marea de gorros, camisetas, insignias, pañuelos y todo tipo de complementos con los colores de la bandera adornaban esa vía rebosante de personas preparadas para asistir al comienzo de los desfiles.
          –¿Sabe dónde hacen el concurso de ver quién come más hot dogs en el menor tiempo superando el record anterior? –pregunta Donna respecto a esa extraña tradición de engullir perritos calientes a contrarreloj precisamente en esa fecha.
          –¿Ve a aquel grupo numeroso? –indica Opal.
          –Sí.
          –Apuesto que han empezado ya, fíjese como anima el público.
          –Es verdad. Gracias –corrobora Donna.
          –Hace años uno de mis hermanos quedó campeón y el resto de la familia presumimos asegurando que seríamos los siguientes en llevarnos el trofeo, ninguno lo conseguimos, de hecho, ni siquiera lo intentamos –cuenta Opal con total naturalidad, como si se conociesen de atrás.
          –Vivo en Oak Ridge y apenas salgo de allí, hace mucho que no visito el World’s Fair Park y cuando vengo me gusta admirar una vez más la torre Sunsphere, estuve en la exposición especializada en 1982 cuyo tema fue “la energía cambia el mundo” y disfruté bastante, de modo que ando un poco despistada y no sé hacia dónde tirar –dice Donna en tono nostálgico
          –La gran esfera dorada con vistas a la ciudad, ¡eh! –añade la otra–. ¿Quién no guarda en la memoria algún momento especial ocurrido ahí? Voy en esa dirección, si quiere la acompaño.
          –Encantada –permanecieron juntas hasta bien entrada la noche cuando tuvo lugar el festival pirotécnico como colofón a toda una variedad de festejos. Rieron, contaron anécdotas, alguna confesión, comieron barbacoa de hamburguesas, papas y aros de cebolla fritos, alitas de pollo picantes, nachos mexicanos con guacamole y mucha cerveza. Desde entonces no han perdido la relación y son conscientes de que su diferencia las complementa entre sí.
          –¿Recuerdas cuando nos conocimos? –conversan a menudo sobre esa primera vez desde dos miradas bien distintas.
          –Sí, claro –responde Donna–. Me pareciste interesante, pero con ideas alocadas.
          –Anda, dilo, atrévete: una salvaje suelta en la civilización, ¿a qué sí? –insta Opal para que se sincere.
          –No sé, más bien inquieta, rebelde, inconformista, brava, transgresora –dice tapándose la boca con la mano ocultando la sonrisa–. Ya sabes, alguien en busca de unos orígenes indígenas que quizá sólo estén en tu cabeza. A mí me parece que es mejor no mover las cosas, dejarlas como están y asumir el sitio donde hemos nacido y habitamos sin sentirnos culpables por haberlo ocupado anteriormente otros. –Si algo las caracteriza es la habilidad manejando los espacios de silencio sin la necesidad de llenarlos a toda costa.
          –Bueno, respeto tu punto de vista, pero como sociedad tenemos por delante mucha reflexión y un profundo examen de conciencia ya que arrasar a la tribu Cherokee de este Estado fue uno de los peores genocidios de la historia cometidos por la supremacía blanca. Nos creemos por encima, superiores, propietarios de una tierra que no nos pertenece, inteligentes manejándonos con torpeza, inventores de una forma de vida a conveniencia, usuarios de un lenguaje universal excluyente al semejante, autoritarios y, sin embargo, empequeñecidos y pobres cuando sale de nosotros lo peor del ser humano.
          –No hay quien te pare, hablas como una filósofa –con esa frase Donna rompe la seriedad de la otra.
          –El día menos pensado vendrás conmigo hasta la reserva india que hay junto al Smoky Mountain National Park, será emocionante –Opal Nelson conoce aquello, pulgada a pulgada, donde los latidos del corazón se le aceleran.
          Los O’Neal son una familia de color, muy discreta, procedentes del pequeño pueblo de Orlinda, condado de Robertson, que en marzo de 2019 cuando se derrumbó el puente Highland Road tuvieron miedo de volverlo a cruzar y precipitarse al vacío, se trasladaron a Oak Ridge y, aunque enseguida prosperaron, la madre como maestra de escuela y el padre pasante en un despacho de abogados pudiendo comprar una casa sencilla en mejor sitio, al principio de llegar vivieron en el área de Scarboro Community –al crearse la “Ciudad Secreta” destinaron esa zona con viviendas inferiores para los negros, ahora residen en todas partes pero todavía sigue habiendo allí–. Aretha, tercera de las hijas, una adolescente bastante espabilada y con perfil de emprendedora aún sin definir, por Acción de Gracias le lleva a Donna Hanks un “pastel de ajedrez” cocinado por ella que la mujer recibe gustosa pese a no encontrar en la textura ese toque mantecoso y desmenuzable que caracteriza dicho postre tan popular en el Sur de Estados Unidos. El contacto entre ellas surgió cuando el reverendo de la iglesia Baptista adonde acuden los O’Neal dio los nombres de algunos vecinos y vecinas que teniendo lejos a los allegados, ese día sus hogares carecen del tradicional encuentro familiar. A falta de cinco jornadas para el último jueves de noviembre, fecha de dicha celebración, mientras daba el habitual paseo rehabilitador para su rodilla, ve a la muchacha, cabizbaja y pensativa, sentada sobre el tocón.
          –Te vas a enfriar, querida. Está bajando mucho la temperatura –dice, posando su mano en el hombro de la chamaca.
          –¡Oh, no, Ms Hanks! No se apure, no tengo frío, estoy bien.
          –¿Disfrutando de un rato en soledad? –pregunta en tono sueve, consciente de la sensibilidad de la joven.
          –Sí, es que los gemelos están hiperactivos –refiriéndose a los hermanos de apenas dieciocho meses– y necesitaba poner en orden las ideas.
          – Entonces me marcho, no seré yo quien te distraiga –gira despacio sobre los talones.
          –No se vaya, por favor, le estoy tan agradecida.
          –¡Anda, anda, que me abrumas!
          –Usted no me rechaza por ser afroamericana, al contrario, me trata de igual.
          –Simplemente me caes bien y ya estamos muy acostumbrados a convivir unos con otros.
          –No se crea, ¡eh!, todavía hay quien nos ve como a ciudadanos de tercera, por eso, personalmente le tengo mucha gratitud al presidente Obama porque puso a nuestro pueblo en primera línea.
          –Bueno, para nosotros los Republicanos fueron ocho años pésimos, pero entiendo que empatices con él.
          –¡Por cierto!, ¿se ha enterado que Tafari Campbell, de 45 años, se ha ahogado haciendo padlesurf frente a la costa de Massachusetts?
          –¿Y tú dónde te informas de todo eso?
          –En Internet, ahí está el mundo entero –responde con ánimo de seguir narrando las maravillas de la red informática, pero se cortó notando el poco interés que despierta en la mujer.
          –No sé quién es el caballero –dice Donna.
          –Pues el cocinero de los Obama en la Casa Blanca, una vez que finaliza el mandato, le propusieron seguir con ellos de chef personal.
          –¿Y aceptó?
          –Claro, ¿quién podría resistirse a una cosa así?
          –Yo, por ejemplo –bromeó.
          –¿Cómo va la pierna? –cambia radicalmente de tema.
          –Apenas duele, en unas semanas estaré lista para la maratón de Nueva York –ambas se destornillan de risa.
          –Y dime: ¿qué te preocupa? Conozco muy bien esa carita y algo ronda dentro de ti –pregunta Donna mostrando la ternura que sólo usa con ella, quizá por añorar no haber tenido una hembra además de sus cuatro varones a los que adora, pero la naturaleza nunca quiso concederle tal deseo.
          –Nada, una tontería –dice retorciendo la punta de un pañuelo con la mirada clavada en el suelo–. Es que, verá. En fin, no, nada…
          –Bueno, como quieras –deja unos segundos de silencio–, pero deberías volver, pronto oscurecerá y habrás de ir con cuidado, el bosque es peligroso.
          –Ms Hank, ¿tiene inconveniente en regresar juntas? –a la mujer se le ilumina la cara.
          –Ninguno –responde agradecida.
          –Deje que primero pise yo no se vaya a caer –eso hicieron hasta llegar a Manhattan Ave donde residen.
          –¿Preparo mañana un chocolate caliente y así me cuentas eso que tanto te preocupa? –dice sorprendiéndola.
          –Me encantaría, Ms Hanks, pero tengo que cuidar de los gemelos, otro día, lo prometo.
          –Tranquila –se despiden y la ve desaparecer con la inseguridad del paso que va dejando atrás la adolescencia.
          La abuela Tillie no sabía leer ni escribir, pero gozaba de una sabiduría que ya quisieran muchos. Tras una vida longeva pasando infinitas calamidades murió en el mismo lecho donde parió a todos sus vástagos y copuló con el esposo que siempre la hizo de menos. Era domingo por la tarde y Opal Nelson sabía que el gastado corazón de la mujer no aguantaría más tiempo por eso condujo varias millas y fue a despedirse de ella. Su madre terminaba de planchar la ropa de cama que la anciana había ensuciado el día anterior, tenía la melena recogida, sonrojados los pómulos, los pechos todavía firmes y con gotas de sudor entre ellos, tarareaba una melodía desconocida y mantenía sueltos dos botones de la blusa que al verla abrochó ruborizada. El verano resultaba especialmente cálido y sofocante, la jarra de agua muy fría con jugo de limón y vasos de cristal estaban sobre la mesa del sunroom, espacio en donde fantaseaba de pequeña. Observó en el reloj de pared el minutero detenido en mitad de la esfera, a saber desde cuándo, la puerta de la nevera empapelada con notas sujetas por imanes como si un regimiento de gente aún viviese allí, cubiertos de polvo el lomo de los libros que ya nadie sacaba de la estantería y arrinconado el globo terrestre, ese que tantas veces hizo girar con los ojos cerrados hasta pararse en un punto soñando que viajaba a algún incógnito lugar: exótico, misterioso, de tierras vírgenes, alejado... Entonces recordó sus días de infancia en aquella amplia y luminosa cocina, el sabor a huevos revueltos, a crepes con sirope de arce, a la cerveza casera que hacían en el garaje, al olor a pólvora cuando los sábados el padre y los hermanos practicaban tiros en el patio trasero, las discusiones familiares a consecuencia de desencuentros políticos, la incomodidad que sentía por lucir en la fachada la bandera confederada, el viento del río Tennessee a su paso por Lenoir City y tantos momentos álgidos dispuesta a cambiar el destino de los más vulnerables.
          –Hola, mamá –dice a su progenitora quien se sobresalta al hablarla por detrás.
          –¡Ay, cariño, me has asustado! –comenta la mujer tapándose la boca con la mano.
          –Perdona, lo lamento. ¿No me oíste llegar con el coche?
          –No, ando con mis tareas y no me entero.
          –Me alarmó tu llamada de teléfono respecto al estado de la abuela. ¿Cómo sigue?
          –Apenas está lúcida, las ausencias son cada vez más largas, supuse que querrías decirle adiós.
          –Claro.
          –Pues ya conoces el camino –concluyó con la frialdad tan característica en ella y que Opal también usaba ante determinadas circunstancias.
          La mayoría de los grandes ventanales de las habitaciones daban a una explanada con árboles y vegetación muy tupida, sin embargo, la de Tillie estaba orientada hacia el Este para contemplar la salida del Sol. Su piel morena destacaba en el almohadón impoluto cuya suave fragancia a aloe impregnaba todo el dormitorio. Además de la cama, el armario y un cómodo sillón, había un mueblecito con dos cajones sin llave que nadie se atrevía a abrir evitando los gritos de la anciana y un posible castigo muy severo. La nieta se acercó despacio y besó la frente de la abuela, a la vez que esta abrió los ojos.
          –Perdona, no quería despertarte –dijo cogiéndola la mano.
          –Y no lo has hecho, niña –con gestos indica que la incorpore un poco más, la chica lo hace colocándole mejor las almohadas–. Además, esperaba tu visita.
          –¡Ah, sí! Pues he estado a punto de no venir –ríe.
          –He de pedirte algunos favores –según termina de decirlo le da un acceso de tos y fatiga que, una vez controlada, les permite reanudar la conversación.
          –No hables mucho –sugiere preocupada dejando pasar una breve pausa–. ¿Qué necesitas?
          –Saca la cartera de cuero marrón y dámela –señala el segundo cajón.
          –No la veo –lo revuelve de lado a lado hasta encontrarla–. ¡Te pillé! –exclama burlona a la vez que se la da.
          –Léelo –la anciana saca de su interior un viejo papel bastante manoseado, no obstante, se concentra y lo hace.
          –Abuela, pero esto data de 1835, todavía faltaba mucho para que tú nacieras.
          –No te distraigas y llega hasta la última letra, niña.
          –¿Cómo es que tienes este documento?
          –Eso carece de importancia.
          –Será un duplicado, supongo, porque es el Tratado de Nueva Echota de cuando se le prometió a los Cherokee un delegado en la Cámara de Representantes –la anciana guarda silencio–, promesa que aún no se ha cumplido, claro.
          –Ahí están nuestras raíces. Lo he conservado todos estos años para ti, ahora te toca luchar por nuestro pueblo, por nuestra cultura, por nuestras costumbres –vuelve la tos y eso la obliga a callar.
          –Tranquila –intuía que la abuela no había terminado de poner sus cosas en orden–. Pero hay algo más, ¿verdad?
          –Apenas queda tiempo y cuando llegue el momento quiero que laves mi cuerpo y lo perfumes con aceite de lavanda para purificarlo, envuélveme en una sábana blanca de algodón e introduce conmigo en el ataúd una pluma de águila, nuestra ave sagrada, luego deja que me velen.
          –No sé si seré capaz, Tillie.
          –Podrás, por tus venas y las mías corre la misma sangre. Después ve a las montañas y aguarda a que salga la luna…


3.
Después, ve a las montañas y aguarda a que salga la luna…”.
          A pesar de no contar con el apoyo y la aprobación de otros miembros de la familia, Opal Nelson cumplió cada uno de los últimos deseos que la abuela Tillie le pidió, cerrando así el ciclo vital de la mujer y abriendo una etapa para sí consciente de recoger el peso de su legado. Todo ha cambiado y ahora las reservas cuentan con autogobierno, no pagan impuestos y obtienen ingresos con los casinos de juegos y la venta de alcohol –cosas prohibidas en muchos estados del sur– que reinvierten en mejorar los servicios del poblado, pero en aquel momento era diferente o al menos eso percibió ella. Por eso, aprovechando la fecha del tercer lunes de enero, Día de Martin Luther King Jr., festivo en el país, puso el despertador a las 3:00 a.m. y cuando sonó la alarma se tiró de la cama con los párpados casi pegados, como si las horas de sueño no hubiesen sido suficientes. La mochila de viaje con termo de café, varios bocadillos y un par de manzanas, la tenía preparada en la cocina. Tras una ducha rápida y equipada con prendas de abrigo encendió los fuegos y comenzó a preparar el desayuno a base de huevos revueltos, lonchas de beicon crujiente, alubias, puré de patata y un generoso vaso de jugo de naranja que sólo bebió hasta la mitad. En el maletero de la camioneta acomodó, además de los alimentos ya citados, una falda de piel de alce junto al hueso del mismo animal que sirvió de aguja con la que fue cosida, dos cajas de madera, una bolsa de tela llena de piedras, una fotografía de los antepasados en blanco y negro y un saquito con plantas medicinales tales como: flor de colibrí, usada para la función renal o pie de gato, muy digestiva. Mientras realizaba dichas tareas recordó un primer desencuentro con su progenitora.
          –¿A qué huele? –pregunta la madre de Opal entrando del patio trasero–. ¿Pretendes intoxicarnos a todos?
          –Es gordolobo –contesta la chica que todavía era una adolescente con ansias de aprender–, y según la tradición Cherokee hay que quemar las raíces e inhalar los humos para ayudar a las glándulas mucosas.
          –¿Y eso quién te lo ha dicho? –aunque sabía la respuesta quería escucharlo en boca de su hija.
          –La abuela Tillie y dice también que si tomas hojas de Rosa Salvaje, al tener un alto contenido de vitamina C previene la gripe y el resfriado,
          –Lo que nos faltaba, otra curandera más en la familia. ¡Éramos pocos y parió la burra! –Con el tiempo y el distanciamiento los desencuentros entre Opal y su madre fueron continuos hasta que los años y los achaques suavizaron el carácter de la mujer.
          Desde Lenoir City, por la carretera 441, hasta el Límite Qualla, área de la Reserva India, en Carolina del Norte, a la entrada  del Parque Nacional de las Grandes Montañas, hay 87,4 millas de conducción tranquila para el disfrute y aprecio del bellísimo paisaje que acompaña al viajero durante todo el recorrido. Cuando los primeros rayos del sol aparecen por el horizonte Opal detiene la camioneta, se baja a contemplar el río Oconaluftee y, aunque seguramente estará helado por las bajas temperaturas, deja que el lenguaje de la corriente del agua fluya por las yemas de los dedos y le hable. Tal y como recordaba de visitas anteriores atrás queda la casa la Iglesia Baptista donde la abuela Tillie oraba por los suyos siempre que venía aquí. Un poco más allá la llamativa publicidad de cigarrillos y Whisky, serviría de reclamo para desfilar por la pasarela de tiendas de artesanía donde comprar objetos de marroquinería, cinturones, bisutería, cerbatanas para cazar y atrapasueños. Circula la leyenda de “Nube que trae lluvia”, jefe Cherokee, que quiso regalarle uno a su amada y mandó talar un sauce para fabricarlo él mismo. Cuentan que, con suma dedicación, sentado con las piernas cruzadas, mirando al oeste, hacia la puesta de sol y apartado del poblado, comenzó por dar forma al aro de madera, a trenzar la red interior en forma de tela de araña y a decorarlo con plumas para que bajen por ellas los sueños que no se recuerdan. Desde entonces Opal quiso tener uno y ahora era la oportunidad de satisfacer su deseo. Sin embargo, antes de cumplir la promesa que la había llevado hasta allí, paró en Qualla Arts and Crafts Mutual, Inc., para adquirir una tela hecha a la manera tradicional por algunas mujeres nativas de avanzada edad, también un canasto tejido a mano con cientos de hebras de caña de río raspadas, cortadas, afiladas y teñidas con la tinta natural rojiza que se extrae de la planta bloodroot utilizando en todo el proceso la misma técnica antigua y transmitida de generación en generación, que llevaría de regalo a Donna Hanks.
          Una vez adentrada en el territorio indio buscaría una cabaña construida con barro y arcilla. Afuera, a pocos centímetros de la entrada, encontraría también un mortero para moler maíz y, de frente, un arco colgado de la pared con el carcaj de piel muy desgastada y las flechas en el interior. El sendero, solitario y abrupto, estaba flanqueado de vegetación a ambos lados, Opal se detuvo para escuchar los sonidos extraños que salían de entre la maleza y vislumbró a algunos reptiles en movimiento al acecho de presa fácil, contuvo la respiración, recorrió su columna un escalofrío casi doloroso y se armó de valor calculando muy bien donde pisaba para no ser descubierta y llamar la atención de otros animales más bravos. Entonces, metió mano en el bolsillo y apretó el collar de dientes de lobo, su amuleto preferido que tanta suerte le había dado a lo largo de la vida. El viento, huracanado, peligroso, sacudía una rama contra otra semejante a cualquier batalla infernal. De pronto, un cambio brusco del paisaje la situó a la intemperie de una gran llanura donde, en caso de ataque, no tendría escapatoria. Con los músculos contraídos y quieta como un palo, inspeccionó hasta donde le alcanzó la vista, giró algo más a la izquierda y halló una especie de choza, abandonada y medio en ruinas. Se acercó y según las anotaciones que llevaba, adentro, debajo de una máscara ceremonial, junto a la cera derramada y endurecida de lo que fue una vela, habría un croquis con la ruta a seguir lleno de símbolos y trazos desconocidos para ella. Se le ocurrió colocarlo encima del mapa de Carolina del Norte pero no casaba en ninguna posición, sin embargo, entender aquel pedazo de papel era satisfacer el último deseo de la abuela Tillie.
          Tayen McDaniel, conocido en el territorio indio como Trueno Veloz, jamás había salido de aquellos parajes como tampoco lo hicieran sus ancestros ubicados allí. Arraigado a las costumbres de su pueblo transmitidas de generación en generación, es organizado, religioso, espiritual, respetuoso con la Madre Tierra, con los semejantes o expresándose a través de la danza que simboliza su cultura. Las montañas onduladas, con su neblina azul, aportando al paisaje tonos grises configurados con el vapor emanado del parque, son el lugar sagrado donde habitan los espíritus de quienes se fueron y también un refugio para los wapitís, ciervos canadienses de grandes dimensiones y difícil avistamiento. A veces, en la cúspide más remota, rodeado de la soledad más absoluta, recuerda la noche que, siguiendo la tradición de su pueblo se convirtió en adulto. Los primeros brotes de la adolescencia comenzaban a aparecer y, el padre, al darse cuenta, le cogió de la mano y se lo llevó al bosque. Una vez allí le vendó los ojos y le obligó a sentarse en un tronco donde permanecería sin moverse, ni pedir ayuda o auxilio. El miedo terrorífico a la oscuridad, el roce en sus pies de algunos roedores reales o imaginarios, aullidos que, aunque lejanos, sonaban a pocos centímetros y la sensación de ser arrastrado con fuerza por una garra áspera, peluda, le hicieron pasar las horas más difíciles de su vida. Finalmente, cuando en la luz del amanecer irrumpieron los rayos del sol, se quitó la venda, parpadeó y vio que su padre había permanecido junto a él durante toda la noche protegiéndolo de cualquier posible peligro.
          –Hijo mío, has pasado la prueba y ya puedes presentarte como un hombre ante los ancianos de la tribu –a partir de entonces Trueno Veloz nunca más se sintió solo.
          –¿Por qué no dijiste que te quedabas?, he pasado un miedo espantoso –pero el hombre obvió la pregunta.
          –Volvamos, tu madre debe estar nerviosa y ya sabes que no puedes compartir la experiencia con otros chicos, a ellos también les tocará, siempre se ha hecho así y debe continuar, forma parte de nuestra historia –dijo tajante.
          Tayen McDaniel pescaba pacientemente en el río Oconaluftee una o dos veces por semana para alimentarse no sólo de caza. Después, en un lugar apartado, lejos de todo circuito turístico, cercano a donde vivía, se recogió el pelo en dos largas trenzas colocando en una de ellas una pluma de águila que simboliza equilibrio. Encendió una hoguera, cruzó las piernas y, sentado en el suelo, esperaba a que las llamas tomasen altura, entonces, preparaba un bastón ensartando en él una trucha para asar que luego devoraba con apetito. Sin embargo, la respiración acelerada de alguien acercándose cambió el compás de la rutina. Apagó el fuego vertiendo la taza de café aún sin probar y permaneció atento. De repente, a través de la cortina de polvo que levantaron las fuertes pisadas de un par de botas vaqueras, apareció una silueta de mujer portando una voluminosa mochila a la espalda.
          –Ando desorientada –confesó Opal Nelson.
          –Pues se ha alejado un poco de la zona comercial –dijo Trueno Veloz, acostumbrado a que más de un visitante se perdiese por ahí con la esperanza de encontrar auténticos souvenir.
          –No, eso no me interesa, busco concretamente esto –mostró el plano encontrado en la cabaña–, pero no entiendo nada.
          –¿De dónde lo ha sacado? –preguntó curioso–, es un silabario bastante antiguo.
          –Es una larga historia.
          –No hay prisa –algo muy especial de la misteriosa mujer le atrajo muchísimo.
          –La abuela Tillie… –Desde sus recuerdos más primarios narró todo cuanto debía cumplir, y no sólo por la anciana, sino para quedarse en paz consigo misma. Cada pocas palabras hizo pausas para tragar el nudo de la garganta o simplemente llenar los pulmones con aquel aire tan puro.
          –Va a emprender una aventura colmada de sentimientos y emociones, pero también de generosidad ya que una vez realizado el ritual entregará el espíritu de su abuela a las montañas.
          –Sí, y habrá merecido la pena –a punto de marcharse volvió a mostrar el viejo papel.
          –¿Ve aquella colina? –señala de frente–, pues justo detrás está el terreno marcado en el plano. Hasta llegar a la cumbre es complicado sino lo conoces bien, hay desniveles engañosos que parecer aptos para senderismo y en cambio son precipicios.
          –Comprendo, aun así voy a hacerlo, voy a cumplir esta promesa, cueste lo que cueste.
          –Entonces iré con usted hasta la parte llena, desde ahí ya no hay obstáculos y podrá continuar sola si así lo desea –ella asintió
            –En marcha pues.
          La pendiente era menos pronunciada de lo que parecía y, aunque Opal Nelson no estaba acostumbrada a hacer largas caminatas subió mejor de lo esperado. Una pasarela de hojas caducas alfombraba la senda que conducía a la cima. Muy a lo lejos, la caída de agua en cascada alivió y refrescó su frente mientras un salpullido de gotas de sudor resbaló por la ropa interior dejándole la piel pegajosa y molesta. De pronto recordó que la estantería metálica vertical para la maestra de escuela todavía no había llegado, por tanto, el lunes sin falta reclamaría el pedido. Tayen McDaniel iba por delante apartando ramas de árbol atravesadas en el camino, se detuvo en seco, miró otra vez el mapa, consultó la dirección del aire, la posición del sol medio ocultándose, los posibles desprendimientos que pudiera haber y, dejándola ubicada retomó el diálogo:
          –A partir de aquí, orientándose siempre rumbo Sur, debe buscar una roca de tipo arenisca en color gris con sombras violeta.
          –¿Cómo sabré cuál es? –preguntó inquieta.
          –Tiene esta misma inscripción –señaló los símbolos del reverso del papel.
          –¿Y si me equivoco? –dijo bastante preocupada.
          –No lo creo. Déjese guiar por el corazón y el instinto, a los indios eso nunca nos falla –esbozó una amplia sonrisa.
          –Ya veremos.
          –Si se ve en apuros encienda esto para que el humo suba alto –le dio un envoltorio con una especie de mecha en el extremo–, así sabré que necesita ayuda.
          –Lo haré –Trueno Veloz, el indio Cherokee, cuyo hábitat es el bosque desapareció detrás de la niebla.
          Unas millas más allá la humedad era mayor. Aunque Opal Nelson acusaba el agotamiento, debía cumplir el cometido que la había llevado hasta allí. Así que, optó por parar un instante, reponer fuerzas con las deliciosas galletas sureñas que nunca le faltaban y llenar los pulmones para reanudar la marcha. Según Tayen McDaniel vería pronto a los guardianes de la roca: robles castaños salpicados con álamos amarillos. No se equivocó, ahí estaba esperándola: señorial e imponente. En su lado oeste, una vez retirada la maleza, encontró la gruta donde depositó la falda de piel de alce de la abuela Tillie, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas pequeñas de madera, una fotografía muy antigua, casi irreconocible, el saquito conteniendo plantas medicinales, la plegaria aquella que llevaba escrita de difícil comprensión para ella. A la salida colocó unas piedras para ahuyentar a las alimañas y, de ese modo, finalizó el ciclo de aquella mujer poderosa que, además de vivir por y para la familia, lo hizo también con el propósito de encontrar respuestas a su alianza emocional con la tribu de los Cherokee. Sin embargo, le correspondería a Opal Nelson, su nieta, encajar las piezas del complicado y misterioso puzzle…  
          Los cuatro hijos varones de Donna Hanks residen cada uno en un extremo del país. Atraído por la industria del petróleo el pequeño se estableció en Texas donde es capataz de cuadrilla; el penúltimo se fue a Wisconsin a ocupar el puesto de monitor en una estación de esquí; el mayor partió a Illinois a ejercer de pastor en la Iglesia Evangélica Luterana, en el barrio de Riverdale, que cuenta con la población más pequeña de Chicago y el más tardío en abandonar el hogar familiar resultó ser el segundo quien, al poco de morir el padre, cuando asistía al Festival de la Música Country en Nashville, se enamoró de una joven de Montana que estaba de paso en Oak Ridge y, siendo él como era, enfermero de profesión, buscó empleo en la capital de Billings y se fueron juntos. A partir de entonces Donna Hanks se enfrentó a la soledad de las habitaciones cerradas, a la ausencia de voces, a los muebles que crujen en la inmensidad del silencio, a las cenas con la sola compañía de la reposición de la serie de televisión Bonanza, disfrutando de Hoss Cartwringht, el grandullón y más noble vaquero del rancho La Ponderosa, interpretado por Dan Blocker, uno de sus actores favoritos. A un solo cubierto en la mesa, a la nevera organizada en raciones individuales, a los trozos de pan aprovechables de la víspera anterior y a poner la lavadora muy de tarde en tarde. Poco a poco las llamadas por teléfono también perdieron la frecuencia semanal del principio, ni siquiera supo que uno de los hijos se había divorciado y que otro perdió el empleo por problemas de alcohol.
          –Hijo, mientras que vosotros estéis bien y los niños también, yo lo estaré –manifestaba–. Ahora es tiempo de hacer conservas de hortalizas para todo el año, así que, entre eso, la lectura de la Biblia y la música de Dolly Parton los días pasan casi sin darme cuenta.
          –Y los western que no te cansas de mirar, ¡eh!
          –Claro.
          –No obstante, estaríamos encantados de que vivieses con alguno de nosotros –decían.
          –No os preocupéis, recibo visitas de amigas y de la pequeña Aretha O’Neal, aún no me veo en Patroit Hill Assited Living, pese a ser una de las mejores residencias para mayores ubicada a las afueras de la ciudad. No, creo que todavía seguiré aquí, en mi hogar, apegada a mis cosas, hay mucho por hacer.
          –Mamá tengo que colgar, me esperan en una reunión.
          –Claro, cariño. Cuídate mucho. Te quiero. Hasta pronto –y cortaba la comunicación con lágrimas en los ojos.
          La mañana que amaneció sin dolores en la rodilla cogió la vieja camioneta, repostó en la gasolinera que hay en el 1199 Oak Ridge Turnpike, frente a la farmacia Walgreens –segunda cadena más grande de Estados Unidos– donde tenía unas medicinas pendientes y, sin prisa pero con determinación, se incorporó a la carretera Interestatal 75 y enlazar después con otras para llegar a Knoxville donde almorzará en su restaurante favorito.


4.
La primera vez que Donna Hanks asistió con su esposo recién casados a una de las iglesias ubicadas en los Appalachians, llamadas: “Church of God with Sings Following”, casi se desmayó cuando el pastor sacó una serpiente de casi dos metros del cesto de mimbre que siempre llevaba consigo, se la enroscó tipo collar en el cuello, con la cola zigzagueando, reconociendo a la presunta presa y sosteniendo la cabeza del bicho a pocos centímetros del rostro. A los presentes, la mayoría de ellos en trance les invitó a hacer lo mismo con sus reptiles además de beber el veneno repartido en pequeños vasos. Antes de eso cada miembro compartió en voz alta sucesos ocurridos: accidentes, dudas, enfermedades incurables, cognitivas, problemas económicos, con la justicia, las adicciones, lo laboral, de convivencia… A continuación los feligreses rezaron entrelazando las manos y, llenos de júbilo, gritaron “¡Oh, Jesús!”, el maestro de ceremonia respondió “¡Alabad al Señor!”. Quien tiene la mala suerte de ser tocado en alguna parte del cuerpo por esas lenguas bífidas se niega a recibir atención médica considerando que dicho sufrimiento es un castigo por su falta de fe. Sobrecogida, rogando que no la obligasen a realizar semejante atrocidad salió del local tan rápido como pudo. Transcurrido algún tiempo supieron que el pastor sufrió la mordedura de otro ofidio muriendo horas después. Así que, Donna Hanks se prometió a sí misma evitar en la medida de lo posible asistir a otro servicio de esa índole para no tentar al diablo. Esta práctica, fundamentada en la interpretación de un pasaje bíblico de san Marcos 16:17-18, fue legal en los Estados Unidos hasta mediados del siglo XX, posteriormente se prohibió en la mayoría de los estados menos en Virginia Occidental. Sin embargo, en el sur de los Apalaches se sigue haciendo en clandestinidad. Los académicos Ralph Hood, profesor de psicología de la Universidad de Tennessee en la ciudad de Chattanooga y Paul Williamson de la Universidad de Henderson State, de Arkansas, llevan años investigándolo, realizando cientos de horas de grabación sobre el manejo de serpientes en actos religiosos y entrevistas a muchos pastores que lo llevan a cabo, por tanto, poseen un amplio material al respecto que ponen a disposición de la ciencia.
          –Si las ceremonias van a ser siempre así, no vuelvo, me dan miedo y respeto –dijo en el corrillo que se formó a la salida de la iglesia.
          –Forma parte de nuestra identidad, hija mía. Son pruebas que nos ponen y nosotros hemos de obedecer –tajante respuesta del pastor quien dirigiéndose al marido añadió–: habrás de controlar mejor las reacciones de tu esposa, no está bien que las mujeres ridiculicen a los hombres en público.
          –No volverá a pasar, le doy mi palabra –aseguró.
          –Nadie tiene derecho a acallar mis opiniones, ni siquiera tú, la fe, como yo la entiendo, es un espacio para compartir y derrochar alegría por estar juntos, por estar vivos. –Ahí empezaron las discusiones con el marido y el menosprecio de él.
          Desde Parsons Rd hasta Manhattan Ave hay unas dos millas, cuarenta minutos aproximadamente de paseo tranquilo, solitario, característico de Oak Ridge, con vecinos a ambos lados que pueden estar semanas sin verse y cuyas viviendas enmarcadas en espacios verdes y árboles lo bastante altos preservan esa intimidad tan preciada en la zona. Apenas unas pocas personas pedían oraciones por los suyos en Woodland Park Baptist Church, Aretha O’Neal se quedó en los bancos del final por timidez, apretó la diminuta cruz de madera que volvió a introducir por dentro del jersey y se marchó, iba a dar fin a la misión más difícil a la que hasta ahora se había enfrentado en la vida. Con la excusa de llevarle a Donna Hanks unas galletas sureñas, receta de sus antepasados que le salían buenísimas, aceptó la taza de chocolate. Nerviosa, no sabía cómo ponerse si en el borde de la butaca o bien sentada con la espalda recta. Aunque no era la primera vez que entraba dentro de la vivienda nunca se había fijado en las fotografías dedicadas de una cantante vestida de cowboy que lucían sobre la repisa de la chimenea, ni tampoco del ambiente espeso a dejadez y soledad que se respiraba. Se le encogió el corazón sólo con pensar el dolor que le causarían lo que iba a decirle...
          –Ten cuidado, está muy caliente –dijo Donna a la chica ofreciéndole también una servilleta.
          –¿Quién es la señora de la guitarra y el sombrero de vaquera? –preguntó sin apartar la mirada de los retratos.
          –¿No conoces a Dolly Parton?
          –No, nosotros escuchamos gospel.
          –Es la cantante más importante que tenemos en Tennessee.
          –¿Más que Elvis Presley? Mis hermanos mayores le ponen mucho y tratan de bailar como él, pero yo creo que lo hacen fatal y mamá les chilla asegurando que les falta ritmo –ambas rieron.
          –Digamos que los dos son buenos embajadores de este Estado y representan muy bien nuestro espíritu musical.
          –¿Ha ido a verla? –preguntó muy emocionada.
          –Antes, de más joven, mi hijo tercero y yo estuvimos en varias ocasiones.
          –¿Y ahora?
          –Estoy vieja y torpe, pero no hay un solo día que no ponga alguno de sus discos. Nació en un pequeño pueblo cerca de Gatinburg, dicen que en una cabaña a orillas del río Little Pigeon, con 10 años ya supo que quería dedicarse a la música. Es una persona muy solidaria que ayuda mucho a los pobres. En 1986 adquirió y remodeló un parque temático cerca de las Smoky Mountains, llamándolo Dollywood, casi todo construido en madera y con un gusto exquisito, puedes disfrutar de actuaciones en directo tanto de ella como de otros intérpretes consagrados y también principiantes que gozan de la oportunidad de darse a conocer gracias a su generosidad altruista. Merece la pena visitarlo, deberías ir con tus padres. Y ahora, ¿me cuentas de una vez qué te preocupa?
          –Mi hermano mayor se va a Nashville, a la Universidad Vanderbilt para completar el programa de ingreso en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos.
          –Una noticia estupenda, hay que defender a la patria por encima de todas las cosas –dijo llevándose la mano al pecho.
          –Eso mismo opinan en casa.
          –¿Está contento? –preguntó.
          –Mucho, dice que así conocerá mundo, pero yo tengo miedo de que le maten, en el colegio hay compañeras y compañeros que algún familiar suyo ha muerto en combate.
          –Bueno, cabe la posibilidad de que ocurra, pero puede que no. Somos afortunados de que Dios haya creado esta gran Nación y, por supuesto también, de haber nacido en ella. Nuestra deuda es infinita y nuestra obligación defenderla, aunque cueste la vida. Pero tengo la sensación de que el otro día cuando nos encontramos en el bosque no era esto lo que te inquietaba, ¿me equivoco? –soltó mirándola fijamente a los ojos.
          –No sé por dónde empezar –de repente Donna Hanks vio en Aretha O’Neal a una joven que comenzaba a madurar.
          –Venga, no será tan difícil.
          –Dice mi papá –se retorció el bajo del pantalón– que no puedo venir más por aquí.
          –¿Y cuál es la razón?
          –Usted es blanca y yo soy negra.
          –Evidente, pero no parece motivo suficiente, no obstante, debes obedecer, aunque me gustaría saber qué piensas.
          –Si Barack Obama fue el Presidente de todos los estadounidenses, tuviesen el color que tuviesen, ¿por qué usted y yo no podemos ser amigas?
          –No lo sé, supongo que no será lo mismo. Y ahora es mejor que te vayas –se puso en pie y abrió la puerta–, se está haciendo tarde.
          –Aún no he acabado el chocolate.
          –Márchate, por favor, tengo muchos quehaceres.
          –Volveré Ms Hanks.
          –No, no lo hagas, ya no eres bien recibida –entristecida comenzó a alejarse, entonces Donna cogió las galletas sureñas que todavía quedaban en el plato y las tiró a la basura igual que hiciera con muchos recuerdos que no merecían ocupar espacio en su memoria.
          El día que anunciaron la muerte de Dianne Feinstein Opal Nelson se enteró a través de las redes sociales. Visitaba a sus padres en Oak Ridge adonde se mudaron a una casa tranquila y espaciosa, a pie de bosque, donde los hijos y nietos cuando fuesen estuvieran en contacto directo con la naturaleza. La madre sufría fuertes dolores de espalda, seguramente que a consecuencia de una aparatosa caída que tuvo años atrás y a la que restó importancia, pero el paso del tiempo y la edad habían disminuido bastante su movilidad, hecho por el cual, el padre, frío como el témpano, se quejaba de las muchas tareas que ahora dependían de él. Opal, consciente de que luego se sentiría mal ya que se había convertido en un anciano gruñón y vulnerable, le reprochó la falta de sensibilidad y empatía hacia su compañera de vida. De regreso, por la Interestatal 75, casi no lo cuenta al atropellar a un lobo que de repente apareció en la carretera. Consciente del exceso de velocidad y de que se distrajo con la música country de Loretta Lynn y los apuntes biográficos de la artista aportados por el locutor, apenas pudo hacerse con el volante de la camioneta cuando el mamífero se le echó encima del capó. Frenó y el vehículo empezó a girar sobre sí hasta pararse en seco, pasado el susto, bloqueada y sin valor para poner el motor en marcha, apoyó la cabeza en el respaldo a la vez que la luz de una linterna la deslumbraba.
          –Señora, ¿se encuentra bien? –dijo el policía del Departamento del Sheriff del condado de Loudon.
          –Sí –respondió, aún asustada.
          –Documentación y permiso de conducir, si es tan amable.
          –Claro –lo sacó de la guantera y se lo dio, él se retiró, habló por radio y volvió–. Tengo que multarla, ha infringido la ley.
          –Sí, agente, lleva razón, lo lamento.
          –Puede continuar, pero vaya más despacio, podía haberse matado.
          –Buenas noches. –Se incorporó al carril, minutos después, recién salida de la ducha, compró por internet un pasaje de avión.
          A doce millas de Knoxville está el Aeropuerto McGhee Tyson. Opal Nelson se encontraba entre los pasajeros de clase turista en un vuelo con escala en Denver, destino San Francisco, para asistir al funeral de Dianne Feinstein, fallecida a los 90 años. Esta política ejemplar que durante 30 ejerció de senadora demócrata por California, ha muerto dejando muy alto el listón de las cosas bien hechas. De sólidos principios mantuvo siempre abierta la defensa del medio ambiente, los derechos reproductivos y esa búsqueda incesante de tender puentes con los republicanos menos conservadores, aunque eso significase moverse sobre las sensibles tierras inestables de los acuerdos. Desde 1994 estuvo en vigor la regla federal que ella misma redactó prohibiendo las armas de asalto hasta que en 2004, durante el mandato de George W. Bush, el Congreso se negó a renovar dicha norma. Cabe destacar que fue la primera mujer judía en puestos de relevancia, por ejemplo, presidir el Comité de Inteligencia del Senado.
          El vuelo llevaba mucho retraso, los pasajeros, con los nervios a flor de piel, aguardaban en sus asientos pacíficos aunque alguno empezaba a perder la paciencia ya que exigían respuestas que no llegaban, así como responsabilidades y, por supuesto, una indemnización y solución para el tiempo y el dinero perdido. Les habla el comandante, escucharon por megafonía, entonces les comunicó que debido a una fuerte tormenta era peligroso despegar en ese momento, pero que lo harían en cuanto la torre de control lo autorizase. A decir verdad había amenaza de bomba y acababan de evacuar la terminal excepto a la gente ya embarcada, lo cual ocultaron con el fin de que no cundiese el pánico. Mientras esperaban, Opal recordó la discusión con su padre.
          –Si consigo pasaje mañana salgo para San Francisco –soltó de pronto–, ha fallecido Dianne Feinstein, senadora demócrata, la más longeva y quiero ir al sepelio.
          –¿Y a ti qué se te ha perdido en California? –dijo el padre–, allí no pintas nada, siempre andas metida en líos, el día menos pensado me llaman para reconocer tu cadáver.
          –No seas bruto, marido, es mayorcita y responsable de sus actos.
          –Quizá no lo recuerdes papá, pero ha hecho mucho por nuestro país. Fue muy valiente desafiando a la CIA y a la Casa Blanca.
          –¿No es la misma persona que votó a favor de la Guerra de Irak y después se desmarcó ordenando una investigación?
          –No exactamente, se arrepintió al no hallar armas de destrucción masiva y, a raíz de eso, desaprobó los programas estadounidenses de detención e interrogación de rehenes. Yo comprendo que hay un antes y después del 11-S, aquel ataque terrorista movió las placas tectónicas de la paz en nuestra patria y en el resto del mundo, pero debemos abogar por hablar con el oponente y no tomaros la justicia por nuestra mano, consolidar la paz es dejar en herencia a nuestros hijos y nietos una Tierra más habitable.
          –¿Y dices que esa mujer ha luchado mucho?
          –Sí, mami. Fíjate, tiene una biografía muy particular, se casó tres veces: con un fiscal, un neurocirujano y un inversor. Presenció el asesinato del alcalde de San Francisco George Moscone –al que sucedió– y del defensor de los derechos de los homosexuales Harvey Milk. Abanderó la igualdad entre hombres y mujeres y hasta su último aliento puso en valor su trabajo de servidora pública.
          –Eres muy especial cariño, por eso te gustan y atraen las personas fuertes y con personalidad –el padre las miró indiferente.
          –¿Cómo la abuela Tillie? –ninguno respondió.
          –No me gusta que conduzcas tan tarde, vuelve a tu casa y llámame mañana desde California –premonitorio el comentario de la madre…
          Alvin Evans es un típico granjero de Lenoir City, aficionado a las carreras de coches, a su equipo de fútbol One Knoxville SC, a las armas, a la comida grasienta, a los restaurantes con actuaciones musicales en vivo, frecuentados la noche de los sábados y a interpretar la Biblia al pie de la letra. En el garaje, oculto detrás de unos fardos de paja, guarda el viejo destilador con el que elabora su propio Moonshine, como antes hicieran los antecesores y cuyo resultado es un Whisky fortísimo a prueba de gargantas profundas y estómagos curtidos. En todo el territorio se conocen las hortalizas que cultiva destacando pimientos y berenjenas de muy buena calidad, así como la cría de conejos y gallinas que vende para subsistir. En 2002, su único hijo, soldado profesional, perdió la vida en la Guerra de Afganistán en la Operación Anaconda. Tras semanas de intensa búsqueda hallaron el cuerpo en la capital de Gardez, a 80 kilómetros de Kabul, a la entrada de una cueva y en avanzado estado de descomposición, pero gracias a la chapa de identificación que permaneció pegada al pecho supieron que se trataba de él. En el Aeropuerto Internacional de Nashville, a hombros de militares de su misma promoción, con todos los honores y la Medalla de Honor a título póstumo, recibieron el féretro. A los ocho días de ser enterrado en la más estricta intimidad, sin galones ni banderas, la madre se suicidó y desde entonces es un ser callado e introvertido incluso podría decirse carente de emociones y taciturno. Afín a la National Rifle Association of America y próximo al Ku klux Klan lidera un pequeño grupo operativo que a veces siembra el pánico en la comarca y, especialmente, poniendo en alerta a la población afroamericana que vive aún en Scarboro Community, en Oak Ridge. En numerosas ocasiones, bajo la tapadera de encuentros anuales con veteranos de guerra o de la Asociación de Granjeros de los Estados a lo largo del río Mississippi, asiste a reuniones en Pulaski, ciudad de Tennessee donde en 1866 se fundó dicha organización supremacista. Alvin Evans no ha tenido más amigos que a los Mathinson, dueños de la ferretería donde Opal Nelson se inició en el oficio –negocio que posteriormente pasó a manos de la franquicia The Bricolaje House Construction CO–, pero ellos ya están muertos… Una mañana, preparando el pedido para el Departamento del Sheriff del Condado de Loudon, oyó ruidos en el granero y supuso que serían lobos, harto de encontrar agujeros en los sacos de maíz disparó dos veces al aire, sin embargo, se trataba de un niño negro, asustado, llevándose cuatro manzanas que cogió de un cesto. A punto de llorar, echó a correr, él retrocedió, le dejó escapar y temió empezar a ablandarse. Subido en la camioneta puso rumbo al centro de la ciudad.
          –¿Es buen año de cosecha, Mr Evans? –preguntó Opal Nelson mientras le prepara el azadón y otras herramientas que vino a buscar.
          –Hay muchas coles, calabazas, berenjenas y abundantes tomates –respondió seco.
          –Todavía no ha llegado el alambre para empacar alfalfa, hay pendientes muchos pedidos y no sé el motivo de tanto retraso, además, en la empresa de distribución tampoco se aclaran.
          –De momento todavía tengo un poco.
          –Perfecto, pues en cuanto llegue le aviso. ¿Encontró en Memphis la pieza que buscaba para el tractor?
          –No –era escueto en palabras y construir frases con más de cinco le suponía un esfuerzo.
          –Si lo desea vuelvo a intentarlo.
          –Bueno –giró sobre los talones, caminó unos pasos y, antes de abrir la puerta, volvió la cabeza, esbozó media sonrisa, se ajustó la gorra de la última campaña de Trump, cogió las cosas y se marchó. En la gasolinera de enfrente unos forasteros llenaban el depósito con la radio a todo volumen.
          Tayen McDaniel, indio Cherokee, descendiente de los primeros pobladores de la reserva india en Carolina del Norte, saliendo un sol radiante por el horizonte, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, dice las oraciones aprendidas de niño y piensa en Opal Nelson, la mujer en busca de sus orígenes y a la que está convencido de volver a ver...


5.
Tayen McDaniel era un hombre pacífico que vivía apartado del ruido y entregado a la peculiar manera de vivir en Naturaleza. Dos o tres veces por semana cogía la caña de pescar e iba al río Oconaluftee donde, con sumo sosiego, atrapaba truchas de piel brillante, arco iris, que luego asaba para alimentarse. De vuelta por uno de los senderos del Parque Nacional de las Grandes Montañas, llevando el trofeo de dos hermosos ejemplares reservados para la cenar, encontró acostada, entre sol y sombra, a una cierva y sus crías aparentemente dormidas. Pisó la rama caída de un árbol y permanecieron sin latido, se arrodilló y, comprobando que habían muerto de forma violenta, determinó que aquello no era obra de los lobos u otros animales salvajes sino del sello destructor e inconfundible del hombre. En la hoguera encendida en el exterior de la cabaña los peces de agua dulce, ensartados en finas y largas cañas, adquirían un tono plata tostado. El indio Cherokee, Trueno Veloz, cerró los ojos, levantó la cara hacia el cielo y, antes de probar el alimento, rogó al Gran Espíritu que le mandase un soplo de honestidad y que la lluvia limpiase además de la tentación, la maldad y las debilidades…
          Miles de ciudadanas y ciudadanos llegados de varios estados se agolparon en las inmediaciones del Ayuntamiento de San Francisco para asistir al servicio funerario, al aire libre, por la senadora Demócrata Dianne Feinstein. Arriba de los escalones estaban la actual alcaldesa London Breed, Kamala Harris, Churk Schumer, Nancy Pelosi y Eileen Mariano, nieta de la difunta, quien destacó que siempre recordará sus apasionantes partidas de ajedrez y el mejor legado que ha recogido suyo: “Haz algo para hacer del mundo un lugar mejor”. Todos dijeron palabras hermosas destacando los muchos valores de esta mujer que desde bien joven hizo tanto por su país. Cuando le tocó el turno a la vicepresidenta de los Estados Unidos, visiblemente emocionada, recordó que al tomar posesión del cargo Dianne la llevó a su despacho, la obsequió con una copa de chardonnay y la entregó una carpeta con sus proyectos de ley orientados a mejorar la vida de los hombres y mujeres que con su voto habían depositado la confianza en ellas y ellos. Otro de los intervinientes hizo hincapié en la capacidad de diálogo y, sobre todo, de empatía atendiendo las preocupaciones de las californianas y californianos a los que escuchaba sin distinción, tuviesen el color de piel que tuviesen. Cuando Opal Nelson llegó desde Tennessee haciendo escala en Denver tras retrasarse el vuelo por amenaza de bomba, tuvo que conformarse con ver el acto a bastante distancia, sin embargo, gracias a las pantallas gigantes colocadas en varios lugares no perdió detalle de la ceremonia. En parte superior de la puerta de cristal donde puede leerse en grandes letras de molde doradas: City Hall, están sentadas a la izquierda, frente al público, las cuatro personas nombradas anteriormente, y a la derecha, como centinelas custodiando la fortaleza la bandera de los Estados Unidos, la del estado de California, la del Senado y la de San Francisco. Entre los asistentes se palpaba el respeto y la admiración intensificada mucho más, si cabe, por aquellos que tuvieron la gran suerte de conocerla en persona, lo que también les permite corroborar los mensajes de alago dichos desde la tribuna. No obstante, como casi siempre, algún infiltrado trata de ensuciar su memoria, pero los presentes le ningunean y hunden en el más absoluto silencio.
          –Dura activista, eso es lo que nos ha hecho creer, pero en cuanto podía adoptaba ideas conservadoras –dijo el intruso desacreditándola.
          –Mi esposa y yo venimos desde San Diego, se empeñó y no soy quien para contradecirla. Hemos gastado parte de los ahorros en este viaje, sin embargo, ha merecido la pena con tal de verla feliz –contó un hombre de más de ochenta años al grupo de gente que le rodeaba.
          –Ms Feinstein, allá donde esté, lo agradecerá –respondió una chica con los ojos llenos de lágrimas.
          –Dentro de muy poco no podrá moverse –contó el anciano–, tiene diagnosticado un cáncer terminal para el que todavía no existe tratamiento alguno ni en fase experimental, así que, mientras tenga fuerzas vamos a cumplir todos y cada uno de sus deseos sin escatimar en gastos –concluyó antes de que ella le oyese.
          –Escuchen, el Presidente dice que ella abrió camino a líderes más jóvenes que han seguido sus pasos –cuentan unos estudiantes conectados a Internet desde sus teléfonos
          –Nosotras estamos realmente aquí porque nuestra madre falleció hace dos años y la admiraba profundamente desde los inicios políticos de la Senadora, decía que lo suyo era vocacional –continuaron los comentarios, quien más quien menos, llevaban en la mochila algo que contar haciéndoles sentir importantes.
          –Perdón, ¿me permiten pasar, por favor? –pidió Opal Nelson abriéndose paso y yéndose de allí con la esperanza de que Eileen Mariano, en la actualidad asesora de políticas de la alcaldesa de San Francisco, mantenga vivo el recuerdo de su abuela y siga sus pasos, Dianne Feinstein fue una honrada trabajadora de servicio público.
          En casa de Aretha O’Neal se vivían semanas de tremenda incertidumbre planeando sobre sus cabezas un posible cambio que alteraría completamente la vida familiar. Ella, por su parte, acató con desgana y sin rechistar el distanciamiento con Donna Hanks a pesar de no comprender ni compartir los rancios motivos raciales que en su opinión estaban ya obsoletos, pero las preocupaciones de los suyos iban en otro sentido quizá mucho más peligroso y comprometido. Las cosas en la escuela de primaria donde la madre daba clase de matemáticas básicas empezaban a ponerse feas en cuanto a que cada vez más alumnas y alumnos acudían al centro con todo tipo de armas haciendo cundir el pánico y, sobre todo, amedrentando a las maestras de color con el sólo objetivo de doblegarlas y así obligarlas a abandonar su puesto de trabajo, como ya hicieron con el único profesor negro de lectura y escritura que quedaba. Al padre tampoco le iba bien tras defender el despacho de abogados donde estaba de pasante, a un joven gay demostrando su inocencia en el altercado donde recibió tal paliza que a punto estuvo de entrar en coma. Sin embargo, la borrasca que se les venía encima traía en sí muchas precipitaciones.
          –¿Volvemos a Orlinda? –preguntó al escuchar a sus padres hablar casi en susurros.
          –Quizá, ya veremos –respondió el hombre.
          –¿Y si todas mis amigas son de aquí, este año con quien celebraré Halloween? –dijo angustiada mientras todos miraban atentos la noticia de que el fiscal general Jeff Landry, un Republicano bajo el paraguas de Trump, acababa de ser nombrado Gobernador de Louisiana.
          –Nada está decidido –respondió la madre sin apartar la vista de la pantalla donde esta vez era el Presidente Biden quien aparecía en el programa 60 Minutos de la cadena CBS hablando del delicado y peligroso frente abierto en Gaza e Israel.
          –¿Nosotros tenemos refugio antiaéreo? –soltó de repente–. ¿Van a bombardearnos?
          –No, nos protege el Gobierno y el Ejército de los Estados Unidos –intervino el padre.
          –Venga, a lavarse los dientes y todos a la cama, en cinco minutos no quiero oír ni un suspiro –ordenó la madre.
          –¿Rezas conmigo? –la mujer entró con Aretha en la habitación, dijeron juntas las oraciones finalizando con que Dios bendiga a America y, antes de apagar la luz la chica dijo–: Mamá.
          –¿Qué quieres ahora?
          –¿Otra vez somos pobres?
          –Anda, peliculera. Hasta mañana, dulces sueños. –En el dormitorio, con el pijama ya puesto, aguardaba el marido.
          –¿Por qué no les has dicho que te han despedido? –preguntó la mujer–, Aretha no es ya una niña y se da mucha cuenta de todo, además si las cosas se ponen feas y yo también pierdo el empleo les va a costar mucho encajarlo de repente.
          –Tú eres la maestra, ¿te parece bien empezar a hablarles de supremacismo y xenofobia? ¿No crees que de ese modo alimentamos el rechazo al desigual?
          –Bueno, es una forma de verlo, aunque a mí no me parece.
          –Perfecto, entonces mañana les explicas y a ver cómo reaccionan cuando tengan algún tipo de problema en el colegio.
          –Pues mira, sabes qué, prefiero darles herramientas de consenso y diálogo a que arreglen sus diferencias a puñetazos. ¿Crees que no estarían orgullosos de su padre si supiesen el verdadero motivo de haceros la vida imposible?
          –Me da pudor y vergüenza.
          –¿Siguen llegando anónimos?
          –Sí, en el último llaman al bufete, defensor de maricones, hemos perdido a algunos clientes muy influyentes que no quieren verse salpicados por el escándalo.
          –¿Qué vamos a hacer? Siempre puedo volver a colocar o reparar cercas agrícolas en las granjas para el ganado, con lo que ha crecido el censo en Tennessee no me faltará mano de obra.
          –No sé, volver a Orlinda no me apetece nada, busquemos otra opción –ya en la cama, espalda con espalda, dibujaron un futuro de proyectos descarrilados.
          Alvin Evans fue al almuerzo anual organizado por algunos veteranos de la Guerra de Vietnam, entre ellos se mezclaban nostálgicos del Klan, pequeñas cédulas del sur, emergiendo ahora de nuevo y utilizando eventos de este tipo como tapadera. Tan pronto como recibió la convocatoria se preparó para dar una explicación convincente respecto a lo ocurrido con el niño que dejó escapar robándole manzanas del granero, la organización siempre se enteraba de todo, sin embargo, el acto transcurrió distendido y, sólo al final, cuando los más rezagados seguían en el salón alardeando de esas batallas en las que participaron a pecho descubierto, los hermanos Sowell y sus secuaces, procedentes todos de Alabama, negacionistas de todo lo tocante al Partido Demócrata y por ende a la Administración Biden, le llevaron a un aparte, desdoblaron un folio y se lo dieron a leer subrayando lo más importante: detalles en clave de la misión que habría de llevar a cabo.
          –¿Los conoces? –preguntó el más joven de los cinco.
          –No, la oficina está en el centro de Nashville y ahí nos descubren seguro, además apenas salgo de Lenoir City, en la granja hay mucho trabajo.
          –Excepto cuando te dejas ver en carreras de coches y los sábados en pub con música en vivo.
          –Sí, bueno, pero nada más –respondió molesto al sentirse vigilado.
          –Señores –cortó el mayor de los Sowell–, vayamos al grano o levantaremos sospechas, nos están mirando. Cógete a los mejores hombres de tu grupo y averiguad dónde viven, hacedles una visita de cortesía y que entiendan quién marca las normas aquí.
          –De acuerdo, así será. Dios salve a América –soltó abriendo los ojos como platos.
          –¡Aleluya! –contestó el resto.
          –¡Por cierto!, ¿qué han hecho? –dijo con recelo.
          –Defender a uno de esos del movimiento LGTBI, le han absuelto y ahora los maricones se ríen delante de nuestras narices –todo dicho con sarcasmo.
          –Si les dejamos campar a sus anchas destruirán lo que tanto nos costó levantar –apuntó otro.
          –Tranquilos, yo me encargo. ¿Contactamos como de costumbre en la serrería de McQueen?
          –No, nosotros iremos a comprarte verduras –dieron media vuelta y se marcharon, Alvin Evans también desapareció. En ruta por la Interestatal 75 recordó que muchos jóvenes entre 14 y 18 se declaran racistas y dicen estar dispuestos a cualquier cosa para defender la patria y expulsar a los intrusos. Ahí está la cantera donde ha de reclutar adeptos…
          El 31 de octubre Opal Nelson se presentó en casa de Donna Hanks a las 8:00 a.m. levantándola prácticamente de la cama, rebuscó en el armario ropa cómoda y, sin admitir un no por respuesta hizo que se la pusiera, se maquillaron muertas de la risa y llegaron a la conclusión de que todavía estaban estupendas. A la hora del brunch comenzaban a celebrar Halloween por todo lo alto, a su manera, en Balter Beerworks, en el 100 Broadway Sureste en Knoxville. El local cuenta con un ambiente muy agradable y propicio para la conversación, con camareros y camareras dispuestos a sugerirte la mejor combinación, así que, además de una excelente cerveza casera degustaron también galletas de suero de leche, jamón, mezcla de quesos, champiñones, huevos revueltos, rúcula y tostadas de trigo integral con aguacate triturado para untar. Hace mucho tiempo que estas dos mujeres no tienen a mano la bolsa de caramelos para repartir a los niños y niñas de sus vecindarios cuando estos tocan la puerta diciendo la célebre frase de: trick-or-treat. Esta costumbre ha disminuido desde la pandemia y tras encontrar en algunos dulces pequeños pedazos de hojas de afeitar, denuncia que partió de Eugene, ciudad de Oregón, y que, según la policía, dichos objetos podrían ser de un sacapuntas. Todo en esta vida pierde fuelle, sin embargo, ambas siguen decorando el exterior de sus casas con calabazas talladas a mano y convertidas en velas que protegen y espantan a los espíritus que vagan en la noche, además de murciélagos de papel y telarañas falsas creando un ambiente lo más misterioso posible, quizá recreando el paisaje familiar de un pasado que no volverá.
          –¿Cómo te va con tu indio? –dijo Donna con los ojos brillantes, achispados.
          –No es mi indio –respondió Opal visiblemente molesta–. Es un ser sensible y a su vez frágil. Deberías conocerle, te iría bien.
          –Si, menuda racha llevo, Aretha O’Neal, la niña negra que me visitaba de vez en cuando y en Acción de Gracias traía pastel de ajedrez, ya no viene.
          –¿Por qué?
          –Sugerencia de los padres, cuestión racial. Sabía que tarde o temprano la piel sería un obstáculo entre nosotras y, además, mirándolo bien no tenemos nada en común, yo soy vieja y ella adolescente, pero la he cogido cariño –dijo entre alterada y entristecida.
          –Seguimos sin haber aprendido nada, cometiendo los mismos errores del pasado, los mismos atropellos a una corriente colectiva que se siente inferior y prefiere quedarse dentro del gueto de la indiferencia creado para ellos, hacinados sobre los cimientos de la esclavitud, aunque lleve más de siglo y medio abolida.
          –En fin, cambiando de tema, ha salido el juicio contra los seis agentes correccionales que presuntamente mataron al recluso que sufrió un brote psicótico. ¿Te has enterado?
          –Sí, lo han dicho en las noticias locales, ocurrió hace un año en una cárcel de Memphis, en el condado de Shelby, están acusados de asesinato en segundo grado, parece ser que le golpearon fuertemente y se arrodillaron sobre la espalda, sin embargo, los abogados han hecho un trabajo exquisito y han quedado en libertad bajo fianza. Veremos cómo acaba el episodio porque el preso era negro y, ya me entiendes…
          A pesar de que el ambiente en el local era tranquilo y estaban a gusto prefirieron regresar a sus zonas de confort. Para ser víspera de Halloween apenas había movimiento, aunque sí adornados escaparates. Pasaron por delante del teatro Bijou, con su fachada proyectada en tonos azules donde unos operarios colocaban el cartel de la próxima representación. A la izquierda dejaron el Centro de Historia del Este de Tennessee, Museo que recoge todo lo esencial de esta región, sus gentes, costumbres, eventos, peculiaridades, en definitiva: la crónica de un estilo de vida singular. En ambas aceras, a lo largo de Gay Street, no más de media docena de personas iban de un lado a otro inmersas en sus pensamientos, apresuradas para ultimar los detalles para que todo esté perfecto en esa noche mágica donde, quien más y quien menos, tenemos algo de vampiro y de bruja. Se fijaron también en una bandera de Estados Unidos que colgando medio rota de una farola y en el poster de un político cuyo nombre es mejor mantenerlo en el anonimato, con una diana roja dibujada en la cara. Opal Nelson conducía despacio, disfrutando de la compañía de Donna Hanks que vuelta hacia la ventanilla ocultaba las lágrimas. De repente un control policial las obligó a girar por una calle adyacente ya que el Gobernador tenía que atravesar por allí, entonces cambio el paisaje y vieron mordidos por el abandono los ladrillos del esquinazo. Una vez en carretera, las 24,8 millas hasta Oak Ridge las hicieron en silencio pese a los esfuerzos de Opal por formar conversación.
          –¿Seguro que estás bien? No has hablado nada.
          –Perfectamente, sólo quiero acostarme –mentir no se le daba muy bien, pero la otra lo respetó. Una vez sola, llamó a cada uno de los nietos para desearles un feliz Halloween, interesarse por cómo les va en los estudios y escuchar la misma promesa incumplida de todos los años: “abuela, en breve iremos a verte con papá”. Cuando cortó la comunicación Dolly Parton sonaba de fondo, su voz aterciopelada llegaba hasta el saloncito de abajo donde en un tiempo ya muy lejano sus hijos, al calor de la chimenea cuyo tubo de humos compartía con la del salón de arriba, se entretenían con juegos de arquitectura mientras que ella se templaba las manos en los fogones de la cocina. Recordó también, muerto ya el marido y restablecida la paz del hogar, las celebraciones especiales en familia yendo a cenar a otro de sus rincones favoritos de Knoxville: Oliver Royale Restaurant, situado en la plaza del mercado y donde sirven una exquisita ternera braseada con foie gras, champiñones y puré de alcachofas. Agudizó el oído, los pájaros posados en las ramas de los árboles salieron en estampida asustados cuando una máquina cortacésped comenzó a funcionar Donna Hanks salió al jardín y arrugó la nariz por el fortísimo olor a gasolina y a fuego, algo se prendía unas cuadras más abajo…


6.
Hace mucho que Donna Hanks vive con la sensación de estar en el tiempo de descuento y eso la hace más sensible ante determinadas cosas de la vida. Poco dada a las relaciones sociales nunca imaginó que compararía la soledad con un peso hundido en los hombros. Un día con otro se sucedían monótonos, desmotivados, como piezas construidas en serie: aquietadas y sobrias, aburridas y tristes, mates y grumosas. La voz de Dolly Parton colándose por los grandes ventanales acompañaba la estampida repentina de pájaros anunciando la inminente llegada de lluvias, algo que ella ya notó la noche anterior por molestias de rodilla, a pesar de no haber rechazado la prótesis puesta. Lejos, a incalculables millas, máquinas cortacésped de algunos vecinos hacían añicos el silencio espantando a las ardillas. Dos o tres personas, distanciadas entre sí, con ropa apropiada y zapatillas especiales para running, corrían por un lado del camino. La pantalla del celular mostraba más de cuarenta llamadas perdidas, algunas del hijo mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, en Riverdale, uno de los barrios más pobres de Chicago, el resto de Opal Nelson y números desconocidos.
          –¿Dónde te habías metido? –preguntó el muchacho acelerado.
          –No lo escuché –salió del paso.
          –Estaba preocupado.
          –A mi edad perdemos oído, además de casi todas las facultades –dijo en un susurro.
          –Celebro que estás bien –trató de sonar lo más natural posible.
          –Llevamos meses sin hablar –soltó ella medio regañándole.
          –He estado enfermo. En India contraje el virus del dengue, fuimos a llevar ayuda humanitaria y todo el grupo tuvimos fiebres muy altas y síntomas parecidos a la gripe –tragó saliva y aguardó unos segundos para que ella lo asimilara–. Por suerte nos cogió en Nueva Delhi donde hay más recursos gracias a Médicos sin Fronteras, nos tuvieron varios días en un hospital de campaña, bien atendidos y vigilando continuamente para que no tuviésemos complicaciones.
          –¿Tus hermanos lo sabían? –preguntó con un pellizco en el corazón.
          –Sí.
          –¿Y por qué nadie me ha dicho nada?
          –Yo se lo pedí para no intranquilizarte.
          –Soy tu madre y tengo derecho a saberlo, y a decidir cuándo he de preocuparme, y cuándo no –soltó rotunda.
          –Claro mamá, perdona. Ya hablaremos, dentro de unas semanas iré a Tennessee y quizá pase por Oak Ridge. Te avisaré, tengo muchas ganas de comer pollo frito y panecillos de maíz, nadie los prepara tan rico como tú.
          –De acuerdo, cuenta con ello –cortaron la comunicación y Donna Hanks quedó pensativa. En el exterior recogió las hojas para que el viento no las metiese en la casa. La alarma del reloj de muñeca avisaba de la toma del antiinflamatorio, era amargo y antipático de tragar. Disolvió una cucharada pequeña de azúcar en agua y, a sorbos, fue pasando la pastilla machacada. Bajó con cuidado las escaleras al saloncito de abajo, la chimenea estaba templada, reavivó el fuego, buscó los viejos álbumes de fotos y, sentada en el sofá, cubriendo las piernas con una manta a cuadros, de viaje, recordó viejos tiempos…
          A lo lejos, donde se pierde la línea del horizonte en zigzag, una columna de polvo en forma de tornado empaña el azul intenso del cielo. A escasa distancia el rugido de motores de varias camionetas captó la atención de Alvin Evans, quien en ese momento evaluaba las pérdidas de la cosecha tras la virulenta tormenta que azotó el Centro Sureste, arrasando a su paso con casi todo en Mississippi, Alabama y especialmente en Tennessee, donde efectivos del departamento de bomberos de Nashville y Memphis realizaron múltiples intervenciones para achicar agua, apuntalar árboles antes de lamentar desgracias y retirar aquellos elementos urbanos que fuesen un peligro para las personas. Los hermanos Sowell encabezaban la caravana formada por diez vehículos en manos de conductores temerarios. Apeándose de los dos últimos reconoció también a dos ancianos muy polémicos que le compraban verduras y a otros jóvenes habituales de la iglesia baptista del vecindario adonde acudían los miércoles a la lectura de la Biblia y que él reclutó para la causa.
          –¡Alvin! –exclamó Jordan Brady, un histórico de la organización supremacista estadounidense–. ¿Tienes algo que contarnos?
          –¿Qué tal, señor? Bueno, en realidad, poca cosa. Los muchachos han estado indagando –dijo sin levantar la mirada del suelo, molesto por no haber podido terminar de limpiar el barro de las botas– y resulta que el bufete está en Market Square y los socios viven muy cerca, a la altura del trescientos y pico de Union Ave.
          –Tiene gracia  que sea precisamente ahí –apuntó otro de ellos.
          –¿Acaso hay algo en especial? –preguntó Alvin Evans.
          –Bueno, es una de las pocas zonas, por no decir la única, que es peatonal. La gente suele ir a las terrazas de los restaurantes a tomar vinos, cerveza, ya sabes, a socializar…
          –¡Y qué! –exclamó el mayor de los Sowell–, démosles un escarmiento, cuantos más testigos lo presencien, mucho mejor.
          –Jefe, ¿se imagina aparecer con la vestimenta del Klan y propinarles una paliza destrozando el local? Aquellos tiempos quedaron atrás, pero no por eso hemos de actuar con menor contundencia, hay que buscarles el punto débil, donde más les duela y no se resistan, eso nunca falla –se atrevió a expresar el más tímido. Sin embargo, ninguno hizo alusión a lo verdaderamente significativo de que la oficina estuviese en el mismo lugar donde luce el Monumento al Sufragio Femenino de Tennessee. La escultura de bronce fue obra del escultor Alan LeQuire y representa a las activistas Elizabeth Avery Meriwether, Lizzie Crozier French y Anne Dallas Dudley. Este Estado fue el último en ratificar la Decimonovena Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, a favor del voto femenino, aprobado en agosto de 1920.
          –¿Y el pasante? –preguntaron.
          –¡Uf!, pan comido –dijo Alvin–. Es un afroamericano con esposa e hijos, vulnerable y accesible si sabemos apretarle las tuercas. La mujer es maestra, tienen una hija adolescente, dos chicos creciditos y unos gemelos de corta edad, resultará muy fácil amedrentarle.
          –Entonces, no se hable más: ese es nuestro hombre: la familia es siempre un punto débil e infalible –concluyeron.
          Alvin Evans, granjero, viudo, aficionado a las carreras de coches, al Béisbol, a comprar camisetas de venta en gasolineras con foto de mujeres cuyos pechos y glúteos se muestran exuberantes, dirige algunas de las intervenciones que los racistas, xenófobos y radicales realizan en la comarca. Cuando mataron en Afganistán al único hijo que tenía y la esposa se suicidó, él podría haber tomado otro camino más sereno dedicándose sólo y exclusivamente a labrar la tierra, criar gallinas, conejos o rehacer su vida con otra pareja, sin embargo, movido quizá por el sentimiento de impotencia eligió el lado vengativo que resurge con fuerza en casi todos los seres humanos según determinadas circunstancias. Así que, para no defraudar a los suyos y compensar la debilidad de cuando dejó escapar al niño negro que robó del granero unas manzanas, convocó al grupo y salieron de cacería…
          Aretha O’Neal retiró de la lumbre el cazo de leche y se sirvió una taza generosa a la vez que media docena de salchichas terminaban de hacerse en la sartén y también dos tostadas para acompañar los huevos revueltos. El piso de arriba olía a colonia infantil para después del baño, los gemelos iniciaban la batalla campal diaria que consistía en arrebatarle al otro su juguete para estamparlo contra el suelo. La madre, paciente y conciliadora, ponía paz mientras les enderezaba el pelo ensortijado hasta que, desesperada, no le quedaba más remedio que imponer su autoridad. El resto de los miembros estaba cada uno en sus respectivos dormitorios arreglándose para acudir a la iglesia y atender al sermón del reverendo con su visceral forma de decir las cosas y pidiendo oraciones para quienes lo necesiten o hayan caído en las tentaciones del mundo. Ella seguía en la cocina, puso en el fregadero los recipientes sucios y limpió algunas salpicaduras de grasa, en la radio rendían homenaje a Roy Claxton Acuff, violinista y compositor que en 1962 entró a formar parte del Salón de la Fama como el primer artista vivo en hacerlo. A través de la ventana observó el columpio de los gemelos, estaba vacío, pero en movimiento. Entonces, varias sombras con pasamontañas huían tras haber clavado un cartel en el roble cercano a la puerta. Del susto se le cayeron las cosas de las manos, salió aprisa por la parte del porche y arrancó el anónimo del árbol, a continuación, sin comprender realmente el mensaje escrito con tinta roja, empezaron a temblarle todos los músculos del cuerpo.
          –¡Por favor, venid deprisa! –gritó, mientras caminaba llorando de un extremo a otro, desesperada.
          –¿Qué ocurre, cariño? ¿Por qué te pones así? –preguntó el padre recogiendo el papel tirado en el suelo.
          –¡Pero qué escándalo es este! –irrumpió la madre reprendiéndolos, aunque al ver al esposo comprendió.
          –Mira –mostró él.
          –¡No puede ser! ¡Entrad, venga! –exclamó ella regresando apresurada por el alboroto de los gemelos.
          –¿Por qué rodean tu cara con un círculo rojo y una equis, papi? –aunque lo intuía Aretha no quería oír la respuesta.
          –Bueno, se habrán equivocado, no me parezco nada a ese tipo, además, ¿no crees que soy mucho más guapo? –así logró restar importancia y provocar una sonrisa en la chica. –La mujer, desencajada, doblaba y guardaba la ropita de los gemelos, cuando él entró se fijó en la bolsa de viaje que había junto a dos montones de ropa exactamente iguales.
          –¿Qué haces, no ves que yéndonos se saldrán con la suya?
          –No pienso quedarme y que nuestros hijos presencien el asesinato de su padre.
          –Eso no va a pasar, querida, no hay que ponerse en lo peor.
          –¿Puedes asegurarlo? –preguntó ella con congoja–. ¿El Klan no ha desaparecido?
          –¿Crees que son ellos? –dice evitando mirarla a los ojos.
          –Los dos sabemos que sí, pero no entiendo por qué. ¿Puedes explicarte?
          –Hemos tenido un cliente gay que recibió una brutal paliza y al que el juez declaró inocente y libre de cargos.
          –Claro, y como los abogados del bufete son unos señores blancos muy respetables, démosle su merecido al negrito que trabaja con ellos, ¿me equivoco?
          –Guardemos la calma delante de los niños, ya encontraré una solución.
          –¿Cuándo? No te enteras de nada, ¡eh! El ambiente está muy caliente, lo veo en la escuela: supremacistas contra afroamericanos, se producen peleas diarias y la dirección apenas hace algo para evitarlas.
          –No es lo mismo, en el bufete estoy muy bien considerado.
          –Tú verás, pero si esto continua, nos volvemos a Orlinda.
          –Sobre todo no nos precipitemos –determinó el hombre. Aretha O’Neal sabía de siempre que no estaba bien escuchar las conversaciones de los adultos, pero esta vez lo hizo y fue como asistir al derrumbamiento de los pilares que la sostenían, cayendo como un castillo de naipes frágiles e inestables. Entonces tomó la firme decisión de salvarle ella…
          Kentucky lloraba la muerte de un trabajador atrapado junto a sus compañeros mientras demolían una mina de 11 plantas. El gobernador, muy afectado, pidió oraciones a los ciudadanos declarando el estado de emergencia y enviando efectivos para el rescate. También, otro incidente mortal, aunque de distinto calado, enturbiaba las noticias locales al saber que, un hombre de 33 años fue tiroteado en plena calle. Según la Oficina del Sheriff del condado de Knox arrestaron al sospechoso acusado de homicidio voluntario. Tayen McDaniel vivía ajeno a todo lo que ocurriese fuera de la reserva Cherokee. Era sábado y la zona comercial se llenaba poco a poco de turistas deseosos de ver a los nativos enfundados en sus pieles de animal y plumas adornando las largas cabelleras. Antes de irrumpir el alba, bajó media docena de conejos y otro tanto de aves a uno de los restaurantes donde lo canjeaba por whisky y tabaco. Opal Nelson llevaba semanas investigando la identidad de una persona cuyo nombre encontró entre las pertenencias de la abuela Tillie, ahora en su poder. El documento, con fecha de mediados del siglo XIX, había pasado desapercibido a pesar de las muchas veces que lo repasaba todo. Los pocos datos apuntaban a que el hombre en cuestión era descendiente directo de nativos obligados a realizar el llamado Sendero de las Lágrimas. ¿Qué vínculo le unía con la abuela Tillie? ¿Por qué nunca lo mencionó? Esperaba encontrar respuestas.
          –Mire bien donde pisa, el sendero por ahí es traicionero, parece firme, pero no lo es –dije Tayen McDaniel a la mujer que reconoció enseguida.
          –¡Ay!, me ha asustado –tropezó sonrojándose.
          –Perdone, no era mi intención. Si busca la zona de tiendas va en dirección contraria, pero es pronto, aún no están abiertas.
          –No, no me interesa nada hacer turismo consumista.
          –Entonces, ¿qué la trae por aquí?
          –Estoy hecha un lío, busco mis orígenes, aunque no tengo claro si los quiero saber.
          –El conocimiento reside en el espíritu y la curiosidad en el corazón, ambos penden del mismo hilo.
          –¿Qué quiere decir?
          –Pues que sus raíces están ligadas a los Cherokee, ya que tantas vueltas como dé, la traerán siempre aquí –mientras subían una cuesta empinadísima le contó el descubrimiento y el impulso que la llevaba allí.
          –Me siento como en un callejón sin salida, por un lado, sé que quizá ahondando en la vida de ese hombre me conduzca a despejar alguno de los misterios que han rodeado a la abuela Tillie, pero no sé si tendré fuerzas.
          –Las tendrá, estoy convencido.
          –¿A usted le suena de algo?
          –No, pero le presentaré al anciano con más edad del territorio, vive en las montañas y cuenta historias muy interesantes, quien sabe si entre ellas esté la suya...


7.
En Carolina del Norte, dentro del territorio encerrado en el límite Qualla, está la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–. A dos días de camino en la cara menos accesible de las montañas, el hombre más longevo del lugar cuya edad exacta nadie conocía, habitaba una sencilla cabaña. De piel marrón, largas trenzas de cabello blanco cayéndole por los hombros, nariz estrecha custodiada entre los pómulos, vistiendo la capa peculiar que le cubre todo el cuerpo y un gorro hecho de plumas, es respetado, recibe el tratamiento de Gran Jefe y está considerado una leyenda. Tayen McDaniel y Opal Nelson realizaron la travesía a pie por senderos angostos y desfiladeros inseguros. Hicieron dos altos: el primero en el río Oconaluftee donde pescaron para la cena, y el segundo acampando en un metido de la ladera donde estarían más seguros en caso de ser atacados en mitad de la noche por animales salvajes. Con absoluta destreza él hizo fuego golpeando dos piedras hasta que saltaron chispas y prendió el combustible de hojas secas y pequeñas maderas amontonadas, una vez que las llamas alcanzaron algo de altura, colocó en forma de pirámide troncos más gruesos que aguantarían hasta el amanecer. Trueno veloz desató dos pieles de oso y se las echaron por encima, insertó las truchas en unas varillas para asarlas y calculó en silencio el tiempo exacto en que estarían listas. Llevaban también un termo con café y el guiso de carne preparado por ella la víspera anterior. Apenas pegaron ojo, el frío era intenso y la oscuridad casi completa. Opal Nelson sentía un nudo en el estómago que la impedía comer.
          –¿Tienes miedo a lo desconocido? –preguntó él.
          –Ninguno, quiero saber cuáles son mis orígenes, mis ancestros y qué intuición especial me trae aquí –responde.
          –¿Y si no te gusta o decepciona lo que descubras?
          –La abuela Tillie empleó hasta el último aliento en incorporar piezas sueltas a su biografía, pero todo eran intuiciones nunca pudo corroborar nada y, aunque carecía de medios, poseía un instinto y un olfato que la situaba siempre en el lado correcto.
          –Trata de dormir un poco, mañana será un día muy emocionante –dijo tajante.
          –No tengo sueño, además es un lujo contemplar el espectacular salpicado de estrellas esparcidas por el firmamento. ¿Has estado siempre aquí? –le pudo la curiosidad.
          –Mira a tu alrededor, tengo todo cuánto necesito.
          –Sí, supongo que sí. ¿Hemos hecho la parte más difícil del camino?
          –Queda lo peor, podrás con ello, eres fuerte –giró la cabeza a la izquierda y levantó la vista. Opal Nelson cerró los ojos, se dejó llevar y, sin saber muy bien por qué, le vino la imagen de su madre: robusta y atareada, distante y ardiente, desconfiada y celosa de la abuela Tillie hasta lo más hondo de las entrañas.
          –He buscado el significado de Tayen, luna nueva, en Internet y resulta que es un nombre de chica.
          –Sí, bueno. Mis padres hicieron un pacto: él quiso que pasase de niño a adulto siguiendo el ritual de los indios Cherokee, a cambio ella, que no era nativa, propuso enviarme a una escuela en Memphis. Adaptarme resultó bastante duro, también lo fue para los compañeros y compañeras, así como a maestras y maestros que no entendían algunas de mis costumbres. A la mayoría les costaba muchísimo pronunciar mi verdadero nombre, así que a alguien se le ocurrió llamarme Tayen, McDaniel sí es mi apellido.
          –¿Y cuál es el verdadero? –preguntó intrigada.
          Oukonunaka, que significa Búho blanco.
          –¿Por qué no lo usas?
          – No sé, aquí me conocen como luna nueva.
          –¿Y tu familia cómo te llama?
          –Apenas faltaban dos semanas para volver de Memphis, estaban hambrientos y mi padre salió de caza a una zona poco frecuentada, consumieron carne de wapití en mal estado y murieron.
          –¡Vaya!, lo lamento –él se entristeció.
          –Insisto, será mejor que duermas algo. –El indio Cherokee cogió la manta y se apartó un poco del fuego dejándola espacio e hizo guardia con ayuda de los espíritus.
          Reanudaron la marcha a buen ritmo cuando aún en el horizonte no habían aparecido las primeras luces de la mañana. Nada acostumbrada a dormir sobre superficies duras, a Opal Nelson le dolían todos los huesos y notaba los músculos muy tensos. Casi no podía despegar los párpados y las agujetas de la jornada anterior empezaban a pasarle factura, algo que habría reparado muy bien con una buena ducha relajante. Reconoció que echaba de menos el sabroso jugo de naranja recién exprimido, el desayuno contundente y las noticias locales sonando en la radio, cosas que revisten las paredes de su vida cotidiana, sin embargo, aquella paz, esa libertad, el contacto directo con la tierra, los astros, la diversidad de elementos que proporcionan la supervivencia al ser humano y el esplendor de la vegetación en los valles, suplían lo material que añoraba. Llegaron a lo alto de un pico y se detuvieron, entonces él alzó la vista, localizó un punto exacto del Sol sobre una roca de color diferente al resto y dijo que habían llegado, hizo cueva con ambas manos y emitió un sonido que repitió varias veces hasta obtener contestación con otro similar. Ella estaba exhausta. El paisaje con el humo pincelando las cumbres era de un azulado espectacular, húmedo, intenso, irrepetible. El anciano apareció de pronto y les invitó a sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Opal Nelson habló de su infancia, de las enseñanzas de la abuela Tillie, de la negativa de su madre a indagar en el pasado y de lo poco que había descubierto hasta el momento, fundamentalmente el documento que data de mediados del siglo XIX y donde figura un nombre de varón, descendiente directo de los nativos obligados a realizar el llamado Sendero de las Lágrimas.
          –Ahí murió mucha gente –intervino Tayen McDaniel mientras que el anciano permaneció callado bastante tiempo.
          –Este lugar tiene algo muy especial –hizo intención de seguir expresando el aluvión de emociones, pero se contuvo. El anciano, mirando a ambos, y en una lengua ininteligible para ella, comenzó sus oraciones. Al acabar, encendió la pipa y los invitó a fumar con él.
          Salali, significa ardilla, y es un nombre muy común en nuestra tribu –el anciano rompió así su silencio–. La fiebre del oro de Georgia trajo al hombre blanco, invadieron nuestras tierras, violaron a nuestras mujeres y esclavizaron a nuestros hijos. El presidente Andrew Jackson apoyó las deportaciones amparándose en la Ley de Traslado Forzoso de los Indios a territorio federal, al oeste del río Misisipi, lo cual, tras los miles de cadáveres que se quedaron por el camino, originó la propagación rápida de muchas enfermedades, así como también, el espíritu maligno de la hambruna provocó enfrentamientos sangrientos entre nativos.
          –¿Entonces el hombre al que busco puede estar enterrado por ahí? –preguntó Opal Nelson a la desesperada, aunque se dio cuenta de la torpeza cometida interrumpiéndole.
          –¿Ve aquella colina? –indicó–, detrás de la vegetación hay unas inscripciones, vayan –dos millas más allá, y frente a la pared rocosa palparon con la yema de los dedos las letras inscritas.
          –Ven aquí –dijo el indio Cherokee–, lee.
          –¡No puede ser! Entonces, la abuela… –En ese momento entendió la negativa de su madre a remover el pasado y el miedo a destapar sus verdaderos orígenes.
        Nikki Haley tiene una cara amable característica de las buenas personas. Exgobernadora de Carolina del Sur y exembajadora de Estados Unidos ante la ONU, se postula como alternativa a Donald Trump o DeSantis. Bajo el respaldo de los multimillonarios hermanos Koch, fundadores de American for Prosperity Action y otros grandes donantes que inyectarán miles de dólares para financiar la campaña, esta política de 51 años, 2 hijos y descendiente de inmigrantes llegados de India, luchará para ganar las primarias republicanas y convertirse en la candidata electa a la presidencia derrotando a Joe Biden. Los menos radicales del partido Republicano se decantan por esta figura emergente dejando claro el mensaje de renovación generacional que quieren mostrar ante la opinión pública nacional e internacional, sin embargo, el ala más conservadora y radical, a pesar de los problemas que tiene pendientes con la justicia, confían en el regreso del expresidente y así, de una vez por todas, coloque a cada cual en el lugar correspondiente. Alvin Evans va en esa línea, además de no soportar la idea de que sea una mujer quien dirija el país, labor que, por derecho, considera sólo para hombres.
          –¿Te sirvo otra cerveza? –preguntó el dueño del pequeño pub, en Knoxville, adonde se reúnen algunos granjeros de la comarca.
          –Sí –contestó Alvin.
          –Es raro que todavía no hayan venido los chicos –dijo el barman refiriéndose a los muchachos que se sentaban en la misma mesa con él.
          –Bueno, no sé –escueto en palabras.
          –¿Esperas o te pongo la hamburguesa?
          –Estoy hambriento, prepárala –cortó tajante. Minutos después cinco personas vestidas con tejanos y camisas de leñador se reunieron con Alvin Evans, cada uno con su respectiva jarra de cerveza en la mano y, tras intercambiar unas breves palabras, les comunicó lo que habrían de hacer: asustar a la hija del pasante, una jovencita, muy desarrollada en todos los sentidos.
          –Que no se os vaya la mano –dijo.
          –¿Y si por casualidad se nos va?
          –Pues no pasa nada, pertenecerá al apartado de daños colaterales… –Se levantó y fue a la vieja máquina de discos donde seleccionó un tema de Randy Owen, el principal solista de la banda country-rock “Alabama”, que tanto le gustaba.
          Cada día, regresando de la escuela, Aretha O’Neal se ocultaba entre los arbustos y vigilaba los alrededores de la casa por si a alguien se le ocurría atentar contra los suyos. Desde la visita de los encapuchados el ambiente del hogar se había vuelto más hostil. Desconfiaban de cualquiera y salían a lo meramente imprescindible, preferiblemente acompañados. Una vez que estaban todos, sellaban las ventanas con cierres de aluminio interiores hechos a medida, dejaban encendida la luz del porche y aseguraban aquellos puntos vulnerables por donde los gemelos podían escaparse. De repente dejaron de comentar cosas de la jornada, anécdotas, ni los mayores movían las caderas al ritmo de Elvis, tampoco el padre contaba ya esos chistes tan malos que no hacían reír a ninguno, la madre miraba de reojo a un lado y otro, siempre sobresaltada, regañando a los pequeños que no entendían por qué las cenas se convirtieron en silencios rotos sólo por el choque de cubiertos contra los platos. Aretha pensaba en las palabras susurradas por sus padres: genocidio, esclavitud, limpieza étnica, destierro…, términos cuyos significados se escapaban, pero que serían muy preocupantes para provocarles el llanto en la intimidad del dormitorio. Con un golpe muy suave de nudillos tocaron en la puerta de la habitación y eran los hermanos.
          –¿Pasa algo? –preguntó escondiendo detrás de la espalda una onza de chocolate.
          –No, nada en particular. ¿Qué guardas ahí? –se lo muestra
          –Cuando estoy preocupada necesito comer algo de dulce, pero como mamá siempre se enfada conmigo lo cojo a escondidas.
          –Bueno, no se lo diremos.
          –Gracias. Y ahora decidme qué está pasando, resulta todo tan raro.
          –Nosotros nos vamos a trabajar con el tío John a Orlinda, aquí nadie nos va a contratar y la familia empieza a necesitar dinero.
          –Explicaos, y no me digáis que soy joven, tengo derecho a saberlo –así lo hicieron.
          –Pero los abogados están para defender a cualquier persona, ¿no?
          –Sí, no obstante, papá es negro y eso lo empeora todo.
          –¿Cuándo os vais?
          –Pronto.
          –¿Lo saben ellos?
          –Todavía no.
          –¿Y a qué esperáis?, se van a llevar un disgusto.
          –Llevas razón. ¿Estás teniendo problemas? ¿Te acosa alguien? –preguntaron. Negó con la cabeza y ocultó que unos hombres merodean cada día las inmediaciones de la escuela y después la siguen hasta el cruce con Manhattan Ave. Aretha O’Neal, en ese preciso momento, ignoraba el giro radical que daría sus vidas. Como un martillo golpeando un cincel resonaba dentro de su cabeza limpieza étnica, destierro, esclavitud, genocidio, a cuál más asustadiza, a cuál menos grave.
          –¿Matarán a papá? –contuvieron la respiración al oír arañazos en la puerta, era uno de los gemelos–. ¿Qué haces aquí? Vamos, a la cama –dijeron. A tres horas y media de ellos, en la ciudad de Clarksville, a unos 80 kilómetros, al noroeste perdían la vida dos adultos y un niño a consecuencia del último tornado.
          Cuando el hijo mayor de Donna Hanks subía sofocado la cuesta que conduce a la casa y lo hacía apoyado en dos palos de senderismo, a ella le dio un vuelco el corazón cayéndosele el alma a los pies, ya que, aquel hombre demacrado, con treinta kilos menos, pómulos flácidos, dedos huesudos y pupilas opacas, no se parecía nada al muchacho musculoso, de lustre sano y mirada penetrante, que partió con destino a Riverdale, uno de los barrios más problemáticos de Chicago, para ser el pastor de la Iglesia Evangélica Luterana. No pudo reprimir las lágrimas, sintió haber sido una madre egoísta.
          –¿Cuánto te quedarás?
          –No sé, el suficiente como para que te hartes de mí…
          –¡Qué bobada! Voy a preparar tu cuarto, el de siempre, está tal y como lo dejaste, no he tocado nada –avanzó por el pasillo ajena al acontecimiento tan tremendo que se le venía encima…


8.
Semanas antes de la llegada de Santa Claus, Donna Hanks terminó de tejer los calcetines que su hijo y ella colgarían en la chimenea. Anterior a eso, fue a la granja específica de cultivos de pinos naturales para Navidad y compró uno que pondría en el salón y adornarían juntos, algo que dejó de hacer cuando los chicos se fueron. Con la ayuda del vendedor lo cargó en la camioneta, pero al llegar a la casa y tratar de bajarlo, pesaba tanto que partió algunas ramas. El vecino de enfrente, al otro lado de la carretera, al verla con trabajo y casi perdiendo el equilibrio, fue con dos de sus chavales y lo metieron dentro dejándolo en el sitio exacto que les indicó: a la derecha del gran ventanal. Ella, en agradecimiento, les obsequió con unos dulces. El muchacho cada vez tenía peor aspecto: más ojeras, menos apetito, yendo con mayor frecuencia al baño y agotamiento generalizado que él achacaba a las secuelas del virus que contrajo en Nueva Delhi. Pasaba el tiempo encerrado en el dormitorio, retorcido de dolor en la cama y emitiendo un quejido amortiguado en la almohada, sin embargo, a pesar de la desgana,  se propuso hacer un sobresfuerzo para no amargar a la madre y vivir esa fecha tan señalada un poco más felices.
          –Mira lo que encontré, cariño –dijo, llevando una prenda en la mano.
          –¡Uf!, no puedo creerlo, mamá, pero si es mi jersey feo de navidad, después me lo pongo –quiso así parecer más animado.
          –Igual ya no te sirve, has crecido un poquito –comentó nostálgica, visualizando escenas sueltas de la película que le pasaba delante de los ojos, cuando los cuatro hijos llenaban el hogar de risas nerviosas por la llegada inminente desde el Polo Norte de San Nicolás, con su saca de juguetes para repartir a todas las niñas y niños del mundo, fabricados con la ayuda de los elfos. Sin duda, eran tiempos felices donde ser pequeño consistía en jugar, pelearse y aprender que la vida, a esa edad, es un espacio libre de preocupaciones, un tren con billete sólo de ida que hará parada en las siguientes estaciones: adolescencia, juventud, madurez…
          La mañana del 24 de diciembre Donna Hanks salió temprano al mercado local agrícola para adquirir los mejores arándanos con los que haría la salsa de acompañamiento al pavo, así como varios vegetales y hortalizas de temporada y un centro de hojas silvestres que pondría sobre la mesa. Compraría también patatas para hacer puré, una buena botella de vino y harina de maíz. Eso iba pensando cuando pasó por delante de la casa de Aretha O’Neal y, aunque le extrañó verla tan cerrada y sin luces de navidad adornándola, supuso que la decorarían más tarde. Media milla más allá se detuvo en la gasolinera para mirar la presión de las ruedas, incluida la de repuesto, cogió una lata de aceite, algunos chicles, un par de bebidas de cola y dos o tres bolsas de cacahuetes. Alrededor de otro dispensador, algunas personas comentaban las últimas declaraciones hechas por Donald Trump, en New Hampshire, sobre las deportaciones a inmigrantes sin papeles que llevaría a cabo en cuanto fuese reelegido. Los menos conversadores escuchaban atentos y asentían con la cabeza dicho argumento, reforzado con el endurecimiento de las leyes en Texas, cuyo gobernador dijo que la frontera con México era un riesgo para la Nación y su seguridad, afirmaciones sinsentido que se creen la mayoría de sus seguidores. Repostó combustible y, con la camioneta llena de cosas, regresó . El hijo cortaba leña de muy buen humor y eso la reconfortó. Los viejos vinilos de Dolly Parton sonaban en el tocadiscos haciéndoles compañía, había oscurecido y el paño de vaho en los cristales impedía ver el exterior donde seguramente los ciervos estarían ya merodeando. Al día siguiente trajinaba en la cocina mientras que él leía la Biblia, sentado en la misma mecedora donde estuvo convaleciente cuando se rompió el pie en el colegio. Ella se fijó que la respiración del muchacho estaba acelerada, sin embargo, no le dio importancia y él observó que la madre hizo tanta comida como para invitar a todo el barrio, pero ya se sabía que en ese sentido, entre fogones, siempre fue una exagerada.
          –¿Esperamos a alguien? –preguntó el muchacho.
          –Es para que no te quedes con hambre –bromeó.
          –Estoy muy agradecido, mamá, el trato recibido ha sido exquisito.
          –Anda, zalamero. –Ambos sabían perfectamente que el tiempo de compartir se agotaba y debían continuar cada uno con la vida rutinaria elegida: él, a Riverdale, el barrio de Chicago con un alto índice de criminalidad, donde ejerce de pastor de la Iglesia Evangélica Luterana; y ella, de vuelta a la soledad de puertas y persianas cerradas.
          Eran las 5:45 p.m. y, desde algún lugar lejano del vecindario la voz de Bing Crosby, cantando White Chrismas, bella pieza musical compuesta por Irving Berlin, trepaba por las ramas de la nostalgia embargando el corazón de Donna Hanks. Suspiró, se sonó la nariz y apiló la leña en la chimenea dejando fluir el oxígeno para mantenerla encendida. Pequeñas chispas intermitentes saltaban atrevidas al vacío, buscando la libertad fuera de las brasas, a la vez que maderas muy finas crujían retorcidas, como lo hacían sus huesos con cada cambio de estación. Antes de cenar, siguiendo sus costumbres, terminaron de leer los pasajes de la Biblia Mt 1,18-25 y Lc 2,6-7 –historias diferentes– sobre el nacimiento de Jesús. Arrancó la sintonía del noticiario anunciando la intervención del Presidente Biden que, dirigiéndose a las ciudadanas y ciudadanos, lo haría con un emotivo discurso. Preparó los manteles individuales con la bandera de los Estados Unidos que usaban solamente en ocasiones muy especiales, sacó las verduras escurriéndolas con la espumadera y las llevó a la mesa en una fuente de cristal. A las afueras, en el bosque, el silencio era absoluto. Miró por la ventana y vio la luz de unos faros cada vez más cerca hasta que divisó la silueta de tres grandes automóviles. Donna, a pesar de ser poco expresiva, se emocionaba al ver descender de los carros a sus otros tres hijos con sus respectivas familias. Agradecida por el largo viaje realizado desde Texas, Wisconsin y Montana para pasar unos días todos juntos, abrió la puerta y corrió hacia ellos, los nietos mayores la abrazaron enseguida y los pequeños no la recordaban.
          –¿De cuánto estás? –preguntó a la más joven de las nueras.
          –Voy a entrar en el séptimo mes, estamos muy contentos, es una niña –respondió tocándose la barriga en círculo.
          –Pasemos dentro que hace frío –dijo llevando en brazos a un pecoso pelirrojo con cara de travieso.
          –¡Reverendo! –dijo uno de los hermanos bromeando.
          –Oye, ¿tú sabías que venían y no me dijiste nada? –preguntó la madre con una sonrisa de oreja a oreja.
          –No tenía ni idea –dice besuquea a los sobrinos.
          –¡Venga!, lavaos las manos y a la mesa, ya tendremos tiempo de ponernos al día, hay mucha faena por hacer, estaréis cansados y querréis iros a dormir. –Donna Hanks no cabía en sí de felicidad, cada rincón de la casa se amuebló con voces menudas que peleaban por arrebatarle al otro lo suyo. Ella les observaba desde el faro de la plenitud y comprendió que aquella magnífica cena sería el preámbulo de un 25 de diciembre donde hubo de todo…
          En las pequeñas y grandes ciudades la proliferación de comercios orientales, donde se encuentra desde un botón a un secador de pelo, pasando por material de escritura y complementos para vestir, ha obligado al cierre temporal o definitivo de muchos negocios que, aun reinventándose, son incapaces de competir con tan inmensos bazares. Otros, los más reacios a bajar el cierre, sobreviven con la soga al cuello y una clientela fiel con su tienda de referencia. La franquicia The Bricolaje House Construction CO, cada vez recibía menos encargos y, por consiguiente, cayeron en el callejón sin salida que achica las ganancias. Los jefes negaron la mayor, aumentaron la publicidad y rebajaron algunos precios, sin embargo, finalmente se cumplió el viejo dicho de que “cuando el río suena, agua lleva”, amaneciendo una mañana en el local el cartel de: se alquila. Opal Nelson se quedó en la calle y su etapa laboral entre aquellas cuatro paredes huérfanas ahora de clavos, martillos y toda clase de herramientas. Resultándole imposible pagar el alquiler de la casa en Lenoir City, tomó decisiones rápidas, vendió la camioneta, algunos muebles de su pertenencia, el equipo de música, el cortacésped, los electrodomésticos que también eran suyos y con ese dinero, y algunos ahorros, compró una autocaravana.
          –¿Y de qué vas a vivir? Nosotros también andamos muy escasos –dijo la madre angustiada.
          –Ya me las arreglaré, no os preocupéis –respondió Opal.
          –Ya, hija, pero hay que comer, vestirse y todos tenemos ciertas necesidades. ¡Tú me dirás! ¡Viviendo en una autocaravana! ¡A quien se le diga! Porque como aventura está muy bien, pero la dura realidad es… –dice la mujer realmente preocupada por el futuro de esa hija que, a pesar de ser ya madura, sigue teniendo muchos pájaros en la cabeza.
          –Si lo piensas un poco, no se necesitan grandes cosas. He conocido a alguien que caza lo que come y cose lo que viste –esa afirmación se la decía a sí misma.
          –Ay, hija, cuántas fantasías te metieron en la cabeza y lo peor es que te las creíste todas.
          –Mamá –empezó a tantear suave.
          –Dime.
          –¿Te suena el nombre de Salali? –se contrajo el rostro de su madre cambiando también de color.
          –No, no lo sé –respondió azarada.
          –¿Estás segura? –le tendió una trampa por si caía.
          –Por supuesto –expresó molesta mientras cortaba rodajas de manzana para hacer un pastel.
          –¿Dónde nació tu madre? –aquello fue como el disparo de un misil directo al corazón.
          –Pues dónde va a ser, aquí, en Tennessee, igual que tú y que yo. ¡Tienes unas cosas!
          Entró en su antiguo dormitorio para dejar una maleta con ropa que de momento no necesitaba. El armario estaba semivacío y los cajones con lencería muy antigua y polvo de no haberlos abierto. En la estantería, además de unos cuantos vinilos y algún que otro libro de la escuela, sobresalía una funda roja de plástico con la partida de nacimiento de la abuela Tillie en donde figuraba “padre desconocido” y por detrás escrita con letra irregular una dirección de Alabama. ¡Cómo pudo pasárseme esto! Tenía por delante un largo camino y tres importantes avales intensificando las ganas de saber: el duplicado del Tratado de Nueva Echota que estaba en su poder, el papel con el nombre del desconocido nativo y el certificado de nacimiento…
          –Bueno, mamá, tengo que marcharme.
          –¿No te quedas a cenar?
          –Volveré pronto, lo prometo. –Según conducía decidió que lo primero que haría sería conseguir una cita con Kimberly Teehee, delegada en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos por la Nación Cherokee, y después, ya pensaría el siguiente paso.
          Alvin Evans frenó en seco para no llevarse por delante a varias personas que cruzaban la carretera correctamente. Iba pensando en el final de la reunión que tuvo lugar en el pub de Knoxville con los granjeros, donde las divisiones entre dos grupos, con distinta opinión, elevaron la temperatura del ambiente. Los partidarios de secuestrar a la hija negra del pasante ganaban en votos, contra quienes optaban por ejercer acoso psicológico. Dos de los muchachos se encargaron de hacer el seguimiento diario, anotando en una libreta las costumbres, horarios, trayectos y esa manía de esconderse tras los arbustos observando los alrededores de la casa, pero ahora con las vacaciones de invierno en la escuela apenas salía. Mr. O’Neal aguantaba continuos desprecios rozando la humillación, porque no podía permitirse el lujo de perder el empleo. Desde la incorporación de un nuevo socio, un tipo ultraconservador, afín al ala más radical del Partido Republicano, en el bufete de abogado estaban haciéndole la vida imposible. Un día, después de haber solucionado el problema provocado por otro compañero, le convocaron en la Sala de Juntas.
          –Con permiso –dijo muy tímido.
          –Adelante. Siéntese. –Temió lo peor. Dos horas después dejó libre el espacio que había ocupado hasta entonces y se trasladó a otro muy reducido entre expedientes llenos de polvo donde se encargaría de distribuir y proporcionar la documentación que los letrados necesitarían en cada caso. Es decir, acababan de bajarle de categoría y no rechistó. De vuelta a Oak Ridge, por la carretera, a poca distancia, fue cuando el automóvil de Alvin Evans, de la frenada, hincó las ruedas en el asfalto obligándole a él a dar un volantazo para no chocar.
          –¿Se encuentran bien? ¿Están ustedes heridas? –preguntó a las personas a punto de ser atropelladas por Alvin, quienes le aseguraron no tener ni un rasguño.
          –Lo siento, no sé qué me ha pasado, me he despistado –dijo el granjero muy compungido.
          –¡Oiga!, tenga más cuidado, por favor, que casi hay una desgracia –Mr O’Neal ignoraba que aquel mismo hombre le arruinaría la vida, y de qué manera…


9.
En casa de Donna Hanks, Santa Claus tuvo una noche ajetreada colocando los paquetes bajo el árbol, además de dulces y monedas para toda la familia, en las botas-calcetín colgadas en la chimenea. Contenta de que hubiera tantas mujeres en la cocina y feliz de estar juntos, las dejó preparar el desayuno según la costumbre de cada una. La esposa del segundo hijo, enfermera como él, tenía intolerancia a muchos alimentos, con lo cual, los seleccionaba exhaustivamente, incluso alguno, como la leche y el pan, los traía ella. Las nietas y nietos pequeños, impacientes y nerviosos por abrir los regalos, despertaron a los mayores saltando en sus camas. En pijama y sentados en la alfombra frente al ventanal, una orquesta de onomatopeyas, desde el asombro a la exclamación, pintaron los tabiques del hogar con la inocencia y la ilusión de la infancia. Rápidamente montaron los juguetes que eran de construcción: el tren eléctrico arrastraba los vagones con ganado y carbón de plástico hacía tierras desconocidas, las bicicletas de 20 pulgadas comenzaron el rodaje por el jardín, la melodía saliente de la armónica recordaba otros tiempos quizá más saludables y, a lomos de los caballos del Ejército, con toda la artillería, aguardaban a los Apaches para vencerlos. Ms Hanks, pletórica, les contempló con la mesura de quien sabe que la felicidad son gotas diminutas absorbidas con inmediatez por el suelo de la realidad. En el saloncito de abajo los cuatro hermanos escuchaban a Ricky Van Shelton, uno de los cantantes de gospel y country preferidos de toda la familia que, junto a Dolly Parton, deleitó sus días de adolescencia. Conversaban de la vida y la muerte, de la paz y la guerra, del ayer y del presente, de lo bueno y de lo malo, lo que les separa y les une. En definitiva, un ejercicio de buenas intenciones para ponerse al día tras varios años sin verse. Sin embargo, por encima del cariño primaba la forma de ser de cada uno de ellos, fundamentada, tal vez, en la frialdad de la carga genética que transportaban. Sin pretenderlo cayeron en la discusión recordando el accidente ocurrido hacía 15 años, cuando cedió un dique en la planta de Kingston de la Autoridad del Valle de Tennessee, derramando cenizas de carbón.
          –Los ecologistas sois unos exagerados, alarmáis al mundo con vuestro discurso de cambio climático y no os dais cuenta de que el clima siempre está cambiando –dijo el mayor de los Hanks.
          –Entonces, tú que estás tan cerca de Dios, ¿te parece aceptable que murieran alrededor de 36 trabajadores que prestaron servicio en tareas de limpieza a consecuencia de tumores cerebrales, cáncer de pulmón, leucemia…, y que la mayoría de los supervivientes tengan ampollas en la piel por arsénico y no puedan despegarse de los inhaladores de bolsillo? ¿Lo apruebas? –argumentó el tercero de los hijos, monitor de esquí, en Wisconsin.
          –No, por supuesto que no, pero la Central Eléctrica de la Autoría del Valle de Tennessee es un motor muy importante para nuestro Estado –siguió el pastor.
          –Aquello fue una desgracia que puede pasar en cualquier otro lugar –intervino el segundo, médico en una prestigiosa clínica de Billings.
          –¿Por qué habéis cambiado tanto? –preguntó el tercero de los hermanos–, antes los votantes republicanos teníamos otra perspectiva de las cosas, recordad que en la campaña presidencial de 2008, John McCain dijo: “la misma actividad económica que ha traído libertad y oportunidades a miles de millones de personas, también ha incrementado el volumen de dióxido de carbono en la atmósfera”. Tipos así hacen mucha falta.
          –¡Y qué! –exclamó el segundo– ¿Vas a darnos ahora lecciones de comportamiento cívico?
          –No soy quién para hacerlo, pero estoy viendo cambios tan alarmantes, y no sólo en la estación de esquí donde trabajo, sino en el conjunto de Wisconsin, que me parece importante insistir en esta realidad presente, ya no se puede entender a futuro.
          –Pues yo estoy muy de acuerdo con Jeb Bush cuando dijo que no hay suficientes evidencias de que eso sea natural o provocado por el hombre –concluyó el enfermero.
          –Chicos, no os calentéis más la cabeza, yo me guío del ganado –metió baza el pequeño de todos, capataz de cuadrilla, en Texas–, si está alterado, anuncia tornados y tormentas, si pasta tranquilo y se aparea, señal de que el cielo está en calma.
          –Eso esa es una buena e indiscutible filosofía, querido hermano pequeño –entre guiños opinó el pastor de la Iglesia Evangélica Luterana.
          –Considero muy preocupante que se rompiera el dique cerca de Kingston, en el condado de Roane, que el lodo de ceniza de carbón cubriera 300 acres de tierra llevándose por delante casas y que este país sea tan poco dado a reconocer que hay deudas con la humanidad pendientes de saldar –sentenció el monitor de esquí. Donna Hanks, a pie de escalera, escuchaba los distintos puntos de vista de los hijos y, en parte, estaba de acuerdo con todos y cada uno de ellos.
          A las afueras de Lenoir City, en un área poco transitada, entre caminos que llevan directos al bosque, estacionó la autocaravana durante varios días seguidos, tiempo suficiente para organizarse y planificar la ruta con detalle. Faltaba poco para amanecer y sintió dolor en los huesos, el frío se clavaba en los tendones como puntas de alfileres, así que, se abrigó, bebió café instantáneo y masticó galletas de mantequilla mientras digería la cantidad de pensamientos que la embargaban. Antes de emprender viaje de 160 millas, aproximadamente, a la ciudad de Stevenson, en el estado de Alabama, trató de contactar con la oficina de Kimberly Teehee, delegada de la Nación Cherokee en la Cámara de Representantes, pero debía seguir un protocolo larguísimo que tampoco garantizaba poderla ver. De modo que, con toda la cautela se puso en marcha. Lo primero sería buscar la dirección escrita en el reverso de la partida de nacimiento de la abuela Tillie e investigar si el apellido Gunter, el suyo de soltera, era de los más comunes por aquella zona. La Interestatal 75 estaba despejada, condado a condado, pueblo a pueblo, disfrutó del paisaje que, para todo tenesiano y tenesiana, es único en el universo. Por la radio, varios comentaristas, hablaban de la soledad que sufren los estadounidenses. Por lo visto, en 2023, un especialista lo identificó como “crisis de salud”, como consecuencia de sustituir las relaciones presenciales por las virtuales y culpando concretamente del aislamiento a las redes sociales que han hecho de nosotros personas más introvertidas. Con los cinco sentidos puestos en la carretera y sin la zozobra de la prisa metida en el cuerpo, se desvió a comer algo en Charleston, ciudad de gran belleza y cuya alcaldesa es una mujer afroamericana. En el restaurante apenas había gente, excepto algunos hombres con ropa de obrero. Pidió alitas de pollo con salsa búfalo, tiras de apio, zanahoria y cerveza para acompañar. Una televisión de grandes pulgadas presidía el salón, en la pantalla negra se reflejaban los rayos del sol hasta que el camarero de detrás de la barra la encendió y aparecieron unas imágenes de cowboy a caballo y dirigiendo las reses por los estrechos desfiladeros. Opal Nelson consultó el mapa y las notas que añadía en su cuaderno cuando recordó la última conversación que mantuvo con Tayen McDaniel.
          –Vente conmigo –le propuso.
          –Este viaje debes hacerlo sola.
          –Me gustaría hacerlo juntos.
          –Vas a profundizar en tus raíces y será una experiencia inolvidable, además no me siento cómodo fuera de aquí –miró a su alrededor– y así cuando regreses tienes la excusa de venir a verme.
          –Entonces, dices que, cuando haya un gajo de luna a mi izquierda, tú estarás en las montañas y el gran espíritu frente a ti, entonces será señal de que todo me ha ido bien.
          –Exacto. –Trueno veloz no estaba acostumbrado a socializar con nadie tan directamente, sin embargo, tuvo un gesto que ella recordará hasta el final de sus días. Sacó del bolsillo un colgante–. Toma, lo he hecho para ti, llévalo puesto.
          –Es precioso, muchísimas gracias.
          –El cordón es de piel de oso y la bolsita también, dentro hay una pluma de águila y una combinación secreta de semillas que te darán suerte, no la pierdas, y después, una vez conseguido tu objetivo, lo abriremos y verás cómo ha quedado –ella asintió con la cabeza y el indio Cherokee se fue a pescar al río Oconaluftee. Le vio alejarse y, para sus adentros, le prometió volver.
          Con el último bocado de las alitas de pollo en la boca y algunos enseres adquiridos en la gasolinera, reanudó el viaje. La ciudad de Stevenson y Alabama en sí estaba llena del apellido Gunter, tras mucho preguntar y dar más vueltas que una peonza, detuvo la camioneta en el cruce de la 3rd St con Kansas Ave, donde le dijeron que vivía el hombre más longevo de toda la comarca, pero entre unas cosas y otras se le echó la noche encima. Aparcó en un descampado y, a la luz de la linterna de camping, abrió una lata de conservas, saboreó un brik de leche y convocó al sueño mirando fotografías...
          Dos días antes de la vuelta al colegio, en la recta final de las vacaciones de invierno, un descuido en casa de Aretha O’Neal, facilitó que la desgracia entrase por la puerta trasera. Acababan de dar las 12:00 p.m. cuando uno de los gemelos, probablemente el más travieso, aprovechó para salir a jugar al aire libre. Primero lo haría en el jardín llenándose los bolsillos del pantalón con puñaditos de arena, puntas de hojas partidas y un pedazo del papel con la lista de la compra; después, en mitad del camino, se entretuvo mirando unas ardillas que trepaban veloces hasta visualizar el horizonte; y por último, le tentó la infinita línea recta de la carretera en la que, como si fuese un amplio campo de fútbol le dio patadas al balón, cuya esfera, redonda, se alejaba más y más. Al principio nadie se percató de su ausencia, atareados en sus cosas, ignoraba que cada minuto que pasaba era crucial. Cuando la madre empezó a llamarlo para sentarse a la mesa, y la criatura ni aparecía ni contestó, se dispararon todas las alarmas y el hogar quedó a oscuras… Desde la noche anterior, hasta bien entrada la mañana, en la granja de Alvin Evans se corrió una juerga de esas que hacen historia, a base del Moonshine elaborado por él mismo, también hicieron prácticas de tiro, pidieron oraciones para uno de los miembros del klan, aquejado de cáncer terminal y acordaron recaudar dinero para su entierro. Poco a poco se fueron yendo menos una pareja de granjeros recién llegados de Mississippi y devotos de la bandera confederada.
          –¿Os llevo? –se ofreció Alvin. 12:34 p.m.
          –Muchísimas gracias –dijeron agradecidos mientras nadaban en solitario por una espesa marea con resaca. 12:35 p.m.
          –Aunque si queréis quedaros, no tengo inconveniente –trató de ser hospitalario, sin embargo, rezaba para que no aceptasen. 12:38 p.m.
          –No entiendo cómo el primo Jordan Brady –histórico de la organización supremacista– se ha podido ir sin nosotros –12:40 p.m.
          –Pues no se hable más, vámonos –12:41 p.m.
          –No hay problema, suban a la camioneta, enseguida llegamos. –12:40 p.m.
          Apenas encontraron tráfico y todo parecía estar tranquilo. De la guantera sobresalían todo tipo de objetos y aquellas viejas cajitas de plástico llamadas cassette. 12:45 p.m. Los pasajeros del asiento trasero se habían quedado dormidos, así que, Alvin pisó a fondo el acelerador para deshacerse de ellos lo antes posible. Repasó mentalmente lo que compraría en la tienda: un poco de azúcar, algo de café y cigarrillos. 12:52 p.m. El sol pegaba de frente y les deslumbró, entonces los viajeros se espabilaron. En el cruce de Manhattan Ave, con Northwestern Ave, hay un STOP, pero no lo vio porque en ese momento se despistó buscando una cinta de Randy Owen, su cantante preferido. 12:55 p.m. De repente, algo pisó la rueda trasera derecha que le obligó a hacerse con el volante. 12:56 p.m.
          –¿Qué ha sido eso? –preguntó uno de los jóvenes granjeros mientras miraba por la ventanilla.
          –¡A saber! Cualquier cosa, algún animal muerto, hay gente muy desaprensiva que los abandona –suelta restando importancia al suceso.
          –No sé, me ha parecido oír un grito –manifiestan ambos.
          –Estamos llegando, es al final de esta calle –informa Alvin aliviado. 1:10 p.m.
          Aretha O’Neal, y la familia en pleno, salieron en busca del miembro que faltaba. Nadie del vecindario fue a ayudarles. Cada vez más alejados, el padre sugirió dividirse, unos continuar y otros regresar a la casa por si aparecía por allí. De repente, uno de los muchachos encontró el peluche y la zapatilla del pequeño, y más allá, tendido en el suelo, su cuerpo diminuto manchado de sangre. 1:23 p.m. El 911 atendió rápido el teléfono y enseguida llegó el equipo médico que, tras la primera valoración evaluando el estado del herido, se lo llevaron bastante grave al Methodist Medical Center. La ambulancia pasó por delante de la casa de Donna Hanks y detrás un automóvil que le resultó conocido. Entonces, se le cayó un plato de ensalada de las manos. 2:18 p.m.


10.
La sala de espera del Methodist Medical Center era un espacio donde la pérdida y la esperanza batallaban a partes iguales. Apenas una veintena de personas, familiares de otros pacientes, cada uno con su carga emocional a flor de piel, se consumían entre lamentos e irritación mientras caminaban como sonámbulos dando sorbos muy cortos a la botella de agua adquirida en la máquina expendedora. Los O’Neal tenían dibujada la derrota en el rostro y el agotamiento en cada músculo, en cada hueso, en cada frunce de la frente, aunque por otro lado se aferraban a la esperanza tan fina como un papel de liar tabaco. El cirujano ya les había informado sobre la gravedad de las lesiones con las que ingresó el pequeño, no obstante, dijo que harían todo cuánto estuviese en sus manos para disolver el coágulo de sangre alojado en la zona al cerebro de acceso más difícil. El tiempo transcurría tan despacio que las quince horas que llevaban operándole apenas avanzaban en las agujas del reloj, además de las mordidas desesperantes en la boca del estómago, al no salir nadie a darles noticias. Tan sólo les sacó del apocamiento las fuertes pisadas de los agentes de la oficina del Sheriff del condado, cuando fueron a decirles que las cámaras de seguridad sufrieron un apagón en ese momento y había registro de ningún automóvil que se hubiese dado a la fuga, ni constancia de frenada en la carretera, por lo cual, certificaron que dicho accidente, no intencionado, habría sido la consecuencia del despiste de algún forastero que no conocía bien el terreno. Aretha estaba sentada en el suelo con las piernas flexionadas, la mirada perdida, un leve temblor de hombros y las rodillas rodeadas con ambos brazos. El otro gemelo, desconcertado, se recostaba en el pecho de la madre vencido por el sueño, buscando consuelo, protección y apoyo ante la posibilidad de quedarse solo. Hasta ese momento se comportó raro, introvertido, apocado, quizá intuyendo que su otra mitad, sobre la frialdad de la mesa de quirófano, el cráneo semihundido, las constantes vitales en montaña rusa, lleno de cables, de tubos y la sonda por la que ya ni siquiera caía el orín, luchaba agarrado a la vida que se alejaba de él. Había caído la primera nevada de la temporada y cuajado en los bordes de la acera a la salida de urgencias. Más allá, un muñeco de nieve se desmoronaba al ponerle alguien una bufanda en el cuello. El padre de Aretha O’Neal fumaba un cigarrillo y rezaba cuando el hijo mayor fue a buscarlo.
          –Papá, han dicho que la operación ha terminado, van a hablar con nosotros.
          –Enseguida voy. ¡Alabado sea Dios! –Un equipo de cinco médicos fueron hacia ellos.
          –Hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestras manos, ahora toca esperar, ver cómo reacciona –decía el cirujano nada optimista– y cómo serán las posibles secuelas que le queden. Es pronto para aventurarnos, pero no les quiero engañar, el cerebro estaba muy dañado y nos ha sido complicadísimo acceder hasta el coagulo de sangre y no estamos seguros de haberlo absorbido completamente, vayan haciéndose a la idea de que, si el niño sale adelante, no será el mismo que fue. Las próximas setenta y dos horas son críticas, está en la Unidad de Cuidados Intensivos, monitorizado, de modo que cualquier empeoramiento o mejoría lo afrontaremos con máxima brevedad.
          –¿Podemos verle? –interrumpió la madre entre sollozos.
          –No, esperemos a mañana. Aquí no hacen nada, márchense a descansar que si hubiese cambios nosotros les llamaríamos.
          –Gracias doctor –intervino el padre–, pero mientras que nuestro pequeño esté ahí, no nos moveremos.
          –Después saldrán a completar algunos datos que nos faltan para el historial –dio la sensación de que añadiría algo más, pero desapareció muy cabizbajo.
          –Puede que tenga razón –dijo el hombre–, los niños deberían estar en casa.
          –No pienso dejar solo a ninguno de mis hijos –respondió la mujer–, permanezcamos juntos, cuando despierte le gustará vernos a  todos.
          –Sí, tienes razón.
          El país vivía acontecimientos encontrados, por un lado la baja popularidad de Joe Biden tras su posicionamiento respecto a la guerra de Israel, y por otro el respaldo sin precedentes a Donald Trump pese a las causas abiertas que mantiene con la justicia. No obstante, los más optimistas no lo daban todo por perdido y confiaban en que los votantes independientes castigasen al candidato republicano, convirtiéndose así en balón de oxígeno para la reelección del actual presidente. En definitiva, dos corrientes cuya resaca empujaba a los estadounidenses hacia un mar de náufragos aunque se esfuercen por remar en sentido opuesto. Las calles de las principales ciudades de Alabama se habían llenado de manifestantes y activistas en contra de la pena de muerte, con pancartas donde se leía claramente la palabra “inhumana” respecto a la ejecución por Hipoxia de nitrógeno que realizarían al reo Kenneth Eugene Smith, condenado en 1989 por participar en el asesinato de Elizabeth Sennett, encargado por su propio esposo, un predicador que optó por algo tan macabro para cobrar el seguro y saldar así sus deudas. Sin embargo, la ciudad de Stevenson quedó al margen. Opal Nelson circulaba por la principal avenida cuando vio de frente una cafetería donde por cinco dólares daban suculentos desayunos. Con la segunda taza de café entonándole el cuerpo y bien digeridos los huevos con tocino crujiente, pepinillos y maíz, se atrevió a preguntar por el anciano más longevo del lugar.
          –¿Sabe dónde puedo encontrar a este hombre? –aclarándose la voz dijo el nombre de la persona que buscaba–, he estado en el cruce de la 3rd St con Kansas Ave, pero no he visto a nadie.
          –Deje que piense –el camarero, que en realidad era el dueño, ganó tiempo o se hizo el interesante.
          –Es muy importante para mí, vengo desde Tennessee y no pienso irme sin verlo.
          –¡Oh, Memphis!, Elvis –movió las caderas de tal forma que casi pierde el equilibrio.
          –Bueno, no exactamente, soy de Lenoir City, pero ahora vivo en Oak Ridge –omitió el dato de que su hogar era ambulante, ubicado dentro de una autocaravana–. ¿Entonces me dirá dónde localizarlo?
          –Será difícil –contestó sujetando el mondadientes entre los labios.
          –¿Y eso?
          –¡Porque lleva en la tumba hace años! ¿Más café?
          –No, gracias –se quedó pensativa y cabizbaja.
          –Pero moriría muy viejo, ¿no? Me han dicho que…
          –Va, no haga caso. Habladurías, leyendas que circulan por ahí, alguna sin fundamento, otras algo más próximas a la realidad, pero ni caso. No obstante, era muy mayor, sí. Espere un momento, ahora que caigo, su única hija vive en McMahan Cove Rd, cerca del cementerio –Opal se levantó del taburete y puso los cinco pavos sobre la barra–. ¡Eh!, espero, no se vaya sin probar nuestra especialidad: alitas de pollo.
          –Ya no tengo más apetito, otra vez será –se apresuró, quería dejar zanjado el asunto lo antes posible.
          –Está bien. ¡Cuánta prisa, mujer! –Opal ya no le oyó.
          McMahan Cove Rd se hallaba en un espacio tranquilo, con amplias zonas verdes donde las casas, de construcción sencilla, aparecían esparcidas entre caminos de tierra. Dentro de ese bello escenario, el silencio, majestuoso y protagonista, era un actor más del paisaje cuyas tonalidades se manifestaban a través de una hiedra por donde trepaban mezclados el otoño y la primavera. Lo primero que vio al bajar de la autocaravana en el porche techado con tiras de madera y una bandera de los Estados Unidos como presentación de que allí vivía gente de bien, fueron dos mecedoras blancas conjuntando perfectamente con los poyetes impolutos de las ventanas, herramientas de labor apoyadas en la pared y una mesita auxiliar con vasos de cristal y jarra de limonada. La mujer se hallaba en la parte de atrás tendiendo la ropa. Llevaba puesto un chaleco, camisa y pantalón de abrigo, el pelo canoso recogido en dos trenzas, no muy largas, que descansaban encima de los hombros, a la vez que se movían de un lado a otro cuando sus manos de piel rojiza sacaban del barreño las prendas sujetándolas en la cuerda con pinzas. Concentrada en la tarea de estirar los cuellos de las camisetas para que no se deformasen, apenas se percató de la presencia de Opal hasta que al verla dio un respingo.
          –Lamento haberla asustado –dijo casi más aterrada que la otra.
          –No recibo muchas visitas y me he sobresaltado.
          –Lo entiendo, y de nuevo le pido disculpas.
          –¿En qué puedo ayudarla? –se limpió un hilillo de saliva que le caía por la comisura de los labios.
          –Pues… –En pocas palabras resumió toda su andadura hasta llegar allí y dar con el hombre más longevo de la comarca: las conversaciones con la abuela Tillie, el descubrimiento de los gráficos en la roca con Tayen McDaniel donde leyeron los nombres de los antepasados de Opal Nelson, el nerviosismo de su madre cuando sacaba el tema y realizaba preguntas incómodas, así como también el encuentro con el viejo indio que vivía en las montañas de la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–, territorio encerrado en el límite Qualla. En definitiva, todo un abanico de inquietudes y dudas que la robaban el sueño cada noche.
          –¡Y yo qué puedo hacer! –intentó disimular, pero se le notó a la legua la incomodidad.
          –¿Su padre descendía de los Cherokee? –sacó de la mochila un sobre con varias fotografías antiguas.
          –Bueno…, murió hace mucho… En realidad… Oiga, ¿adónde quiere ir a parar? A los muertos hay que dejarlos en paz.
          –No es mi intención ofenderla.
        ¿Pero dígame qué puedo hacer por usted? –lo entonó con ganas de quitársela de en medio lo antes posible.
          –¿Por casualidad pronunció en algún momento el nombre de Salali? –a la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas y de su rostro desapareció completamente la desconfianza dando paso a la hospitalidad entre desconocidas.
          –Sentémonos aquí, todavía queda un rato de sol. ¿Le sirvo un poco? –señalando a la limonada.
          –No, muchas gracias.
          –Ahora vuelvo. Por cierto, me llamo Topanga Sizemore –la tenesiana también se presentó.
          –¿Podría ir al lavabo?
          –Claro, venga por aquí. –La primera pieza de la casa era el salón junto con la cocina, había pocos trastos por medio, sólo lo necesario para una o dos personas. Al fondo, a la izquierda, tres puertas de grandes dimensiones abrochaban la oscuridad del pasillo y pensó que todo en sí resultaba muy rudimentario. Cuando regresó, la mujer sostenía sobre las rodillas un álbum de fotos.
          –¿Quiénes son? –Opal Nelson manifestó total curiosidad.
          –Nuestros antepasados. Mi padre lo guardaba con sumo cariño, decía que ahí quedó inmortalizado el dolor y la lucha de nuestro pueblo, el éxito y el fracaso de tantos hombres y mujeres que pelearon a cuerpo descubierto. Sabía los nombres y la historia de cada uno de ellos, las características de sus familias y adónde fueron desplazados. La mayoría procedía de Tennessee, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia y Alabama. Estando ya muy enfermo, apenas sin aliento, repetía que aquello fue la mayor limpieza étnica realizada en los Estados Unidos de América y que en algún momento de la Historia tendrían que rendir cuentas –de repente paró, se le quebró la voz y quedó pensativa.
          –Ahora sí tomaría ese vaso de limonada –lo bebió casi de un trago, callada, con el corazón acelerado y asimilando la narración de Topanga Sizemore.
          –¿De dónde ha sacado el nombre de Salali? –preguntó intrigada.
          –Fui con un amigo a la reserva india y allí me entrevisté con un anciano al que consideran jefe, él lo descifró de unos gráficos que llevé.
          –¡Qué casualidad!
          –¿Por qué lo dice? –Opal estaba cada vez más intrigada.
          –De niña lo oí mucho. ¿Reconoce a alguien? –refiriéndose a las fotografías del álbum que la forastera miraba con la misma atención de un estudiante ejemplar.
          –Así, a simple vista, diría que no, pero igual si profundizo podría decir que sí –Opal jugó con las palabras.
          –Imagino que esto sea una copia –Topanga agitó el documento que Opal llevó del Tratado de Nueva Echota– porque tengo uno igual.
          –Supongo. El apellido Gunter era el de soltera de la abuela Tillie ¿Le suena?
          –Pues no, lo siento. Aunque, espere un momento –volvió con una postal sellada en Tennessee ochenta años antes.
          –Esta letra es de mamá –Opal se llevó las manos a la cara–, debía de ser una niña cuando la escribió.
          –Lo cual confirma que su abuela y el padrastro de mi padre se conocían y que un hilo muy fino teje las casualidades que a usted y a mí nos unen…
          Alvin Evans fue a Knoxville a comprar sacos de trigo, avena, cebada y maíz con los que después elaboraría el pienso para alimentar a las aves de corral. En la zona de estacionamiento, mientras colocaba todo dentro de la camioneta, escuchó el comentario del atropello ocurrido hacían algunos días donde el conductor se había dado a la fuga dejando a una criatura malherida, pero ni siquiera lo relacionó con el percance que protagonizó días atrás cuando llevaba a la pareja de jóvenes granjeros hasta la propiedad de Jordan Brady, primo de ellos.
          –¿Se sabe algo de la investigación para dar con el presunto culpable? –preguntó una mujer que pasaba cerca con su carro de la compra lleno de papel higiénico.
          –Nada –responde un chico joven con pinta de vaquero–. También es mala suerte que precisamente en ese momento el sistema sufriera un apagón y las cámaras de seguridad no hayan grabado al menos la matrícula.
          –¿No le remorderá la conciencia? –dijo otra de las mujeres.
          –Según dicen iban varios en el vehículo –comentó otra persona.
          –¿Pues si tan claro lo tienen que vayan a por ellos? –soltó alguien desde la caseta.
          –Ya recibirán el castigo que merecen,
          –Pues esperemos que sea pronto ya que la criatura se debate entre la vida y la muerte en el Methodist Medical Center,
          –¿Dónde dice que ha sido, caballero? –Alvin empezó a preocuparse. Las coordenadas que dijeron coincidían con su ubicación. De pronto todas las piezas encajaban: el golpe que tenía en el faro delantero de la derecha, el bulto que vio por el espejo retrovisor saltar por los aires, los restos de sangre y materia blanquecina y pegajosa que quitó de la rueda con una manguera y ese vacío en la boca del estómago que se le puso las veces siguientes que pasó por allí. Todo encajaba, todo menos su conciencia…


11.
En la sala de espera los asientos fueron quedándose poco a poco vacíos, tan sólo la respiración de los O’Neal, rotos de cansancio, se escuchaba rebotar contra las paredes a falta de pintura. Los chicos, rendidos de sueño, improvisaron un camastro sobre tres sillas. La luz intermitente de las ambulancias entrando en el muelle con la velocidad que apremia la gravedad de cada paciente, les deslumbró trayéndoles a la realidad de la particular pesadilla que estaban viviendo, fue cuando el esposo y la esposa se miraron apurando las últimas gotas de esperanza. Treinta y siete horas después de haber sido operado el corazón del pequeño dejó de latir, en ese mismo instante, el otro gemelo, recostado en las piernas de la madre, se despertó sobresaltado. Un médico del equipo del cirujano les dio la noticia y les dijo que si querían donar los órganos del niño habría que iniciar el protocolo cuanto antes. De pronto, un alud de dudas se apoderó de aquella familia a la que un desalmado les amputó la felicidad y el futuro. Entonces, las placas tectónicas de la tristeza y la impotencia, la desesperación y la derrota, chocaron entre sí haciendo que temblase el suelo bajo sus pies.
          –¡Nos lo han matado, nos lo han matado! –dijo el hombre enloquecido y haciendo caso omiso a las palabras del facultativo.
          –¡No puede ser! ¡No puede ser! –exclamaba la mujer tirándose del pelo–. ¡No puede ser…!
          –¿Dónde está mi pequeño? ¡Quiero verle! ¿Dónde está mi pequeño? –clamaba arrodillado el padre.
          –¡Justicia! ¡Por amor de Dios! ¡Justicia! –Se fundieron en un abrazo.
          –¡Asesino! –gritó mr. O’Neal, el pasante que quiso prosperar en el despacho de abogados blancos, y sin embargo, cuando les contrató un cliente gay y ganaron, los republicanos conservadores del condado le castigaron a él arrebatándole la vida a su pequeño.
          El papeleo burocrático es una tela de araña que se enreda en las extremidades del cerebro y te impide pensar. Las dos opiniones encontradas del padre y de la madre debatiendo si aceptaban o no donar los órganos del hijo les condujo a revocar una serie de principios amenazados por derrumbe. Por un lado, la empatía de poder salvar otras vidas humanas daba un matiz distinto a la tragedia que posiblemente jamás superarían; por otro, el dolor de sentir que aquel cuerpo diminuto y travieso iba a ser diseccionado configuró dentro de ellos el sentimiento de culpa. Sin embargo, optaron por hacerlo. Antes de partir hacia Orlinda donde se quedarían a vivir y enterrarían al gemelo junto a la tumba de otros parientes, y quizá de donde nunca deberían de haber salido, Aretha O’Neal, la hermana mayor que en múltiples ocasiones ejerció de madre, no supo gestionar la pérdida del ser querido, así que, sin pensárselo dos veces, fue en busca del reverendo del vecindario y descargó rabia e impotencia contra él y contra Dios, a quién culpó de su desgracia y de haberse llevado tan pronto a alguien tan indefenso e inocente. Esa fue la última vez que puso de manifiesto distancia entre ella y Cristo.
          Donna Hanks apuraba los últimos días con su hijo mayor prácticamente recuperado del virus que contrajo en Nueva Delhi. Ese tiempo juntos, compartiendo lo cotidiano, conociéndose en el día a día, descubriendo manías y costumbres, cuidándose entre sí y velando en la oscuridad el quejido doloroso del otro, suavizó la fría y superficial relación que tenían antes, pero llegó el momento de retomar la intimidad: él de vuelta a Chicago, a la Iglesia Evangélica Luterana, en Riverdale, barrio conflictivo de Chicago donde desempeñaba la labor de reverendo; ella a tejer bufandas, pasear por el bosque rehabilitando la rodilla, cocinar para una sola ración y pinchar los vinilos de Dolly Parton.
          –Sube el volumen de la radio, por favor –dice retorciendo la punta a un paño de cocina.
          –Enseguida.
          –¿Han dicho que impiden el paso a Río Bravo? ¿No tiene que cruzarlo a diario tu hermano? –pregunta con un nudo en el estómago.
          –Sí, pero no te inquietes, seguramente serán controles rutinarios que realiza la Guardia Nacional de Texas para bloquear el acceso a la Patrulla Fronteriza, ten en cuenta que está en el límite sur con México y por ahí pasan muchos migrantes ilegales, ya no hay capacidad y las instalaciones están masificadas, no podemos recibir a más gente, da mucha pena ver a los niños y niñas, ancianos y ancianas, hombres y mujeres que mueren intentando alcanzar el sueño americano.
          –Ya, si eso está muy bien, pero he oído Eagle Pass y ellos viven en Quemado, veinte millas más allá de esa ciudad.
          –Si quieres le llamamos.
          –No sé, igual no le gusta, es tan especial –dice Donna–. ¿Piensas que soy una insensible y que no estoy al tanto de las cosas que pasan?, pues sí que lo estoy y se me parte el alma cuando veo la alambrada convertida en el cementerio de prendas de vestir, juguetes, muñecas mutiladas, tesoros que partieron con sus propietarios en la valija de la ilusión y se quedaron ahí, sin dueño, sin proyecto, en tierra de nadie –le da la espalda y rompe a llorar.
          –No soy quién para juzgar a nadie y mucho menos a ti, mamá. ¡Que Dios se apiade de ellos y les proteja! –Tres días después de esa conversación le dejó en el aeropuerto de Knoxville, iba cojeando, torcido hacía la izquierda y las fuerzas justas para llegar erguido a la puerta de embarque. Se abrazaron, prometieron verse pronto e hicieron una despedida muy original: “Abrígate bien la garganta que luego te quedas afónico, hijo; y tú no le pongas tanta sal a los guisos, mamá”. Una vez sentado en ventanilla abrió la Biblia al azar y pidió oraciones para todos sus compatriotas. Donna Hanks se dejó caer en la mecedora del porche y le aguantó la mirada al sol, después la fue bajando lentamente hasta percatarse de que tenía los tobillos hinchados…
          Después de la dura nevada que afectó de lleno a Tennessee dejando a la población encerrada en sus casas, con carreteras sepultadas bajo una capa de hielo, el sistema eléctrico caído y una temperatura de dos dígitos por debajo de cero, tras varias semanas sufriendo esas condiciones algunos granjeros de la comarca tuvieron que luchar contra los lobos que, noche tras noche, atacaban a gallinas, perros y conejos destrozando los establos en busca de comida. Era sábado y Alvin Evans disfrutó de una apasionante carrera de coches, de su cena favorita a base hamburguesa gigante de carne de buey, pepinillos y aros de cebolla, de los temas musicales de Randy Owen, solista de la banda country-rock “Alabama” y de un rato de conversación con lugareños afines, como él, a defender la patria empleando el uso de las armas. En el otro extremo de la barra visualizó a los primos de Jordan Brady, la pareja que llevaba en la camioneta el día del accidente. Se saludaron con la mano y rezó para que no fuesen adonde estaba, pero lo hicieron llevando consigo las jarras de cerveza espumosa, la cajetilla de tabaco, el sombrero de cowboy, un macuto de piel lleno de munición para la escopeta y ese olor tan insoportable a mierda de caballo que les delata.
          –¿Cómo sigue el viejo Brady? –preguntó Alvin–, la última vez tenía la espalda dolorida.
          –Bueno, ahí va, ya sabes, con sus achaques, pero con el mismo mal humor de siempre, los chicos están amargados.
          –Ya imagino. ¿Os quedaréis mucho en Oak Ridge?
          –Pues una larga temporada, nos han ofrecieron trabajo en Nashville, pero dónde vamos a estar mejor que con la familia. Por cierto –dice la joven bajando el tono de voz–, el atropello ese del que todos hablan es…
          –Callaos, por favor, y tened cuidado no se os caliente la lengua –interrumpe la frase un Alvin Evans acobardado.
          –No se preocupe hombre, nosotros pensamos que usted hizo lo correcto. Además, hemos venido a buscarle porque el primo Brady ha convocado al grupo dentro de hora y media en su granja. –Los muchachos fueron llegando escalonados, bajaron de las camionetas echándose mano a la zona lumbar, unos todavía traían la ropa manchada de haber estado evaluando los daños de la nevada, otros con colonia barata en el pelo y los menos directos de haber estado en alguna fiesta particular en Nashville. El viejo Jordan apareció con muletas y bastante desmejorado.
          –Papá tiene algo que deciros –intervino el menor de los Brady.
          –Gracias a todos por venir, os pido paciencia y veréis cómo habrá merecido la pena esperar ya que está a punto de visitarnos un miembro muy importante de nuestra organización. –El ronquido de un automóvil que paró en seco, les instó a estar pendientes de la puerta del granero que se abriría de un momento a otro, y por la que aparecería un tipo elegante, con traje de raya diplomática, zapatos impolutos, camisa blanca y corbata de nudo ancho. Una vez que todos se presentaron cambiaron opiniones.
          –¿Hay novedades respecto a la investigación del accidente? –preguntaron.
          –Por suerte ninguna, pudimos sabotear las cámaras de seguridad, pero hay que ir con mucho cuidado sobre todo porque el caso de los O’Neal no está terminado.
          –Jamás dijimos de llegar tan lejos, tan sólo asustar a la hija mayor –intervino Alvin un tanto compungido.
          –Ya –tomó la palabra el forastero–, pero los de arriba quieren resultados más contundentes. ¿Qué sabéis de la familia?
          –Digo yo que seguirán encerrados en su casa –Jordan Brady tosía sin parar.
          –Negativo, han puesto rumbo a Orlinda, de donde son oriundos, así que, ¿voluntarios para rematar el trabajo? –Alvin y tres hombres más levantaron la mano.
          –Usted no, señor Evans, ellos sí, hay que evitar toda sospecha.
          –¿Cuáles son las órdenes? –preguntaron.
          –Sabemos que la chica está muy desarrollada, así que tenéis vía libre, pero procurad no hacer mucho destrozo, solamente un buen escarmiento, hay que darles una lección a estos negros que se creen los dueños de América…
          Serían muchas las cualidades a destacar de Topanga Sizemore, esa mujer delgada, de baja estatura, rasgos nativos, hospitalaria, con heridas sentimentales aún sin cicatrizar y un don especial para armar las bases de la vida desde el lado sencillo. Acostumbrada a la lentitud de los espacios abiertos y solitarios, al lenguaje de la naturaleza, a las señales del cielo anunciando cambios, dejaba espacio entre palabra y palabra como si el tiempo bajase por un caño de agua con poca presión.
          –¿Usted cree que el padrastro de mi padre y su abuela se querían?
          –Ya no estoy segura de nada, pero las fechas no encajan, hay muchos años de diferencia entre ellos y tengo la sensación de que algo importante se nos está escapando, creo que deberíamos de repasarlo todo desde el principio, anotemos las dudas y las certezas, las fechas y los parentescos, las ciudades y los Estados, y luego cotejemos lo suyo con lo mío pera poder llegar a lo nuestro.
          –Voy a cocinar mazorcas a la plancha y carne de vacuno acompañada de col rizada y alubias de careta. ¿Le apetece cenar conmigo? –prolongaron la velada hasta altas horas intercambiando emociones y acortando cada vez más el camino que tejía el vínculo de sus antepasados.
          –Desde que recuerdo, en casa, siempre fueron temas tabú todo lo concerniente a los Cherokee, mi madre ejerce animadversión hacia ellos, supongo que se avergüenza de su pasado, de su procedencia, de su sangre y, en ese aspecto, trató mal a la abuela Tillie.
          –Papá me inculcó la cultura de su pueblo, las costumbres, los principios, el respeto a los ancianos del poblado, nunca hemos vivido negando nuestro origen, sino todo lo contrario, soy tan piel roja como lo fue él y, quizá, como lo sea usted.
          –¿Le importa si miro otra vez el álbum de fotos? –tenía una corazonada.
          –No, claro que no. Cógelo.
          –¿Ve ese rostro de ahí, el que está semioculto? –indica Opal.
          –Pues, ahora que lo dice, no me había fijado –dice Topanga.
          –¿Tiene una lupa?
          –Había una por aquí, en algún sitio, veré si la encuentro.
          Cuando amplió la foto con la lente el rostro que aparecía entre dos personas, semioculto, se parecía mucho a ella con cuatro o cinco años: las mismas trenzas de ramales apretados cuyo cabello liso, brillante y oscuro cambiaba según le daba la luz, en los mofletes resaltaba una media luna roja igual a la que lucían todas las mujeres de su familia y la manía de pisarse un pie con otro. Se levantó deprisa, descendió por el estrecho camino hasta donde tenía aparcada la autocaravana y trajo una caja de hojalata con recuerdos muy antiguos, revolvió dentro y, de repente, se puso pálida. Topanga Sizemore la miró, también a la fotografía del álbum y a un retrato que sostenía en las manos. Entonces…
          –¿Sabe quién es?
          –Pues casi seguro la abuela Tillie –respondió Opal Nelson toda nerviosa.
          –Eso significa que… –no terminó la frase.
          –Que el padrastro de su padre tuvo a la abuela Tillie con una mujer que no era la suya.
          –¿Y no lo ha sabido hasta ahora? Bueno, tengamos en cuenta que en aquellos tiempos nacer fuera del matrimonio era una deshonra. Yo tampoco tenía idea.
          –Demasiado misterio, aunque creo que hay alguien con más información.
          –¿Quién? –dice emocionada.
          –Ya se lo diré…
          Topanga Sizemore escuchó con absoluta atención la narración de Opal, los encuentros entre abuela y nieta, lo alterados que se ponían en su casa al oír la palabra Cherokee, la voluntad de Tillie pasándola el testigo de su verdadera identidad, el hermetismo siempre extremo a la hora de hablar de parentescos y la acritud de su madre negándolo siempre todo. Regresó a Oak Ridge, llamó por teléfono a su casa desde una cabina pública anunciando que a la mañana siguiente iría a verlos. Pensó en Tayen McDaniel y en lo poco que quedaba para abrir juntos la bolsita de cuero que la dio y ver en qué se habían convertido la pluma de águila y las semillas que él guardó dentro…


12.
A su regreso de Alabama, concretamente de la ciudad de Stevenson, lo primero que hizo Opal Nelson fue visitar a su familia ya que discutían constantemente por teléfono. La madre no estaba dispuesta a dejarse intimidar por las fantasías de una soñadora, influenciada por las historias que la abuela Tillie, tan disparatada y fuera de la realidad como lo estaba la joven, la había metido en la cabeza; tampoco aprobaba la decisión de que viviera en una autocaravana, presumiendo de liberal y nómada, mientras tiraba por tierra los valores y principios fundamentales que le habían transmitido. A esa hora de la mañana el cielo mostraba un mosaico de nubes esparcidas hasta donde alcanzaba la vista y atravesadas por el vuelo de aves migratorias hacia lugares más cálidos. La zona de Lenoir City donde tenían la humilde casa era un espacio tranquilo en el cruce de S Cherry St con Bell Ave. La Iglesia Baptista ubicada en esa misma calle servía de centro social donde los vecinos compartían experiencias y actividades y también de dispensario para que homeless y alcohólicos recibieran ayuda especializada. Los postes que sostenían la infraestructura eléctrica dibujaban en su conjunto un entramado de cables horizontales cruzando por encima de los tejados; según iba llegando Opal recordó el miedo atroz que sentía de niña pensando que aquello cualquier noche se les caería sobre la cama, abrasándolos. El olor característico de galletas horneadas recientemente despertó fragmentos de su infancia cuando los días eran un collage de juegos imaginando que nada había imposible. Tal y cómo sospechó las cosas poco habían cambiado entre los suyos, el padre lijaba un trozo de madera hasta dejarlo con el grosor exacto para calzar la pata de la mesa que seguía coja y la madre frotaba con ímpetu los cristales como si una cagada invisible de mosquitos los hubiera empañado. Era como retroceder a otra época sabiendo que afuera el tiempo había evolucionado.
          –Desde que tengo memoria he peleado contra un amasijo de sentimientos encontrados, por un lado comprendía que las narraciones de la abuela Tillie guardaban muchísima coherencia: el empeño por destapar la verdad y reconciliarse con el pasado, la lucha constante y prolongada que mantuvo firme hasta el final de sus días, la certeza de que sus raíces estaban al otro lado de la montaña, en las cimas donde habitaban los espíritus de los antepasados, esa delicadeza tan suya considerando elementos sagrados al aire, los ríos y el fuego, entre otros, guardándoles absoluto respeto y esa valentía para afrontar las adversidades surgidas a lo lardo del camino; y por otro las dudas abiertas dentro de mí que a punto estuvieron de empujarme al abandono y al vacío más aterrador, pero una noche quedándome fija mirando el atrapasueños colgado encima de mi cama, decidí continuar con su legado –la mujer, por el ventanal que daba a la parte trasera, observó cómo dos ardillas trepaban por los árboles, a la vez que cada palabra pronunciada por la hija se le clavaba en el corazón como puntas de puñales afiladas.
          –Estás disgustando a tu madre.
          –No lo pretendo papá, sólo necesito saber, entiéndelo.
          –¿Acaso entiendes tú su inmenso dolor con todas esas patochadas que estás contando? –dice sin quitarle ojo a su esposa.
          –Mamá, siéntate aquí conmigo y mira esto –saca la fotografía del padre de Topanga Sizemore–, ¿le reconoces?
          –Nunca le he visto –responde evitándola.
          –¿Estás segura? –Opal insiste.
          –¡He dicho que no le conozco!
          –¿Sabes de quién es la letra de esta postal? –muestra la tarjeta.
          –Puede ser de cualquiera –responde cada vez más pálida.
          –Es tu caligrafía madre, característico en ti los palitos de las letras altas, ¿o no?
          –Pues no sé, si tú lo dices, será, pero vamos que yo no lo he escrito –Opal Nelson tomó la palabra y no escatimó en cada detalle de los últimos descubrimientos. Por ejemplo, que el padre de la abuela Tillie, nacida fuera del matrimonio, es decir bastarda, era el padrastro del padre de Topanga y por tanto descendiente directo de los indios Cherokee, un superviviente de El Sendero de las Lágrimas. También pronunció el apellido Gunter y, por último, Salali, es ahí cuando la madre no puede más y se derrumba, paró en seco al esposo a punto de montar en cólera y se sonó la nariz.
          –Para mí está siendo bastante difícil digerir que gran parte de lo vivido anteriormente, en cierto sentido, no se ha ajustado a la realidad, no digo que haya sido una mentira, pero tantos desprecios que le habéis hecho a la abuela Tillie y he presenciado sintiendo vergüenza ajena, de alguna manera han marcado mi forma de ser.
          –Nunca quisimos engañaros, entendimos que ocultarlo sería más fácil para vosotros sintiéndoos auténticos ciudadanos del sur, estadounidenses con arraigo, hombres y mujeres de ley, pero tu abuela era testaruda como ella sola, jamás transigió y mira por dónde fue a dar contigo que también lo eres, y así estamos, a un paso de hundir los pies sobre tierras movedizas –volvió a mediar el padre.
          –Nunca he entendido por qué os avergonzáis de nuestra procedencia, es como negarle a la naturaleza quiénes realmente somos, yo en estos momentos lo tengo muy claro: la nieta de una india Cherokee con vestidos de occidental que jamás se sintió cómoda llevándolos.
          –Coge el abrigo y ven conmigo, Opal –dijo su madre sacando desde las entrañas un tono de voz autoritario. Afuera, las rachas de viento cortante abofetearon sus caras. La mujer pulsó el interruptor que abría la puerta del garaje, entraron, y la luz dejó al descubierto muchos trastos amontonados: herramientas quizá ya inservibles, cajas de cartón con ropa antigua, juguetes mutilados y muchos recuerdos escolares. Adentro también estaba la vieja camioneta que apenas nadie conducía, se puso al volante e indicó a su hija que ocupase el asiento del copiloto–. Abróchate el cinturón.
          –¿Quieres que conduzca yo?
          –Todavía tengo reflejos. –La carretera que lleva de Tennessee a Carolina del Norte tenía bastante tráfico, en un principio Opal Nelson no reconoció el paisaje, pero según sumaban millas…
          –¿A dónde se supone que vamos? –pregunta.
          –Ya lo verás –¡Y lo vio, vaya que si lo vio! Enseguida iniciaron ruta hacia las Smoky Mountains y, aunque por un momento pensó que se dirigían al territorio encerrado en el límite Qualla, donde se encuentra la Reserva Cherokee, no confundir con el pueblo, la madre tomó otro camino…
          Encima del intenso dolor por la pérdida del pequeño de los O’Neal, ahora sumaban también la inquietante preocupación por los hijos varones, incluida Aretha, cuyo cambio desde que volvieron de Oak Ridge era bastante significativo. Cuando el matrimonio oyó hablar de nitazenos, pensaron que sería un nuevo medicamento contra alguna de las enfermedades raras o crónicas que se ensañan con la humanidad, después supieron que se trataba de una de las llamadas “drogas de diseño”, aparecida por primera vez en el Medio Oeste como una sustancia blanca en polvo que algunos confundieron con cocaína. La Agencia de Control de Drogas de Estados Unidos, en 2022, hizo público que se encontró igual componente en pastillas azules de más fácil distribución. Poco más se supo al respecto salvo que sus efectos tóxicos eran más fuertes que la morfina y fentanilo, además de que ralentizan los sistemas respiratorio y nervioso, pudiendo llegar incluso a provocar la muerte. Cada miembro de la familia como era de suponer se sentía desubicado, vacío, perdido en un laberinto sin salida donde faltaba uno de los suyos. Sin dinero ni perspectiva de encontrar trabajo a corto plazo, el padre y la madre hacían malabares con los ahorros para estirarlos hasta que no quedase nada. Todos buscaban desesperados una salida a la delicada situación económica, pero nadie los contrataba a pesar de estar dispuestos a realizar cualquier tipo de tarea siempre que fuese honrada, la soga la tenían cada vez más apretada y el oxígeno menos fluido. Meses después llegaron a Orlinda un grupo hombres interesados en un terreno abandonado a las afueras para montar no se sabía muy bien qué. Apenas quedaba en pie el establo y de lo demás sólo la base de los cimientos. Una mañana, comprando en el supermercado, hablaron entre ellos que necesitaban contratar a gente: encargado de obras, operarios y personal de construcción, de limpieza, etcétera. Aretha O’Neal y sus hermanos mayores lo oyeron por casualidad, volvieron a la casa y, absolutamente emocionados, dijeron que las cosas muy pronto se iban a solucionar. Sin embargo, los forasteros eran tipos bastante peligrosos…
          –¿Notas a los hijos raros? –preguntó a su esposa el señor O’Neal.
          –Hace tiempo, y si es la niña, mucho más. ¿Crees que se habrá enamorado? Los pobres han sufrido tanto con la muerte del niño que un respiro no les vendría nada mal –responde preocupada.
          –No sé, desde que se juntan con esos chicos tienen un comportamiento extraño –añade él escueto.
          –Sí, muy excitados y un lenguaje más violento –aparece el pequeño de la familia y se tira a los brazos de la madre, desde que falta su gemelo parece como si hubiese retrocedido a la etapa de bebé.
          –¿No crees que tendríamos que informarnos y saber a qué se dedican? Se oye que van a abrir un negocio, que han empezado ya las obras, pero he pasado por allí varias veces y todo sigue igual, aunque esta semana, tanto ellos como la niña han traído su primer sueldo. La otra noche se pusieron muy nerviosos cuando les dije que a mí también podrían darme allí un empleo de lo que fuese, que soy el cabeza de familia y estoy en la obligación de manteneros.
          –Eso es una bobada, querido, nosotros siempre hemos trabajado los dos. ¿Dijeron algo?
          –Claro, que soy abogado y no albañil.
          –Por cierto, mañana empiezo a dar clases particulares a unos niños, no pagan mucho, pero ayudará.
          –Total, que el único que no encuentra soy yo. –Días después de producirse esa conversación, mr. O’Neal decide seguir al mayor de sus hijos…
          Aunque el orgullo le impediría reconocerlo es muy probable que en la conciencia de Alvin Evans hubiese un antes y un después tras atropellar al pequeño. Apenas cuidaba de la granja dejando que gallinas y conejos campasen a sus anchas convirtiéndose en cebos fáciles para lobos y demás depredadores exentos de la vil amenaza de su escopeta. Hacía días que arrastraba una pierna y apenas podía moverse del sillón de orejeras posicionado frente a la tele, sin embargo, le preocupaba lo que pudiese estar pasando en Orlinda, así que, se obligó a darse un baño, arregló un poco la barba, cogió unos tejanos limpios y fue a visitar a los Brady para que hiciesen volver a los chicos, ya que, en el fondo, pensaba que la pobre familia O’Neal recibió suficiente castigo al morir su hijo. El viejo Jordan, como siempre, se mostró hospitalario con él.
          –Tienes que parar a tus primos, esa pobre gente ha sufrido demasiado enterrando al hijo –dice Alvin tras permanecer unos minutos en silencio.
          –Me temo que las nuevas generaciones han acabado con mi autoridad, ya no pinto nada, pero tampoco quiero –responde el granjero.
          –Aquello nunca debió pasar, fue un descuido por mi parte y yo tengo toda la culpa.
          –No, fue un accidente, cosas inevitables que suceden en la vida, sin más.
          –Dime la verdad, ¿qué han ido a hacerles? –pregunta.
          –Nada por lo que debas de preocuparte, tú ocúpate de criar un buen pavo para Acción de Gracias aunque todavía queda.
          –No me trates de idiota, he oído por ahí cosas muy preocupantes –le dice al viejo granjero que, como él, en muchos aspecto están desfasado.
          –Muy bien. ¿Has oído hablar de la droga de diseño que se llama nitazenos?
          –No, ni idea.
          –Pues la negrita y sus hermanos mayores se han hecho adictos, nuestros muchacho les han introducido en el negocio, tienen una tapadera, un solar que en teoría arreglarán para gestionar una nueva empresa, pero es mentira. Les ofrecen una cantidad de dinero bastante tentadora a cambio de que la distribuyan en las escuelas y los colegios, entre los compañeros, aunque nuestro principal objetivo será engancharlos, los históricos del Klan opinan que no han tenido suficiente escarmiento. –Alvin Evans, que sabía muy bien lo que era perder a un hijo, discrepó en todo, pero de poco sirvió.
          –¿Tú te estás oyendo, Jordan? –se le llenaron los ojos de agua–, a veces damos miedo, la vida ya la tienen arruinada para qué más.
          –Haré como que no te he escuchado. En pocas semanas volverán y todo habrá acabado. Aquel jodido negro fue una vergüenza para nuestro país al defender al gay y encima ganar el juicio, intolerable. Nuestros métodos de castigo han cambiado, ya no quemamos cruces ni damos palizas, pero usamos otras herramientas tan certeras como aquellas.
          –Me pregunto si merece la pena tanto sufrimiento, esa pobre gente ha pagado un precio muy alto y, aunque estoy de acuerdo con vosotros, me parece una barbaridad.
          –¡Uy!, te están ablandando y eso no nos conviene.
          Alvin Evan regresó a su casa con una idea muy clara en la cabeza: encendió una vela ante el altar donde tenía la foto de su hijo, militar de profesión, que perdió la vida en Afganistán, en 2002, en la Operación Anaconda, elaboró el moonshine de mucha calidad cuya fórmula secreta heredó de sus abuelos, cenó copiosamente a base de pollo frito picante, con pan blanco y sus encurtidos preferidos como eran los pepinillos, jengibre y cebollas; echó de comer al ganado y relleno los recipientes con agua para que no les faltase, dejó encendida la bombilla del porche y, con la emisora de radio Sólo Country, bebió hasta el amanecer. Tres días después unas mujeres fueron a la granja para comprar huevos, lo llamaron y, viendo que no contestaba y que la puerta del granero estaba semiabierta, entraron y lo encontraron ahorcado igual que él encontró, años atrás, a su esposa. Junto a la botella de whisky casero y el vaso aún con restos de alcohol había una nota en la podía leerse: vivir es una mierda…


13.
Donna Hanks se despertó temprano y sin dolor de rodilla. Era el supermartes y se celebraban primarias en la mayoría de los estados para elegir al próximo inquilino que ocupará La Casa Blanca durante los siguientes cuatro años. Segura de la victoria aplastante del Partido Republicano, con Donald Trump tiñendo de rojo casi todo el mapa y de que en Tennessee arrasarían sin lugar a dudas, se relajó saboreando un café, acodada en el mostrador de la cocina. Había vivido otras elecciones muy disputadas entre ambos partidos con candidatos fuertes batallando hasta el final: Thomas Dewey contra Harry Truman en 1945, Nixon frente a John F. Kennedy en 1960 o George W. Bush que en 2000 tras un reñidísimo recuento le arrebató la presidencia a Al Gore y, en la mayoría, sobre todo en las más recientes, La Florida tuvo la llave de la gobernanza. A mitad de mañana llegó a la escuela donde le tocaba votar, la misma donde estudió y después los suyos. Una vez cumplimentada la boleta la introdujo en uno de los recibidores electrónicos, bajo la supervisión de quienes controlan que no haya ninguna incorrección o intento de sabotaje. Después dio un largo paseo por el bosque llenando los pulmones con aire puro, recogió flores silvestres para adornar los jarrones y semillas de iris que más tarde plantaría en el jardín. Se sentó un instante a la sombra sobre una piedra picuda, puesta ahí a propósito, para hacer un alto y contemplar el paisaje. Pensó en el tercero de sus hijos, monitor en una estación de esquí, en Wisconsin, votante del partido demócrata y en su enfado con ella por no haber elegido a Joe Biden, nunca se entendieron, tampoco lo intentaron, pero aprendieron a respetar sus distintas opiniones. Sin embargo, eso era más difícil con Opal Nelson, cuya última discusión bebiendo limonada en porche fue monumental y aún no habían hablado para aclarar las cosas.
          –¿Entonces apruebas que el Tribunal Supremo del estado de Alabama haya dicho que todos los embriones congelados son personas y, en consecuencia, un buen número de clínicas de fertilización in vitro se hayan echado atrás en el procedimiento dejando frustradas a quienes sólo pueden concebir a través de dicho método? –la interpeló Opal Nelson.
          –En algún sitio he oído el comentario de Joseph Meaney, presidente del Centro Nacional de Bioética Católica de Estados Unidos, recordando que el primer presidente de la Academia Pontificia para la Vida, el médico pediatra Jerôme Lejeune, calificó los tubos de ensayo donde se guardan los embriones y estos a su vez en tanques criogénicos, como ”latas de concentración”, haciendo un símil con los campos donde se hacinan a los seres humanos.
          –Pues la comparación me parece sinceramente una barbaridad.
          –Nosotros, la Iglesia, consideramos un desorden moral esa fertilización.
          –¿En cambio sí os lo parece que figuren en los testamentos como herederos con igualdad de derechos? ¿Imagináis el absurdo, determinando qué les toca de la hacienda?
          –Nunca nos pondremos de acuerdo en temas así, tú tienes tus principios y yo los míos. –Opal Nelson se fue de allí profundamente triste. Nada más poner en marcha el motor de la autocaravana, conectó la radio donde decían que la policía local de Oak Ridge había identificado al hombre de 54 años, de Knoxville, muerto en accidente ocurrido sobre 6:13 p.m. al chocar su motocicleta contra un vehículo cuando circulaban por South Avenue cerca del puente elevado de Bethel Valley Road.
          Enterraron a Alvin Evan junto a su esposa e hijo en Woodlawn Cementery, en Lenoir City, donde asistieron personas cuya estrecha relación con él era tan sólo comercial. Es decir: le compraban pollos, verduras o conejos; también había granjeros de la comarca y el sheriff del condado. Jordan Brady, con el escuadrón de muchachos pegados a su trasero, y visiblemente afectado por la pérdida o eso aparentaba, se ocupó de todo. El reverendo destacó lo generoso que había sido con la comunidad cediéndoles la granja para el beneficio de los fieles, noticia muy chocante para el resto de asistente esperando que todo fuese a parar a la causa. De igual modo hicieron referencia a la fragilidad del estado de ánimo, llevándole hasta el pozo sin fondo del suicidio con el que cerraban el atroz atropello del pequeño de los O’Neal.
          –Paraliza la investigación del atropello, no tiene sentido manchar el nombre de quien ya no se puede defender –dijo el viejo Jordan al jefe de policial.
          –Tranquilo, nadie va a escarbar en la herida, además no se encontró nada concluyente –respondió la autoridad.
          –¿No os parece raro lo de dejárselo todo a la Iglesia Baptista bajo la administración del reverendo? –preguntó uno de los chicos.
          –Los propietarios eran la familia de su mujer y ella murió sin haber hecho testamento, corría el rumor de que el último superviviente, también sin descendencia, así lo dejó escrito, por eso no tenía derecho a nada…
          –Convocad a vuestros chicos, tenemos asamblea –dijo otro de los Brady.
          –¿Asunto a tratar? –preguntó alguien.
          –Los negritos de Orlinda… –Susurraron. Semanas después se olvidaron de Alvin Evans y jamás nadie llevó flores a su tumba.
          Medio techo de la cabaña estaba caído y por la otra mitad tímidos rayos de sol se colaban a través de los agujeros que el paso del tiempo fue dejando en el tejado. La madre de Opal Nelson, más circunspecta que nunca, pasó los dedos por encima de la antigua mesa rememorando episodios, ocurridos quizá sobre esa misma madera, formando parte de la parcela íntima y particular, reservada dentro de cada uno e imposible de verbalizar. A la izquierda, debajo de estanterías vacías hallaron la cama con las sábanas arrugadas, una jarra de porcelana blanca con el borde descascarillado, dos platos con idénticos desperfectos y unas hojas de periódico fechadas setenta años atrás. Brotándole la emoción por las mejillas, tomó asiento, recorrió con la mirada cada rincón, deteniéndose en puntos invisibles que sólo ella conocía, sujetó la mano temblorosa entre las piernas, sacó del bolso una cajita de plástico y de ésta una pastilla muy pequeña que colocó debajo de la lengua. Pasados algunos minutos y consciente de que había llegado el momento de la verdad, se repuso, normalizó la respiración, alisó la tela del abrigo, lio un cigarrillo, lo encendió, retiró de la lengua alguna hebra de tabaco adherida a la saliva –fumaba siempre a escondidas– y empezó a hablar.
          –Enséñame otra vez la fotografía, hija –Opal Nelson se la dio.
          –Creía que habías dejado el tabaco.
          –A veces lo necesito –dijo con sonrisa forzada.
          –¿Qué hacemos aquí? ¿Acaso era el refugio de la abuela Tillie? Nunca me habló de este lugar.
          –No, se lo oculté, fue mejor así.
          –¿Por qué? –preguntó exaltada.
          –¿Cuántas cosas más te ha contado esa mujer? –tenía los ojos enrojecidos.
          –Se llama Topanga Sizemore, y no, nada más. Eres tú, madre, quién ha de hacerlo, ¿no crees? En casa encontré una copia del Tratado de Nueva Echota, y ella también lo tiene, ¿lo puedes explicar o se trata de otro secreto?
          –Mi abuela era una guapa campesina de Alabama, recién casada con un hombre veinte años mayor, borracho, agresivo, mujeriego y dictador. Acorralado por las deudas recibía brutales palizas de los acreedores que después sufría ella en propia carne al volver a casa, además de violarla salvajemente dejando restos de sangre con semen en las sábanas y pariendo cada nueve meses bebé muerto. Un día, harto de esa vida y de la persecución in extremis, pisándole los talones desapareció sin más –Opal prestó muchísima atención a la que oía, pero no se resistió y la interrumpió.
          –¿Adónde quieres llegar, madre? –pero la mujer obvió la pregunta y continuó hablando.
          –Todos los atardeceres, con un vaso de vino y un mendrugo de pan, lo único que tenía, le esperó con el corazón en un puño, preparada para los golpes y posteriores hematomas, concienciada del destino gris y turbio que la había tocado en desgracia, junto a la frustración y desamparo rodeando toda su existencia. Sin embargo, pasaron las horas, las semanas, los meses y el hombre nunca regresó.
          –¿Y su familia? –la chica estaba fascinada con la historia.
          –Nunca supe –Opal Nelson sirvió dos buenas tazas de café del termo que guardó en la mochila.
          –Sigue, por favor. Estoy intrigada.
          –El lugar donde residía era inhóspito, permanecer allí una persona sola se complicaba bastante ya que los duros inviernos venían acompañados de animales salvajes. A lo lejos, los primeros inicios de la primavera asomaron con la posición cambiante del Sol. Cargó a la espalda una bolsa de piel de buey cosida por ella con agua para el viaje, algo de comida y una Biblia desgastada. Echó un vistazo al espacio donde se había sentido tan infeliz y, sin mirar atrás, inició una travesía hacia Oklahoma, adonde jamás llegaría. Si dormir al raso resultó duro, también lo fue esconderse de forajidos a plena luz del día. La migración de los Cherokee estaba en pleno auge, así que, se cruzaron sus caminos –mantuvo silencio un par de minutos.
          –¿Reconocerás, de una vez por todas, nuestros rasgos y a nuestra tribu? ¿Qué no habría dado Tillie por oírtelo decir? ¿El cargo de conciencia podrá reparar el dolor causado a la pobre vieja, tachada de loca y llena de pájaros en la cabeza, según vosotros? –pero la madre, como ausente, retomó la narración.
          –Pero mi abuela en Alabama tuvo sentimientos contrapuestos: por un lado, fue desdichada y por otro, encontró al amor de su vida, aunque le duró muy poco.
          –¿Quieres decir al padrastro del padre de Topanga Sizemore?
          –Supongo.
          –¿Estuvo pues en Stevenson, de donde acabo de venir?
          –Sí –dijo temblándole el labio inferior.
          –¿Entonces qué demonios hacemos en esta cabaña ruinosa?
          –Avanzadas 200 millas se unió a la caravana de indios migrantes rumbo al medio oeste, una de las familias le ofreció asiento en la carreta donde iban niñas, niños, ancianos y ancianas, pero lo rechazó y siguió caminando. El hombre apuesto que iba en la parte de atrás se fijó en ella, y ella en él, fue una atracción física incontrolable, una pasión desmedida prendiendo fuego en las venas. Se amaron en silencio, se cuidaron a distancia, se protegieron de enfermedades sin estar juntos, hasta que, no pudieron más y, cuando a todos les venció el cansancio, huyeron. Lo siguiente puedes imaginarlo.
          –¿Y vinieron aquí? –cada vez entendía menos tanto misterio.
          –No.
          –La abuela Tillie desconocía lo que cuentas, ¿verdad?
          –Sí.
          –¿Y por qué tú sí…?
          El rubio, como se conocía a uno de los forasteros primo de los Brady y hooligans del Nashville Soccer Club, era un joven apuesto, negacionista, un patriota cuyo claro objetivo se fundamentaba en preservar la raza blanca, siguiendo la doctrina del Klan. De perfil xenófobo, fiel a Dios, al país, a la bandera confederada, a su rifle y a la pena de muerte, se identificaba con los compañeros más radicales tanto en actos como en pensamientos. Sin embargo, todo lo solapaba dentro del papel que mejor sabía interpretar: el de seductor, por eso lo eligieron para la delicada misión llevada a cabo en Orlinda. Aretha perdió la inocencia el mismo día que empezó a consumir nitazenos en pastillas azules. La desesperación, la hambruna, la falta de creencias religiosas, ateas o circunstanciales, la especie humana en ruinas y la certeza de que lo daban todo por perdido, empujó a los jóvenes O’Neal a agarrarse a un clavo ardiendo. Sin observar que hacía tiempo estaban siendo vigilados, una mañana, cuando los gallos todavía no habían cantado, los dos hermanos mayores y ella emprendieron rumbo al solar donde se suponía necesitaban mano de obra. Aunque el rubio se hizo el despistado, por el rabillo del ojo, los vio acercarse mientras daba patadas a los cascotes amontonados en mitad de la explanada.
          –¿Es verdad que contratáis obreros? –preguntó Aretha.
          –Sí, pero vosotros todavía sois unos críos –responde el forastero con tono desinteresado.
          –Estamos dispuestos a realizar cualquier tipo de trabajo por duro que sea. Mire, toque, toque –presumen de bíceps.
          –Vosotros dos, de momento, id con ellos –señala al grupo que disimulaba utilizando algunas herramientas– y descargad aquellos sacos –giró sobre los talones para alejarse, pero la chica le interpela.
          –Señor, ¿Y yo?, también soy fuerte y nada me asusta –dijo temiendo el rechazo.
          –No sé… Esas tierras de ahí son de cultivo –pasea el tentador anzuelo invisible y lo lanza–, vamos a labrarlas, y en aquella parte –señala el establo– construiremos habitaciones con zonas comunes para el personal que no tengan dónde vivir, quizá podrías encargarte de la limpieza cuando empiecen a funcionar.
          –Sí, claro –aceptó algo decepcionada.
          –Oye, ¿Y la escuela? Tendríais que estar en ella, ¿no? ¿Algún problema?
          –Es una larga historia –pero él se la sabía, habían picado y sólo faltaba encontrar la manera de engancharlos al consumo de la droga sin levantar sospechas. Pasó el tiempo y, a pesar de que todo estaba igual y la faena en el terreno no avanzaban, a la semana justa de estar yendo a diario con aquellos muchachos tan divertidos, los tres hermanos O’Neal llevaron un puñado de dólares a casa. Entraron de puntillas, el pequeño jugueteaba con el camión de su hermano gemelo, la madre organizaba el temario para las clases particulares que empezaría a dar. Aretha carraspeó y la miraron.
          –Madre –dijo emocionada–, ya podemos comprar cosas ricas para la cena.
          –¿De dónde habéis sacado ese dinero? –preguntó el padre…
          En la Reserva India, encerrada dentro de la barrera Qualla, cuando aún no había turistas ni curiosos, la vida transcurría pegada al lado espiritual del ser humano, con otro ritmo. Tayen McDaniel, trueno veloz, bajaba dos veces al mes con un ungüento medicinal preparado por él mismo, en envase de barro, para el dueño de una tienda de souvenirs aquejado de problemas respiratorios y que sólo encontraba alivio aplicando con suave masaje esa pomada en el pecho. También le llevaba carne de ardilla, alimento muy saludable por su escaso contenido en grasa y buena para fortalecer el diafragma. En agradecimiento le vendía, a bajo precio, tabaco de pipa y whisky. Un raro vertido químico en el río Oconaluftee enturbió las aguas quedando prohibida de momento la pesca de truchas, sustento fundamental en la dieta de los Cherokee, razón por la que quienes habitaban esa zona se alimentaran de gallinas, conejos, maíz, calabazas o frijoles, pero arriba en el monte todo era más complicado y rara vez caían ciervos en las trampas, sin embargo, trueno veloz se las ingeniaba elaborando sabrosos guisos. Con la pluma de águila, símbolo de equilibrio, y desde la cúspide más alta desde donde realizadas las oraciones al Gran Espíritu, recordó a Opal Nelson, la tenesiana que buscaba respuestas a su existencia entre aquellas montañas humeantes.


14.
Había caído el manto de la oscuridad sobre las cimas de las montañas, los osos negros olisqueaban sus presas relamiéndose como adelanto al festín. La temperatura cada vez más baja convertía la humedad expulsada por los árboles en una lluvia muy fina, salpicando de gotas los tonos tierra y el verde de la vegetación. Pese a llevar bastante tiempo abandonada encontraron en la cabaña todo lo necesario para pasar la noche, aunque desde luego no era el lugar más seguro para hacerlo. Afuera, además de ruidos y crujidos, desconocidos y terroríficos, encontraron trozos de madera y otros materiales como combustible para arder en la chimenea y así caldear la choza. Poco a poco adquirió una temperatura mucho más confortable, y la sensación de que el mundo, ajeno a ellas y a su particular historia, se había detenido. La mujer conocía muy bien el terreno y el espacio interior, por eso se movía con total exactitud y cuidado de no cambiar las cosas de sitio. Opal Nelson, que tantas peleas había mantenido a lo largo de la vida con la familia por su rechazo a la tenencia de armas, dadas las circunstancias, agradeció que su madre llevase siempre el rifle en la camioneta, por tanto, lo cogió y se lo metió dentro quedándose más tranquila. Hasta entonces no se percató de cuánto había envejecido su progenitora, del aire contrariado como de enfado, de la expresión de amargura congénita, de la falta de equilibrio desafiando al borde del precipicio, al vacío, al abismo. Sin embargo, se recompuso una vez más, apartó un mechón de pelo de la frente y retomó la conversación.
          –De repente llegó una carta para la abuela Tillie, remitida por un tal Gunter –dijo la madre de Opal Nelson mostrando un viejo sobre desgastado–. Como ella no estaba en ese momento y tampoco sabía leer, la abrí, dentro incluía una breve nota: “debo hablar con usted, tengo algo importante que contar, se trata de su madre”, además de un pequeño mapa muy detallado para llegar hasta aquí y la fotografía de un indio Cherokee. No supe reaccionar, los nervios bloquearon todo tipo de reacción para salir de aquel hoyo, me temblaban las piernas y el temor a que me arrancasen la cabellera ha vivido dentro de mí desde siempre. Acababa de casarme con tu padre y no soportaba la idea al rechazo, figúrate cómo se quedaría habiendo emparentado con una piel roja, de sólo pensarlo me produjo nauseas, así que, busqué en el dormitorio un escondite donde guardarla. A los pocos meses encontré en el buzón otra exactamente igual, hasta completar un total de nueve a lo largo de los años, hasta que dejaron de enviarlas. Desde la primera tuve problemas para conciliar el sueño y me asaltaban infinitas dudas porque yo ya tenía un abuelo muerto, una tumba donde llevar flores y mi apellido de soltera no era Gunter. Sin embargo, lo dejé pasar, empezasteis a nacer y aquello pasó a un segundo plano, pero el subconsciente no descansaba, y aprovechando que papá estaba de viaje en Memphis viendo a su padrino muy enfermo, y vosotros apenas me necesitabais, quise salir de dudas y vine a visitarle.
          –Podías habérselo contado a la abuela Tillie y traído contigo.
          –Pues no lo hice, y no me lo reproches más, por favor.
          –Bueno, vale. Sigue. Oye, lo que no entiendo es cómo la pudo localizar –preguntó con vehemencia.
          –Mira esto –desdobla una de las hojas de periódico–. ¿Sabes quiénes son?
          –Sí, lo habéis dicho muchas veces, es tu tío, de cuando le nombraron Gobernador
          –¿Y quiénes aparecen ahí?
          –La abuela Tillie y su madre.
          –Exacto, y de fondo, nuestra casa, y a pie de foto, la dirección.
          –Vamos, que se lo pusieron en bandeja de plata –soltó en tono sarcástico–. Sigue, por Dios.
          –Había transcurrido tanto que ya no quedaba nadie, lo cual fue, sinceramente, un alivio. Golpeé la puerta con los nudillos, aguardé algunos segundos y empujé con fuerza, al abrirse y penetrar la luz de fuera levantó una nube de polvo. Tomé conciencia pensando en la tontería de haber venido, pero justo antes de desandar los pasos, apoyada en ésta lámpara de aceite –la señaló– y sujeta con una piedra, vi otra carta –contuvo el ahogo en la garganta, cerró los ojos y por un instante temió perder el conocimiento, sin embargo, se recompuso.
          –¿Decía lo mismo?
          –Explicaba los motivos que le empujaron a abandonarla.
          –¿Y cuáles fueron?
          –Emprendió un largo viaje para reencontrarse con los ancianos de su tribu y conseguir que la aceptasen como su esposa, los Cherokee estaban en plena migración y una vez unido a la caravana ya no le dejaron marchar. Mi abuela esperó hasta agotar casi todos los víveres, la historia se repetía como con su primer marido: abandonada, sola y esta vez embarazada de un nativo, no tenía adónde ir. Caminó hasta el límite de sus fuerzas, seleccionó las plantas que podrían aportarle líquido, según él la enseñó, y colocó algunas trampas donde cayeron animales comestibles, llegó exhausta a Lenoir City donde el reverendo de entonces, de la Iglesia Baptista en nuestro vecindario, le consiguió alojamiento con una de las mejores familias de la comarca, donde también encontró a un nuevo marido que reconoció como suya a la niña, pero lo bueno siempre dura poco y el hombre murió al poco de nacer el segundo hijo. Otra vez sola, con una niña de corta edad y un crio de meses. Mi abuela cayó en una profunda depresión que jamás superó y Tillie tuvo que hacerse cargo del hermano pequeño –le costaba continuar
          –Será mejor que descanses algo, mañana en cuanto amanezca nos vamos –anunció.
          –No tengas tanta prisa, llegaré hasta el final.
          –Como quieras, pero si no volvemos pronto papá se preocupará. –El frío era muy intenso y Opal Nelson buscó más cosas para calentar la cabaña, cuando entró, la madre se había quedado traspuesta–. ¿Estás bien? –preguntó.
          –Mejor que nunca –zanjó la otra…
          Donna Hanks preparó la mochila con gafas protectoras, botellas de agua, bocadillos y termo de café, lo cargó en la camioneta donde ya tenía el paraguas, un amplio chubasquero de color amarillo y la silla plegable para ver el eclipse solar cuya trayectoria empezará en el norte de México, cruzará Estados Unidos de sureste a noroeste y finalizará en el este de Canadá. Aunque rezaba para que la lluvia y las nubes no fastidiasen el espectáculo, de nada sirvieron las oraciones porque no paró de chispear en todo el día. Desde Manhattan Ave, en Oak Ridge, donde reside, hasta la Universidad de Tennessee, en la ciudad de Knoxville, preparada para acoger a visitantes de la comarca, hay unas 25 millas aproximadamente. Madrugó más de lo habitual, confiaba en no tropezar con demasiado tráfico y coger un buen sitio en el césped antes de que llegase la gente. Se equivocó, la interestatal 40E soportaba ya una larga caravana de automóviles. Donna se prometió no impacientarse, tenía la absoluta seguridad de que estaría en el recinto antes de las 3 p.m., hora en la que la Luna se interpondría entre la Tierra y el Sol. Desde primera hora los informativos repetían constantemente la noticia de que la NASA iba a lanzar tres cohetes de sondeo para estudiar cómo afecta todo eso a la temperatura del Planeta, las consecuencias atmosféricas y muchos más términos que ella desconocía. Con el fin de hacer el camino más llevadero, recordó haber conocido de adolescente a un profesor que daba la asignatura de ciencias a alumnas y alumnos más mayores, un tipo apasionado de estos fenómenos astronómicos que impartía charlas al respecto a todo aquel interesado en aprender. La mayoría de las veces llevaba consigo grandes pantallas solares para telescopios y cámaras, hacía fotografías espectaculares, algunas publicadas en National Geographic y la mayoría para su archivo personal. Una vez les contó la experiencia maravillosa de presenciar un eclipse desde un avión. Los chicos y las chicas le preguntaron si no sintió miedo puesto que la aeronave podría haber desaparecido, él contestó emocionado con un no rotundo. Donna Hanks llegó a Knoxville y decidió no bajar del coche, llovía con más intensidad y su rodilla se resentía, comió algo y aguardó a que se hiciese de noche por unos segundos…
          Aretha O’Neal vomitaba todo cuanto llegaba a su estómago masticado con desgana. Su aspecto enfermizo y delgadez extrema la habían convertido en el centro de atención de unos padres que, además de estar pasando el duelo por la muerte del gemelo, ahora temían por la vida de la chica y por el comportamiento también extraño de los hijos mayores. La comunidad negra de Orlinda, en el condado de Robertson, volvieron a acogerlos con los brazos abiertos, brindándoles todo tipo de ayuda para sobrellevar el difícil trance por el que atravesaban. Entre ellos estaba un prestigioso doctor descendiente de la Dra. Rebecca Lee Crumpler, que por 1864 atendió a esclavos. Un día, a la salida de la Iglesia, se fijó en las pupilas extremadamente dilatadas de la chica y diagnosticó a simple vista: consumo de sustancias químicas. El médico se mezcló entre el grupo de personas donde hablaba la madre quien con palabras entrecortadas, se preguntaba por qué les pasaban tantas desgracias.
          –Ten fe y paciencia hija, Jesucristo la tuvo –dijo alguien del grupo elevando los brazos.
          –De eso ya no nos queda –respondió el marido.
          –Y por si no teníamos bastante, está lo de la niña –obvio el comentario del esposo y se dirigió a las feligresas–, fijaos en ella, ya no sé qué hacer, pierde peso por momentos.
          –A mi nieta le pasó también y resultó ser un cambio hormonal –contó una de las mujeres del coro.
          –Dejad que os presente al Dr. Crumpler –interrumpió el reverendo–, es toda una eminencia.
          –Bueno, bueno, no exagere, sólo soy un simple profesional que ama su trabajo al servicio de los demás.
          –Ahí donde le veis, además de dirigir a uno de los mejores equipos especializados en cirugía vascular, es miembro destacado del Colegio Americano de Cardiología y una de las personas más generosas que conozco.
          –Por favor, al final consigue ruborizarme.
          –No le habíamos visto antes, ¿qué le trae por aquí?
          –Cuando las obligaciones me lo permiten, visito a los amigos, por esa razón estoy aquí, porque este viejo predicador lo es desde hace muchos años –le pasa el brazo por encima de los hombros. En realidad fue el reverendo quien le contó lo preocupado que estaba por Aretha O’Neal, su incapacidad para prestarles ayuda, la preocupación de unos padres tocados por la tragedia y la falta de recursos para llevarla a un especialista. Al médico le bastaron unos minutos para despertar su interés prometiéndole que iría lo antes posible, como favor personal. Sin embargo, no imaginó toparse con un problema de drogadicción, en cuyo caso reclutaría la intervención de otro colega suyo, un psiquiatra, buen conocedor de dichos síntomas.
          –Esta es la familia O’Neal. Oye –dice como acabándosele de ocurrir–, igual puedes mirar a su hija y decirles qué le ocurre.
          –No se moleste, por Dios, somos muy humildes y no tenemos seguro médico, ya se le pasará –dice la madre en desacuerdo con la mirada fulminante del padre.
          –No se preocupen, no les voy a cobrar nada
          –Los jóvenes de ahora no son como los de antes –sentencia la abuela que comento lo de la nieta–, sin ir más lejos el otro día mi –la corta el reverendo.
          –Bueno mujer, pero a lo mejor llegáis a un entendimiento.
          –Por mi parte no hay inconveniente, estaré encantado de hacerlo. Veamos –saca la agenda de piel marrón del interior de un maletín idéntico–, me marcho dos semanas a un simposio a Atlanta, pero después puedo darles cita. ¿Miércoles o viernes?
          –Miércoles –responde la mujer.
          –A las 10:00 a.m.
          –¿Adónde sería?
          –¡Ay!, qué cabeza la mía, trabajo en Memphis, pero estas excepciones suelo hacerlas en un piso en Nashville, donde junto a otros compañeros pasamos consulta –les dio la dirección.
          –Para nosotros es muy importante, ya hemos perdido a un hijo y no soportaríamos otra desgracia más.
          –Díganme una cosa –él tomaba notas–: ¿desde cuándo está así y qué le notan?
          –Todo empezó al venirnos a Orlinda a enterrar al pequeño y quedarnos a vivir.
          –¡Cómo que a enterrar al pequeño! ¿Qué pasó? –cuentan lo sucedido desde que arrancaron los problemas en el despacho de abogados en Knoxville, donde defendieron a un cliente gay y su esposo pagó las consecuencias, las amenazas supremacistas y el trágico final del gemelo, ya que ahora están convencidos de la relación entre los hechos.
          –Nuestra situación económica era y es complicada –habló el padre–. Los dos varones, haciéndose cargo de nuestra angustia, decidieron pedir empleo a unos forasteros recién llegados que iban a montar un negocio, Aretha fue también con sus hermanos. Semanas después trajeron algunos dólares a casa, hecho que empezó a repetirse a menudo.
          –Pero id al grano, hijos –medió el reverendo–, no os vayáis por las ramas.
          –Hagamos una cosa –dijo el médico–, ahora tengo bastante prisa, pero cuando vayan a la consulta, lo explican todo con detalle.
          –Gracias, señor, que Dios se lo pague –se expresaron ambos. Por primera vez en mucho tiempo, los O’Neal vislumbraron algo de luz en la franja del horizonte, una tabla salvavidas donde agarrarse, un motivo real para seguir luchando y no darse por vencidos, sin embargo, todo se vino abajo cuando tuvieron que hacerle hueco al concepto de la palabra “sobredosis”, algo para lo que no estaban preparados…


15.
El tiempo pasaba muy deprisa, igual que día a día se aceleraba el deterioro de Aretha: ojeras negras, clavículas huesudas, mirada perdida, dificultad de concentración, lentitud en el lenguaje, cambios bipolares del estado de ánimo, alteraciones del humor, manos temblorosas, dificultad al caminar erguida y muchas cosas más que la transformaban en un ser de difícil trato. Sus hermanos y ella esconden en los bolsillos un poco de crack, papel de aluminio y un mechero.  La casa, de estilo colonial, en Knoxville, donde el doctor Crumpler atendía a personas al borde del umbral de la pobreza o que, por otras circunstancias, como el color de la piel carecían de cobertura médica, estaba en el centro de un paisaje idílico, rodeada de bosque. Una mujer afroamericana de ojos risueños, dentadura blanco nieve y grandes caderas marcando el territorio por donde pasaba, abrió la puerta dándoles la bienvenida. El uniforme de enfermera impoluto, maquillaje discreto y una perfecta manicura, era la cara visible que reunía confianza a aquellos que llegaban al borde del desahucio humanitario.
          –Somos los O’Neal, tenemos cita a las 10:00 a.m. –dijeron.
          –Sí, les están esperando –afirmó la mujer–, aguarden un instante.
          –¿Puedo ir al lavabo? –preguntó Aretha.
          –Claro, cariño. Ven conmigo –avanzaron por el largo pasillo hasta desaparecer, dentro abrió el grifo, tiró de la cadena y vomitó. Los padres, nerviosos, regañaban constantemente al gemelo que, enredado en las travesuras propias de su edad, tiraba revistas y papeles al suelo. Técnicos de AT&T, una de las mayores empresas de telecomunicaciones de todo el mundo, configuraban los dispositivos mientras comentaban:
          –¿Recuerdas que hace dos meses nos mandaron al Área de la Bahía de San Francisco, a la ciudad de Oakland, porque tenían problemas con la red wifi en los locales de la cadena de hamburguesas In-N-Out Burger?
          –¡Cómo olvidarse de sus Animal Fries (patatas fritas, con cebolla frita y queso fundido)!
          –Pues han cerrado –informa uno de ellos.
          –¡No me digas! –exclamó mientras introducía unos códigos en el sistema–. ¿Qué pasó?
          –Que, tanto clientes como empleados, han sufrido multitud de robos violentos a manos de adictos al fentanilo. Según dicen dicha sustancia en Estados Unidos ha matado ya a más gente que en la guerra de Vietnam y Afganistán juntas.
           –Me impresionó lo que contaban los camareros del hotel donde nos hospedamos –dijo el jefe. 
         –No caigo –contestó el otro.
          –Lo de las “cobayas humanas”.
          –¡Ah sí!, se prestan a experimentos con un tercio puro de fentanilo, mezclado con anestésicos, para comprobar el efecto y así abaratar el coste, sacándole mayor rendimiento a la venta. Muchos mueren en la calle, la mayoría malviven entre ratas y basura, pero eso se silencia, son víctimas de un sistema que hace aguas. 
          –El hermano de mi cuñado –hablaban entre ellos sin dejar de realizar su trabajo–, es consumidor y cuando está colocado pierde la mirada, parece estar flotando y se amansa, pero cuando se le pasa vuelve a ser un peligro callejero. –Los O’Neal escuchaban aquello, seguros de que algo así, a ellos nunca les pasaría, sin embargo, el destino siempre guarda un as bajo la manga. La enfermera les abstrajo de sus pensamientos y la siguieron.
          –Disculpen el desorden. Siéntense, por favor. –el médico adjunto al doctor Crumpler los recibió en su consulta–. Mi colega ha tenido que ausentarse por motivos personales y seré yo quien les atienda con mucho gusto. Veamos –leyó las escuetas anotaciones que tenía y tapó con la mano la palabra “drogadicta” remarcada con un círculo.
          –Nosotros no tenemos dinero, ya se lo dijimos a su compañero, así que, si él no está, será mejor que nos vayamos.
          –Tranquilos, simplemente le sustituyo, las condiciones son las mismas, estoy dispuesto a ayudarles, si quieren. Vamos a hacer una cosa, miro a la joven, estudio el caso, doy un diagnóstico y después deciden si continuamos o no. ¿Les parece? –ambos asintieron. Llamó a un auxiliar y se llevaron a Aretha–. No se alarmen, tan solo quiero hacer una placa y analítica, es cosa de poco. ¿Cuándo empezaron a notar un comportamiento extraño en su hija? –de nuevo narraron la historia.
          –Yo estoy preocupada porque no come, y cuando lo hace, vomita. Le ha cambiado el carácter, siempre fue una niña muy buena –la mujer sonríe–, pero de un tiempo a esta parte…
          –¿Y dice que todo empezó cuando llegaron los forasteros ofreciendo trabajo? ¿A qué se refiere exactamente?
          –Pues que de repente comenzaron a traer dólares –contesta el padre–. Esa gente es extraña, dijeron que montarían un negocio y el solar sigue tal cual, sin embargo, nuestros hijos van a diario y regresan con el carácter cambiado.
          –¿Les han preguntado que de dónde sacan el dinero?
          –¡Uf!, y se ponen como fieras. Nosotros tenemos miedo, todavía son muy inocentes y nos aterra que lo ganen en cosas ilegales… ¡Usted ya me entiende! –El médico se quedó pensativo y consultó las notas de su colega atreviéndose a realizar una pregunta bastante embarazosa.
          –¿Han oído la palabra fentanilo?
          –No –respondieron casi a la vez–. ¿Qué es?
          –Una droga de diseño que ahora está muy de moda.
          –No entiendo –Mr. O’Neal, revolviéndose en la silla, exteriorizó los nervios– ¿eso qué tiene que ver con nuestra familia?
          –Bueno, esperemos a ver los resultados, pero les adelanto que la chica presenta un cuadro clínico muy próximo al mundo de las drogas. –La analítica realizada a Aretha y, ya de paso, a los dos mayores, vino a confirmar las sospechas del sanitario: hallaron sustancias en su organismo y para eso lo único posible era pasar el síndrome de abstinencia. Por el periodo de un mes largo no salieron de casa, situación que se convirtió en un auténtico infierno, pero cuando creían tener controlada la situación y los padres cedieron un poco, todo se fue a la mierda…
          Era domingo, y Donna Hanks fue a la Iglesia Batista del vecindario, se sentó en los últimos bancos, saludó con una inclinación de cabeza a las personas más próximas, colocó la Biblia sobre las piernas, acarició la desgastada encuadernación en piel y la abrió por el Evangelio de Marcos, uno de sus favoritos. Buscó el capítulo 13 donde hablan de grandes construcciones que serán destruidas, de terremotos, de pasar hambre, de guerras…, y pensó en el cuarto de sus hijos, el pequeño, capataz de cuadrilla en Texas, una de las ciudades que más ha sufrido los huracanes en los últimos días, así que, reflexionó sobre los distintos avatares de la vida cotidiana, y pidió oraciones para todos aquellos que sufren en ese momento. El sermón del reverendo, un tipo eufórico y dinámico, donde los haya, levantó los aleluyas de los asistentes que ya entonaban bellísimas canciones acompañando al coro.
          –¡Parece que hoy lloverá! –comentaban a la salida.
          –¡Disculpe! –exclama Donna Hanks.
          –Dime.
          –¿Sabe algo de los O’Neal?
          –¿De quién? –se comentaba que el reverendo tenía problemas de memoria.
          –Aquel matrimonio de color que uno de los gemelos tuvo un accidente.
          –No, no sé quiénes son. ¿Y ya está bien? –inútil decir que había muerto.
          –¿Para qué quiere saberlo? –preguntó alguien cercano a Jordan Brady, el viejo simpatizante del Klan y primo de los muchachos que estaban en Orlinda intimidando a Aretha y sus hermanos.
          –Por nada en especial, simple curiosidad. ¿Usted los conoce?
          –No, que va, simple curiosidad, algo había oído decir respecto del atropello –Donna Hanks y otras feligresas se quedaron pensativas porque en ningún momento habían dicho la palabra “atropello”. Ahí quedó la cosa. Una vez en casa, escuchando su disco favorito de Dolly Parton, las piernas subidas en alto y tapada con una manta de viaje, cogió el plato combinado de la mesa que llevaba alubias canela, una cebolleta entera, rodajas de pepino, huevo revuelto, patata cortada en dados y pedazo de bizcocho, aunque justo con el primer bocado sonó el teléfono, era el mayor de sus hijos, el pastor de la Iglesia Evangélica Luterana que residía en Chicago. De pronto, una nube de agua salada inundó sus ojos, al recibir la noticia de que una de las nietas que vive en Wisconsin, donde su tercer hijo es monitor en una estación de esquí, estaba muy grave…
          Al llegar la madrugada y habiendo transcurrido buena parte de la noche evitando hacer comentarios hirientes, la madre de Opal Nelson reanudó la conversación consciente de que el tramo final de la misma supondría un punto y aparte entre ellas, aun así, avanzó en su relato. En la chimenea apenas quedaban brasas amontonadas protegiendo el calor bajo un caparazón de cenizas, pero bastaron para calentar el café que compartieron junto a medio panecillo para cada una. La chica comprobó cuánta batería quedaba en su celular, consultó el estado de las carreteras y vio también que, de los muchos mensajes sin abrir, había uno de Donna Hanks invitándola al Museo y Salón de la Música Country, en Nashville, donde acababan de estrenar una exposición de Dolly Parton y otra de Ray Charles, muy interesantes. Antes de responderla miró las noticias en los periódicos, se alarmó de tantas catástrofes repartidas por el mundo, de los genocidios que no cesaban, de la deshumanización de la especie, de tanto sufrimiento, del descrédito al que nos someten algunos políticos y del hambre infantil que muy pocos reparan. Las protestas estudiantiles en los campus universitarios de las principales ciudades de Estados Unidos, por Palestina, la recordó otro movimiento social, el de mayo del 68, cuando muchos activistas, clandestinos o no, defendieron los derechos sociales y su oposición a la Guerra de Vietnam. 1960 fue una década histórica, en todas se encuentran hechos significativos, pero esta, quedó marcada por los asesinatos de John F. Kennedy, Martin Luther King y el Che Guevara; por el movimiento hippie, el sexo libre, la independencia de Kenia o la llegada del hombre a la Luna. Sin embargo, no era momento de despistarse y sí, de instar a la madre para que continuase y poderse marchar.
          –Cuando terminé de leer la carta que encontré aquí mismo, y cuya única intención era conocer a la hija antes de morir, me sentí mal conmigo misma, pero enseguida comprendí que lo mejor era dejar las cosas como estaban.
          –Lo mejor para quién, madre, ¿para ti?
          –No, para todos nosotros, no lo quieres entender, nuestra vida habría sido un calvario.
          –¿Y el sufrimiento de la abuela no cuenta, no importa, no es penoso? Ni te imaginas lo que esa pobre mujer ha padecido. Ahora, eso sí, siempre tuvo claro que era una piel roja. No obstante, quiero pensar que, algún momento, tuviste algo de lucidez para contárselo, ¿verdad?
          –Pues no –mintió. Una vez estuvo a punto de decírselo cuando por el periodo de dos semanas Tillie tuvo unas fiebres altísimas, cuya causa no supo determinar el médico que la visitó. Ella, temiéndose lo peor, se planteó la posibilidad de acudir a uno de los curanderos de la tribu Cherokee más prestigioso de Carolina del Norte, ya que quizá, con sus ungüentos tradicionales habría sanado, sin embargo, de repente, una buena mañana la anciana despertó como si nada. Después descubriría que Opal la llevó, a petición suya, unas hierbas que la nieta coció a escondidas.
          –¡Qué pena!
          –Pensarás de mí que soy una mala persona.
          –Hace mucho que dejé de opinar. ¿Puedo preguntarte algo?
          –Sí –respondió cautelosa.
          –¿Qué sentías por ella? ¿La quisiste? –nada más formular las preguntas cayó en la cuenta de su dureza, en cualquier caso: tarde para rectificar.
          –¡Cómo te atreves!
          –Perdóname.
          –No hay un modelo concreto de afectos, cada persona los expresa a su manera, como sabe o como puede.
          –¿Te has parado a pensar lo felices que habrían sido, padre e hija, si tú les hubieses concedido el placer de conocerse? Mira, la abuela se sinceró tanto conmigo que he cumplido casi todos sus deseos. Recojamos, volvemos a Lenoir City, esta vez conduzco yo. –Años después, en el lecho de muerte, la madre de Opal Nelson reconoció la terrible injusticia que había cometido con la abuela Tillie, murió convulsionando.
          Ya en su autocaravana, llamó a Donna Hanks y se disculpó por no acompañarla al museo de Nashville, paró en el mercado local de Oak Ridge a comprar alimentos y fue en busca de Tayen McDaniel, miró en la guantera y comprobó que llevaba la bolsita de cuero hecha por él y en la que puso una pluma de águila y semillas, con la condición de que, si alcanzaba sus objetivos y hallaba rastros de sus antepasados, la abrirían juntos. Las Smoky Mountains cubrían todo el horizonte a la vista, el parabrisas se llenó de pequeñas e insignificantes gotas que no impedían la visibilidad, en la radio daban el último boletín informativo: miles de estudiantes acampados en los campus de las principales universidades del país habían sido desalojados y detenidos. Mientras tanto, bombardearon un hospital en Gaza…


16.
Aquella mañana de mayo Tayen McDaniel, el indio que vive en Carolina del Norte, dentro del territorio encerrado en el límite Qualla, en la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–, pescaba truchas en el río Oconaluftee, cuando un Águila enorme se posó sobre la superficie rocosa de la orilla. Trueno Veloz la observó fijamente y ella, quieta cuan estatua, le devolvió la atención respetuosa hasta que desplegó las alas con un giro espectacular alzando el vuelo y perdiéndose entre las nubes mullidas iguales a cojines de algodón. Desenganchó la presa del anzuelo e intuyó que algo especial iba a suceder. Recogió la caña, la cesta de sauce, hecha por él como le enseñaron los ancianos de la tribu, y se adentró en la apretada vegetación que desembocaba en un área más despejada a los pies de su cabaña. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, luciendo dos largas trenzas de pelo canoso y la hoguera semiapagada, aguardó una señal mientras oraba inmerso en la paz que le rodeaba. Sin embargo, podía sentir la respiración de los wapitís, ciervos canadienses de grandes dimensiones y difícil avistamiento, habituales en la zona, también el rugido furioso de la Madre Tierra maltratada por el hombre, así como el lenguaje de los árboles comunicándose en código secreto al soplar el viento agitando las hojas en lo más alto. Reavivó el fuego, colocó los peces ensartados en el bastón para dorarse poco a poco y los acompañó con otros alimentos crecidos en su huerta, pero de pronto recordó a sus antepasados y el sufrimiento al ser expulsados de los lugares de origen y a cuanto renunciaron, sacrificándose para que los descendientes, en los que se incluía, echasen raíces sin rencor. Abrió los ojos y se sintió agradecido, privilegiado y en paz consigo mismo, pero el crujido de pisadas, avanzando por el bosque, le puso en alerta. Con la lanza en posición de ataque, preguntó:
          –¿Quién anda ahí…?
          Antes de llegar al Parque Nacional de las Grandes Montañas Humeantes, por la US-441 que une Tennessee con Carolina del Norte, Opal Nelson hizo noche en un camping. Cenó, en el restaurante del recinto, una hamburguesa gigante y jarra de cerveza bien fría. Por televisión daban uno de esos programas sin fundamento que ponen para que la gente no piense. Dos taburetes más allá una mujer relativamente joven, lloraba desconsolada mientras pasaba la yema del dedo por el borde de una taza de café. El camarero, al otro lado de la barra, con muy poca educación le dijo que si no pagaba llamaría a la policía. Sin saber los motivos de tal afirmación, Opal Nelson que por un momento dejó de escucharse a sí misma, prestando atención al relato de la nicaragüense, no necesitó muchos argumentos para posicionarse del lado de ella, sugiriéndole al barman mayor sensibilidad, el hombre, con desaire, se fue refunfuñando hacia la cocina. La mujer, apenada por haber dejado en Nicaragua a tres criaturas de corta edad al cuidado de familiares, emigró a Estados Unidos para una vez establecida traérselos y darles un futuro mejor, pero las cosas nunca son como creemos o nos cuentan, lo cierto es que narró infinitas dificultades –aún hoy las padece– hasta llegar aquí: hambre, sed, maltratos, abusos, inclemencias del tiempo… Sin embargo, no perdió la esperanza de volver a estar juntos algún día, aunque para ello tuviese que dormir en la calle y así enviarles casi todo lo que ganaba limpiando casas.
          –¡Si no paga llamaré a la policía! –advirtió de nuevo llevando a otros clientes un plato con huevos revueltos, tocino crujiente y alubias rojas.
          –No se ponga así. ¿Cuánto debe? –intervino Opal.
          –Diez dólares –vocalizó.
          –Pues ahí van –los puso sobre el mostrador– y, ahora, con total amabilidad y delicadeza, sírvale media libra de carne de buey a la brasa con patatas –dijo sacando un billete de cincuenta del bolsillo, mientras que en la antigua gramola seleccionaron un disco de Lionel Richie, a su más puro estilo funk/soul.
          –¡Enseguida! –expresó contento.
          –No se moleste, por favor –dijo la mujer con los párpados humedecidos–, bastante ha hecho saldando mi deuda.
          –Disfrute de la cena y la deseo mucha suerte de todo corazón, sus pequeños estarán muy orgullosos de usted –giró sobre los talones y casi abriendo la puerta escuchó:
          –¡Oiga, espere, que se deja las vueltas! –sonrió y se fue sin más. Afuera, a través del cristal, la vio concentrada saboreando el manjar sin desperdiciar ni una gota de grasa.
          Faltaban dos horas para amanecer cuando dejó el camping atrás. El silencio era absoluto, interrumpido solamente por los gruñidos de los perros guardianes al posarse algún insecto sobre ellos. Antes de arrancar leyó el mensaje de su amiga Donna Hanks y se puso una alarma en el móvil para llamarla después, desayunó fuerte, abonó el coste de la breve estancia y se puso en marcha. Aminoró la velocidad y contempló el horizonte de colores rojizos, bajó la vista y descubrió a la izquierda que alguien con inspiración artística había cortado la hierba dibujando las tres cruces del calvario de Jesucristo. Se aseguró de llevar en la guantera la bolsita de piel de oso donde Tayen McDaniel metió una pluma de águila y diversas semillas. Aparcó la autocaravana a la entrada del territorio indio y continuó a pie notando cómo el paisaje brotaba por sus venas. Ayudándose de un robusto palo que adelantaba a su cuerpo trepó con cierta dificultad la empinada pendiente hasta localizar la silueta de Trueno Veloz.
          –¿Quién anda ahí?
          –Señor McDaniel, soy yo, Opal Nelson.
          –Sí, ya lo veo, pero ha de tener cuidado, hay que conocer muy bien el entorno, los animales salvajes son muy peligrosos –dijo Tayen McDaniel saliendo de detrás de unos matorrales.
          –Perdone si le he asustado, no pretendía, aunque la que ahora lo está soy yo.
          –¿Ha almorzado?
          –Pues no, llevo algo ligero en la mochila, poca cosa.
          –Perfecto, venga por aquí, tengo dos truchas muy sabrosas asándose.
          –No se preocupe, de verdad. Mire: galletas, saladillos, chocolate, con eso me arreglo –fue sacándolas una a una.
          –Sígame. –El espacio donde se ubicaba su cabaña era estrecho, pero muy bien protegido y de difícil localización.
          –Tienen un sabor muy rico, se nota que están recién pescadas.
          –Esas son las ventajas de vivir así –permanecieron unos minutos callados hasta que volvió a intervenir–. ¿Encontró lo que buscaba?
          –En parte sí, por eso traigo esto –mostró la bolsita que él le regaló–, para abrirlo juntos, como indicó.
          –Bebamos whisky. –Opal Nelson no escatimó en detalles a la hora de contarle todos los descubrimientos: desde el hallazgo de Topanga Sizemore, ciudadana de Stevenson, Alabama, cuyo padrastro de su padre, resultó ser el padre de la abuela Tillie; hasta la confesión de su madre, a modo de arrepentimiento, habiendo ocultado las cartas aquellas que el pobre hombre enviaba a la hija desconocida y que jamás obtuvo respuesta. Confesó sentirse cansada, como si varios siglos de Historia hubiesen pasado por encima de ella, entonces supo que al círculo le quedaba muy poco para cerrarse y, de alguna manera, inexplicablemente, se sintió liberada.
          –De acuerdo –asintió no muy convencida ya que el alcohol no le caía bien en el estómago.
          –Y, ahora, vea usted misma lo que hay dentro –soltó la cinta que lo ataba.
          –No lo entiendo, no queda nada, está vacía, lo debo de haber perdido por el camino –se levantó dispuesta a buscar la pluma de águila y las semillas.
          –No ha perdido nada, el Gran Espíritu lo ha llevado arriba de las montañas, ahora está todo en poder de sus antepasados, al fin se han reencontrado. –Tayen McDaniel y Opal Nelson, con el viejo plano que ella trajo por primera vez, repitieron el camino hacia la colina, donde buscaron la roca de tipo arenisca en color gris con sombras violeta, hasta visualizar a los guardianes de la roca: robles castaños salpicados con álamos amarillos. Vieron pronto la gruta donde, cumpliendo los deseos de la abuela Tillie, depositó la falda de piel de alce, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas pequeñas de madera, una fotografía muy antigua, casi irreconocible, el saquito conteniendo plantas medicinales y ahora la bolsa de piel de oso que Trueno Veloz le dio. Repitieron también parte del mismo ritual: plegaria, meditación, respeto y, al caer la noche, cada uno regresó a su realidad…
          Después de haber salido apresurada de Knoxville y tras realizar un vuelo muy aparatoso, Donna Hanks aterrizó en el Aeropuerto Internacional General Mitchell, en Wilmot, ciudad de Wisconsin, donde la esperaba su hijo mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, para conducirla dieciocho millas más allá a Aurora Medical Center Mount Pleasant, donde su nieta, de tan sólo 24 años, se debatía entre la vida y la muerte. El olor a tierra mojada se coló por la ventanilla del coche cuyo conductor, de rasgos latinos, tarareaba la melodía de la canción que sonaba estruendosa por los altavoces. En la interestatal 94 que recorre de este a oeste el Estado, el carril de la derecha soportaba una fila de veinte camiones que tocaban la bocina a modo de protesta e iban al mínimo de velocidad permitido. Cogidos de la mano e inmersos en la incertidumbre de qué se encontrarían, aquel trayecto de apenas veintidós minutos se convirtió en el más largo realizado hasta entonces. Una semana antes, en la estación de esquí, donde el hijo tercero de Donna Hanks era monitor, su primogénita, junto al inseparable grupo de amigas y amigos, como tantas otras veces habían hecho, esquiaba por una pista reservada casi en su totalidad para ellos. Descendía con soltura y profesionalidad, tal y como la habían enseñado, pero cometió el error de mirar atrás desafiando a los compañeros y compañeras, cuando se partió el tubo del bastón y cayó al suelo con tan mala pata que se le soltó el casco, alguien resbaló, perdió el control y chocó contra su cuerpo golpeándose en la cabeza con la espátula, parte delantera del patín. Quedó gravemente herida con diversas lesiones: traumatismo craneal y torácico, rotura de hombro, de pelvis…
          –¿Y tus otros hermanos? –preguntó Donna recién llegada.
          –No sé, mamá. Vendrán cuando puedan –respondió el hijo que en ese momento se abrazó al hermano mayor.
          –¿Cómo está la niña? –le preguntó al oído, aunque se oyó.
          –Eso hijo, dínoslo.
          –Pues que aún es pronto para determinar si le quedarán secuelas.
          –Reza con nosotros –dijo el hermano mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, pero sin terminar la frase llegó la madre de la chica y tuvo unas palabras con su exmarido.
          –¿No habíamos acordado que tú recogías a las niñas de la escuela y yo me quedaba aquí?
          –Sí, perdóname, como ha venido mi familia pensé que mejor intercambiábamos los turnos.
          –Ya, si me parece perfecto, y lo comprendo, pero podías haberme avisado y no la directora diciéndome que estaban solas.
          –¡Ay!, lo lamento muchísimo –dijo el hijo de Donna Hanks, el monitor de esquí–, esta situación nos está superando.
          –¿Hablaste con el cirujano?
          –¿De qué la van a operar? –preguntaron.
          –Luego os cuento –cortó secamente, y respondió a su exesposa–. No, alguien de su equipo pasó antes, pero no se paró a hablar conmigo.
          –Creo que le debes una disculpa a tu hermano y a tu madre.
          –Como siempre, estás en todo.
          –Disculpadme, estoy muy nervioso. Tiene un trozo de metal alojado en el hígado –Donna Hanks se tapó la boca con el pañuelo que tenía en la mano–, suponemos que, a consecuencia del impacto, se desprendió del esquí de la persona que chocó contra ella.
          –Bueno, pero eso se lo quitan y ya está, ¿no?
          –Ahora mismo, con su estado tan delicado, sería una locura entrar a quirófano –intervino la madre de la chica.
          –Además, ese cuerpo extraño que su organismo rechaza ha provocado una fuerte infección –continuaron–, han de pasar uno o dos días más, entonces se reunirá el equipo médico y determinaran qué hacer.
          –Mira, ¿no es aquel el médico? –dijo ella.
          –Si –respondió él.
          –Vamos –y fueron; y volvieron con la derrota y el fracaso dibujado en la cara, aunque también, con una tenue luz de esperanza que se negaron a apagar…
          Aretha O’Neal y sus hermanos mayores pasaron por todos los procesos mientras duró el periodo de abstinencia, hasta que un buen día, bajo un sol radiante, salieron al porche a llenar los pulmones de aire limpio. A pesar de su corta edad el gemelo era bastante autónomo e introvertido, pasaba horas y horas cambiando de lugar a los animales en su granja de juguete. Desde la muerte del otro se había convertido en un niño solitario, ausente, desconfiado y muy susceptible, realmente para ninguno nada era lo mismo. Esa mañana con un feroz apetito las risas y las patadas por debajo de la mesa volvieron a impulsar algo de normalidad en la cocina. La señora O’Neal, de vez en cuando, daba clases de refuerzo a estudiantes que lo necesitaban, mientras que el esposo había desistido del empleo de pasante en algún bufete de abogados, nadie le contrataba, así que, aceptó un puesto en la gasolinera, no le hacía feliz, pero al menos llevaba dinero a casa.
          –¿Habéis visto a vuestro padre? –preguntó la mujer.
          –Anoche, antes de que tú vinieses, dijo que hoy se iría muy temprano –contestó el mayor.
          –Es verdad, por un cambio de turno o algo así –añadió Aretha.
          –No sé, es raro, cuando vine ya no estaba en la cama, pensé que estaría en el saloncito como otras veces.
          –¿Y no lo comprobaste? –preguntó el mediano.
          –Pues no, y ahora me arrepiento, era tarde y la caminata larga, llegué agotada.
          –Llámale al trabajo.
          –Claro, que buena idea. Gracias, cariño. –Al tercer tono sonó la voz de un hombre que parecía tremendamente enfadado porque su esposo no había aparecido y que ya no se molestase en hacerlo. Desconcertada, cortó la comunicación, se puso un abrigo por los hombros y le dijo a los chicos y a la chica que no se movieran de allí hasta su regreso…


17.
El viejo Jordan Brady consideró a sus primos, los forasteros llegados a Orlinda bajo el pretexto de abrir un negocio ficticio, tontos de remate al no percatarse de que el señor O’Neal les vigilaba hacía tiempo. Así que, a pesar de estar enfermo y de la avanzada edad, decidió emprender camino para encargarse personalmente de la misión acordada en la asamblea de granjeros simpatizantes del Klan donde decidieron vengar el suicidio de Alvin Evans, incapaz de superar la culpabilidad tras haber atropellado a uno de los gemelos. La aversión hacia los negros en general, y hacia esa familia en particular, estaba, si cabe, más radicalizada que nunca después del asesinato del afroestadounidense George Floyd y el resurgir del movimiento Black Lives Matter, al creer los supremacistas que estaban en peligro de extinción, razón por la cual se había radicalizado en todo país el sentimiento de odio a la raza catalogada de inferior. Como cada día, Aretha y sus hermanos salieron temprano hacia el punto de encuentro donde los recogían para distribuir la droga por los colegios. Sin embargo, no contaban con que el padre, preocupado por el cambio de comportamiento tan extremo en ellos, y para corroborar sus sospechas, les seguiría. Oculto entre matorrales y pese a la deslumbrante luz del sol acortó distancia con sumo cuidado, visualizó las tres siluetas de andares indecisos, a ratos de puntillas, a ratos a saltitos, como quien golpea la piñata en una fiesta de cumpleaños y aguarda con impaciencia que caigan las sorpresas, pero cuando le separaban muy pocos metros y se disponía a darles el alto, una camioneta frenó en seco y se montaron en ella, regresó al hogar cabizbajo y se arrumbó en el rincón donde dejaban las cosas que no corrían prisa o aquellas para revisar más tarde. A las 5:00 p.m. en la parte trasera de la casa de los O’Neal crujieron las hojas del suelo, la llave en la cerradura entró con desatino, el llamador de la puerta golpeó en la misma al chocar contra el tabique, volaron algunos documentos víctimas de la corriente y el hijo pequeño inició la serenata de llantos, mientras los dos chicos y la chica, con restos de un peculiar polvo azulado entre las uñas y la mirada vidriosa, se metieron en la cama sin cenar. Apenas se oía nada al otro lado de las habitaciones, salvo el peculiar sonido de un papel de aluminio al arrugarse y un extraño olor similar al incienso. Esto pasó antes de conocer al doctor Crumpler y tener consulta con uno de sus ayudantes que les orientó respecto al periodo de desintoxicación, una vez estuvieron limpios del todo, fueron capaces de contar por qué aceptaron meterse en ese mundo.
          –Nos prometieron un psicólogo para el enano –dijeron los dos mayores respondiendo a la madre– y un trabajo mejor para papá.
          –Las cosas al principio fueron muy bien –continuaron–, pero según pasaban los días el fentanilo se apoderaba de nosotros y crecía la deuda contraída con ellos porque más que vender la consumíamos.
          –¿Hubo algo más? –preguntó el padre. Aretha no levantaba la mirada.
          –Hija, ¿hubo algo más? –insistió el padre, ella asintió.
          –¿Abusaron de ti? –intervino la madre temblándole el labio inferior.
          –Contesta, por favor, cariño –el señor O’Neal estaba fuera de sí.
          –No lo sé, en mi memoria está todo muy confuso –las imágenes se mezclaban unas con otras junto al miedo.
          –¿Y vosotros tampoco decís nada? –lloraron avergonzados y confesaron que los prostituyeron–. Bueno, no os preocupéis, papá lo resolverá.
          –¿Qué piensas hacer, querido? –dijo la esposa bastante alarmada, pero él no respondió, se limitó a desviar la mirada.
          Un miércoles, en la lectura de La Biblia, el señor O’Neal comentó a un grupo reducido de personas la intención de ir a la oficina del sheriff a denunciar a los forasteros por tráfico de drogas, abuso sexual y explotación de menores obligándoles a consumir y prostituirse, y lo soltó sin reparar en que unos metros más allá un grupo de desconocidos agudizaban el oído, disimulando con comentarios sobre las bajas de trabajadores agrícolas a consecuencia de golpes de calor y la advertencia dada por la agencia meteorológica nacional en relación a que, la combinación de El Niño y La Niña traen estas altas temperaturas para el verano más cálido. Uno de ellos expresó que a él le amparaba United Farm Workers (UFW), la organización sindical de trabajadores agrícolas; otro preguntó a los compañeros si recordaban la huelga de 1965 contra los cultivadores de la uva reivindicando un salario más digno y mejores condiciones laborales, pero sólo lo sabían de oídas ya que alguno siquiera había nacido. Al día siguiente el señor O’Neal no se presentó en la gasolinera donde trabajaba por cuatro míseros dólares. Entonces fue cuando la esposa llamó por teléfono a la oficina y el encargado le dijo que no era la primera vez que faltaba y que estaba despedido.
          –No os mováis de aquí hasta que yo venga y si llama vuestro padre decidle que he ido a buscarle, no puede estar muy lejos, el coche está afuera –dijo para sí.
          –Madre, deja que vaya contigo –dijo el mayor.
          –Será mejor que no.
          –Quizá haya ido a...
          –Vamos –echó a andar deprisa.
          El tipo que estaba al frente del negocio era maleducado y les dijo lo mismo que por teléfono mientras masticaba un sándwich cuya salsa de mayonesa caía como un riachuelo por la comisura de los labios, les tiró a los pies una bolsa de basura con ropa manchada de grasa y un billetero vacío. Se fueron y dentro del automóvil el muchacho miró a la madre y la indicó hacia dónde ir. El terreno donde supuestamente se ubicaría el negocio que iban a abrir los forasteros estaba vacío, sin vehículos aparcados, ni motos, tampoco los materiales de construcción: sacos de arena y de cemento, ladrillos, tuberías, tiras de suelo de madera, nada, no había nada, ni rastro de los hombres. En la oficina del sheriff del condado no tramitaron la denuncia al no llevar suficiente tiempo desaparecido. Al cabo de los años, a pesar de darle por muerto, la familia O’Neal nunca dejó de buscarle. Aretha se convirtió en una prestigiosa abogada y los hermanos, incluido el gemelo, se alistaron en el Ejército. Jamás hallaron el cuerpo del padre, no obstante, ellos siguieron buscando...
          Donna Hanks se  instaló en casa de su hijo, en Wisconsin, para ayudarle en la semana de custodia con las niñas y así poderse quedar él con la mayor en el hospital, aún en coma y peleando contra la infección provocada por el trozo de metal clavado en el hígado e imposible de sacar debido a la delicada situación en la que se encontraba. Fuera de la rutina doméstica las jornadas, a pesar de tejer bufandas, se le hacían aburridas hasta que dio con un canal en televisión donde reponían la famosa serie semanal The Waltons, cuya última emisión oficial fue el 4 de junio de 1981. La trama se desarrollaba entre el periodo de 1933 a 1946, en la zona rural de Virginia, donde once miembros de una misma familia convivían juntos y en paz, pero estalló la Segunda Guerra Mundial y llamaron al frente a los 4 hijos varones, entonces todo se puso patas arriba. Cada jueves, ella y su esposo solían verla y comentarla en torno a un vaso de leche bien caliente, así que, visualizándola de nuevo, manojos de recuerdos de su propia historia personal la asaltaron de golpe, hasta que la realidad comió espacio y regresó de sus pensamientos.
          –Chicas, ¿habéis metido los bocadillos en la cartera para el almuerzo? –dijo Donna Hanks mientras preparaba un tupper con las sobras de la cena porque su hijo tenía una reunión de trabajo en la estación de esquí y ella se quedaría de guardia con la nieta en el hospital.
          –No quiero manzana, no me gustan, y lo sabes, pero todos los días igual, jo –gritó una de ellas enfadadísima.
          –Ni yo cerezas que me sueltan la tripa y luego estoy toda la mañana en el colegio yendo al baño  –también protestó la otra.
          –En cinco minutos todo el mundo a sus puestos o perdemos el autobús y os llevo andando, vosotras veréis –utilizaba ese lenguaje a modo de juego, una forma de hablar distendida como otra cualquiera que las crías lo seguían desfilando cuan soldados partidas de la risa.
          –Abuela.
          –Qué, cariño.
          –¿Se va a morir nuestra hermana? –preguntó vuelta de espaldas.
          –Todos nos vamos a morir, cielo, pero no lo sé, yo creo que todavía no, es muy fuerte, las tres lo sois, pero si queréis a la tarde vamos juntas a la Iglesia y rezamos para que se cure cuanto antes, ¿vale? –asintieron.
          –Mamá dice que los rezos para esto no sirven de nada –soltó la menor.
          –Pero por si acaso iremos –ambas asintieron.
          Aurora Medical Center Mount Pleasant, ocupaba una gran explanada con muchas zonas verdes apenas sin nada alrededor. La parada del bus quedaba a un paseo de la entrada principal, Donna Hanks, era consciente de que ese mismo recorrido lo iba a hacer muchas más veces, así que, compró unos auriculares para conectar al teléfono e ir escuchando lo mejor de Dolly Parton. Antes de subir a planta pasó por el Starbucks y cogió dos cafés americanos; su hijo esperaba en la galería hasta que las enfermeras terminasen de asearla, enseguida entraron. La habitación, muy luminosa y con vistas espectaculares, olía a yodo y a tejido necrosado, un amasijo de cables unía el diminuto cuerpo de la chica, inmóvil, a varios aparatos llenos de números y curvas fluorescentes. La abuela la besó en la frente y se puso de espaldas en la ventana ocultando dos lágrimas que se le escaparon sin control. Al cabo de los años, cumplido un siglo de edad, la mujer moriría de muerte natural manteniendo hasta el último aliento la esperanza de verla despertar, pero no fue así… El día que la chica abrió los ojos cayó una nevada copiosa, sus padres, cada uno a un lado de la cama, sostenían sus manos y la comían a besos, ahí comenzó para ellos un proceso largo, agotador y complicado, primero pasar por quirófano y reparar el daño causado en el hígado por el pequeñísimo trozo de metal que tuvo clavado; después habría que aprenderlo todo: a comer, a vestirse, a controlar los esfínteres, a hablar, a expresar dónde y qué le dolía, a lavarse los dientes, a configurar unos principios, una personalidad, unas prioridades y, lo más importante, remover los cimientos para seguir siendo una buena persona.
          –¿Te acuerdas de la abuela, cariño? –preguntó el hijo de Donna Hanks a la joven y guapa mujer en la que se estaba convirtiendo su hija.
          –No mucho, tengo recuerdos muy vagos, ya sabes –dijo vocalizando aún con trabajo.
          –Nos dejó un encargo para ti.
          –¿Cuál? –se le iluminó el rostro.
          –Que luches con todas tus fuerzas para ser feliz y conseguir todo cuanto te propongas en la vida. –Y así lo hizo, tardaría mucho hasta conseguirlo, pero al final cumplió  sus objetivos, estudió medicina y llegó a ser una de las neurocirujanas más prestigiosa de Estados Unidos.
          Cuando sonó el teléfono Topanga Sizemore estaba en la parte trasera de la casa recogiendo la ropa seca de la cuerda y tendiendo la recién lavada que aguardaba amontonada en el barreño, el vaso de limonada fría reposaba sobre la mesa del porche, junto una novela de aventuras que llevaba por la mitad. Miró al cielo y persiguió con la vista una camada de aves migratorias que, a lo lejos, rompían el perfil del horizonte. El viejo perro que apenas podía dar un paso comenzó a ladrar, entonces agudizó el oído, dejó las pinzas encima de la tierra y echó a correr a tiempo de descolgar antes de cortarse la comunicación.
          ¡Hello!, –dijo en un inglés con acento nativo.
          –Perdone que la moleste, soy Opal Nelson, no sé si me recuerda.
          –Claro que sí –manifestó con amabilidad.
          –Verá, quería contarle… –Se limitó a reproducir, palabra por palabra la historia tal y como la narró su madre, especialmente la ubicación de la choza donde el padrastro del padre de Topanga revivió la historia de amor que tuvo con la madre de la abuela Tillie, siendo esta fruto de aquella pasión. Le ofreció también una copia de la carta que el hombre dejó apoyada en una lámpara de aceite para la hija que nunca conoció, explicando los motivos por los que abandonó a la que siempre fue su esposa en el corazón. La respiración se oía calmada, sin altibajos, dejando espacio y sin interrumpir a quien habla.
          –Agradezco el ofrecimiento, pero yo prefiero dejar las cosas tal y como están, y ahora, si me disculpa, he de atender mis obligaciones. –Opal Nelson disfrutó del silencio, de la sinceridad de aquella mujer menuda, de costumbres y sangre Cherokee, que vive en Stevenson, Alabama y para quien la palabra rencor no existe.
          Atrás queda Oak Ridge, la ciudad secreta donde depuraron el combustible de Uranio para la bomba atómica como una pequeña parte del Proyecto Manhattan. Asoma precoz la primavera con las urracas azules, los petirrojos, los colibríes, los jilgueros de amarillo provocador, los cuervos, las muchas especies de pájaros carpintero y la erosión de flores salvajes que dominan aquí, en la zona Este de Estados Unidos. También sus gentes, educadas y serviciales, mayoritariamente votantes del Partido Republicano, aislados en sus casas de amplios jardines sin vallas, a pie de bosque o metidas muy adentro, con sus habitantes encaramados a las armas, bien sobre el dintel de la puerta o colgadas en soportes en el interior de las camionetas. Las aproximadas 44 iglesias, de distintas tendencias, dan cobijo a los feligreses que, además de orar, socializan y cubren las necesidades de unos y de otros. Opal Nelson vistió un pantalón cómodo, camisa amplia, poncho terminado en muchos flecos y botines de cuero. Tejió dos largas trenzas con sus cabellos, las adornó con plumas de águila y guardó en una mochila cosas muy básicas. Por el espejo retrovisor vio a un hombre desahogarse en el taller de su garaje tallando figuras en madera mientras rememoraba quizá la etapa de infancia a orillas del mar Mediterráneo, en la ciudad de Mahón, en la isla de Menorca. El Parque Nacional de las Montañas Humeantes acogía grupos de turistas curiosos por ver a los indios Cherokee en su hábitat, pintados para la ceremonia, imitando sus danzas, bebiendo su Moonshine embotellado, eligiendo presentes para obsequiar a los parientes y haciéndose selfis con el retrato del jefe de la tribu de fondo. Opal Nelson dejó medio escondida la autocaravana en la zona de las tiendas de souvenir. Compró un cuchillo de caza americano, una caña de pescar, flechas y una cantimplora. Lo cogió todo y, sin mirar atrás, con la imagen de la abuela Tillie en la retina, subió hacia a una de las cimas de las Smoky Mountains, donde vivió tal y como quiso hasta el final de sus días. Un científico menorquín afincado en Estados Unidos y al que admiro profundamente dice que Tennessee es un Estado que pasa desapercibido en la vida nacional e internacional…

 


 


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