A los que perdieron su vida inútilmente
Estiré cuanto pude el brazo para alcanzar la toalla grande y
salir rápido de la bañera. Había tenido un día muy duro de trabajo: reuniones
que siempre se complican, almuerzo con directivos de prolongada sobremesa, cita
con delegados sindicales a quienes adelanté que la empresa barajaba despidos
inminentes y un par de desagradables conversaciones telefónicas con mi madre y
mi ex novio. Total, que aquel baño, con sus sales tonificantes y toda clase de
potingues, sin duda me reconfortó. Cuando encendí el aparato de radio para
escuchar el informativo de las nueve de la noche, tenía el bote de crema
hidratante en la mano. Primero quedé perpleja, después confusa y seguidamente
esperanzada. ETA emitía un comunicado anunciando el cese definitivo de la
violencia. Rompí a llorar como no podía ser de otra manera; lágrimas de alegría
y de tristeza se mezclaron dentro de mí. Alegría por la libertad para Euskadi,
y tristeza por cuantos se quedaron en el camino para nada, víctimas de un
terrorismo cruel y sin sentido. Sin embargo, bajo los efectos del momento
histórico al que asistía, tomé el teléfono y calculando la diferencia horaria
con Colombia, marqué todos los prefijos que me llevaban hasta Cartagena de
Indias, mi lugar de destino.
Jon Iruñela juró ante la tumba de su padre —mi tío—, que no
regresaría a España mientras no se erradicara el conflicto armado. Tenía trece
años recién cumplidos y se preparaba para ir al colegio con sus hermanas
pequeñas. Edurne, la mujer que cuidaba de todos, puso en las carteras el
bocadillo correspondiente a cada uno. Esperaban de un momento a otro la llegada
del coche oficial que traería al padre de vuelta, después de haber pasado toda
la noche en el Ayuntamiento de Hernani, junto a sus compañeros de partido,
preparando un acto recordatorio en memoria de Francisco Tomás y Valiente,
asesinado por la banda terrorista hacía un año. Lo que nadie imaginaba era que
mi tío engordaría esa misma mañana la lista de muertos a manos de los etarras.
Cuando se produjo la explosión, la pequeña de las niñas corrió junto a Edurne. A
continuación vino el silencio, la confusión, carreras de las gentes al lugar de
los hechos, frío, sordera, impotencia, temblor de piernas temiéndose lo peor, y
de nuevo silencio y frío y gritos de dolor, de rabia y silencio y frío y…
Colocaron la bomba en la parte delantera del automóvil, con
lo cual chofer y escolta quedaron bastante irreconocibles. Por el balcón, cuyos
cristales se hicieron añicos, la mayor de las chicas vio volar por los aires
pedazos de chapa, metralla y materia humana, que caerían de nuevo sobre el
suelo de un asfalto sembrado de horror y amasijos. Edurne, llevándose las manos
a la boca para acallar su propio grito, no pudo reaccionar a tiempo, y cuando
quiso darse cuenta, Jon ya estaba abajo, arrodillado ante el cuerpo mutilado de
su padre.
Tras enviudar con tres hijos de corta edad, mi tío se casó
de segundas con Itziar, quien, al poco, no pudo soportar el miedo a las
amenazas que hacia ellos salía de una Herriko taberna, feudo de los radicales
afines a Batasuna y próxima a su domicilio. Así fue, que el primer domingo de
año nuevo, en su quinto aniversario de boda, Itziar dijo que bajaba a dar una
vuelta… y ya no volvió. Así y todo, encariñada como estuvo con los niños, no
dudó por un momento en regresar y llevárselos con ella a Colombia cuando se
enteró del asesinato devenido. Años después, Jon y sus hermanas, se sentían en
deuda con aquella mujer que hizo de ellos unas buenas personas. Educándoles en
libertad, y fuera de todo odio y de todo rencor, nunca paró de recordarles
quiénes eran y de dónde venían.
La voz de mi primo Jon al otro lado del teléfono, sonaba
entrecortada. Recibieron directamente la noticia del Consulado de España en
Cartagena de Indias y no podían creérselo. Entenderle, lo que se dice
entenderle, tan sólo esto: “Llegamos a España en ocho días. ¿Tú podrías
recogernos en el aeropuerto de Barajas?, luego, si te parece, iremos a Gipuzkoa.” Tendré que alquilar una furgoneta para
meternos todos, pensé mientras cortaba la comunicación.
Encontré a Itziar muy cambia físicamente y, aunque había
trabajado como nadie para sacar adelante a aquellas tres criaturas a su cargo,
ahora recibía como fruto el cariño y respeto de unos hijos que la adoraban.
Estaba nerviosa, conmovida, y seguramente aún enamorada de mi tío, porque lo
demostraba en cada elogio que de él hacía. Sin demora, procedió a darle sentido
al verdadero motivo de tan largo viaje. Arropada por sus tres hijos, cuatro
nietos y demás familiares, así como de viejos compañeros del Partido Socialista
de Euskadi, levantó la copa de cava que sostenía su mano izquierda y, para que
el resto hiciéramos lo mismo, pronunció: “Gora Euskadi askatuta.” (“Viva Euskadi libre.”)
Días después, en el avión que les llevaba de vuelta a Cartagena
de Indias, Itziar tenía al nieto pequeño dormido sobre su regazo. En el asiento
contiguo iba sentado Jon para no perderla de vista ni un instante. Conscientes
de la emoción que acababan de vivir, echaban una parrafada apasionada sobre la
posibilidad de volver a menudo a Hernani; incluso podrían rehabilitar la casa
paterna que todavía conservaban, y, desde luego, inculcar a los niños la
cultura y gastronomía vasca, algo que últimamente ellos habían desatendido. Pero
cuando más eufóricos estaban y mejor se sentían por dentro, una cortina de
tristeza cerró temporalmente la ventana de los proyectos, al recordar el
sufrimiento y la barbarie de cada atentado.
(Ojalá que a partir de ahora todos los demócratas, gracias a
la puerta recién abierta a la esperanza, sin excepción alguna, desde la
periferia al centro, desde el sur al norte, desde la izquierda a la derecha. Es
decir, toda la sociedad española en su conjunto, le demos una oportunidad a la
paz, como bien dijo John Lennon.)
Lo importante es que los gobiernos, que para eso les pagamos, aseguren la vida de sus gobernados que son a la vez sus jefes.
En cuanto a la madre de Serrat, de tal palo tal astilla.
Mayte, gracias por tus escritos con los que nos haces viajar con el pensamiento.
Gracias Mayte.