domingo, 26 de abril de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

16.

Una flota de cinco coches patrulla, con cuatro policías en cada uno de ellos, más un automóvil privado luciendo la sirena en lo alto del techo, se detuvo en el área casi despoblada y pegada a las montañas donde Johnny García ocupaba un apartamento cuyo interior ofrecía el paisaje asilvestrado del desorden. Apenas unos pocos vecinos, cada uno desde sus respectivas viviendas, se atrevieron a descorrer las cortinas, asomando por el cristal la desconfianza de unos rostros pixelados de anonimato. Era viernes, el aire se notaba ligero, y la señora de la limpieza, sudando la gota gorda, pasaba la fregona en las zonas comunes, a la vez que un pequeño aparato, colgando del bolsillo de la bata, reproducía a toda pastilla una selección de música salsa, flexibilizando sus movimientos. Adam Walker, flanqueado por los agentes, empujó con la punta del pie la puerta semiabierta. Dentro, emergiendo entre mugre y capas de desperdicios amontonadas en el suelo, saltó de la cama una joven en tanga y sujetador. ‘¿Qué coño pasa? Menudo susto, podían haber llamado, ¿no?’. El inspector, ignorando el comentario, además de mostrar su placa, sacó también la orden de registro. ‘Documentación, –se la dio, y él continuó hablando–. Ahora calladita y a sentarse ahí’, –sugirió, mientras echaba un vistazo rápido al entorno–. ‘Oiga, que estoy de paso. Voy camino de Arizona. Me dijo un colega que podía quedarme un par de días aquí porque no había nadie, pero si ustedes quieren recojo mis cosas y me largo ya mismo, ¿eh?’. ‘Cállese y póngase esto, –gritó un miembro de la científica al tiempo que le lanzó las primeras prendas que encontró– ¡Mire qué sorpresa, jefe, menudo regalito que nos han dejado ahí! –exclamó, dirigiéndose al responsable de la operativa–: estupefacientes como para tumbar a una manada entera de osos negros, cadenas, ataduras para muñecas, pinzas de pezones, fustas, látigos… En fin, que podemos montar una orgía ahora mismo, ¿verdad bonita?’. Ella, atrapada en la tela de araña de las drogas, trató de desmarcarse de aquello que no le incumbía. ‘Yo les juro que no tengo nada que ver con eso. Recorro el país haciendo autostop y es la primera vez que vengo a Carson City’. ‘Qué sí, encanto. Lo que tú digas, pero ahora te quedas un ratito muda y en cuanto acabemos nos acompañas para tomarte declaración, ¿de acuerdo?’. Probablemente no mentía y fue el destino quien la trajo al lugar equivocado. Todo siguió según lo previsto: tomaron muestras del coctel de huellas repartidas en cada rincón y fotografías que inmortalizaron el listado de cosas que se llevaban. ‘Señor, ¿podría venir un momento?’, –se oyó desde el patio trasero–. ‘¿Dónde estaba la bolsa de deporte?’. ‘Ahí, oculta detrás de esos tubos de hierro inservibles, ruedas de bicicleta desinfladas y el cubo de la basura’. ‘Ábranla, –lo hicieron–. Bueno, bueno. Parece que nuestro sospechoso disputó una durísima pelea. Adjunten la ropa ensangrentada y el machete como pruebas por separado, y que analicen el ADN y lo cotejen en nuestra base de datos, igual con un poco de suerte hasta está fichado. Quédense el tiempo que haga falta y que nadie se vaya sin escudriñar hasta la última raya de baldosa’. ‘A sus órdenes’. ‘Deja de lloriquear y vente con nosotros’. ‘¿A dónde me llevan?’, –preguntó la chica bastante alarmada–. ‘A las Cataratas del Niágara, ¡no te digo!’, –apuntaron entre risas.
          En el asiento del copiloto llevaba el sobre con la copia de la autopsia de Alexa que Ethan Ross me había dejado en el buzón de casa. Conducía despacio, recreándome en la memoria de los paisajes de Wyoming, que corrían fluidos por mis venas como la sangre que bombea el corazón y aporta las coordenadas para seguir respirando sin dificultad. Añoraba casi todo lo que apuntaló la primera etapa que tuve en la vida: mi pueblo de Jackson, el rancho con sus maravillosas vistas convertidas en refugio exento de problemas, donde la mayor complicación consistía en ordeñar la vaca con destreza sin derramar una sola gota de leche, y la figura tranquilizadora de mi padre, Brayden Morgan, quien, en noches de tormenta, se tumbaba a mi lado durmiéndonos al vaivén de la conversación. El frenazo en seco que dio la camioneta que llevaba detrás me trajo de vuelta a la realidad. Y menos mal que tuvo reflejos para hacerlo, ya que yo había girado sin poner el intermitente. Bajo la sombra de los árboles, en la esplanada frente al edificio acristalado The Carson City Justice and Municipal Court, encontré aparcamiento. Tenía una cita con Charlotte Bennett, la ayudante del Fiscal del Distrito asignada a nuestro caso. Su canosa melena rizada, marcando el compás de hombro a hombro, descendía irregular por la espalda recta, mientras caminaba de punta a punta por la galería acristalada, guardando el equilibrio encima de los zapatos de aguja que resaltaban aún más el traje de chaqueta gris con botonadura cruzada que lucía elegante. ‘Siento el retraso –le tendí la mano cortésmente para estrechárnosla–. Me entretuve en casa recogiendo esto’, –mostré la carta–. ‘Sígame, por favor. Busquemos un lugar más tranquilo’. Hacía un sol radiante que invitaba a olvidarse de todo y disfrutar del sonido de los pájaros al aire libre. Sin embargo, nos encerramos entre cuatro paredes cubiertas con libros de Derecho. Ojeó el papel que le di, sacó su estilográfica, rodeó algunas palabras dentro de un círculo perfecto y dijo: ‘Está claro que la necropsia realizada a la víctima se hizo sin el amparo del marco de la denuncia actual, por eso es tan elemental respecto a datos específicos. ¿Por qué no se presentó antes?’. ‘Bueno, mi cliente es una abuela desesperada que quiere honrar la memoria de su nieta buscando la verdad sobre su asesinato y poniendo al culpable en el lugar que corresponde: la cárcel. Una noche, cuando estaba a punto de irme, apareció con una bolsa llena de partes médicos en los que quedaba constancia de algunas lesiones que sufrió, así como fechas, impresiones personales y sospechas que fue anotando en cualquier hoja. Se plantó delante del despacho segura de convencerme para demostrar la autoría del crimen cometido por Johnny García, y aquí estoy’. ‘¿Y por qué el prestigioso bufete WILSON, ANDERSON & SMITH apuesta por esta débil historia y despliega a parte de su artillería pudiendo estar peleando en los tribunales la legalidad de algunas grandes fortunas de sospechosa procedencia?’, –percibí en sus palabras una pincelada de rencor–. ‘Supongo que aprendimos de los socios fundadores aquella máxima tan suya: “nunca rechaces nada que pueda dejarte un dólar para gastar en cerveza”. Todo ser humano merece una defensa justa por encima de su raza, condición social o género’, –dije, zanjando así posibles dudas en cuanto a los intereses que pudieran movernos–. ‘Perdone si la he ofendido, esa no era mi intención’. ‘No pasa nada’. Compartí todo cuanto sabía y, como si de un secreto de confesión se tratara, dije que, a diferencia de haber defendido siempre la reinserción de la mayoría de los convictos, ante la posibilidad de cumplir una cadena perpetua o ir directamente al corredor de la muerte, llegado el momento pediría la ejecución inmediata. En ese sentido, y para mi sosiego, estaba de acuerdo conmigo. También debatimos respecto a cómo nos gustaría que fuese el perfil de los miembros del jurado: mujeres y hombres que remaran en nuestra misma dirección, convergiendo así en la finalidad de nuestros propósitos. Reconozco que Charlotte era muy tratable en la distancia corta, alguien con quien se podía hablar de lo divino y de lo humano sin caer en la demagogia que, se mire por donde como se mire, es mala compañera de viaje.
          Ethan Ross y la becaria colaboraban a pleno rendimiento en la preparación del caso, lo cual, traducido a complicidad, me dejaba al margen. Sentía envidia de la capacidad de aguante de ella, propia de una edad que aún no le pasaba factura con arrugas en la piel. Y de él, ese instinto sabueso, tan útil para desenvolverse hurgando en el centro de cualquier investigación. Convertidos uno en el apéndice del otro, despertaron en mí unos celos que, en lugar de hacerme mala sangre, canalicé en beneficio del juicio que estaba segura de ganar. ‘A partir de ahora te quiero pegado a Mayalen, –dije al detective–. No la pierdas de vista, vigila cada uno de sus pasos y filtra a todo aquel que intente acercarse. No podemos fiarnos de las influencias que la gente ejerce aun estando en la cárcel’. ‘Lo que tú mandes, jefa. Pero mira qué te digo: la factura de café y caramelos pienso pasártela’, –dijo, guiñándole un ojo a ella. Eso me jodió–. ‘Michelle, habla con alguien de la oficina del sheriff, y entérate si han trasladado ya al preso. Si fuera así, solicita autorización para hacerle una visita. Será interesante ver qué cara pone cuando se entere que nos presentamos como acusación particular’. ‘Cuidado con dar un paso precipitado, abogada, no sea que se vuelva en tu contra’, –el hombre me advirtió–. ‘¿Por qué lo dices?’, –solté, agujereada de contrariedad–. ‘Bueno, pues, porque, a veces, ir por delante de los movimientos del fiscal supone tirar piedras contra el tejado de nuestro cliente. No es recomendable que descubras tus cartas. Deja que el reo se lleve la sorpresa cuando ya estemos en la sala. Ahora, lo fundamental es centrarse en la defensa y probar los hechos. Lo demás queda en manos del transcurrir de las cosas’. Me convenció. Así que, asentí agachando las orejas. Ofrecí llevarlos en coche, pero lo rechazaron, preferían estirar las piernas. ‘Hasta mañana’. ‘Adiós’, –contestaron–. Sabía que olvidaba algo, pero quise salir detrás de ellos. ‘Allison’. ‘Sí. Perdona, tengo un poco de prisa’, –escupí esas palabras casi en la cara pasmada de mi jefe–. ‘Serán sólo unos minutos. Entra, por favor’, –me precedió en su despacho–. ‘Pues, tú dirás’. ‘Acabo de recibir la llamada de una de mis fuentes, y me ha dicho que a Johnny García lo trasladan esta misma noche al Centro Correccional del Norte de Nevada. Además, corre el rumor de que la familia hará lo posible para que la vista sea en otro Estado, y a nosotros eso no nos beneficia en absoluto. Pero no tienes de qué preocuparte, voy a intentar que no ocurra. Me deben favores y es hora de cobrar alguno’. ‘Ah, pues te lo agradezco muchísimo, porque no sabría cómo hacérselo entender a nuestro cliente’. ‘Buenas noches’. Tenía remordimiento, así que dije desde la puerta: ‘¿Te apetece tomar una copa?’. ‘Gracias. En otra ocasión. Es el cumpleaños de mi hija y me esperan en casa’.
          Como el objetivo de seguir a hurtadillas a mis colaboradores se había esfumado y ya no tenía sentido echar a correr para ver dónde se habían metido, cambié de opinión y regresé al despacho, porque, de todas formas, la amenaza de un cambio de tribunal a otra ciudad me iba a desvelar.

domingo, 12 de abril de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

15.

La sala de interrogatorios donde estaban Johnny García y su abogado, que no parecía tan recién salido del cascarón como aparentaba, era un espacio frío y austero que olía a desinfectante barato. Cuatro sillas alrededor de una mesa alargada componían todo el mobiliario, además de un trípode con la cámara de video lista para grabar y el típico espejo, desde donde, al otro lado, puede seguirse el desarrollo de la escena. Precisamente ahí, en breves minutos, la chica del sadomasoquismo, estableciendo la relación que une su historia con la de la joven asesinada que nos ocupa, identificaría a quien practicó con ella, en contra de su voluntad, conductas sexuales dentro del marco del sufrimiento físico y psicológico. De quedar contrastada esa coincidencia, entraría a formar parte del “Programa de Protección de Testigos”. Tras llevar allí más de una hora sin que nadie apareciese, la paciencia tocaba techo. ‘Se supone que usted me representa y que vela por mis intereses. Salga y que le digan a ver por qué coño nos tienen encerrados en este asqueroso lugar’. ‘Tranquilícese. ¿No se da cuenta de que lo que buscan es que piquemos en el anzuelo de los nervios? Y, otra cosa: aquí el que dice qué preguntas ha de responder y cuáles no, soy yo. Para mí usted es inocente, creo su versión, me paga para ello. Pero un solo paso en falso, una palabra de más y la defensa se va a hacer puñetas. Le van a triturar. Mi trabajo consiste también en convencer al resto de personas para que su veredicto sea favorable, y le aseguro que, si las circunstancias apuntan en dirección contraria, no será tarea fácil’. Johnny sabía muy bien los delitos que había cometido a lo largo de toda su vida, y de las veces que, violando las reglas de conducta y de convivencia con sus semejantes, expandió el pánico en torno suyo. Sin embargo, negaría todo cuanto le atribuyeran. Nadie, conociéndole, tendría agallas suficientes para denunciarle. Oyeron pasos cada vez más cerca, aguantaron la respiración y miraron al suelo, como si nunca hubieran roto un plato. El letrado se colocó el nudo de la corbata mientras que él, ausente o placentero, se rascó con obscenidad en la bragueta.
          Adam Walker entró en la sala llevando una botella de agua de litro y medio bajo el brazo izquierdo, le habían detectado una disfunción en los riñones y necesitaba beber mucho líquido. ‘Buenas tardes –se sirvió un vaso y, de reojo, observó cómo le sudaban las manos al presunto culpable–. Por favor, diga, mirando a la cámara, su nombre completo, edad, profesión y residencia actual para que quede constancia’. ‘Perdone, agente, me gustaría saber qué tienen contra mi cliente para tenernos confinados desde hace más de doce horas. Acláremelo, porque le juro que no lo entiendo’. ‘Bueno, sencillamente es que el otro día el señor García no quiso responder a las preguntas que le formulábamos si no era en presencia de su abogado’. ‘Vale, eso lo sé, ¿pero en base a qué?’. ‘Investigamos el asesinato de Alexa Valdés, su pareja sentimental’. ‘¡Eh!, un momento. Ya le dije que habíamos dejado de salir hacía seis o siete años, así que no me vayan a cargar ahora a mí con ese muerto’, –soltó todo indignado–. ‘Reconstruimos los últimos meses de la vida de ella para reducir el círculo descartando sospechosos. Como sabe, esta práctica es habitual y obligatoria por nuestra parte’, –le dijo al letrado–. ‘Sí, aunque no lo es traer por la fuerza a un ciudadano y tratarle igual que a un vil delincuente’. ‘En fin, si les parece, procedemos. ¿Dónde se encontraba exactamente a las cinco de la madrugada el 24 de enero del presente año?’. ‘Conteste sólo si está seguro’, –subrayó el picapleitos–. ‘En Carson Tahoe Regional Medical Center, cuidando de mi madre que ingresó con fiebre alta’. ‘¿Lo puede demostrar? –transcurrieron algunos segundos en silencio–. Por cierto, escriba el número de la matrícula de su coche, marca, color y modelo, por favor, –le dio un trozo de papel–. Perdonen, enseguida vuelvo’. Después de vaciar la vejiga, dio instrucciones a un miembro de su equipo para que averiguase si la descripción del automóvil aparecía en las cámaras de seguridad del recinto hospitalario, así como el ingreso al que hacía referencia. No obstante, algo le decía que la clave para tejer la tela de araña estaba más cerca de lo que imaginaba. Antes de volver, le informaron de que la testigo reconoció al tipo y declaró que, en una sesión de sadomasoquismo en la que él estaba muy borracho, alardeó de haber matado a su novia sin que pusiera resistencia. ‘¿Crees que dice la verdad o será más bien el testimonio de una mujer despechada?’, –preguntó al compañero–. ‘No miente, estamos casi seguros’. ‘Pues, si es así, activar el protocolo. ¡Ah!, y pedid una orden judicial para efectuar un registro en su casa, a ver qué sorpresas encontramos’. Mientras tanto, en la otra habitación se desencadenó una fuerte discusión. ‘Dese cuenta de que les ha proporcionado una información que previamente yo desconocía. Entiéndalo, así no se hacen las cosas porque me deja sin argumento para rebatir’. ‘No me joda más con sus sermoncitos y pelee para que esta pesadilla acabe lo más rápido posible’. El inspector regresó muy serio y reanudó el interrogatorio. ‘Dígame una cosa, señor García: si, como dice, estaban separados, ¿cómo explica que unos meses antes fuera usted el que la llevara a urgencias en estado lamentable?’. ‘¿Otra vez con lo mismo? Que la encontré tirada en la carretera y la auxilié’. ‘¿Conoce a alguna de estas mujeres?’, –entre las fotos mostradas coló una de la chica que declaraba contra él–. ‘¡Pues no, jamás las he visto’, –dijo, visiblemente alterado–. ‘¿Ha participado con otras personas en orgías violentas y sádicas?’. ‘¡Eh!, aguarde un momento, solicito hablar a solas con mi cliente’. ‘Por supuesto’. Cinco horas después los dos hombres estaban agotados y hambrientos. Dos policías uniformados abrieron la puerta y detrás de ellos se presentó el sheriff. ‘John Alexander García, queda detenido por el presunto asesinato de Alexa Valdés. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga será usada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene derecho a un abogado. Si no puede pagarlo, se le asignará uno de oficio. Tiene derecho a realizar una llamada’. ‘No hables con nadie. No digas nada. Te sacaré, lo prometo’. ‘Bájenlo a calabozos hasta que tramiten su traslado al Centro Correccional del Norte de Nevada’.
          El comportamiento violento del Johnny cuando lo sacaban trajo a la memoria de Adam Walker un episodio que marcó un antes y un después en su carrera. Hasta ese momento no contaba en su currículum con nada relevante que dejar para la posteridad, ya que tan sólo se hacinaban sobre su mesa las diligencias para gestionar asuntos de poca monta: reyertas entre prostitutas y proxenetas, pequeños robos o leves accidentes de tráfico. Sin embargo, todo cambió cuando… Había tenido un turno de doce horas seguidas, jornada que resultó tranquila excepto por una pelea de borrachos a los que detuvieron a punto de abrirse la cabeza con un bate de beisbol. Bien entrada la luz del día, terminada la redacción del parte de incidencias y vestido con ropa cómoda, fue a desayunar a un restaurante de la cadena de comida rápida Ihop. Aquella mañana del 6 de septiembre de 2011, que si no recuerdo mal era martes, tenía planes para hacer una excursión con la familia por las rutas más bellas de la ciudad. Así que, mientras esperaba a su mujer y a las niñas, tomaba café negro, beicon, huevos revueltos y panecillos de harina blanca. En el mismo local, con la barriga llena, cinco oficiales de la Guardia Nacional de los Estados Unidos conversaban distendidamente. De forma sorpresiva entró un individuo disparando con una automática. Tres de los militares murieron en el acto, así como una mujer que acababa de encargar la comanda. También resultaron heridas otras siete personas y el presunto agresor, un hombre de 32 años diagnosticado con esquizofrenia paranoide. A los investigadores les desconcertó muchísimo que el agresor no tuviera antecedentes penales ni vinculación alguna con las víctimas. Poco después de huir, y tras un intento de suicidio, murió, a pesar de los ejercicios de reanimación por parte del equipo médico. La rápida actuación del agente sirvió para salvar a la mayoría de los clientes, evitando que la masacre fuera aún mucho mayor. Además de ejercer de guía a policías y sanitarios, informándoles en tiempo real de la delicada situación en la que se encontraban dentro, tuvo bastante entereza y calmó los nervios de los presentes. A partir de entonces, Adam Walker fue consciente de la fragilidad del ser humano cuando se rompe el hilo que sujeta la cometa de la cordura y de todo lo que creíamos tener seguro.
          A pesar de la dolorosa artritis en las rodillas, Mayalen recorría a pie la distancia que separaba su casa de Corriage Squeare Park, donde pasó tantos veranos en la zona infantil viendo cómo su nieta, junto a otros niños y niñas del vecindario, subía y bajaba de los toboganes a gran velocidad compitiendo por llegar siempre la primera. Cada tarde, a la salida de la escuela, cargando con la cartera repleta de lápices de colores, cuadernos rayados y resto de material, empezaba el ritual de aquel universo que se hizo añicos con la llegada de la adolescencia, la influencia de algunas malas compañías y el enfado con el mundo por haber perdido tan pronto a sus padres. Para la pequeña, descubrir qué sorpresa escondía el bocadillo de la merienda, era todo un acontecimiento, más aún si tocaba sándwich de crema de cacahuete, que devoraba con absoluta ansiedad. Díscola, y cruel a la hora de jugar y relacionarse con los compañeros, marcaba las aristas del fracasado destino que ya conocemos. ‘Si se le ocurre a su nieta morder otra vez a mi hija, le pego un bofetón. ¿Queda claro?’. ‘¿Por qué no la educa?’. ‘Eso, que está incivilizada y no queremos verlas por aquí’. ‘¡Largo!’. La abuela aguantaba esos comentarios y otros por el estilo, pero tenía miedo de su reacción si le decía algo. Ahora que Alexa ya no está, y convive con los remordimientos tan humanos de no haber hecho las cosas de otra manera, se sienta fatigosa en el viejo banco de madera donde siempre la esperaba y alza los ojos hasta la copa de los árboles buscando un resquicio de luz. El sonido de los pájaros ayuda a acentuar su somnolencia.