domingo, 23 de mayo de 2021

No puedo respirar

19.

Un billete de 20 dólares falso ha renacido en los Estados Unidos el símbolo contra el racismo definido cómo: odio hacia los que vinieron hacinados en barcos negreros para trabajar de sirvientas, nodrizas y en plantas agrícolas de tabaco, caña de azúcar o algodón, hasta que, tras muchos años de sufrimiento, una vez abolida la esclavitud, sus descendientes transitaron libres, algo todavía sin asimilar por quienes se consideran superiores al tener la piel clara. Minneapolis, adonde hemos viajado Georgia, Jeff, Steven y yo para asistir al acontecimiento histórico que mantiene al mundo expectante, se ha convertido en santuario en memoria de George Floyd, acogiendo la vigilia ininterrumpida que tiene lugar en la iglesia baptista Greater Friendship Missionary, al sur de la ciudad, a las puertas del veredicto pendiente del jurado contra Derek Chauvin, el expolicía acusado de asesinato al presionar con su rodilla el cuello del afroamericano pese a la angustiosa súplica del detenido que, reducido en el suelo, dice desesperadamente que no puede respirar. Durante la espera, me asalta el paisaje de aquellas inmensas mansiones del siglo XIX, vestidas en su interior al estilo colonial francés y ubicadas en antiguas plantaciones en Louisiana, Virginia, Alabama o cualquier otro estado del sur, donde al negro de aquella época, una vez explotado, se le azotaba para que aprendiera a obedecer. Las mujeres de la misma etnia, en su mayoría aún niñas, además de encargarse de las tareas domésticas eran violadas ante la impotencia de padres, maridos y hermanos, pariendo a los vástagos del amo en el ostracismo de un roble ya seco. Hasta que, ellas y ellos, agotados y envejecidos, eran vendidos en el mercado de esclavos ocupando su lugar generaciones más jóvenes que serán sometidas a las mismas presiones y maltratos que sus antecesores. De esa conmovedora historia que culminó en una guerra civil con la muerte también del presidente Abraham Lincoln, a la aversión actual que experimentamos hacia el ser humano de raza diferente, han cambiado los escenarios donde se ejecutan las acciones, pero muy poco la esencia de éstas. Somos la primera potencia del mundo, el país más avanzado en ciencia, la sociedad que más oportunidades brinda a nuevos emprendedores y, en cambio, casi a diario, como rieles por el asfalto corre la sangre inocente de cientos de miles de compatriotas asesinados, cuya crónica se escribe con nombre y apellidos: Adam Toledo, 13 años, al que un agente disparó en Chicago segundos después de que el menor tirase al suelo la presunta pistola que dicen que llevaba y levantase las manos como se le indicó tal y como quedó recogido en la grabación realizada por la cámara del propio policía. Miles Jackson, 27 años, hospital en Columbus, Ohio, ingresado en urgencias bajo custodia policial, detectan que lleva un arma y, en mitad del forcejeo para arrebatársela, se dispara, estos reculan y al final le matan a tiros. Y, por supuesto, Daunte Wright, 20 años, abatido a medio metro de la oficial Kim Potter, a unas nueve millas del tribunal situado en el 18º piso del Centro de Gobierno del Condado de Hennepin, en Minneapolis, donde celebran el juicio por George Floyd. La lista, desgraciadamente, es interminable. La vergüenza ajena, también.
          Cae la tarde, avanzan las horas y buscando la claridad del infinito hacia el lejano oeste, una columna de velas encendidas alfombra bulevares que recrean caravanas de carretas tiradas por caballos. ‘I can’t breathe’. ‘Alabado sea Dios’. ‘I can’t breathe’. ‘Aleluya’. ‘I can’t breathe’. ‘Justicia para mi hermano’. ‘Black Lives Matter’. ‘No a la supremacía blanca’. ‘I can’t breathe…’. Frases que resuenan como lamentos en los corazones de la buena gente y preludian los primeros acordes de guitarra de la emblemática canción de Bob Dylan, We shall overcome, que tanto recuerda al reverendo Martin Luther King. Siento muy cerca el calor de las personas que colapsamos las calles, los caminos, las avenidas y las arterias de toda el área metropolitana donde se respira impotencia ante la segregación racial. A lo lejos, el viento quizá esté agitando los campos de cebada o la ropa impoluta tendida de un cordel entre postes. Puede que la vaca sea generosa y, además de dar abundante leche para la casa grande reserve un poco en sus ubres con que calmar a otros sedientos. Quién sabe… Abandono mis pensamientos y, entonces, a la voz de un maestro de ceremonia, como efecto dominó, y en silencio, nos arrodillemos durante 9 minutos, el tiempo estimado que duró la agonía de Floyd. Supongo que son varios los motivos que nos han traído hasta aquí, pero bien podría resumirse en uno: defensa de la vida. La sospecha de que Derek Chauvin se acoja a la Quinta Enmienda ha planeado sobre nuestras cabezas desde el principio, de igual modo que la aplicación del código azul, esa regla no escrita que existe entre los oficiales estadounidenses para no informar de errores, mala conducta o brutalidad de los compañeros durante una detención o interrogatorio. Es decir, nuestro mayor temor es que los testigos de la defensa tergiversen los hechos tachándolo de drogadicto y conflictivo, lo que mancharía la reputación de George desviando completamente el verdadero motivo: la muerte por asfixia de un hombre desarmado. Afortunadamente no ha ocurrido nada de eso y el jurado por fin ha declarado al agente culpable de todos los cargos por homicidio. Black Lives Matter, gritamos todos… Entrada la noche volvemos a Rochester preguntándonos por qué William no habrá venido con nosotros…
          Semanas después de regresar de San José del Guaviare, Glenn y yo –hasta que se recupere vive conmigo– vamos a consulta con el cirujano que ha reconstruido minuciosamente su rodilla derecha en una exitosa operación que duró más horas de las deseadas. El buen pronóstico que los médicos auguraron desde el principio y la fuerza de voluntad de este hombre al que pocas cosas se le ponen por delante están siendo fundamentales para que muy pronto vuelva a estar en forma. Nos marchamos de allí optimistas e ilusionados. Antes de arrancar el auto entra una llamada de Georgia. ‘¿Dónde estás, Markel?’. ‘Saliendo del parking del Olmsted Medical Center Hospital and 24-Hour ED. Ayer te lo dije, ¿recuerdas?’. ‘Cierto, estoy fatal de la memoria. ¿Qué tal la revisión, Clemmons?’. ‘Perfecta. En breve empiezo con los ejercicios de rehabilitación. Así que, estoy preparado para la siguiente aventura’. ‘Calma, chico –digo–, deja que nos recuperemos del susto que nos has dado’. ‘Oye –sigue ella–, el próximo jueves iré a la capital de Saint Paul. Tengo cita con el abogado, el bufete está cerca del Minnesota Judicial Center. ¿Queréis venir conmigo?’. ‘Pues claro –responde mi copiloto–. ¿Asiste también la otra parte?’. ‘No, sólo yo. Han preparado un documento con algunas condiciones que he de supervisar. Quiero un proceso corto para que mi hija no sufra y estoy dispuesta a llegar a un acuerdo razonable, pero no a costa de perderme un sólo segundo de los que me correspondan a su lado’. ‘Verás como todo sale bien, compañera –afirmo–. ¿Te apetece cenar con estos dos buenos conversadores?’. ‘Encantada. Por cierto, primera crisis política de promesa incumplida: Estados Unidos no puede aceptar más migrantes de la frontera con México. ¿Cómo se os queda el cuerpo?’. ‘Luego comentamos’.
          ¿Te ayudo en algo?’. ‘No, quédate tranquila. Enseguida nos sentamos a la mesa’. Excepto las macetas con violetas que adornan la ventana de la cocina, y algún objeto que pasa desapercibido, todo ha cambiado en casa después de Alaia. Optar por reducir las cosas sólo a lo necesario guardando lo suyo en cajas en el garaje, ha sido para mí un proceso lento y desgarrador, como quien no quiere abrir las páginas de un determinado libro por no encontrar antiguas notas o viejas fotografías, pero siempre hay algo que se te escapa o pasas por alto. En uno de los viajes que hizo a Cartagena de Indias para National Geographic, trajo cuencos de madera y cucharas que utilizábamos a veces para tomar aquella sopa china que tanto nos gustaba. Georgia, que no consigue estarse quieta, los saca del interior de un mueble y, antes de percatarme, sirve en ellos la ensalada de siete capas que he preparado. ‘Entonces –nos increpa mientras damos fin a un buen lomo de venado a la parrilla–, ¿qué pensáis de la probabilidad de no aceptar a más refugiados?’. ‘Hay que ver cómo avanza el asunto –digo–. Es lógico que las congresistas del ala progresista del Partido Demócrata como Alexandria Ocasio-Cortez lo califique como inaceptable’. ‘También Ilhan Omar se ha pronunciado al respecto diciendo que es una desgracia para los pequeños que están en campos de refugiados porque ponen sus vidas en peligro –interviene Glenn–, y lo expresa así de contundente porque lo vivió en primera persona’. ‘Por no hablar del malestar del Alto Comisionado de ACNUR –prosigue entusiasmada–, y de otras voces críticas cuyas declaraciones esperamos como agua de mayo’. ‘Bueno, pero hay que darles tregua para que reconduzcan la situación de las llegadas masivas –expresa Clemmons–. A veces se necesita más tiempo hasta poner en marcha las medidas concretas incluidas en los programas electorales’. ‘Cambiando de tema –me dirijo a él–, tú, como científico, ¿crees que Estados Unidos necesita de China para salvar la Amazonía?’. ‘Esa pregunta no es de fácil respuesta. Primero hay que limpiar la imagen dejada por la anterior administración a la que le importaban un bledo los temas medioambientales, y después ser conscientes de que, tal y como están las cosas, será difícil evitar que la temperatura global aumente por encima de los 1,5 grados centígrados en la próxima década, con lo cual, yo diría que no se resolverá dicha ecuación sin la ayuda del país oriental, por muchos esfuerzos que haga la Casa Blanca por alcanzarlo en solitario. Y, más aún, contando con que Brasil lidera las emisiones generadas por tala y quema, y no concreta nada al respecto sobre la conservación de la mayor selva tropical que existe, sólo un vago compromiso de eliminar la deforestación ilegal, pero eso no es suficiente para revertir la catástrofe ecológica que es ya una realidad’. ‘Claro, se asoma de puntillas porque las elecciones brasileñas están al caer –apunta ella– y el electorado del actual presidente quiere expandir la frontera agrícola y mineral hacia esa región vulnerándola, ya que toda la nación de Asia Oriental son los principales compradores de madera, carne bovina y cereales’. ‘Y no sólo eso, fijaos: mientras que la economía mundial en los últimos doce meses se ha ralentizado igual que otra serie de componentes en torno suyo, la destrucción de los espacios vírgenes ha aumentado’. ‘Por lo tanto, si Europa arrimase el hombro con Biden –intervengo– y congelara su acuerdo con Mercosur ¿no sería suficiente?’. ‘No, se queda corto –dice tajante–. La influencia de Occidente ahora es floja, y la nuestra también frente al tándem formado entre Brasil y China. Por eso es muy importante que Estados Unidos convenza a esta última para que frene sus compras al país soberano de América del Sur para que ambas potencias remen en la misma dirección, sólo entonces la UE jugaría también un papel importante’. ‘Coño, Markel, nos acabas de dejar con la boca abierta –me halagan mis invitados–. ¡Cuánta razón tienes?’. Completamos la velada viendo películas del Hollywood clásico y dorado, con cerveza y palomitas.
          A la mañana siguiente, en la oficina, preparamos diferentes intervenciones que tendremos por el Día de la Tierra: Steven coloca cronológicamente las diapositivas para un acto que habrá por la tarde en la University of Minnesota Rochester, encaminado para que los estudiantes tomen conciencia y saquen sus propias conclusiones. Jeff monta en video el material de Glenn traído de Chiribiquete que proyectaremos en una conferencia. Georgia ha dibujado en cómic una historieta sobre ecología que quiere repartir por los colegios, así que, se pelea con la impresora que a menudo se atasca. La radio informa sobre los daños que ha dejado a su paso un ciclón en el Medio Oeste y la advertencia de los gobernadores de la zona para que la gente permanezca todavía dentro de sus domicilios. Todo parece normal, como si de repente el sosiego se hiciese con las riendas del día a día. Sin embargo, William recibe una llamada de la policía y, ante nuestro estupor, sale corriendo, tirando al suelo la montaña de papeles que ordenaba…

domingo, 9 de mayo de 2021

No puedo respirar

 18.

No te preocupes –digo a Georgia, animándola por videollamada puesto que los últimos ciclos de quimio están siendo agresivos para un organismo tan castigado–, te quedas al frente del Fuerte junto a Steven, os mantendremos informados. Si estáis apurados pedid ayuda y que manden a alguien de Winona, allí siempre sobra gente’. ‘¿Acaso no nos crees capaces de manejar la situación nosotros solos?’. ‘¡Por supuesto que sí! –reímos a carcajadas–. ¡Menuda eres tú!’. ‘Oye, tu protegido es un crack’. ‘Sabía que no me equivocaba’. ‘¿Qué tal el vuelo?’. ‘Largo y pesado. Hemos tenido de todo, incluso un amago de aterrizaje forzoso que resultó ser una falsa alarma. El comandante creyó que uno de los motores se había incendiado, pero al parecer fue un reflejo deslumbrante tras el impacto de un pájaro que se desintegró’. ‘Puedo imaginar vuestras caras’. ‘Uf, mejor ni las describo’. ‘Todavía no habéis averiguado nada ¿verdad? Hasta donde hemos podido indagar no consta su nombre en ninguno de los transportes que llevan a Chiribiquete’. ‘No, acabamos de instalarnos en el motel de San José del Guaviare. En cuanto descansemos iniciamos la búsqueda’. ‘¿Qué ambiente hay?’. ‘Muy relajado. Aquí la vida se realiza prácticamente en la calle excepto para comer, dormir y otras necesidades básicas. La mayoría de los senderos son de barro. Sorprende ver destellos de alegría en los rostros de los niños teniendo en cuenta que muchos de ellos rozan el umbral de la pobreza’. ‘La mayor parte de la población es agropecuaria, ¿verdad?’. ‘Exacto’. ‘En fin. Quizá si reúnes datos podamos presentar un informe para que la central lo lleve hasta Naciones Unidas’. ‘Eso sería fantástico’. ‘Markel, ha llamado Margot Garland’. ‘¿Y qué ha dicho?’. ‘Pues que tenéis arreglados los permisos, y orden en el consulado para que os proporcionen todo cuánto os haga falta. Ah, y que la localices en caso de complicaciones’. ‘Estupendo. Mañana, en cuanto amanezca, partimos’. ‘Tened cuidado, por favor’. ‘Tranquila, que no te vas a librar de nosotros tan fácil. Por cierto, apunta el teléfono y la dirección del abogado que llevó el caso de mi compañera. Si quieres ir adelantando pide cita, o bien, cuando regrese te acompaño. Como prefieras’. ‘Lo pensaré…’. El deseo de una ducha caliente se esfuma en cuanto compruebo que por el caño del grifo sale un chorro turbio y espeso. Bajo a recepción y una voz melosa me informa de que ese servicio no está incluido en el precio contratado, por tanto he de pagarlo a parte.
          La alarma despertador en mi reloj de muñeca parpadea a la vez que emite un pitido parecido al de un radar de largo alcance. Son las 4 a.m. y, aunque el ventilador del techo ha funcionado todo el tiempo, hace un calor sofocante, nada que ver con la temperatura de Minnesota. El apagón del alumbrado público aumenta más la negrura de la noche cuyo efecto óptico confunde las sombras deformes con la boca del lobo. Portando la mochila, mi acreditación y un montón de mapas con coordenadas que no entiendo, atravieso la estrecha galería adonde dan las habitaciones en su mayoría vacías. En la planta baja, al final del pasillo, hay un sillón de madera oscura y un par de mecedoras a juego, ocupadas por dos mujeres aguardando quizá para realizar el check-in. ‘Good morning, muchachos’. ‘Tío, estas no son horas de sacarnos de la cama –dicen ambos muertos de sueño–. No tienes compasión, Markel’. ‘¿Estáis listos? –ignoro el comentario que encajo como broma–. Hay un coche esperando, igual viene a recogernos’. ‘Oye, un momento: estamos hambrientos, desde ayer en el almuerzo no hemos probado bocado y habría que desayunar algo’. ‘¿Quién hay en el mostrador? –pregunto–. A ver si nos pueden preparar unos bocadillos’. ‘¡Pero date cuenta dónde nos hemos metido –exclaman–, que hasta las puertas no tienen cerrojo!’. ‘Vámonos, seguro que encontramos algo abierto’. El taxi, tres horas después, conducido por un latino que habla sin descanso, entra en el término de Calamar, municipio del departamento del Guaviare, poblado por campesinos e indígenas que mantienen la economía criando ganado ya que sus tierras de color rojo no son muy fértiles para el cultivo. Sospechamos que ahí tampoco encontraremos a alguien que nos diga qué hacer o cómo empezar. Pero, para sorpresa nuestra, en el puerto, representantes de algunas ONG medioambientales nos reciben con manjares que saciarán los rugidos de las tripas. Es la primera vez, al menos en mi caso, que pruebo el casabe de yuca, un pan tradicional, crujiente, delgado y circular que es parte de la dieta colombiana diaria. Para darle fin a la bandeja paisa compuesta por arroz, frijoles, carne molida, chorizo, chicharro, huevo y aguacate, hay que tener muy buen estómago y nosotros contamos con ello. Como broche final traen una macedonia de frutas tropicales donde predomina el chontaduro. De modo que, con el buche lleno, nos dividimos en dos grupos. William, a bordo de una lancha llamada aquí “voladora”, remontará el río Apaporis hasta las confluencias del Macayá y Ajajú para llegar al macizo norte de la Serranía de Chiribiquete. De la zona sur me encargo yo sin descartar una inspección exhaustiva por El Estadio. Mientras tanto, Jeff se queda en el muelle dándonos cobertura.
          En cuanto tome altura el helicóptero al que subo tiene todas las papeletas de partirse en mil pedazos. Sin embargo, aguanta y me regala unas vistas espectaculares de la selva tropical y bosques de galería delineados con el color vino tinto de los afluentes que soportan una fuerte carga de taninos. Descendemos para sobrevolar la zona frecuentada por excursionistas a pesar de insistir que la persona a la que buscamos ha ido a investigar y no por ocio. Además, pienso que es imposible distinguir a nadie ahí abajo. El piloto, manteniendo el aparato estable, me cuenta que a veces los exploradores montan campamentos en el centro de alguna meseta que esté por encima de 600 metros sobre el nivel del mar, y que bajar de ahí es muy peligroso ya que son superficies de piedra con cañones verticales cuyo riesgo conlleva caer al vacío. Eso todavía me tranquiliza mucho menos. Dos horas y media después, habiendo inspeccionado el terreno y comprobado la gran dificultad que supone visualizar un cuerpo quieto o en movimiento en un espacio frondoso, decidimos volver a Araracuara donde me informan que mis compañeros tampoco tienen noticias esperanzadoras. Hacia el suroeste, en un bote rudimentario que tolera el peso del lanchero, su segundo y el mío propio, navegamos el río Yarí. Reconozco que mi máxima preocupación es quedarme lo más alejado posible de los bordes y estar muy atento por si de repente aparece algún cocodrilo que pueda pegar un bocado en cualquier punto de la eslora y hacernos caer al agua. Pero, como ha ocurrido otras veces, es Glenn Clemmons, y en esta ocasión su recuerdo quien me salva de los miedos que contraen los latidos del corazón.
          Hace años que decidimos pasar juntos la víspera de Acción de Gracias siguiendo un ritual fundamentado en tres costumbres que para nosotros son importantes: mantener la chimenea encendida por muy borrachos que estemos de brandy, ser humildes en nuestra actitud frente a la vida y honrados a la hora de hacer la lista de aquellas cosas por las que nos sentimos afortunados y profundamente agradecidos. Me vienen a la cabeza episodios inolvidables de toda nuestra trayectoria, opiniones desnudas de prejuicios y conversaciones vehiculadas hacia lo más sencillo del ser humano: tratar de mejorar como especie. Considero que soy un tipo fuerte aunque con determinadas parcelas endebles de salud. Pues bien, el cuarto miércoles del noviembre anterior, celebrando en casa los dos solos nuestra particular ceremonia de Acción de Gracias, con las lumbares doloridas y a veinticuatro horas de disfrutar en familia del gran pavo que siempre prepara mi madre, con su famoso relleno hecho de pan de maíz y salvia, y su misteriosa salsa de arándanos cuya receta no se la cuenta a nadie, Glenn me hace la siguiente pregunta: ‘¿Crees en Dios?’. ‘No –respondo, más que convencido, resignado–. ¿Y tú?’. ‘Tampoco, y reconozco que es un salvavidas para aquellos que tienen fe y dan sentido a su existencia, pero no me creo esa historia tal y como nos la han contado’. ‘Ya, eso lo dices ahora que te mantienes sobrio –guiño un ojo–, veremos qué piensas después de que nos bebamos todo esto –señalo las botellas que hay sobre la mesa–. Fíjate, hubo un tiempo en que Alaia y yo tratamos de profundizar en el porqué de nuestras no creencias y para ello asistimos a ceremonias y charlas con el pastor de la iglesia recomendada por unos conocidos suyos, incluso nos introdujeron en la filosofía del “Mindfulness”, con sus prácticas de relajación y de meditación orientada hacia lo religioso. Aunque, quizá por nuestro carácter inquieto nunca conseguimos integrarnos’. ‘Te voy a contar algo y no lo he hecho antes porque sabía tu reacción’. ‘A ver –digo, mientras reparto el puré de patata con textura rústica–, dispara pero apunta bien que ya tengo una edad para que me dejes malherido’. ‘He rechazado un puesto importante en el ministerio de Recursos Naturales en Canadá’. ‘¿Te has vuelto loco? Es una gran oportunidad’. ‘Para nada, es que no me veo sujeto a un horario y a una disciplina de la que siempre he huido’. ‘Bueno, no sé. Analizándolo tiene más ventajas que inconvenientes’. ‘El mayor beneficio es en lo económico, no te lo discuto, pero de haber aceptado implicaría dejar de colaborar con vosotros en The Climate Reality Proyect, y eso para mí es muy triste. El dinero no lo es todo y mejor que tú no lo sabe nadie’. ‘Tus palabras te honran, amigo’. Ahora, rememorando ese momento o cualquier otro con él, de pensar si estará herido, amenazado por los depredadores o tendido inconsciente en alguna cueva donde se halla refugiado y sea de difícil acceso, los nervios me juegan la mala pasada de la impaciencia que casi siempre se convierte en arma arrojadiza.
          El patrón indica que me ajuste bien el chaleco salvavidas ya que tenemos que atravesar unos raudales peligrosos, con tramos en los que, para no volcar, hemos de bajar de la lancha y cargar con los víveres. Por fin, a pesar de mucho sudor frio y enorme miedo avistamos la ribera donde William y Jeff aguardan mi llegada. ‘¿Qué hacéis aquí?’. ‘Steven y Georgia han descubierto que se adentró a pie por la frontera sur –escucho con atención al que habla–, y no estamos dispuestos a dejarte solo y malgastar dinero y esfuerzos en explorar una zona donde ya sabemos que no ha ido’. ‘¿Y los especialistas no están?’. ‘No tardarán’. Y así es, aparecen seis personas: dos escaladores, dos activista de World Wildlife Fund Colombia, un socorrista y el guía baqueano quien avisa de la existencia de boas y jaguares para lo que es fundamental no perder la calma y dejar que ellos manejen la situación. Emprendemos la marcha. Impresionante cuando nos topamos con una palmera gigantesca de diversos brazos que parecen apuntalarla. Cuentan que se llama “el árbol que camina” porque a medida que el terreno se erosiona crecen raíces nuevas y largas que encuentran un suelo más sólido, por eso va cambiando de lugar y da la sensación de que se desplaza. El siguiente espectáculo son unas maravillosas pinturas rupestres de nuestros antepasados, lástima que se estén desgastando a consecuencia del humo de la deforestación y de la filtración de agua entre las rocas. Subimos acojonados por una ruta estrecha y empinada hasta que deducimos que el ruido ensordecedor es de los monos aulladores. Llegamos a una cima y damos con una inmensidad verde que se pierde en el infinito, nunca había visto tanta belleza esparcida ante mis ojos. Más allá, con los pies recalentados y a punto de deshidratarnos optamos por hacer un alto en la entrada de un túnel con la temperatura más fría y dormir bajo una cobija de lana tejida a mano en un poblado indígena. Tras cinco días de intensa búsqueda y cuando la confianza empezaba a flaquear, un débil lamento hizo que nos detuviéramos en una gruta. El primer reclamo son los restos de un campamento con las brasas aún calientes, además de latas de cerveza vacías, una cantimplora sin agua y alguna herramienta multiusos de la marca Leatherman. Al fondo, donde la oscuridad se funde como una tela de araña con poder para apresarte, Glenn Clemmons enciende y apaga una linterna sin apenas batería. Al examinarlo vemos que tiene un tobillo lastimado y una rodilla en muy malas condiciones. El camino de regreso hasta San José del Guaviare es duro, pero reconforta la certeza de saber que pronto estaremos en casa y con un excelente material del Parque nacional natural Sierra de Chiribiquete y reportajes visuales que nuestro científico ha realizado.