domingo, 25 de octubre de 2020

No puedo respirar

4.

En el décimo aniversario de la muerte de Alaia, y en vista de que no levantaba cabeza, mis padres se empeñaron en pasar la Nochevieja en Nueva York, imaginando que el ambiente festivo de Times Square cuando cae la bola animaría mi alma en pena. ¡Qué tontería!, pensé, ya que lo único que me apetecía era seguir arrastrándome bajo el paraguas de una melancolía convertida ya en sustancia tóxica. Pero cedí a sus deseos para no frustrarlos. Caminaba distraído por la calle 46 hasta salir a la Quinta Avenida y llegar a la librería Barbes & Noble, donde pensaba adquirir el libro: “Esto lo cambia todo”, de la periodista y activista, Naomi Klein, en el que describe, con absoluta brillantez, que el capitalismo va contra los testimonios que argumentan la acelerada transformación de la climatología y sus consecuencias. Deanna Leone se situó por detrás de mí, aguardando turno para pagar. La miré y, en un intento de resultar simpático, dije: ‘¿Los va a leer todos? –el comentario sonó absurdo y fuera de lugar–. Disculpe la indiscreción –me sonrojé al notar su enojo–. No pretendía molestarla’. ‘Pues mire, así lo compensamos –relajó el entrecejo–: todos los míos frente al suyo’. ‘Es para mí –sonreí, encajando la ironía–. Bueno, también buscaba biografías de actrices y actores de Hollywood, para regalar, pero no doy con la sección’. Señaló justo a mi derecha y ahí estaban. Salimos a la acera, atestada de gente, con un montón de paquetes en las manos. ‘Veo que ha tenido suerte’. ‘Sí. Llevo una de Steve McQueen y otra de Bette Davis. Gracias por la ayuda, de no haber sido usted nunca las habría encontrado’. ‘¿Le apetece tomar algo?’. ‘Claro’. ‘Vamos al Café Manhattan, hacen los mejores huevos revueltos de toda la city’. Nos abrimos paso entre la multitud que iba a la carrera para llegar los primeros a la parada de taxis. Acostumbrado al ritmo pausado de Rochester aquella locura me agobiaba. Accedimos al local por una puerta que destapó un espectáculo interior muy agradable, con apetitosas vitrinas conviviendo dentro de ellas los mejores ingredientes para elaborar tu propia ensalada o aquellos postres prohibidos a los que era imposible resistirse, por mucho que la conciencia aconsejara lo contrario. En la segunda planta, sentados en una de las mesas pegadas a la barandilla, la vista del recinto era acogedora y el trato a los clientes exquisito. ‘¿A qué te dedicas?’. ‘Trabajo para The Climate Reality Proyect’. ‘Entonces, ¿eres de los que van pregonando que el Ártico desaparecerá?’. ‘Bueno, es una evidencia. Está pasando. Al ser los veranos más cálidos gran parte de la banquisa se derretirá, y la última en hacerlo será una región al noroeste de Groenlandia. Tanto es así, que, mientras perdure un poco de hielo las morsas y los narvales migrarán allí’. ‘Eso es muy discutible. Sólo el Creador puede cambiar el rumbo de las cosas’. ‘Te equivocas. Los causantes somos nosotros con nuestra irresponsable actuación, por eso es fundamental poner en práctica las soluciones que tenemos al alcance. Necesitamos unanimidad mundial y el serio compromiso de la clase política para el cumplimiento de las leyes que protejan los recursos naturales, siempre en desventaja ante los económicos’. ‘El pueblo americano no cree dicho discurso’. ‘¿Eso piensas? Pues, fíjate: California está a la vanguardia desarrollando energías renovables al ver como los grandes incendios destruyen su territorio o Miami que aprecia ya la subida del nivel del mar se replantea algunos cambios. En ambas costas hay colectivos movilizándose, personas que empiezan a desarraigarse del concepto de posesión y de consumo tan entroncado en nuestra sociedad’. ‘Uy, pues yo qué quieres que te diga, no me parecen alarmantes las emisiones de CO2 de la industria, hay que escuchar a los verdaderos entendidos y no a los gurús propagandistas’. ‘Entonces, sabrás que la comunidad científica opina que es urgente eliminar progresivamente la expulsión de esos contaminantes’. ‘Oye, me tengo que ir. Ha sido muy interesante este encuentro, me gustaría repetirlo. Quién sabe, quizá en el futuro hagamos cosas juntos’. ‘¿Por qué no?’. Y así fue como esta mujer, que se cree a pies juntillas los milagros descritos en la Biblia, entró a formar parte de nuestras vidas…

          Hija de un terrateniente de Texas y una criada de origen judío, procedente de Polonia, Deanna Leone fue abandonada a los pocos días de nacer por su madre biológica en el barrio neoyorquino de East Harlem. Envuelta en una pequeña manta, hambrienta y casi en estado de hipotermia, la encontró una afroamericana que iba camino del trabajo. Dentro del pañal llevaba un papel explicando las verdaderas razones que la obligaban a renunciar a la maternidad y también la identidad de la criatura. A la mañana siguiente, faenando en la casa donde servía desde hacía más de tres décadas, consultó con la señora si debía acudir a los servicios sociales, la otra, según escuchaba, pensó y dijo: ‘Yo me ocupo del bebé, Helen. No se apure’. A menudo quiso preguntar por el paradero de la niña pero nunca se atrevió. Los señores movieron los hilos para que un predicador cristiano evangélico, de Carolina del Norte, y su esposa, tras fallidos intentos para concebir, la adoptaran y criaran dentro del ambiente ultraconservador que marcaría, inexorablemente, su actitud ante la vida, aunque, como se verá más adelante, el tiempo suavizará determinadas posturas radicales que defendía con vehemencia.
          El 3 de marzo de 1991, Rodney King, de Sacramento, y raza negra, en libertad condicional por robo, y temiendo ser devuelto de nuevo a prisión, se negó a detener el carro que conducía por la autopista, a gran velocidad, hasta que en el distrito de Lake View Terrace, frenó y, al bajarse, recibió una brutal paliza por cuatro miembros del Departamento de Policía de Los Ángeles. Una semana después se extendieron las protestas por varios estados del país. Algunos reverendos afines al ala más carca del clero pidieron a sus feligreses que no apoyasen las manifestaciones. Deanna no pensaba hacerlo. Sin embargo, se vio envuelta en mitad de la calle cuando iba a la iglesia con su grupo de oración. Fue ahí donde presenciaron el linchamiento a mujeres, hombres, niños… En definitiva: personas convertidas en trofeos de odio. Entonces, una anciana muy parecida a aquella otra que la salvara de una muerte segura estaba a punto de ser aplastada. Sin dudarlo, tiró de ella para apartarla de la muchedumbre que corría descontrolada. Se acercó a su oído y, entre sofocos, dijo: ‘Ahora, estamos en paz’.
          De vuelta al hotel, aprovechando que mis padres no estaban, coloqué en su habitación los regalos junto a la chimenea. Abajo, en la zona del bar, pedí un whisky mientras observaba con envidia, a las parejas que iban y venían hacia los ascensores. Y, así, mirándolos, recordé que uno de los mejores años para mí fue 1995, porque, tras pasar varios meses recorriendo Alaska –trabajaba ya para National Geographic– con una expedición de científicos estudiosos de la atmosfera, cuyo objetivo era denunciar el empeoramiento que sufría la orografía de esa rica zona de la tierra y la consiguiente afectación del efecto invernadero en sus costas y ríos que atraviesan dicho estado, Alaia fijó su residencia conmigo en Rochester. Al principio, los continuos viajes dificultaban la fluidez de nuestra relación, resultando complicado consolidar planes de futuro. Pero, poco a poco, nos adaptamos al presente, aprovechando al máximo el tiempo que pasábamos juntos. Sin embargo, en Estados Unidos ocurrió el mayor ataque terrorista anterior al 11-S. El 19 de abril, a las 9:02 a.m., en Oklahoma City, estalló un camión lleno de explosivos de fabricación casera contra el Edificio Federal Alfred P. Murrah donde murieron 168 personas y resultaron heridas más de 680. Era miércoles y nos pedimos el día libre para comprar algunos muebles, cosas muy sencillas de segunda mano que ella quería para la casa –mi concepto de la decoración se basaba en los trastos viejos que mamá desechaba–. Desayunamos sin prisa, escuchando el piar de los pájaros, el vaivén de las hojas de los árboles arañando el cristal de las ventanas, amándonos con cada mirada, respirando la grandeza del otro y admirando la capacidad de entrega, algo parecido a rozar el universo con la yema de los dedos. No obstante, la felicidad duró hasta que comenzó a vibrar su teléfono móvil alterando de arriba abajo nuestra jornada. ‘Enciende el televisor, amor –dijo, metida en el traje de reportera que tanto me asustaba–. Está bien, señor. Enseguida voy’. ‘¿Qué pasa?’. ‘Ha estallado una bomba. Me tengo que marchar, salimos en una aeronave militar. Siento mucho romper los proyectos para hoy, pero esto funciona así’. Aunque lo sabía, costaba aceptarlo, fundamentalmente por el peligro que a veces corría. ‘Están diciendo que un tal Timothy McVeigh y Terry Nichols, con otros dos cómplices que todavía no han sido identificados –grite para que me escuchara–, son los presuntos autores’. ‘El primer nombre me suena muchísimo… Deja que haga memoria –era una enciclopedia andante–. ¡Ah sí!, es un veterano de la Guerra del Golfo’. ‘¿Y el segundo? –pregunté–. Espera, que… Bueno, lo único que dicen es que se conocieron en el ejército’. El coche enviado por la revista aguardaba fuera para llevarla a la base. Coloqué en el maletero las bolsas con el equipo fotográfico y su mochila en la que siempre llevaba algo de comida, agua y varias baterías de repuesto. ‘Ni se te ocurra empezar la tarta de manzana hasta que yo no vuelva’. Me besó en los labios y sólo pude decir: ‘Llámame…’. Ha dejado un legado gráfico tan extenso que en los momentos polares me ayuda a recordar.

domingo, 11 de octubre de 2020

No puedo respirar

3.

Bajamos al hall del hotel Harrington, donde aguarda el resto de los compañeros que hemos viajado hasta la capital de los Estados Unidos con la organización The Climate Reality Proyect, para participar en la protesta que a nivel mundial se lleva a cabo en contra de los negacionistas del calentamiento global. Sin embargo, la marea humana que va hacia el Capitolio manifestándose por el asesinato de George Floyd, se cruza en nuestro camino uniéndonos al movimiento Black Lives Matter. ‘Markel, mira aquella columna que se dirigen hacia el Monumento a Lincoln –Nelson Baez, eufórico, señala con el dedo–. Ojalá que la nación entera lo esté viendo’. ‘Seguro que sí –afirmo–. Son muchos afroestadounidense asesinados hasta el momento como para acallar los gritos de repulsa’. ‘Cuánta razón tienes –continua–. Si Martín Luther King levantase la cabeza y viese cómo están sus hermanos, y lo poco que se ha avanzado en empatía y tolerancia desde aquel sueño que tuvo, no sé qué pensaría’. ‘Anoche –digo–, navegando por la red encontré en Mapping Police Violence’. ‘¿En qué?’. ‘Seguro que has oído hablar de ello: es el proyecto que investiga las malas conductas de algunos policías. Pues bien, descubrí que un afroamericano tiene más probabilidades de morir violentamente a manos de las fuerzas de seguridad, que el mayor de los delincuentes por el mero hecho de haber nacido bajo el paraguas de una piel blanca. Hay muchísimos problemas raciales, suceden a escasos centímetros de nosotros, pero como son molestos los apartamos de un puntapié en el trasero. Podríamos preparar un congreso para tratarlo, ¿qué te parece?’. ‘Oye, ¿tú tienes vida más allá de las estadísticas y de los informes sesudos? Porque…’. ‘La tuve’. ‘Perdona –se disculpa arrepentido–, no quería ofenderte’. ‘No te preocupes, no lo has hecho’. Fijaos –interrumpe otro compañero muy nervioso–, hay familias enteras con niños pequeños, abuelos y adolescentes que viven en primera persona el hecho histórico que mañana recogerán en los libros de historia’. ‘Bienvenido al mundo real, querido’. ‘Aguardad un instante, ¿qué es esa avalancha que se mueve por allí? –pregunto–. ¿Una contramanifestación?’. ‘No, es el ejército –afirman por detrás de nosotros–. Vayamos alertas’. Según termino la frase, y sin posibilidad de reacción, cargan violentamente contra todos. ‘Markel, salgamos de aquí’. ‘Esperad que haga unas fotos –tiran de mí– para colgarlas en nuestra página’. ‘¡Deprisa, chicos!, que no lo contamos’. Escapamos por los pelos muertos de miedo. De vuelta al hotel, reconfortándonos con una copa de tequila, alguien me pregunta por Georgia Hardin. ‘No sé por qué no habrá venido, pero estoy de acuerdo con vosotros, está muy rara’. Dije, ocultando los verdaderos motivos que yo sí conocía. A la mañana siguiente, apoyados por ambientalistas y una amplia representación de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana, entonando sus cantos relajantes y pacifistas, marchamos tranquilamente por las calles de Washington colapsando las principales arterias de la ciudad, aunque esta vez no nos vino a disolver el Séptimo de Caballería con su artillería de gases lacrimógenos. Nelson y yo caminamos por detrás de la pancarta cuyo eslogan es: “Estamos a Tiempo De Frenarlo Todo”.
          Un poco antes de irme a Washington, preparando la maleta, encontré en el fondo de un cajón, que apenas abría, la tarjeta de cumpleaños que hice cuando alcancé la mayoría de edad. Pero, lo que mejor recuerdo de aquel día es cuando sonó el teléfono. Era el tío Iñigo para decir que la abuela se moría. Escuché a mis padres discutir en el dormitorio, blasfemar en euskera e inglés, entre portazos que presagiaban la inminente partida. Once horas después los dos volábamos rumbo a España. La premura para adquirir los pasajes obligó a optar por lo único disponible con dos escalas de tres y nueve horas: la primera en el Aeropuerto Internacional Libertad de Newark, en Nueva Jersey, y la segunda en Lisboa. Total, más de una jornada para cruzar de un continente a otro. Llegamos con la bruma del jet lag adherida a la suela de los zapatos. La casa se caía a pedazos, encontramos las tejas amontonadas junto a la leñera vacía, donde una camada de ardillas campaba a sus anchas. Alrededor de los cimientos estaba crecida la hierba, abrupta y aleatoria, como señal de que todo se desmoronaba, igual que la vida de aquella anciana a la que conocía tan sólo por referencias. Otra de mis tías, a pie de cama, maldecía contra los dioses y, al entrar papá, y besar la frente de su madre, le dedicó una agria mirada de absoluto desprecio. ‘¿Ha visto el médico a “ama”?’. ‘¿A ti qué te parece? Igual había que haber esperado a que volviera el señorito de su amada América y así llevarse él los honores’. ‘Déjate de tonterías y dime qué ha dicho’. ‘¿Tú qué crees? Pues que se va, pero que tiene el corazón fuerte. Así que, hasta que aguante, aquí me tiene, presa, como lo he estado toda la vida, viendo a los demás volar, mientras que a mí me amargaba con su mala leche, haciéndome sentir la más desgraciada de todos vosotros. Sin embargo, de no ser por mí…’.
          La discusión entre hermanos subió tanto de tono que preferí visitar Bilbao encaramado en el remolque de uno de mis primos. ‘¿Cómo te llamas? –pregunté tímidamente–, yo soy Markel’. ‘Andoni, y sé quién eres, mutil’. ‘¿Mu, qué?’. ‘Muchacho, chico, chaval. ¿No practicas nuestra lengua, verdad?’. ‘Poco. ¿A qué te dedicas?’. ‘Soy agricultor’. Y parco en palabras, pensé. Seguimos todo el trayecto en silencio de manera que me dediqué a memorizar las advertencias hechas por mi padre para que pareciera un buen vasco. Como, por ejemplo, que era fundamental no comer con los ojos para probar diversos pintxos de las muchas tabernas y guardar los palillos porque con arreglo a los que tengas, pagas. Pero, la voz áspera del pésimo conductor me trajo de vuelta. ‘¡Eh! tú. Hemos llegado al botxo. ¡Bájate!’. ‘¿Adónde?’. ‘Pues coño, al agujero, ¿no ves que estamos rodeados de montañas? ¡Cómo se nota que eres extranjero! A ver si aprendes un poquito’. No supe qué contestar, por eso, di un salto, le agradecí el porte, me sacudí el polvo de la ropa y, ahí estaba yo, a escasos pasos del Casco Viejo dispuesto a saborear las famosas gildas bilbaínas y, a empaparme de su cultura para que nadie de la familia volviera a tratarme de bobo.
          Acostumbrado a Rochester donde la ciudad es más espaciosa, aquellas calles peatonales, estrechas y de paredes agobiantes, provocaban en mí la agonía de quien se siente prisionero. ‘Perdone –abordé a un viandante–, ¿podría indicarme dónde hacen el mejor txangurro a la donostiarra? Vengo desde muy lejos y tengo entendido que la carne de centollo es exquisita’. La hospitalidad de aquella persona colocó mi destino en la misma entrada de la “Taberna el Puente”. Iker y Sira, que posteriormente se convertirían en mis suegros, regentaban aquél típico local en la confluencia de las calles Ronda con María Muñoz. ‘¿Y cómo se vive en los Estados Unidos? –dijo la mujer a la vez que cortaba un trozo bastante generoso de tortilla cuajada al punto que regué con chacolí– Anda que no está eso lejos. ¿Has venido de vacaciones?’. ‘No, exactamente. Mi abuela se muere, somos del Valle de Carranza’. ‘Alaia –llamaron a alguien por el hueco de la escalera–, ¿quieres bajar de una vez, por favor? La culpa es tuya que la consientes demasiado’. ‘Eso, tú como siempre, escurriendo el bulto’. Ellos también se echaron a reír al ver que yo lo hacía. Entonces, empujando la puerta abatible con la cadera, apareció la chica más guapa del mundo. ‘Hija, mira, este joven y atractivo caballero viene de Minnesota’. ‘Vaya, un verdadero yanqui del Medio Oeste, ¿eh?’. ‘¿Por qué no te encargas tú de que no le falte de nada?’. ‘¡Ay, mamá! Eres tremenda y la mayor lianta que conozco’. ‘Venga, enséñale nuestras cosas’.
          ¿Conoces las Siete Calles?’. ‘No’. ‘¿Y el muelle Marzana o el mercado de la Ribera?’. ‘Tampoco’. ‘Imagino que ni idea de El Arenal por donde pasea todo bilbaíno de pura cepa. Y supongo que, el lavadero de mujeres te suene a chino, claro.’. ‘Alaia, para mí esto es nuevo –le dije en nuestra segunda cita–, pero quiero verlo todo’. ‘Entonces, empezaremos por el Ascensor de Begoña, que lo construyeron en 1949 y, ¿a qué no sabes por qué?’. ‘Obvio que no’. ‘Para unir el centro con el barrio de Santutxu. Además, quiero que vayamos a “los arcos de la Plaza Nueva. Dicen que allí, en los bares escondidos entre sus columnas, se han dado los besos más apasionados de la ciudad’. ‘Pues no se hable más, ¿hacia dónde tiro?’. Nos citábamos cada tarde. Me había enamorado como un perdido y ella también. La abuela murió mes y medio después, lo cual significaba que, en cuanto tuvieran arreglados los asuntos legales nosotros volveríamos a Estados Unidos, y yo no quería. Una noche, mientras abríamos las camas, le planteé a papá la posibilidad de quedarme un tiempo para conocer Euskadi, pero su respuesta fue tajante: ‘¿Qué quieres, que tu madre me la líe?’. Él se pasaba muchas horas en el monte, pensativo, con la bota de vino colgada del hombro y un palo con el que ayudarse por los terrenos empinados. De regreso vio que dos de sus hermanas montaban en cólera conmigo, porque se rumoreaba que yo salía con la hija de un tabernero bien situado y que, a la caída del sol, se nos veía meternos mano en el Estanque del Parque de doña Casilda, al que todos llaman “el de los patos”. ‘¿Es eso cierto, Markel? –me pregunta–. Aquí las cosas funcionan de otra manera’. ‘Te lo puedo explicar’. Así lo hice, y aquella historia de amor le recordó tanto a la suya que, tras pensárselo unos minutos, propuso el siguiente trato: volver con él, acabar el curso y luego, si seguía sintiendo lo mismo, vendría a España a pasar el verano…