1.
A Rafa Méndez, cuya amistad de más de 43 años.
a pesar de la distancia, se mantiene firme.
Gracias brother porque sin tu ayuda documental,
este texto no habría sido posible.
Cuando vemos imágenes o nos hablan del estado de Florida lo primero que visualizamos son las espectaculares casas de Miami donde plantan sus posaderas los magnates y las celebritys famosas del momento, sin reparar en que ésta es una ciudad de contrastes y muy dura respecto a los record de temperaturas extremas, alcanzadas año tras año, pese a los negacionistas del clima que pregonan lo contrario. Los deportivos de infarto conducidos por ciudadanas y ciudadanos de la alta sociedad, los glamurosos yates donde se acuerdan grandes negocios, entre fiestas por todo lo alto y amplios tipos de servicios para satisfacer los caprichos de cada cliente en particular, las selectas tiendas de Coral Gables que superan a algunas de Beverly Hills o Malibú, los rascacielos de infarto donde ni siquiera desde el último piso se toca el cielo, la alocada vida nocturna en bares y discotecas o Walt Disney World, en Orlando, por citar algunos ejemplos. Pero existe un recóndito lugar llamado Chokoloskee, que es el polo opuesto, un pequeño pueblo de pescadores de menos de 400 habitantes, ubicado en el borde de las Diez Mil Islas, condado de Collier, y al que se accede desde Everglades City por Smallwood Dr., una larga carretera que cruza la bahía. A través de las compuertas entreabiertas de las casas que dan a las calles solitarias, se ven siluetas de gente que siguen con la mirada a los automóviles que pasan de largo, a poca velocidad, hasta transformarse en un punto diminuto e invisible. Una de las atractivas peculiaridades de la zona, además de los restaurantes cuya cocina es típicamente cubana, son aquellos otros que ofrecen al visitante barbacoa, gran variedad de mariscos y un espectáculo bellísimo de delfines mientras hincan el diente a un sabroso sándwich de puerco con guarnición. Los moteles de alrededor aparte de ser sin duda lugares idóneos conectados al Parque Nacional y al Golfo de México, poseen la especialidad de ofrecer a los turistas relajo, discreción y emociones inolvidables en la puesta de sol.
–¿Qué nos recomiendan hacer? –preguntaban los huéspedes en la recepción.
–Ahí tienen toda la información disponible para vivir una aventura silvestre en el barco del Capitán Craig, gran conocedor del lugar y de las historias sucedidas aquí, con costumbres heredadas de sus antepasados –un frío empleado señalaba al montón de folletos apilados en el mostrador y repetía la misma frase a cuantos se acercaban a él.
–¿Y podremos coger conchas, disfrutar del avistamiento de la espátula rosada, el cormorán, los pelícanos…?
–Seguro –respondía desganado.
Ernesto Acosta, apodado el morenito, sufre el síndrome del ahogamiento. Es un hombre tranquilo, de sesenta años, taciturno, agradecido a quienes le enseñaron con dureza el oficio de pescador pese a no ejercerlo ya de manera comercial; un ser que, aún sin plantearse grandes expectativas, es y ha sido feliz con lo que tiene. En definitiva, un ciudadano cuyo propósito es pasar desapercibido ante una población fundamentalmente de blancos ultraconservadores que son “anti todo lo que venga de fuera”. En el brazo izquierdo lleva tatuada una magistral luna llena y un nombre de mujer: Mirta. A través de la camiseta sin mangas deja visible la hidratada musculatura curtida en el mar y una fea cicatriz en el hombro derecho que a veces, en los cambios de estación, le molesta como puntas de alfileres clavadas en la carne. A 3,7 millas, unos seis minutos de Chokoloskee en coche, está la tienda de artículos y ropa de pesca EFC Everglades Fishing CO, donde trabaja algunos días en semana. Cuando cae el sol y a ras de agua apenas se oye el vuelo de las gaviotas avizoras portando en el pico su festín, revisa el material y que todo esté listo para salir navegar a la mañana siguiente: cañas, cinta métrica, carretes, anzuelos, botiquín de primeros auxilios, comprobar muy bien que el chaleco salvavidas no esté rajado, bengalas náuticas, red con mango y sedal de muy buena calidad. Una vez limpia toda la superficie del suelo, se sienta en el borde de la barca, mira el horizonte en su punto más alejado, de un solo trago bebe la mitad de una cerveza, pone cerca suyo un cubo y extrae de él un hermoso ejemplar de robalo para la cena. Con la parte posterior del cuchillo, y cogida la pieza por la cola, lo descama con golpes largos y fuertes por ambos lados, a continuación vuelve a enjuagarla para quitar lo que haya quedado pegado a la piel, corta las aletas y una vez finalizado ese proceso inicia lo más complicado que es abrir el pez desde el vientre hasta el cuello, con sumo cuidado de no perforar el intestino. Entonces se procede a retirar vísceras, tripas y separar en lomos para cocinarlo. Inmerso en dicha paz de brisa suave que acaricia y ahueca la cima de las palmeras, con la voz de Antonio Machín a veces o Frank Sinatra sonando en el viejo reproductor de cintas de cassette y apoyada en él la estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre que su abuela le regaló, remonta la memoria cuarenta y ocho años atrás.
El 7 de agosto de 1976, veintitrés días antes de que el huracán Liza azotase la capital de Baja California Sur, en México, y a falta de tres meses para que Jimmy Carter, candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos de América derrotase al republicano Gerald Ford, el joven matrimonio Acosta de 34 y 32 años respectivamente, oriundos del poblado de Puerto Escondido, en Cuba, tomaron la decisión de emprender una peligrosa travesía cuyo destino final era alcanzar la costa estadounidense, acompañados de sus dos hijos varones, Ernesto de 12 y Jorge de 10, y Argelina, una preciosa niña de 6 añitos, alegre y con mofletes sonrosados. Ajenos a los planes de futuro que los adultos reservaban para ellos, se dejaban mimar por las abuelas y los abuelos que, haciendo un grandísimo esfuerzo, aguantaban las lágrimas, la pena, la desazón, el pánico a lo desconocido, a los monstruos y fantasmas que en mitad de la nada pueda depararles el viaje y lo que es peor: a la posibilidad de no verlos crecer. Puerto Escondido, pertenece a la provincia de Mayabeque, y se ubica en un entorno bellísimo arropado por montañas y mar, a más de 75 kilómetros al este de La Habana. Las mantas de coral disfrute de buceadores y buceadoras, los atractivos atardeceres, sus arenas blancas, el oleaje que rompe contra el acantilado y un sosegado ambiente rural colman de armonía a sus habitantes, pero cuando de adolescente dejas de contemplar cualquier paisaje la memoria lo borra de la retina, tal vez como un acto reflejo para no hacerse daño emocionalmente. Las jornadas previas a la partida fueron de despedidas sin parecerlo, uno a uno, los más allegados, les manifestaron infinito cariño, recomendaciones para que nadie les engañase, consejos de supervivencia, técnicas para no naufragar y la certeza de abrir el camino a otros compatriotas dispuestos a arriesgar la vida y seguir sus mismos pasos. El más pequeño de los tíos, por parte de padre, aunque no se daban las circunstancias adecuadas en dicho momento, se quedó con ganas de irse también, sin embargo, les arrancó la promesa de enviarle una carta de invitación para que le concediesen la visa y viajar a USA.
–Escúchame bien, mi hijito –le dijo al sobrino–, ustedes, en cuantito estén instalados me mandan aviso y voy para allá. Búsquenme el trabajo que sea, ¿oíste?, el que sea.
–No te apures mi hermano –respondió el abuelo Acosta–, son de ley y así lo harán.
–¡Esperen! ¡Esperen! ¡No se vayan! –gritó una conocida subiendo la cuesta corriendo–. Tomen esta carta y busquen a mi hijo, por favor, hace meses que no sé nada de él.
–Florida es muy grande, mujer, y hay muchos cubanos, a saber dónde estará –respondió el papá de Ernesto.
–Háganlo, por favor –insistió con lágrimas en los ojos, ellos asintieron.
–Prométanme cuidarse y no discutir –dijo la mamá de Ernesto a los cuatro viejitos que les despedían arropados por la desolación y a la vez por la alegría de que por fin iban a alcanzar el sueño americano, coronándose como los primeros miembros de la familia en conseguirlo.
–Niños, guardad estas estampas –se las dieron las ancianas– y acordaos que nosotros, el pueblo cubano, desde los campesinos a los estudiosos, adoramos a la virgen que eligió un lugar cerca de Santiago de Cuba llamado El Cobre. Cuentan que, en una mina de allí, estaban maltratando a los esclavos que extraían el cobre y quiso quedarse para proteger a los mineros.
–Sí, abuela –Ernesto la abrazó–, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. –Con el paso de los años Ernesto comprendió que aquella historia era leyenda en vez de realidad.
–No se olviden de nuestras costumbres, nuestra gente, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. No nos olviden que las consecuencias políticas las paga siempre el pueblo, las personas humildes y sencillas, y caminen con la cabeza bien alta llevando el estandarte del sentir de la isla allá por donde vayan. –Entre sus recuerdos de entonces, absolutamente nítidos, permanece la sensación de tristeza viendo la vulnerabilidad de los que se quedaban en Puerto Escondido, a la vez que ejercían el carácter extrovertido predominante en la isla y, sobre todo, la misión de pasar el testigo de amor que ha ido, de generación en generación, a la patria de uno. Muchos años después, rememorando ese último día, cayó en la cuenta de que la carta entregada por aquella madre desesperada nunca llegó a su destino.
–Muchachos, aunque echen raíces en otro lugar, las que están arraigadas a la tierra de aquí os acompañarán hasta el final de la vida –dijeron los hombres. Recordadlo.
–Lo haremos –respondió el padre de Ernesto con los ojos llenos de lágrimas fundiéndose en un abrazo interminable con sus progenitores.
Unas cuadras más allá, en un almacén abandonado y sin tabiques, un número incalculable de personas terminaron de construir en secreto una balsa con hierros, espuma de poliestireno, cuerda, lona, tablones de madera, piezas de viejos motores aún en buen uso y, aunque para la mayoría supuso invertir todo el dinero conseguido vendiendo sus pertenencias, lo hicieron entusiasmados con la esperanza de embarcar hacia la tierra prometida. Durante dos interminables meses en casa de los Acosta se acumularon cajitas con pastillas para el mareo, tranquilizantes infantiles, dos galones de agua natural que no sabían si podrían llevarse, algunas galletas y tres bolsas estancas, una por cada niño, con su documentación correspondiente y algunos dólares. En esa época Cuba era dependiente del Campo Socialista, pertenecía al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), había muchas cosas en las bodegas y el pueblo estaba mantenido por la Unión Soviética. Pero, de alguna manera, la antesala del bloqueo internacional afectando de lleno a la economía y al comercio, se vislumbraba con dureza por lo que muchas familias, en su afán de prosperar y darles mayores oportunidades a los suyos, optaron por emigrar de la manera que fuese. A pesar de haber discutido bastante cuál sería la mejor hora de partida para no ser interceptados por la Guardia Costera, finalmente, entre nervios y empujones, partieron de noche.
–Quizá sería mejor que los niños fuesen dormidos, pueden asustarse y cundir el pánico poniéndonos al resto en peligro –se oyó decir al fondo por alguien del grupo.
–No estoy de acuerdo, prefiero que vayan despiertos por si hay una emergencia –respondió una de las madres.
–Como queráis, pero después no digáis que no os lo advertimos –contestó malhumorado–. ¿Queda alguien por pagar? –unas tímidas manos sacaron unos billetes enrollados en cilindro y los entregaron.
–¿Cuántos somos en total? –preguntaron sospechando que al final irían más de los que tal vez aguantaría la balsa.
–Eso no importa. En menos de una hora los quiero en la playa, quien se retrase se queda aquí –soltó, dando media vuelta.
Treinta y siete adultos y ocho menores se hacinaron en un espacio estrecho e incómodo, las primeras millas fueron un manojo de minutos apacibles con el gusanillo de la novedad carcomiendo las tripas, los más pequeños no se soltaban del cuello de las madres o los padres, los adolescentes gestionaban su autonomía sujetos a las débiles asas que al primer tirón fuerte se partirían. El llanto del único bebé a bordo, demandando su toma de leche, se esparcía por el universo, la joven lactante iniciaba el protocolo sacándose el pecho cuando, de repente, el bote fue golpeado por una ola de más de 6 metros de altura, viró y por un instante enmudecieron los gritos de socorro, las voces, los manotazos de unos a otros, el instinto de salvación saltando por encima de quien sea, la angustia de encontrar flotando un trozo de lo que fuera donde agarrarse, la impotencia de los mayores, rezando unos, maldiciendo otros, al percatarse de que iban sin chaleco por falta de presupuesto, un ruido ensordecedor los elevó a las alturas y, antes de tragárselos el mar…
–¿Dónde está mi esposo? ¡Raúl! –voceaba una mujer entrada en cólera.
–¿Y mi niño? Estaba aquí. ¿Quién lo tiene? –se oyó decir a otra persona angustiada.
–¡Mami, mami, mami…! –zarandearon a ese chaval hasta sacarlo fuera de la balsa.
–¡Qué Dios nos proteja! –succionados hacia el fondo del mar desaparecieron rápidamente. La oscuridad aterradora y el silencio infinito detuvieron el tiempo para los dos únicos tripulantes que quedaron a la deriva durante varios días, una mujer embarazada que llevaría fallecida desde el principio y Ernesto Acosta de 12 años, el morenito. El espejismo de la luz de la mañana causando el efecto óptico de “tierra a la vista”, la lengua como lija, el sol apretando los pliegues la piel ya muy tostada, la inmensidad del horizonte sin fin y la lucha para liberar uno de sus pies de un peso insoportable, le devolvieron la conciencia. A pesar de tener todos los huesos doloridos se incorporó como pudo, trató de enfocar la vista turbia, apartó el cuerpo inerte empujándolo con la pierna libre y, cuando fue consciente de la tragedia giró la cabeza de lado a lado buscando a su hermano y hermana.
–¡Jorge! –Le dolía el pecho de llamarle.
–¡Argelina! –Se le partió el alma pensando en el susto de la pequeña.
–¡Mami! ¡Contesta, por favor! –pero lo último que recuerda haberla escuchado decir fue: “Átate con la cuerda por la cintura, hijo mío”.
–¡Papi! –no estaba ninguno, tampoco había enseres probablemente porque la balsa debió ser arrastrada lejos de donde se produjo el siniestro. Se sintió a punto de desfallecer, aunque también se obligó a pensar con frialdad entendiendo que no sobreviviría al ataque de los buitres o los tiburones que huelen la sangre llevando un cadáver consigo. Puesto de rodillas, pasó los brazos por debajo de las axilas e intentó levantarla un poco del suelo, una, dos, tres, cuatro veces, hasta que, en vista de la imposibilidad de hacerlo, sacó fuerzas de donde no las tenía y, ayudándose con un estruendoso alarido, consiguió arrojarla al Atlántico. Recostó la cabeza encima de la bolsa de estanca, cerro los ojos, cruzó las manos sobre el pecho y dejó que la corriente decidiese por él…
2.
En 1976 a los hermanos Garber, Tracy y Andrew, que nacieron con cinco minutos de diferencia y cuya madre jamás aclaró cuál de los dos apareció primero, en venganza por haber quedado la joven parturienta delicada de por vida, les faltaba una década para convertirse en octogenarios. La mayoría de la gente de Chokoloskee eran pescadores, gente muy humilde que se ganaban el pan honradamente gracias al cargamento que después distribuían en los puntos de venta del condado de Collier. Casi ninguno se planteaba el momento del retiro, acogiéndose al dicho popular de que los lobos de mar pierden el equilibrio en tierra firme. Todo iba sobre ruedas, volcados en el quehacer diario y sin salirse de las rutinas que concluían con una cerveza de la marca Corona, antes de la cena, en el jardín trasero, frente a la bahía. Sin embargo, cuando el gobierno federal prohibió la pesca comercial en el Parque Nacional de los Everglades, la población tuvo que dedicarse a otras cosas fuera del marco de la legalidad. Por entonces, Florida era el puente de entrada de la droga que llegaba al país desde el norte de Sudamérica, así que, la mayoría de los trabajadores de esa zona concreta de Estados Unidos cambiaron la mercancía de peces por la de cocaína, marihuana o heroína, llegando a estar, en 1980, el ochenta por ciento de sus ciudadanos condenados por tráfico de estupefacientes. A los mellizos Garber aquello les cogió mayores para involucrarse en dicho negocio viéndose obligados a subsistir en precario.
–¿Adónde has puesto los cartuchos de la escopeta?
–¿Para qué los quieres? ¿Acaso piensas cazar a algún puma? –dijo ella bromeando, pero él seguía a lo suyo.
–¿Qué manía de cambiar las cosas de sitio? –dijo malhumorado.
–Yo no quito nada, viejo tonto –Tracy le notaba cada vez con más lapsus de memoria, no obstante, le restó importancia porque siempre fue muy despistado.
–¡Los dejé aquí, en esta estantería, junto a la Biblia, y ahora no están! ¡Los necesito! –dijo, al borde de entrar en cólera.
–En el garaje tienes lo que sirve y lo que no, mira ahí antes de echarme la culpa –respondió armándose de paciencia, él la hizo caso y empezó a hacer mucho ruido rebuscando entre las herramientas donde efectivamente estaban.
Andrew conservaba el 1,78m de estatura sin un gramo de grasa en los 75 kilos que paseaba, recto de espalda, ojos azules muy atractivos, barba y bigote blanco, pelo por debajo de los hombros, con algún mechón rubio aún y sujeto a veces con un pañuelo pirata luciendo la bandera de las barras y las estrellas. El 7 de diciembre de 1941 en plena Segunda Guerra Mundial formaba parte de la Flota del Pacífico de Estados Unidos, cuando la Armada Imperial Japonesa atacó la base militar de Pearl Harbor, resultó herido y, aunque su buque no se hundió, sí vio cómo otros, con compañeros que no salieron vivos, se fueron al fondo del mar, eso le hizo replantearse muchas cosas y fue el final de su aventura con el Ejército. A su regreso, con 39 años recién cumplidos y bastante tocado mentalmente, se divorció de la esposa con la que apenas había compartido algo más allá de una patética noche de bodas.
A Tracy la educaron como a tantas otras señoras de su época para encontrar marido y satisfacerle, parir hijos que luchasen por la patria sin calcular las hostilidades del mundo al que se les traía, remendar la ropa usada asignada a ellas y votar sin voz ni opinión al mismo candidato elegido por el cónyuge, pero ella no era la típica mujer que se quedaba en casa con la pata quebrada, eso no encajaba con su forma de ser, siempre fue bastante independiente, tenía arraigado el espíritu marinero igual que los miembros de su familia, algo que le costó en más de una ocasión oír el comentario despectivo de que era un marimacho, impertinencias que no le afectaban en absoluto, todo lo contrario, se crecía porque agachar la cabeza o sentirse desfondada por el qué dirán nunca fue con su persona. Durante el periodo de posguerra supo arreglárselas sola, asumiendo la responsabilidad como tantas otras hicieron de ponerse al frente de fábricas y negocios mientras que los hombres luchaban. Sin embargo, con todo lo dura que parecía le resultó difícil encarar la muerte repentina de su padre y su madre con ocho días de diferencia, una vez enterrados, el mismo día que nació Paul McCartney, excomponente The Beatles, se hizo a la mar y, a lo largo de dos meses y medio se quedó a la deriva, a muchas millas de la costa teniendo por horizonte encontrarse consigo misma. Tan pronto como regresó ya no se separó de Andrew. Fueron tiempos muy convulsos donde casi toda la Nación depositó la confianza en el presidente Roosevelt. Chokoloskee distaba mucho de los teje manejes políticos de las grandes ciudades, de los avales que, demócratas y republicanos, necesitaban para sus campañas electorales, de las competiciones presidenciales que se llevaban por delante a quienes estorbaban para sus fines lucrativos y sociales, ese pequeño pueblo de pescadores se detuvo en el tiempo fuera del alcance de las bombas. No obstante, al terminó de la batalla, Andrew y Tracy reanudaron sus hábitos y aficiones: él arreglando todo tipo de motores a vecinos y ella tejiendo redes por encargo para marineros de la comarca. Así los días solapaban una rutina con otra hasta que el destino dio a sus vidas un giro de ciento ochenta grados.
Aquella mañana el despertador de los mellizos Garber tocó a las 4:30 a.m. El día anterior dejaron todo preparado para ir a navegar; ambos salieron de los dormitorios equipados con pantalón y camisa Columbia PFG, de muy buena calidad y gorra de Captains For Clean Water, descolorida por las inclemencias del tiempo. En la cocina cada uno se ocupaba de prepararse un desayuno contundente a base de huevos revueltos, pan de maíz con mantequilla, jugo de naranja, tiras de tocino crujiente y abundante jarra de café americano. Las primeras luces del espectacular amanecer las recibieron a través de las ventanillas del vehículo, Johnny Cash sonaba por los altavoces y también Hank William, que nació en septiembre de 1923, en Alabama, y murió en enero de 1953, en Virginia Occidental, el chofer que le llevaba de gira paró a repostar y lo encontró muerto, la autopsia determinó que fue a consecuencia de una insuficiencia del ventrículo derecho del corazón, desde entonces se convirtió en leyenda. Una vez llegados al punto exacto Tracy posicionó la camioneta en la rampa y, muy despacio, fue marcha atrás hasta que el agua cubrió la barca dos o tres pulgadas, entonces, Andrew, que estaba fuera, aflojó el winche y la cadena de seguridad liberando el bote del remolque. Una vez terminado el ritual amarró en el muelle y esperó el regreso de la hermana. Apenas tres o cuatro personas más realizaban maniobras parecidas cuyo final era aparcar el vehículo en la zona de estacionamiento, sacó del maletero la cesta con comida y se aseguró de que el hielo de la nevera estuviese en condiciones de mantener las botellas bien frías.
–Ten cuidado no resbales, querida –empleó un tono sueve.
–Anda, dame la mano y ayúdame a subir –contestó con cariño.
–Trae las cosas que, con todo encima, pesas mucho –dijo riéndose a carcajadas.
–Zarpemos ya, quiero estar de vuelta para ver el capítulo de “Hombre rico, hombre pobre”.
–Claro, a mí también me gusta.
–Eso será cuando no empiezas a roncar, ¡eh! –le guiña el ojo.
–No es verdad, yo no ronco –aclara casi enfadado. Andrew se agarró fuertemente al timón disimulando el leve mareo que acababa de sufrir. Concentrado, observó el panel de control preguntándose para qué demonios servían tantos aparatitos. Tracy, prismáticos en mano tenía ese característico gesto tan suyo.
–No te acerques demasiado a esa zona de humedales –señaló con el dedo–, hay poca profundidad y podemos quedarnos encallados. ¿Oyes lo que te digo? –aunque asintió no prestó demasiada atención, tenía una idea fija e iba a llevarla a cabo.
–¡Prepárate, hermanita!, nos dirigimos al Golfo de México, vamos a pescar truchas moteadas.
–Pues no me hace ni pizca de gracias, no quiero sobresaltos y sí tranquilidad.
–Disfruta del viaje y deja que te guíe tu capitán, eso sí, avísame si hay bancos de arena que hagan parar el motor.
–Sí, ya sé, suelen estar a uno o dos pies de profundidad –no me dormiré.
–Eso espero.
–Andrew, mira qué maravilla –dijo toda emocionada.
–¿Dónde?
–¡Allí, allí! –exclamó–, son delfines mulares.
–¡Ya lo veo! Fíjate en el último, todavía tiene abierta la mordedura de algún cocodrilo –no terminó de decirlo cuando una mandíbula de considerables dimensiones hizo pinza y lo atrapó arrastrándolo con fuerza hasta el fondo, quedando en la superficie una enorme mancha de sangre que se diluyó poco a poco entre burbujas de espuma.
Corría 1976 y los mellizos Garber se sentían orgullosos de que la Unesco declarase reserva de la biosfera al Parque Nacional de los Everglades y, en años posteriores, Patrimonio de la Humanidad y humedal de importancia internacional. Todavía se desconocían las consecuencias que el cambio climático tendría en este privilegiado rincón del planeta con vida propia, ni que a finales del siglo XXI gran parte del Sur de la Florida quedaría bajo el agua, o que el crecimiento de los millones de habitantes, pobladores de la zona, empeñados en ganarle espacio a la tierra, donde no lo hubo, contribuiría a gastar y deteriorar recursos naturales, como sin duda lo hizo, el desvío de las aguas del lago Okeechobee, por los abusos agrícolas en el terreno. En definitiva, cuando se desconocían los riesgos, todo en conjunto alteraría el sistema.
Andrew y Tracy eran personas de pocas palabras, menos aún mientras navegaban. Después de varias horas habiendo picado tan sólo tres o cuatro peces, ella sacó los bocadillos y, en un santiamén, los comió con apetito. Él, además de estar desganado, también se sentía desmotivado, pero lo achacó a la potencia del Sol que proyectada sobre el oleaje engañaba como el espejismo del desierto. Detuvo la barca y se subió a la plataforma para ver dónde había más pesca, visualizó alguna tortuga marina y otras especies cuyo nombre no recordaba, pensó en el número infinito de vidas humanas que habrían perecido por allí. Cogió la caña, la lanzó, se sentó y esperó con paciencia abrazado a la vieja caja de hojalata donde guardaba los señuelos, aunque prefería usar carnada viva o muerta: sardinas, cangrejos, salmonetes o camarones. Entonces, arrugó los ojos, colocó bien sobre el puente de la nariz la gafa oscura y…
–Tracy, ¿aquello qué es? –señaló a unas millas a estribor.
–No sé, pero por si acaso no te acerques –cogió los prismáticos y enfocó hacia la dirección donde estaba el pedazo de lona flotante–. Parecen restos de una embarcación, pero no estoy segura.
–Muy bien, entonces salgamos de dudas –Andrew arrancó el motor y avanzó muy lento, con la mirada fija en el objeto a identificar.
–Despacio, más despacio, cuidado por ahí, gira un poco, un poco más –indicaba Tracy como buena marinera.
Ernesto Acosta, doce años, huérfano, natural de Puerto Escondido, Cuba, náufrago, emigrante, desconcertado y tremendamente asustado recuperó la consciencia e intuyó que de continuar tumbado sería presa fácil para los buitres que volaban en círculo por encima de él. Palpó a ambos lados del cuerpo y recordó que ya no quedaba nadie en la balsa, notó la lengua hinchada y pegada al paladar, hormigueo en las manos, calambres en las piernas, labios agrietados, cara ardiendo, además de un dolor bastante intenso localizado en el costado izquierdo. ¡Tenía que sobrevivir!, se dijo, era una señal haber llegado con vida y no podía rendirse, por eso el cerebro envió una orden a los brazos y comenzaron a moverse, luego a los pies, a las pantorrillas, a superar la sensación de vacío en la boca del estómago y así hasta lograr incorporarse un poco, con trabajo, con la ayuda de un asa que aguantaba sin romperse. La piel enrojecida fue la prueba definitiva de la cantidad de horas que llevaría a cielo descubierto y, aunque por lo general las corrientes del Golfo de México arrastran todo hacia el Atlántico, esta vez, milagrosamente, no pasó. Agudizó el oído, algo se acercaba y lo más sensato sería volver a ocultarse por si era el Cuerpo de Marines o la Guardia Costera para deportarlo, encontró algo con lo que taparse, contuvo la respiración y recuperó de la memoria la imagen de los suyos. De repente dos rostros desconocidos le observaban curiosos, pero el agotamiento le devolvió a la cueva oscura donde la negrura de la noche eran gritos de socorro de los ahogados, manos que se elevaban hasta desaparecer, bebés flotando antes de hundirse, hombres y mujeres desesperados buscando a los hijos, a las hijas, a los compañeros, a las compañeras, a las abuelas que en el último momento decidieron acompañarlos en busca del sueño americano, a su padre sumergirse en busca de su hermano Jorge, a su madre elevando por encima de la cabeza a la pequeña Argelina… Entonces, notó el silencio abrumador, sin voces, sin llantos, sin nada... ¡Todos habían fallecido menos él!
–¿Qué hacemos, Tracy? –preguntó Andrew levantando la manta que cubría al muchacho.
–Lo primero rescatarle antes de que sea demasiado tarde y esa cosa se hunda –señaló la lona tocándola. Entre los dos lo pasaron a la barca acomodándolo en el suelo lo mejor posible.
–¡Aguanta, enseguida estamos en casa! –exclamó él poniendo rumbo al muelle y, una vez en la rampa, trasladaron al chico a la camioneta.
–No te distraigas, vámonos, está muy débil –expresó tajante temiendo que se les muriera ahí mismo.
La habitación de invitados olía a naftalina, Andrew le dejó sobre la cama y buscó en los cajones un pijama que pudiera servirle, le quitó la ropa y dejó en la mesita, a la vista, junto a la lámpara de luz, la bolsa estanca donde supuestamente estaría la documentación del menor. Tracy había curado muchas quemaduras en la piel y colocado varios huesos fuera de su sitio, sabía cómo bajar la fiebre, realizar el masaje cardiaco, diferenciar un lumbago de la ciática, hacer un torniquete y asistir un parto, todo a personas adultas, rurales, fuertes, pero nunca a alguien de tan poca edad, sin embargo, procedió a desinfectar las heridas de las manos y vendarlas, le lavó la espalda, alivió con pomada los hombros y procuró mantenerle hidratado con paños de agua fría.
–Qué, ¿cómo va? –preguntó.
–Parece un gran luchador, no en vano ha llegado hasta donde ha llegado.
–Desde luego, lo raro es que no desembarcarse en Cayo Hueso adonde toman tierra la mayoría de los cubanos y mira por dónde nos ha tenido que tocar a nosotros el premio.
–¡Mira que eres bruto! Pobrecillo, con las calamidades que habrá pasado –dijo ella al borde de las lágrimas–. No creo que haya hecho el viaje solo, vendrían muchos más balseros.
–Tenemos que informar a las autoridades, lo sabes, no puede quedarse de manera ilegal, sin papeles, nos traería problemas, podemos ir a la cárcel por esconder a un emigrante.
–No nos precipitemos, de momento, lo importante es que salga adelante, después, ya veremos.
–Tracy, que nos conocemos.
–Claro que nos conocemos, estaría bueno a estas alturas.
Y así fue cómo cambio la vida de los mellizos Garber que, de tener hábitos muy simples, ser sencillos pescadores, miembros de Chokoloskee Family Church Of God, adonde rezaban cada domingo y simpatizantes del ala más conservadora del Partido Republicano, se convirtieron en los protectores de aquel muchacho capaz de haber atravesado incluso un continente entero con tal de haberse cruzado con ellos.
3.
Cada media hora Tracy cambiaba las compresas frías en la frente de Ernesto Acosta para bajarle la fiebre. Durante los cinco días que estuvo delirando no se movió de su lado, como tampoco lo hizo Max, el viejo perro de la raza canadiense, Labrador, que permaneció de guardia a los pies de la cama. El muchacho hablaba en castellano, lengua desconocida para ellos, frases sin sentido que le agitaban las extremidades, hasta quedarse de nuevo en silencio, semiinconsciente, con el pelo empapado en sudor y los largos dedos palpando en el vacío algo que no acababa de encontrar. Pasada la crisis, a las 7:05 a.m. de una mañana de cielo nublado, abrió los ojos y no reconoció el sitio ni a las personas que le observaban fijamente. Sintió un hambre feroz devorándole el estómago y muchas ganas de orinar, con gran esfuerzo trató de incorporarse, tenía que encontrar a su familia, estarían preocupados buscándole, pero no pudo moverse. Miró cada rincón del dormitorio con aquellos muebles enormes y feos, nada que ver con la humilde y acogedora casa donde nació y vivió en Puerto Escondido, con el suelo de cemento, unas pocas repisas donde poner las cosas, la ropa colgada en un palo cilíndrico, igual al de la escoba y atornillado en los extremos a la pared. De repente se esfumó la infancia y también la adolescencia, maduró de golpe, consciente de la cruda realidad al recordar las trágicas imágenes de la balsa, el dolor grabado viendo a la gente ahogarse, dando manotazos sobre el agua, sin esperanzas y con la suerte de culo. Tragó saliva, se había salvado y debía seguir adelante por los suyos, por los que se quedaron, por los que no se atrevieron a cruzar el charco, por todos aquellos a los que se les truncó la vida, por tantos y tantos proyectos hundidos en el fondo del mar. Pidió agua en un inglés con acento cubano.
–¿Dónde estoy? –preguntó temeroso.
–Tranquilo, hijo, no te asustes –respondió Andrew con pausa entre palabras.
–¿Quiénes son ustedes y qué hago aquí? –las lágrimas a punto de brotar le enturbiaban la vista, quiso levantarse de la cama, pero todo daba vueltas a su alrededor.
–Yo soy Tracy y este es mi hermano mellizo Andrew, salimos a pescar y te rescatamos, esa zona está repleta de cocodrilos que de una dentada podían haber deshinchado la barca tan precaria donde ibas.
–¿Y mi ropa? ¿Dónde está mi ropa? ¿Qué han hecho con la bolsa estanca? ¡Tengo que embarcar! ¡Denme mis chanclas! –no tenían idea a qué se refería.
–Tranquilo morenito –Andrew apodó así al chico–. Ahora descansa y recupera fuerzas.
–Bébete el vaso de leche –dijo Tracy sujetándole la nuca mientras que Max, con afecto, le lamía la mano– Y tú no te muevas de ahí –obediente, el perro se tumbó a los pies de la cama.
Ernesto Acosta echaba de menos la alegría de sus compatriotas jugando a Dominó en los parques, la música a todas horas sonando en el exterior desde las casas, la que pone el bodeguero, la de los bicitaxis circulando solos o con pasajeros, temas de Omara Portuondo, Elena Burke, Compay Segundo, Benny Moré, Bola de Nieve o las vetadas Celia Cruz y Luisa María Hernández, conocida como La India de Oriente, por citar a algunos intérpretes, la presencia de los vecinos en cada cuadra manifestando el sentido del humor, riéndose hasta de la propia sombra, hablar alto, muy alto, así como también haber perdido en la memoria del paladar el gusto de la yuca con mojo, ese aliño que hacían tan rico su madre y abuela y cuyo toque especial en la receta nunca supo, el plátano macho frito o en fufú y la limonada fresquita. Sin embargo, en Chokoloskee todo era diferente, tan apagado, tan recto, no obstante, a pesar de su poca edad entendió que debía adaptarse a las costumbres de ellos. Meses después, Tracy despertó sobresaltada al escuchar ruidos provenientes de la cocina, salió de la habitación con el rifle en la mano y detrás Andrew dispuesto a convertirse en el héroe del condado. Según avanzaban por el pasillo el olor a tocino frito y café recién hecho era más intenso, la poca luz aumentaba la sombra de quien se había colado en la casa moviéndose en los fogones a sus anchas.
–¿Quién anda ahí? –preguntaron los mellizos a la vez.
–Que soy yo, el morenito, no dispares que he preparado el desayuno, bueno falta por hacer los huevos revueltos, pero enseguida están.
–Menudo susto nos has dado, chico, casi te vuela la tapa de los sesos –dijo Andrew sarcástico.
–¿Cómo has madrugado tanto? –Tracy se echó las manos a la cabeza contemplando el desorden que había con todo por medio–. ¡Madre mía, la que has liado!
–Luego lo recojo, no te apures –dijo al ver la cara de espanto de la mujer. Con la paleta chorreando de grasa señaló al hombre que ya se había dado media vuelta y no atendió–, voy a salir con él a pescar.
–¿Pero sabes pescar? –entonó ella incrédula.
–No quiero mocosos en mi barca que lloriqueen si viene una ola enorme o acecha un pez grande, ¿oíste?, tampoco que se hagan pis a la primera de cambio. No, no y no. No te llevo.
–Deja en paz al muchacho, Andrew, nunca viene de más una ayuda –tocó el hombro de su hermano dándole seguridad.
Ernesto Acosta, el morenito, contó que, Puerto Escondido al igual que Chokoloskee, era un pueblo de pescadores donde la vida giraba en torno a dicho oficio. Hasta la generación de su padre, la mayoría de los miembros varones de la familia faenaban en la mar, algo que se fue perdiendo porque la gente joven, a ser posible, no quería dedicarse a eso por lo sacrificado, tenían otros planes, necesidad de progreso, de mirar hacia el horizonte sabiendo que, en aquella franja fina y lejana, perfilada por las nubes, aguardaba la libertad, aunque también les echó atrás el accidente de un adolescente de 16 años que fue atacado por un tiburón toro mientras buceaba junto a su grupo de amigos y, a excepción de una enorme mancha de sangre, nada quedó de él. En Cuba se cerraba cualquier clase de expectativa convirtiendo el futuro en un callejón sin salida y dando paso al éxodo masivo de ciudadanos hacia Estados Unidos y otros países de acogida. Actualmente la situación es mucho peor, faltan artículos básicos, circulan muchos virus y escasean medicinas para combatirlos, la patria se sigue vaciando de isleños y algunos de los que quedan, si sus condiciones físicas lo permiten, se convierten en mula realizando viajes al extranjero donde exportan ron o tabaco de encargo y regresan con mercancía de segunda mano (celulares, ropa, zapatos…) que después venden por unos dólares en el mercado negro para sobrevivir.
–¿Entonces puedo ir contigo? –preguntó emocionado.
–Bueno, pero harás cuanto te diga que para eso soy el capitán –respondió Andrew.
–Claro, señor –aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.
–No le pierdas de vista morenito, es capaz de cruzar el Atlántico entero –rieron cómplices.
A pesar de que Andrew cada vez estaba más atrapado en las misteriosas ausencias provocadas por el Alzheimer, en cuanto ponía un pie dentro de la barca se transformaba en otra persona, mucho más centrada, sabiendo qué hacer en cada momento y sin ánimo alguno de delegar aquellas tareas consideradas muy suyas. Ernesto Acosta prestaba atención a los movimientos del hombre por si dudaba y debía indicarle, tal y como sugirió Tracy antes de salir. Todo iba bien hasta que el sonido de las olas golpeando contra la embarcación le situaron en otro escenario donde su hermano Jorge de 10 años y la pequeña Argelina de 6 gritaban angustiados su nombre pidiendo auxilio. Quiso rozar con la palma de la mano la superficie del agua y tranquilizarlos, tirarse por la borda y ponerlos a salvo, buscar cualquier resto donde subirlos encima, quitarse la ropa y arroparlos, beberse el océano entero para que saliesen a flote, bucear sin descanso esquivando a grandes depredadores, detener el tiempo, volver atrás, a las fantásticas historias que contaban los mayores respecto a El Malecón de La Habana, donde los ciudadanos esperaban la llegadas de los grandes barcos repletos de mercancía para la isla. No quería seguir ahí, sin los suyos, pero oía las voces en su interior dándole fuerza para seguir adelante, evocando a quienes le acompañarán hasta el final de sus días, porque no hay más muerto que aquel en quien ya no piensas y él es de los que nunca olvidan.
–Amarra bien ese cabo antes de que nos tire a uno de los dos. ¿Oíste? –Andrew gritaba ante el peligro de que viniese una ráfaga de aire.
–¡Mami! ¡Mami! –llamaba Ernesto.
–¡Eh!, morenito, que amarres ese cabo, te digo, mira a tu izquierda, se aproxima una fuerte tormenta. Pero chico ¿qué te pasa? ¡Vamos! –insistió.
–¡Papi, papi, papi! ¿Dónde están los niños? ¡Jorge, Argelina, Jorge, mami! –Fue entonces cuando el viejo marinero se percató de que el muchacho estaba convulsionando, le acunó con delicadeza y, pese a las tinieblas, comprendió que revivía la horrible experiencia del naufragio.
–Ya pasó, tranquilo hijo. Ya pasó ¿Estas mejor? –introdujo los dedos por el cabello chico.
–Lo siento, yo no quería –se echó a llorar.
–Bueno, bueno, no me seas blando y de esto ni una palabra a Tracy o no nos dejará salir a navegar solos jamás –dijo contundente–. Y ahora, vámonos antes de que el cielo empiece a descargar.
–Sí, mucho mejor evitarla el enfado, ya sabes cómo se pone. –Reanudaron la marcha, con mucho disimulo Andrew iba pendiente de él. ¡Pobre muchacho!, pensó, aunque enseguida olvidó el incidente, la tempestad y se centró en el avistamiento de peces para la cena.
–Andrew, pon rumbo a casa que venimos sin chubasqueros –dijo para que el hombre reaccionara.
Los meses pasaban veloces y Ernesto Acosta echaba de menos el ambiente de la escuela, el contacto con personas de su misma edad, jugar un partido de fútbol con los compañeros y pasear abiertamente por la calle disfrutando del paisaje y sus ruidos, pero sin papeles no podía arriesgarse a que el día menos pensado un agente de la oficina del sheriff del condado de Collier viniese para llevárselo. La celebración del Día de Acción de Gracias estaba a la vuelta de la esquina, el morenito desconocía dicho evento puesto que en Cuba esa tradición no existía. Le explicaron en qué consistía, la importancia de reunirse la familia y orar en agradecimiento por las cosas buenas acontecidas durante el año, pero lo que más le gustó fue la parte de asar y trinchar el pavo acompañado de verduras y otros complementos, ya que sólo de pensarlo la boca se le llenó de agua. Los mellizos Garber no tenían más parientes que ellos mismos, por tanto, ningún extraño se sentaría a la mesa. Andrew y Ernesto arreglaban el motor del viejo generador ante la amenaza del tornado que tomó tierra en Bahamas, volvió al Atlántico e iba rumbo a Florida, también hicieron acopio de víveres, linternas y los protectores de madera para las ventanas. La tarde iba cayendo y oyeron el ronquido de la camioneta detenerse en el lateral donde estaba el garaje.
–¿Por qué has tardado tanto? ¿De dónde vienes? –preguntó Andrew mientras que Max reclamaba su premio recibiéndola con alegría, ella metió la mano en el bolsillo y sacó una galleta canina con forma de hueso.
–De comprarle ropa al morenito, no querrás que vaya siempre con tus pantalones remangados, ¿verdad? –dijo Tracy medio en broma a la vez que puso sobre la mesa la bolsa de papel marrón con las prendas–, y para ti traigo tabaco de pipa.
–¿Y para esas dos menudencias has estado fuera más de siete horas? –expresa malhumorado.
–A Miami se tarda en llegar casi dos, ya lo sabes, pero también fui a la Oficina de Inmigración.
–¿Y a ti qué se te ha perdido en la Oficina de Inmigración?
–Necesitamos asesoramiento respecto a las circunstancias actuales del muchacho y legalizar su situación para el presente más inmediato que determinará a su vez el futuro, después de todo lo que ha pasado y perdido merece una cierta estabilidad, ¿no crees? Date cuenta de que, por su propio bien, no puede seguir viviendo en clandestinidad –Ernesto escuchaba con el corazón encogido sin calibrar las consecuencias que pudiera tener, tampoco entendía el alcance de la palabra empatía que aquellos dos seres representaban tan bien, de repente empezó a no sentirse a salvo y planeó la huida que nunca llevó a cabo.
–Claro, y si encima vas diciendo por ahí que se esconde aquí, pues el día menos pensado vendrán para deportarlo y llevarnos a ti y a mí presos.
–¡No digas tonterías, Andrew, por favor y deja de pensar cosas que no van a suceder! ¡Nadie se lo llevará porque nosotros no lo consentiremos! ¿Habías oído hablar de la Ley de Ajuste Cubano?
–¡Noooo! –en tono sarcástico.
–Yo tampoco. Pero resulta, y por dios presta atención, que el niño puede acogerse a ella.
–Explícate –el morenito sorbió la nariz y Max se le acercó para rascarse el cuerpo contra él.
–En 1966, bajo el mandato del presidente Lyndon Johnson, se elaboró esa ley federal de aplicación a todo nativo cubano que demuestre haber permanecido en Estados Unidos por un periodo de dos años y un día; sin embargo, este año en el que estamos, 1976, las Enmiendas a la Ley de Inmigración y Nacionalidad redujeron a la mitad dicho tiempo.
–¿Eso significa que dentro de seis meses y un día será ciudadano americano? –Andrew se giró–. Ven aquí, hijo, no tengas miedo, que te vamos a proteger.
–No exactamente, calma, hay que cumplir una serie de requisitos para demostrar que lleva en el país ese tiempo.
–Entonces –preguntó Andrew todo emocionado–, ¿cuál es el siguiente paso?
–Pedir ayuda a quienes saben.
–¿Y a qué esperamos? ¡Vayamos ya! –el hombre estaba entusiasmado.
–Muchacho, alegra esa cara que dentro de poco serás ciudadano americano –a pesar de su característica frialdad, Tracy le rozó la mejilla. Esa noche, cuando comprendió que dormían, con los zapatos en la mano, abrió lentamente la puerta del dormitorio, se dirigió a la zona de la cocina, cogió un trozo de queso, un cacho de pan y trató de salir, pero Max estaba apostado en la entrada obstaculizándole la marcha. Después de esa vez jamás lo volvió a intentar.
Ernesto Acosta todavía se emociona recordando aquella conversación, los acontecimientos que vinieron después, la lucha incansable de los mellizos Garber proporcionándole todo lo necesario para ser medianamente feliz, el riesgo a perder la casa cuando la hipotecaron y así afrontar los gastos administrativos, hacer caso omiso a la incomprensión de algunos feligreses que, cada domingo, a la salida de la iglesia, les criticaban por empeñarse en incorporar al morenito a esa sociedad suya tan cerrada, la cantidad de trabas y obstáculos para escolarizarle una vez obtenida ya la residencia, el deterioro cognitivo que supuso para Andrew la aparición de un problema tras otro y la siempre disimulada entrega de Tracy conteniendo las emociones. Los primeros meses el chico sufría continuos ataques de nostalgia que ninguno sabía cómo gestionar. Venían de mundos muy diferentes y fue difícil encajar el carácter extrovertido del cubano con la forma de ser austera de los nativos de Chokoloskee, pero la buena voluntad de los tres y el sentimiento de deuda emocional entre ellos allanó el camino de la convivencia, pese a la enorme brecha generacional que les separaba. Muchas noches, Ernesto Acosta, el morenito, iba de puntillas hasta sus camas para comprobar si aún respiraban, la angustia de perderlos producía en su corazón la zozobra agobiante del insomnio, sin embargo, a la temprana edad de dieciséis años recién cumplidos y, a punto de estrenar su nueva caña de pescar, vivió otro episodio lamentable…
4.
De lunes a viernes, a las 6:00 a.m. el bus escolar recogía a los niños de la zona para llevarlos a Everglades City. Tracy Garber se levantaba dos horas antes para preparar el desayuno de Ernesto y algunos bocadillos que también metía en su cartera con un termo de café, rescatado del garaje. Teniendo en cuenta que nunca fue un buen estudiante, adaptarse al Sistema de Enseñanza Americano le costó un triunfo y, aunque pasaba muchas noches en vela hincando los codos para entender determinados conceptos, aprobado por los pelos el noveno grado, completó la escolarización obligatoria y pudo abandonar los estudios para ocuparse de aquello que más le gustaba: pescar y, a la misma hora del atardecer en Cuba, cuando en las calles se baila al son de la salsa y los boleros, cerrar los ojos y mover los pies igual que lo haría su gente, pero todo era producto de su imaginación, ya que Andrew, dado que vegetaba con la mirada perdida en la Bahía de Chokoloskee, incapaz de abrocharse por sí solo un simple botón, hablar o manifestar síntomas de dolor, dependía prácticamente de él, ocupándose del cuidado personal: bañarle, arreglarle la barba, cortarle las uñas, limpiarle los hilos de comida masticada o líquidos estampándose contra el enorme babero que le cubría casi medio cuerpo y contarle cosas de su patria mientras esperaban el regreso de Tracy que unos días estaba navegando y otros a saber… Sin embargo, en cuanto Hank Williams comenzaba a sonar en el viejo tocadiscos, con temas muy legendarios, se perfilaba una sonrisa de relajo en sus labios llevando el compás con la punta de los dedos. Entonces, el morenito sentía mucha ternura por aquel ser vulnerable e indefenso al que la vida le había jugado una mala pasada. No obstante, un suceso inesperado vino a ponerlo todo patas arriba.
–¿Cuánta fiebre tiene? –preguntó el muchacho.
–Mucha –responde ella– y ya no sé cómo bajarla.
–Metámoslo en agua fría, mami y la abuelita lo hacían –se le ocurrió.
–¡Ni hablar! –sonó bastante rotunda.
–Pero es una posibilidad como otra cualquiera, además lo he visto hacer a menudo y funciona, vaya que si funciona.
–He dicho que no y punto final al asunto –frase con la que Tracy acababa cuando era reacia a realizar algo.
–Tú mandas, mi viejita –dijo en castellano con tono caribeño.
–Llama a emergencias –pidió ella al borde de las lágrimas sin saber muy bien cómo comportarse.
–No sé el número –él empezaba a perder los nervios.
–911 y que vengan deprisa, por favor –así lo hizo y, a pesar de que se atraganto un poco dando la dirección y el motivo del aviso, supo resolver con prontitud. Aunque a veces no comprendía determinadas reacciones de los adultos, intuyó que Tracy, al igual que él, estaba muerta de miedo porque Andrew llevaba más de una semana muy congestionado y con episodios de calor y frío repentino manifestado a través de violentas tiritonas, también rechazaba cualquier tipo de alimento vomitándolo rápidamente, incontinencia fecal y la aparición de heridas bastante feas en glúteos y tobillos, a consecuencias de permanecer tumbado.
–Saldrá de esta, ya lo verás –quiso tranquilizarla.
–Supongo, pero se me parte el corazón al verle así.
–Y a mí –corroboró el chico–. ¿Lo oyes? Parece una sirena que viene hacia aquí.
Hora y media después, seguida de cerca por Ernesto y Tracy conduciendo la camioneta, la ambulancia iba a toda velocidad por la US-41, conocida también como Tamiami Trail. En ese momento la carretera soportaba mucho tráfico, gente que volvía o se dirigía a su puesto de trabajo. Las 41 millas que separaban Chokoloskee con el Naples Comprehensive Health, organización sin ánimo de lucro, situado en la ciudad de Naples, se les hicieron interminables, como si alguien a mala fe alejase la entrada al recinto. El amanecer abría paso a un día despejado de nubes, idóneo para pescar tardón y róbalo. En la sala de espera para acompañantes, una chica bastante joven, aparentemente sola, acababa de romper aguas mientras aguardaba noticias de su pareja recién ingresado por accidente laboral. Al morenito le agobiaban las batas blancas desde que una vez, en Puerto Escondido, siendo muy niño, le operaron de amígdalas y, aunque le pusieron anestesia, pasó mucho miedo. Andrew permaneció ingresado una semana y veinticuatro horas, hasta que la bronquitis remitió, durante dicho tiempo el estado físico empeoró mucho más.
–Buenos días. Veo que está usted muy bien acompañado, señor Garber –en la identificación de la persona que irrumpió en la habitación ponía doctora Bening, una afroamericana que en el océano de su piel negra resaltaba la blanca dentadura perfectamente alineada.
–Hola ¿Qué tal? –respondió Ernesto algo nervioso.
–Buenos días –saludaron ellos.
–Según leo en el informe, los pulmones del paciente evolucionan bastante bien, por suerte lo hemos cogido a tiempo y no ha tenido neumonía.
–Es un tipo fuerte –interrumpió Ernesto bajo la mirada de desaprobación de Tracy.
–¿Eres el nieto? –preguntó el médico rompiendo el hielo.
–Algo así –afirmó tímido.
–Bien, como decía: la crisis respiratoria está salvada, pero en cuanto al deterioro cognitivo, como se habrán dado cuenta, se ha disparado –continuó.
–Sí, poco queda del hombre que fue –aseguró la hermana.
–Podemos ayudarles a encontrar un centro donde recibirá atención especializada, porque ya les digo yo que la cosa, de aquí en adelante, se pondrá muy difícil.
–No pienso meter a mi hermano en ningún manicomio. ¡Faltaría más! –la vista de Andrew estaba fija en la pared.
–¡Y yo tampoco! –saltó el morenito.
–Lo entiendo, aunque no es ninguna institución psiquiátrica, no obstante, si cambian de opinión, hasta mañana que le damos el alta, podemos verlo. –Max movía el rabo de lado a lado en señal de alegría cuando vio asomar el morro de la camioneta por el camino de tierra. Metieron a Andrew en camilla hasta su dormitorio y, como ya les anticiparon, en lo personal, vivieron momentos complicadísimos.
En casa de los Garber se multiplicaban los problemas económicos al tener cada vez menos recursos de donde tirar. Ernesto Acosta, a sus catorce años, casi quince, era todo un experto en enfermería: desde sacar flemas, hasta poner muy lentamente un enema cuando era necesario. Corría el año 1978 y en Estados Unidos, bajo la presidencia de Jimmy Carter, Israel y Egipto firmaron los Acuerdos de Paz de Camp David. Sin embargo, alejados de dichos tratados políticos, los ciudadanos de a pie sufrían las injusticias de quienes habían perdido el norte. Por ejemplo, los habitantes de Florida estaban consternados cuando Ted Bundy, asesino en serie, entró por la puerta cuyo cerrojo estaba roto a la residencia universitaria donde vivía Kathy Kleiner Rubin, atacándola a ella y a su compañera de habitación que resultaron gravemente heridas. Anterior a eso, el tipo pasó por los aposentos de otras chicas golpeándolas con un palo hasta ocasionarles la muerte. En Rockford, Illinois, seis niños de edades comprendidas entre 3 y 12 años, abandonados por la madre, fueron asesinados por su propio padre vengándose así de la esposa que le había pedido el divorcio. Pero, sin duda, como hecho macabro reseñado en los libros de Historia de Estados Unidos, figura el suicidio colectivo de 918 personas, de la secta Templo del Pueblo, empujadas a beber un vaso de cianuro por el pastor evangélico Jim Jones, que pregonaba poco más que el apocalipsis. Después, las autoridades hallaron su cadáver con un tiro en la cabeza, nunca se esclareció si disparó él o una tercera persona.
–¿Trajiste todo de la farmacia? –preguntó Ernesto mientras diluía en un vaso con agua diez gotas de vitaminas para darle.
–Creo que sí. Acuéstate un rato, yo me quedo –sugirió la mujer, desbordada de emoción, introduciendo los dedos entre el cabello de su hermano, que apenas reaccionaba a casi ningún estímulo.
–No tengo sueño, además hay que ponerle un pañal limpio, comprobar que la sonda esté bien y cambiarle de postura, lleva ya dos horas del mismo lado –dijo tajante.
–Como prefieras, pero luego no te quejes –nunca lo hacía. Le observó desenvolverse y comprendió que ella no lo hubiera hecho mejor.
–Tracy.
–Qué –levantó la mirada y le vio lágrimas en los ojos.
–¿Tú crees que Andrew está padeciendo? –preguntó con congoja.
–No lo sé, hijo.
–¿Oirá nuestras conversaciones?
–Oír, estoy convencida de que oye, fíjate cómo se inquietó cuando teníamos puestas las noticias de la radio, otra cosa muy distinta es que lo entienda.
–¿Qué pensará de nosotros cuando dudamos a la hora de suministrarle el tratamiento y manifestamos en voz alta las posibles consecuencias que eso acarreará a su organismo?
–Pues que somos rematadamente tontos.
–¿Y si no lo estamos haciendo bien? –las palabras del muchacho transmitían verdadero cargo de conciencia.
–Anda, subámosle las almohadas –propuso, evitando responder. Bajo el marco de esa rutina continuaron dos años más donde las palabras sueño y descanso quedaron atrapadas en el exterior de la casa sin poder entrar.
Una noche muy cálida y templada de 1980, con bastante humedad típica del clima subtropical, Ernesto Acosta tuvo una pesadilla con sensación de paro respiratorio incluido, al sentir que uno de sus pies quedó atrapado en el Caribe, entre plantas invasoras y, no pudiéndolo liberar, sufrió la agonía del ahogamiento. Sudoroso, saltó de la cama y comprendió que había sido un sueño, comenzó a vestirse, tenía que preparar la medicación y las cosas de aseo. Coincidiendo con la erupción del monte Santa Elena, en el condado de Skamania, Washington, cuya catástrofe fue devastadora tanto en pérdidas humanas como materiales, Andrew Garber no despertó. Su hermana se quedó traspuesta en el sillón y nadie le acompañó en el tramo final de la vida. El morenito entró en el dormitorio para relevarla y se encontró con el fatal desenlace, la zarandeó y determinaron que, por la expresión laxa en su cara, había hecho el tránsito con absoluta tranquilidad. Arrodillados, rezaron juntos. Tras la incineración, junto a un reducido grupo de pescadores que a veces navegaban con él, emprendieron viaje: primero en barca y después por tierra donde pondrían las cenizas de Andrew. Adentrándose en el manglar la expedición encabezada por Tracy y el muchacho, tropezó con un árbol atravesado que, pese a estar acostumbrado a las condiciones del suelo salino, tenía las raíces enfermas y despedía un desagradable olor a leña podrida. A Ernesto le desbordaba la emoción, no sólo por la especie de ceremonia a la que iba a asistir, sino también por la belleza del paisaje que les rodeaba.
–Nunca habíamos venido por aquí –dijo el morenito.
–Era el lugar preferido del viejo capitán –contestó uno de los hombres que iba con ellos en la barca.
–¿Qué es aquello que se mueve por allí? Parece una roca desprendida de algún sitio –preguntó el muchacho con preocupación.
–Es el gran cocodrilo americano, en algunos tramos de Tamiami Trail están quietos en el arcén de la carretera, pero por lo general se camuflan entre la vegetación para atacar sin ser vistos.
–¿Y tenemos que ir por ahí? –preguntó angustiado.
–Sí, anda no seas cobarde –bromeó el hombre.
–Cuidado con eso Tracy –advirtió el chico que ya entendía muchísimo de navegación–, hay poca profundidad y podemos encallar.
–Hazle caso, mujer, sabe lo que se dice, ha tenido un buen maestro.
–Sí, se ha espabilado bastante –aseguró ella.
–¿Alguien quiere un trago de agua? –ofreció el morenito.
–Ernesto, mira allí –dijo Tracy–. ¿Ves aquel sendero?, siendo Andrew muy joven quiso atacarle un puma, pero le hizo frente y sin más retrocedió muy manso.
–¿Falta mucho para llegar? –el chico quiere saber.
–No –responde y hace señas a las otras barcas para que reduzcan la velocidad.
–¿Dónde vamos exactamente?, nos estamos alejando mucho.
–Calma, chico –interviene un desconocido–, la ocasión lo merece.
–No te comportes como un niño, Ernesto –le reprendió Tracy– y disfruta de esta tranquila marina donde a mi hermano le gustaba venir a reflexionar o tomar decisiones. Un manto de hojas y ramas empapadas en posteridad amortiguaban el silbido del viento. Ahí, donde persona y naturaleza son dos piezas solitarias que se complementan, ondeando la bandera de los Estados Unidos en lo alto de los mástiles y conscientes de que otra circunstancia igual no se iba a repetir, cada uno de los asistentes pronunció unas breves palabras de elogio hacia el fallecido.
Cuando desembarcaron, la última parte de la expedición la realizaron a pie, agudizando el oído para identificar en qué dirección venía el sonido de la fauna salvaje, con su indescriptible lenguaje de aullidos y quejidos, siempre al acecho cuando el olfato identifica carne humana. El estrecho puente de láminas de madera que cruza las aguas pantanosas y humedales de juncos apretados los llevó hasta un lugar paradisiaco, estaban en el Sendero Anhinga Trail, donde unos pájaro serpiente, llamados así por el fino y largo cuello en forma de ese, sobresaliendo del agua cuando nadan con el cuerpo sumergido, les dieron la bienvenida posados sobre la barandillas. Antes de abrir la urna y esparcir las cenizas en la tierra, una pareja de pelícanos alzó el vuelo, exhibiendo con elegancia, planeando en círculos. El morenito avanzaba con torpeza a través del camino rodeado de árboles, del limbo de gumbo, resistentes a huracanes, cuya corteza de color rojizo y ramas crecidas en zigzag dan la imagen de libertad. Cuarenta y cinco minutos después, Tracy supo que había dado con el sitio idóneo, quienes iban delante retiraron algunos arbustos, bajaron unos cuantos metros hasta donde el suelo comenzaba a empaparse y ahí, la hermana melliza de Andrew, con un acto de absoluta generosidad, dio un paso atrás y cedió el testigo a Ernesto para que presidiera el acto.
–¿Te encuentras bien, querida? –preguntaron al verla cada vez más pálida.
–Es sólo un pequeño mareo, enseguida se me pasa –apoyada en Ernesto regresó a la barca conducida por él. En el asiento trasero de la camioneta y abrazada a la urna ya vacía, se puso en marcha el contador de la cuenta atrás que pondría fin a su propia existencia…
Recordando ahora aquellos primeros años, con el álbum fotográfico sobre las piernas y el eterno agradecimiento hacia aquellos mellizos que le dieron todo, buscó en su corazón alguna señal de resentimiento hacia una de las dos patrias: la que le arrojó al estrecho de la Florida y la que le puso en tierra firme, sin embargo, no lo encontró porque durante toda la vida tuvo claro que las dos habitaban su corazón. La buena noticia es que si ahora Kamala Harris se convierte en la Presidencia de los Estados Unidos de América, puede que las relaciones con Cuba mejoren sustancialmente, más que en el ámbito político, en el humanitario, para que así, sus compatriotas, opten a un futuro más digno sin necesidad de vaciar la isla.
5.
Desde que Andrew murió hacía ya dos años, Max, su perro fiel y guardián, estaba sumido en la tristeza. Enfermó tanto que hacían visitas periódicas al veterinario quien, desconcertado por los síntomas tan extraños que presentaba, no supo aplicar ningún diagnóstico, escudándose en que, para la pena, no había tratamiento. A excepción de eso, la vida de Tracy y el morenito transcurría bastante tranquila. 1982, igual que todos los años, trajo situaciones adversas sacando lo mejor y lo peor del ser humano. Importantes acontecimientos tejieron esos doce meses con mimbres únicos e irrepetibles: el devastador huracán Alberto dejó al oeste de Cuba sin electricidad durante varios días con numerosos hogares destruidos a su paso y unas 23 personas fallecidas; a muchas millas de allí, en el muelle 86, de la calle 46, a lo largo del río Hudson, en el West Side de Manhattan, inauguraron el Museo Naval, Aéreo y Espacial, donde se exhibe el portaaviones USS Intrepid (CV-11), famoso por participar en la Segunda Guerra Mundial y también en la de Vietnam; el peruano Javier Pérez Cuéllar se convirtió en el Secretario General de la ONU y nació Elier Ramírez Cañedo, actual subdirector del Centro “Fidel Castro Ruz”, por destacar algunos hechos históricos. Pero, en Chokoloskee o, dicho de otra manera, para los habitantes de ese pequeño pueblo isleño de pescadores, en la costa suroeste de la Florida, aquello quedaba alejado de su hábitat, inmerso en los problemas y las preocupaciones a nivel particular. Ernesto Acosta había cumplido los dieciocho y lo celebró con una tarta que hizo Tracy para los dos y la obtención de la licencia de conducir. Max vomitaba sobre la pata del sillón donde siempre se sentó Andrew y las heces, que recogían por toda la casa, eran de color casi negro repugnante. El animal se destruía por dentro a pedazos.
–Sabes que en cualquier momento habrá que sacrificarlo, ¿verdad? –dijo el morenito con la mayor cautela del mundo.
–Sí, lo entiendo, y no es justo que sufra como lo está haciendo, pero duele mucho verle marchar tan seguido de Andrew –respondió Tracy.
–Los animales tienen un instinto de lealtad que ya lo quisiéramos nosotros y supongo que para él la vida sin su compañero carece de importancia.
–Nunca te lo he preguntado: ¿crees en el más allá? –ella intuía la respuesta, aunque prefería escuchársela decir.
–Aunque hay muchos ateos, la mayoría del pueblo cubano es creyente, a mí me educaron en el cristianismo, todos los domingos íbamos a misa, en la iglesia de nuestro barrio hacían multitud de actividades infantiles orientadas en los valores del Evangelio, pero si te soy sincero, y quiero serlo, la fe se ahogó con mi familia aquel fatídico día –la miró de soslayo, buscando quizá un gesto de complicidad o reproche, tan solo encontró empatía.
–¿Culpas a Jesucristo de la tragedia? –jamás hablaron tan claro.
–No lo sé, puede que sí. ¿Por qué murieron todos y yo no? ¿Acaso soy especial? A veces, lo confieso, me brota una raíz egoísta y hasta casi me alegro de haber salvado el pellejo.
–Eso es muy humano –soltó ella.
–O muy ruin –contradijo él.
–¿Te arrepientes de algo? –el perro apoyó el hocico sobre los pies de la mujer.
–Quizá de no haber buscado náufragos, ahora lo habría hecho sin dudarlo, pero con doce años, imposible. ¿Sabes lo aterrador de verte en mitad del océano completamente a oscuras y con todo tipo de ruidos alrededor? –se produjo un silencio incómodo.
–¡Qué pasa, Max, viejo amigo! –ella alargó la mano y le acarició durante un buen rato.
–¿Cómo llegó a vosotros? –quiso saber Ernesto.
–En realidad él encontró a mi hermano –comentó–. Siendo un cachorro merodeaba por los alrededores del muelle atraído por el olor de la mercancía que descargaban los pescadores. Entre las piernas de Andrew jugueteaba en busca de cariño, le siguió hasta la camioneta, se coló dentro, olfateó la lona con la que cubría la cesta con los peces y, una vez aquí, anduvo con elegancia, marcó su espacio, decidió el rincón que más le convino y se echó a dormir, repitiendo idéntico acto cada día, hasta asegurarse de que no le íbamos a abandonar en un descampado.
–En Puerto Escondido, mi abuelito, tenía un Bichón Habanero, es el perro nacional de Cuba, de una raza pequeña y sobre todo de compañía, aunque con muy malas pulgas. No soportaba que nadie se acercase a la casa, incluso llegó a morder a una persona. Entonces, mi papá se lo llevó y nunca más le volvimos a ver –comenta el muchacho.
–¿Sujetaste bien la barca? Habrá tormenta y bastante fuerte, no vayamos a tener un disgusto –dice Tracy.
–Claro, tal y como me habéis enseñado, si quieres compruébalo.
–No hace falta, eres todo un experto –esas palabras inyectadas directamente en la autoestima le aportaron muchísima seguridad.
–Tracy, ¿recuerdas cuando quise escaparme y Max se atravesó delante de la puerta para impedirlo?
–Menudo alboroto liaste cogiendo comida y aquella bolsa tuya. ¿Cómo se llamaba?
–Bolsa estanca. Ahí supe que me quedaba con vosotros, ya que, por segunda vez, alguien vinculado a este lugar me salvaba la vida.
–¿Y te arrepientes de no haberlo hecho? –temió una respuesta indeseada.
–¡A saber qué habría sido de mí! ¡Cómo puedes preguntar eso! Sois todo lo que tengo –dio media vuelta y comenzó a trajinar en la cocina.
Esa noche la virulencia del viento sacudiendo sobre los tejados y el temblor de las contraventanas luchando para no ser arrancadas de cuajo, puso en alerta a la población de Chokoloskee. Ernesto Acosta, el morenito, tenía el cuerpo bloqueado por el miedo. Se sentó en el suelo con la espalda contra la pared, las piernas dobladas y los brazos cruzados encima de las rodillas. El recuerdo del naufragio, tan presente siempre, acudía a su memoria en momentos siniestros paralizándole de repente las extremidades y todos los sentidos. Cerró los ojos, controló la respiración y trató de imaginar algo agradable, pensó en el Carnaval de La Habana, con las carrozas, las comparsas, la participación de la gente vestidos con sus mejores galas, el colorido y, sobre todo, la alegría contagiosa del cubano y la cubana. A continuación, le vino también la imagen de Andrew y él limpiando el pescado que cocinarían después y el grito en el cielo de Tracy cuando los veía con los pantalones manchados, ralentizó los latidos del corazón hasta dejarlos a su ritmo normal y, aunque afuera llovía cada vez con más fuerza, su tempestad interior se fue pausando. Apenas el resplandor de los relámpagos y el olor a hierba mojada quedó como muestra del temporal que acababa de pasar. Max se arrastró hasta la puerta del dormitorio de Andrew que permanecía cerrada desde que murió, eran las 3:45 a.m., con la lengua buscaba la superficie de la baldosa fría, jadeaba, se lamía las patas y gemía. De repente ya no se oía nada. A la mañana siguiente, el morenito, cavó un profundo hoyo en el límite de la casa, lo más cercano al muelle y ahí le enterraron.
–Sin Andrew se fue apagando poco a poco, el pobre, hasta dejó de comer –dijo Tracy muy apenada.
–Exacto, pero también era muy viejo, y estaba enfermo, casi no veía y las patas traseras se le doblaban a menudo –manifestó mientras asentaba la tierra con los pies.
–He hablado con la familia de la tienda Smallwood, ya sabes dónde está, para que te den un empleo, pero me han dicho que cierran como establecimiento.
–No tienes de qué preocuparte, buscaré algún trabajo, ya lo verás. De momento saco algunos dólares ayudando a los pescadores a posicionar las barcas en las rampas hasta que el agua las cubre unas tres pulgadas.
–No me habías dicho nada –manifestó molesta.
–Perdona, no ha sido con mala intención, era para no preocuparte.
–Preocuparme, ¿por qué? –preguntó a la defensiva.
–No sé, no me hagas caso, no nos enfademos.
–No es mi intención, sólo quiero que hagas aquello que más te satisfaga –zanjó ella.
–En Smallwood compró Andrew mi equipamiento para salir a pescar con él, lamento que les vaya mal el negocio.
–Pues no sé si la razón será esa, ahora dejarán las dependencias como museo y se llenará de curiosos. A los nativos de aquí nos apena que cese el establecimiento. Fíjate, lo abrieron en 1906, cuando Chokoloskee se consideraba territorio del Salvaje Oeste. ¿Sabes por qué los mostradores están inclinados hacia el suelo?
–Ni idea.
–Para mostrar cómodamente las faldas miriñaque.
–¿Eso qué es?
–Las estructuras de aros de metal ligero que, a modo de enagua, se ponían las mujeres de la alta sociedad para darle volumen a los vestidos.
–Salen así en muchas películas que vemos –ella asintió con la cabeza.
–Otro dato muy interesante es que la primera máquina de Coca-Cola que llegó aquí, en 1945, la tuvieron ellos, eran los únicos, en 30 millas, con electricidad.
–Los niños de Puerto Escondido, donde nací, al menos mis amigos y yo, nunca bebimos ese refresco, allá no llegaba salvo en el mercado negro y nuestras familias no se lo podían permitir.
–Has vivido experiencias muy difíciles, eres un chico fuerte y estoy convencida de que te va a ir muy bien en la vida, Andrew y yo hemos querido lo mejor para ti, por eso hicimos testamento y te dejamos en herencia lo poco que tenemos, esta casa, la camioneta y la barca –dijo emocionada.
–No hay mejor herencia que vuestro cariño y los valores de honradez que me habéis transmitido. Además, tú y yo vamos a estar mucho tiempo juntos –la congoja apenas le dejó continuar.
–Eres una buena persona, morenito, de lo contrario no nos habrías aguantado –rieron a carcajadas.
–Tuve suerte, el destino os cruzó conmigo, me salvasteis y, pese a la pérdida tan grande y dolorosa de mi familia, encontré a vuestro lado un cálido refugio. Sois generosos y ese es mi objetivo: serlo también, hacer algo por los demás, entender por qué tomamos determinadas decisiones aun sabiendo que nos puede ir la vida en ello –a veces, las cosas que decía, tal y como las expresaba, no se correspondían para un joven de su edad.
–Entenderé que quieras irte, eres joven y no deberías estar con una vieja gruñona como yo –dijo con todas las alarmas y los temores disparados.
–Mi sitio está contigo. –Sin embargo, por miedo a incomodarla, no se atrevió a decirle que quería contactar con sus parientes, averiguar si los abuelos seguían vivos, saber de sus tíos, primos, conocidos, si les habían llegado noticias del naufragio, pero como tantas veces, aparcó sus deseos para más adelante.
–Me alegra que opines así, querido. –Tracy se sentó frente al gran ventanal del salón desde donde se contemplaba la Bahía de Chokoloskee, permaneció en silencio y recostó la cabeza en el respaldo del sillón. De repente, un manto de tristeza solapó la vitalidad que derrochaba a raudales.
–Cenamos en diez minutos, el pollo con arroz y las verduras enseguida estarán listas. ¿Ponemos la tele? Hoy es el último capítulo de Azules y Grises –dijo para animarla.
–Haz lo que quieras –expresó sin entusiasmo.
–¡Pero si te encanta Gregory Peck en el papel de Abraham Lincoln! –Ernesto no sabía cómo animar a la mujer. Max había dejado un vacío muy grande en ellos.
–Claro, y a ti todas las actrices que salen.
–¿Entonces ya no te parece una serie entrañable y muy bien hecha? –colocaba en la mesa platos, vasos, cubiertos y las fuentes con la comida para servirse.
–Sí, no es eso, simplemente estoy un poco cansada y me gustaría acostarme temprano, nada más.
–¿Te ocurre algo? –preguntó con desasosiego.
–Anda, vamos a empezar, que esto tiene una pinta exquisita –un abanico de nubes compactas apenas dejaba ver las estrellas, Tracy rastreó en el horizonte el mismo punto resplandeciente que, su hermano mellizo y ella, buscaban de pequeños. Taciturna, adquirió la postura de oración y dejó que el morenito hablase mientras ella masticaba y tragaba con trabajo, cada bocado, pizcas que se perdían en la cavidad de la boca. Reprimió las arcadas y fingió interés.
–De postre tenemos uno de tus favoritos: Sándwich de mantequilla de cacahuete. ¿Te sirvo más? –pero ella se limitó a sonreír e irse al dormitorio. Ernesto salió afuera, arqueó un poco el cuerpo, apretó los puños, las mandíbulas, los párpados y el horror pasó una vez más por delante de él, como una película a cámara lenta cuyas imágenes le atraparon entre las garras demoledoras de los gritos de la gente que se hundía bajo el techo de la negrura del universo, como les pasó a Jorge y Argelina, momentos de silencio que eran desgarradores viendo a mujeres sujetando a los hijos para que no cayeran, la de su padre, braceando desesperado como si así achicara agua, sin entender que se alejaba, quedando atrapado en un remolino sin salida y, por encima de todo eso, la nada, solos él y la muerte, la suerte y la desgracia, la piel quemada por el sol, los labios agrietados y casi sangrantes salivando la palabra auxilio, la salvación y la pérdida, la derrota y el triunfo, el mañana y el presente, lo que es y lo que pudo, los Acosta y los Garber… Entonces fue ahí, en ese preciso instante, luchando contra los fantasmas interiores que iban a llevarle al abismo, donde decidió tatuarse en el brazo izquierdo una luna inmensa y llena, igual a esas que emergen en el Caribe y debajo, bien visible, el nombre de su madre: Mirta, para sacar de ahí la fuerza.
A la mañana siguiente Tracy amaneció sobrada de energía, por eso antes de que se levantase el muchacho ya tenía preparadas las cosas para salir a pescar. Últimamente no desaprovechaba ninguna oportunidad porque, en cuanto la salud se lo permitía, disfrutaba cada momento como si fuese el primero de una larga lista. Decidía cuándo salir y trazaba la ruta poniendo a prueba la resistencia y capacidad de Ernesto, quien no descuidaba ningún detalle con tal de verla feliz. A poca distancia del muelle, con la bandera de los Estados Unidos bien visible, les saludaron unos vecinos que acababan de embarcar alejándose en dirección contraria a la suya. El morenito, excelente y habilidoso conductor, manejó la barca con absoluta destreza, primero por la Bahía de Chokoloskee y después por el terreno estrecho y pantanoso de los manglares, donde la soledad es infinita y el ser humano alguien muy pequeño en comparación con la vida marina y la salvaje que conecta sus raíces a la naturaleza siempre sorprendente y exuberante. Emocionados, avistaron un mero guasa gigante persiguiendo a una cobia. Eran las 8:07 a.m. y un doble arcoíris embelleció el paisaje que, en ese mismo instante, lo atravesó un águila calva, observándoles a media altura. Tracy miraba fija la estela de barco que tras de sí quedaba por popa, iban a 29 nudos, el chico viró a estribor muy suave y ella le sonrió.
–¿Sabías que el Parque Nacional de los Everglades se creó en 1947 para proteger a los animales, plantas tropicales y árboles milenarios de su extinción? –dijo ella colocándose bien la gafa de sol.
–No –negó con apenas un hilo de voz.
–Estás pálido –aseguró ella.
–Andrew me contó que este es el único lugar en el mundo donde conviven cocodrilos y caimanes, y que puede darse el caso de que en barrios cercanos a canales o embalses aparezcan en las piscinas de las casas –vigilaba a un lado y otro desconfiado.
–¡Bah! ¡Leyendas sin fundamento, no le des ninguna importancia porque de ser verdad, más bien es por Orlando! –años después de producirse esta conversación, un niño de dos años, de vacaciones con su familia en Disney World, fue arrastrado por un caimán hasta un lago artificial, la policía halló sumergido en el agua el cuerpo sin vida del pequeño, según la autopsia no había sido desmembrado.
–¿Nos quedamos aquí? –preguntó Ernesto.
–Sí, parece un buen sitio –paró el motor y un remanso de paz les inundó por dentro y por fuera. Cogieron las cañas y colocaron los anzuelos, ella uno muy fino para engarzar la mosca y él uno más grueso con carnada viva o muerta como cangrejos o camarones, entre otros. Realizaron varios lanzamientos y aguardaron pacientes hasta que picó un magnífico ejemplar, la mujer necesito ayuda, enrollaron el carrete y apareció un róbalo de 28 pulgadas, pescado protegido, cuya compra o venta está prohibida, aunque puede capturarse para consumo propio. El morenito lo sostuvo y se lo dio a Tracy que, tras pensárselo unos segundos, lo soltó librándole de terminar a la parrilla. Después de ese acto de generosidad, siguiendo con la mirada los pliegues del agua, ella memorizó todo aquel entorno por si era la última vez que lo veía.
6.
Días después de Acción de Gracias, Ernesto Acosta cogió la vieja camioneta y puso rumbo a Naples, donde compró regalos, adornos y un juego de luces para decorar el exterior de la casa en Navidad. Aprovechando el viaje disfrutó de una sabrosa hamburguesa con abundantes patatas y un vaso gigante de Coca-Cola, en Harold’s Place Chickee Bar And Grill, ubicada en el 3350 de Tamiami Trail N. Pasó por delante del muelle y vio cómo una familia de delfines realizaba simpáticas acrobacias; la arena blanca y fina de la playa y el agua sosegada le recordó a sus días de infancia, en Puerto Escondido, donde todo era alegría. Por equivocación se metió en una lujosa zona residencial, con sus amplios bulevares arbolados, personal de servicio con uniforme llevando a los niños y niñas hasta el bus escolar, grandes automóviles aparcados fuera de los garajes y jardines cuidados por manos expertas, sin cubos de basura a la vista, ni trastos por medio, solamente desconocidos leyendo la prensa a la sombra de una palmera. En la oficina de correos, apenas una decena de personas aguardaban turno para ser atendidas por las dos únicas empleadas que desempeñaban el cargo sin prisa ninguna y visiblemente malhumoradas. Ojeó la propaganda del mostrador, cogió algunos folletos sin mucho interés y tomó asiento. Había donde elegir, desde excursiones a los Everglades con guía incluido, propuestas para visitar los mejores restaurantes de la ciudad, el Zoológico, la Quinta Avenida Sur o el Parque Estatal Delnor, con espléndidas fotografías de diversas aventuras. A punto de dejar los papeles le llamó la atención el último de ellos, un sencillo diseño en el que resaltaba lo importante, el texto: Charla-Coloquio a cargo de Koa y Amy Dayton, en el polideportivo náutico de la ciudad, el 20 de diciembre de 1982, a las 5:00 p.m. “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, miró la hora y no quiso demorarse más, Tracy estaba algo revuelta y se había quedado en cama. Llevaba tiempo rara, siempre ausente y con gesto de dolor, ella, que era de buen comer, perdió el apetito adelgazando por momentos, o eso parecía, pero como de costumbre la mujer no le dio importancia, alegando que cumplir años traía consigo muchos achaques. Cuando el morenito regresó la encontró tirada en el baño, soltó los paquetes que traía y se arrodilló a su lado sintiéndose culpable por haberse ido.
–¿Te has mareado? –preguntó mientras la ayudaba a levantarse con sumo cuidado.
–No, he tropezado –mintió. Hacía más de una hora que se desvaneció y cayó al suelo, pero quiso ser convincente para tranquilizarlo.
–¡Tenía que haberme quedado contigo! ¡Tenía que haberme quedado contigo! –exclamó muy afligido y al borde de las lágrimas.
–No digas tonterías, soy vieja y averías así voy a tener a menudo, así que ya puedes ir acostumbrándote.
–Ahora mismo vamos al Hospital Comunitario.
–¡Ni hablar! –se negó, sospechaba malas noticias dentro de su organismo, males irreversibles llegados para quedarse, no se sentía bien, pero quería aguantar hasta celebrar con el muchacho la comida del 1 de enero, quizá con la esperanza de que la ocurriese como a los cipreses, que durante el invierno parecen faltos de vida para rejuvenecer en primavera.
–Deja que te miren. ¡Anda, vamos! –suplicó.
–¡Yo decido cuándo! –no le dio opción a la réplica.
–Andrew tenía razón: eres muy testaruda.
–Hablabais a mis espaldas, ¡eh! –hizo de tripas corazón y bromeó un poco más.
–Algo, sí –dijo a la vez que enseñó parte de la compra–. Más adelante iremos a por el abeto natural, tengo muchas ganas de colgar en él todas estas bolas. ¿A que son bonitas?
–¡Vaya que si lo son! –respondió pese a ni siquiera apreciarlas.
–Tal vez te apetezca mañana salir a navegar.
–Tal vez –repitió ella.
–Voy a cerrar la camioneta –Ernesto estaba realmente alarmado porque nunca la había notado así, tan fuera de lugar. Sacó las llaves del bolsillo y con ellas el folleto que cogió en United States Postal Service, como aparecía en el reverso.
–Ve –algo contundente oprimía su cerebro, como si dos planchas de hierro a cada lado se cerrasen al punto de hacer saltar en mil pedazos todos los huesos de la cara.
–He traído Key Lime Pie, sé que te gusta mucho.
–Sí. ¿Sabes por qué la tarta tiene ese nombre? –parece que eso la animó.
–No, y estoy deseando saberlo –la guiñó el ojo.
–Es única en el mundo porque está elaborada con la lima de los Cayos de la Florida.
–¿Me enseñarás la receta? –preguntó todo entusiasmado.
–Claro, en algún sitio la tengo anotada –nunca se lo dijo, pero él la encontró…
Las siguientes semanas en el hospital fueron una montaña rusa a base de pruebas invasivas y dolorosas que Tracy soportó a regañadientes, aunque con absoluta dignidad. Quizá lo más duro de aceptar fue tener que afeitarse la cabeza, para que introdujeran, por uno de los laterales, la cámara y mirarle por dentro del cráneo aún a riesgo de tocar alguna terminación delicada y dejarla tonta. Enganchada a montones de cables y un par de monitores cuyas constantes vitales cambiaban continuamente, la subieron a planta hasta tener los resultados. Bajo los efectos de la anestesia soñó que hacía realidad el deseo de alistarse en el Ejército de los Estados Unidos de América y combatir en la Segunda Guerra Mundial, se vio en la Base Militar de Pearl Harbor cuando la Armada del Imperio Japonés les atacó, pero ella estaba ahí, era la heroína que salvaría a la patria, curaría a los heridos y recibiría todas las medallas conmemorativas en su nombre y en el de los caídos. Sin embargo, retrocedió aún más en el tiempo, a la edad de 6 años, en 1912, cuando supieron que un barco grandísimo, llamado Titanic, con miles de pasajeros a bordo, se hundió en el norte del océano atlántico, falleciendo alrededor de 1496 personas, entonces sufrió episodios de pánico negándose a navegar con la familia y pasar alguna de aquellas divertidas jornadas en los Everglades. Ernesto Acosta no dejó de observarla ni un solo momento.
–Señora Garber, ya tenemos los resultados y, tal como nos pidió no nos andaremos con rodeos, hemos encontrado un Glioma.
–¿Un qué? –interrumpió.
–Un tumor en el cerebro bastante agresivo –el morenito se echó a llorar, pero Tracy mantuvo mucha frialdad, aunque estaba muy asustada.
–¿Hay tratamiento?
–Si claro, cirugía, se extirpa y ya está. A veces no es posible hacerlo en su totalidad, pero normalmente suele tener éxito salvo que el paciente presente complicaciones adversas. Después alguien de mi equipo vendrá a proporcionarles toda la información al respecto –dijo el neurocirujano casi a punto de irse.
–Y, suponiendo que la operación vaya bien, ¿cuánto tiempo de más viviré? –cerró tanto los puños que se clavó las uñas.
–Esto no es una ciencia exacta –divagaba, se sentía acorralado por esa mujer de fortaleza hermética y admirable.
–¿Cuánto? –ella insistió.
–En el mejor de los casos, superados los cinco primeros años, por las estadísticas que manejamos, más de cinco, diez tal vez…
–¿Y en el peor? Responda sin miedo, yo no lo tengo, puedo enfrentarme a esto perfectamente –mintió, daría la vida por un abrazo, Ernesto se giró y caminó hacia ella.
–Depende de varios factores. Bueno, no sé, meses –de los estudiantes que le acompañaban, una joven promesa de la medicina no aguantó y salió corriendo de la habitación a pesar de que dicha reacción le costaría, además de una bronca monumental, el único suspenso hasta el momento de toda la carrera.
–Conteste, por favor –empezaba a angustiarse.
–El suyo es de grado 4.
–Hábleme para que le entienda –cogió la mano temblorosa del muchacho para tranquilizarle.
–Muy avanzado –dijo, muy serio.
–Entonces, poco, ¿verdad? –intentó esbozar una sonrisa que se resistió a salir.
–Me temo que sí, pero el pronóstico puede cambiar cuando abramos.
–¿Qué posibilidades hay de rozar alguna zona delicada y quedar hecha un vegetal? –en realidad esa era su máxima preocupación, convertirse en un estorbo.
–Es difícil de prever, sin embargo, nosotros somos pioneros en este campo.
–¿Y si no me opero? –todos la miraron sorprendidísimos.
–¡De eso nada! –saltó el morenito limpiándose la nariz–. Harás lo que ellos digan, para eso son los entendidos.
–Sea sincero –ninguneo al muchacho.
–Puede que un poco más.
–¿Hasta primeros de año?
–Supongo, lo que ya no garantizo es en qué condiciones.
–Bien, llegaré bien, lo prometo, y quizá, quién sabe… –Se quedaron solos, el silencio era una punta de navaja afilada volando por encima de ellos.
–Es una locura –estalló el chico.
–Ve a dormir, necesitas descansar, darte una ducha y cambiarte de ropa, ¿o quieres que nos echen por indigentes? –le acarició la mano–. Todo irá bien, no temas, confía en mí.
Ernesto Acosta, el morenito, encendió todas las luces de la casa y puso leche a calentar, cogió un panecillo, lo abrió y le untó mantequilla y azúcar, como hacían las madres y abuelas en Puerto Escondido. Se desplomó en el sillón, cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos. El motor de las barcas pescadoras cruzando la Bahía de Chokoloskee le sobresaltaron aquella madrugada enmarcada en incertidumbre. Sin haber dormido apenas buscó la bolsa estanca y comprobó que todo lo importante siguiera guardado ahí, del cajón de la mesita de noche sacó, envueltos en un pañuelo con la bandera de Cuba, algunos dólares ahorrados y, aunque nunca supo muy bien el porqué de tal reacción, metió también el folleto de la oficina de correos: “Koa y Amy Dayton, Charla-Coloquio, 20 de diciembre de 1982. 5:00 p.m.”. Cuando entró en la habitación oliendo a colonia y repeinado, Tracy esperaba sentada en el borde de la cama, vestida y con gesto de pocos amigos.
–Vámonos –dijo levantándose con vigor.
–Pero, ¿qué ha pasado? ¡Cómo te vas a ir así, aún tienes tapada la herida! ¡Anda, vuelve a ponerte el pijama, por favor!
–¡Que nos vamos he dicho! –se oyó fuerte, alto y claro, incluso en el pasillo.
–Aquí tiene el alta, voluntaria –matizó la enfermera vocalizando con gesto amargado.
–Estoy en mi derecho –puntualizó ella.
–Vale, pero después, si hay complicaciones, no venga echándole la culpa a los médicos, ustedes siempre hacen igual.
–¿Me puedes explicar de qué va esto? –el morenito estaba desconcertado.
–Nada, que me opongo a ser presa de laboratorio.
Despertar cada mañana y seguir juntos se convirtió en un privilegio que apuraban al máximo. Veinticuatro horas nuevas, únicas, irrepetibles, un tiempo cómplice que llegó a ser su mejor aliado. A pesar de no haberse dicho nunca cuánto se admiraban, ni expresar con palabras el afecto que se tenían, simplemente con mirarse y convivir era más que suficiente, todo un intenso aprendizaje de vida. Muy atrás quedó la enfermedad, el atontamiento producido por la medicación, las entradas nocturnas del personal sanitario en la habitación a deshoras de la noche, interrumpiendo lo mejor del sueño, el desagradable olor a cloroformo, los paseos sin rumbo por la galería de las malas noticias, el ruido de camillas, algunas trasladando cadáveres cubiertos con sábanas. En definitiva, era consciente de la tregua extra que su naturaleza tuvo a bien regalarle. Arrancaba diciembre y tenían muchos proyectos para poner en práctica, el morenito se desenvolvía estupendamente ayudando a los pescadores en el muelle a posicionar las barcas en las rampas y corrían de su cuenta las tareas más duras de la casa, Tracy, poco a poco, iba empeorando sin mostrar la más mínima preocupación. Una mañana, mientras que Ernesto limpiaba los utensilios de pesca, cogió las llaves de la camioneta y sin decir a dónde iba, desapareció, el muchacho corrió detrás de ella, pero no consiguió alcanzarla. Horas después regresó pálida y demacrada, con una bolsa que guardó en su dormitorio bajo llave.
–Estaba preocupado, ¿dónde has estado? –preguntó temiéndose una mala contestación.
–Sacando el pasaje a mi libertad –respondió rápidamente.
–¿Cómo? –no entendía nada.
–A los huevos revueltos hay que ponerles más sal –evitó dar cualquier tipo de explicación al planteamiento anterior. Cuando Ernesto se dio cuenta de que ella apenas había probado la cena, él terminaba de rebañar el plato–. ¿Al poco de morir Andrew recuerdas el lugar secreto que te enseñé de pesca?
–Si, cerca de Alligator Bay, ¿verdad?
–Y Lostmans River. Quiero que vayas, esta vez solo, ya va siendo hora de que tomemos un poco de distancia y tengamos cada uno nuestro espacio –se esforzó para no resultar grosera.
–¿Quieres librarte de mí? –lo dijo con sarcasmo y muy molesto.
–Prepáralo todo.
–¿Y cuándo se supone que he de hacerlo?
–Mañana mismo.
–No me siento capacitado, además tengo que organizar algunas cosas aquí.
–No se hable más. Ocúpate de tener lista tu ropa y que suene el despertador, la mejor hora es entre las 2:00 y las 4:00 a.m.
–¿Por qué no vienes conmigo? –suplicó
–Pues, porque ya eres mayorcito y conoces muy bien los manglares, aprendiste rápido y vas a disfrutar mucho –en la actualidad, utilizando el GPS, adentrarse en ese territorio es mucho más fácil, pero en 1982 la ruta la aprendías de memoria. A las 3:50 a.m., Ernesto Acosta, el morenito, con el tanque del depósito lleno, comida suficiente y bastantes botellas de agua, emprendió la larga travesía de 111 millas hasta Ingraham Lake, ubicado más al sur de la Florida, dentro del límite del Parque Nacional de los Everglades, donde, sin saberlo, estarían pescando algunas personas que le conocían de ir con los Garber y, por tanto, de necesitarlo, le situarían ahí. Navegando por el Golfo de México sintió una paz infinita, esa primera noche la pasó frente a las playas de Cape Sable, un lugar bellísimo en la parte más meridional. Saldría temprano para el lugar de destino.
Como a la mayoría de los mortales, a Tracy le horrorizaba perder el control del cuerpo y convertirse en una carga inerte, razón por la que tomó la decisión más difícil de toda su existencia, aunque para llevarla a cabo, era imprescindible alejar al muchacho del escenario donde se desencadenaría el final, además de proporcionarle una coartada firme, tal y como había planeado. Pasó la jornada contemplando la Bahía de Chokoloskee, recuperando viejos recuerdos, dejando que transcurriesen las horas, relajando el pensamiento y el espíritu, oyendo el piar de algunos pájaros y el vaivén del viento. Empezaba a ocultarse el sol en el horizonte, el cáncer que padecía rozaba el estadio de poder empeorar de repente, había llegado el momento. Recogió la taza y la cuchara del fregadero, encendió la televisión, un documental de Mississippi saltó en la pantalla; redactó una nota escueta dirigida a Ernesto y otra, por si la cosa se complicaba, al Sheriff del condado de Collier explicando por qué ponía fin a su vida. En el dormitorio, esparció sobre la cama, las cajas de barbitúricos guardadas bajo llave, pastilla a pastilla las fue tragando con pequeños sorbos de agua, hasta que la mirada turbia apagó todas las luces. Mientras tanto, el morenito, ajeno a todo, desde lo alto de la plataforma, junto a otros pescadores, lanzaba la caña en busca de la presa de la temporada. Entonces, un escalofrío recorrió su espalda, pensó en Tracy, cuánta razón tenía al decir que iba a disfrutar esa aventura como ninguna otra, sin embargo, jamás podría haber imaginado, que quien ejerció de madre con él en los últimos seis años, se había suicidado la noche anterior. Cuarenta y dos años después de aquello, Ernesto Acosta, todavía siente un profundo dolor.
7.
Aquellos años fueron para Ernesto
Acosta, el morenito, un constante aprendizaje emocional, ya que, de 1976
a 1982, se ahogó su familia y murieron los hermanos Garber, cuyas pérdidas,
tanto de unos, como de otros, le produjeron infinito dolor. Cuando regresó,
después de haber pasado tres jornadas fuera de casa, a petición de Tracy,
encontró un coche de la policía aparcado afuera y a dos agentes esperándole en
la puerta. Le indicaron que entrase, habían dado todas las luces y las cosas
estaban revueltas. No entendía nada, pero se temió lo peor: que hubiesen
derogado La Ley de Ajuste Cubano y le deportasen, sin embargo, el golpe
que iba a recibir a continuación era tremendo. Sobre la repisa que Andrew y él
atornillaron a la pared y de la que colgaban en Navidad los calcetines para
Santa Claus, había dos sobres: uno a su nombre, y el otro para la autoridad
competente, ya abierto. Estaba muy nervioso, y más aún porque le resultaba
extremadamente raro que su benefactora, a la que buscaba por todas partes, no
estuviese por allí. Dos tipos corpulentos se posicionaron delante de los
dormitorios impidiendo el paso a todos los que no estuviesen acreditados. De
repente, Ernesto recordó que siempre llevaba consigo la bolsa estanca donde
guardaba toda la documentación en regla: obtención de la ciudadanía americana,
tarjeta de seguro social, pasaporte, permiso de conducir, licencia para
pesca... En definitiva, acreditaciones de libertad. Preguntó si podía salir a
la camioneta a por sus papeles o estaba detenido. Volvió y se sometió al
interrogatorio, no sin antes querer saber.
–¿Qué
hacen aquí? –frunciendo el ceño.
–Las
preguntas las hacemos nosotros, así que responde con claridad, por favor.
¿Cuánto tiempo has estado fuera? –continuó diciendo el hombre que tenía la mano
encima de su cartuchera de cowboy.
–Mientras
que Tracy no esté conmigo, no pienso responder –afirmó nervioso.
–Muchacho,
será mejor que te tranquilices –dijo uno de los agentes que conocía bastante
bien a Andrew y estaba al corriente de la trágica historia del morenito.
–Con
hoy, cuatro días. Fui a pescar a Ingraham Lake. Aquí traigo dos hermosas
piezas de lubina negra –las sacó de la cesta.
–¿A
qué hora saliste exactamente? –intervino el sheriff.
–A
las 3:50 a.m. –retorcía un pequeño trapo manchado de grasa.
–¿Cuándo
viste por última vez a la señora Garber? –preguntó el policía.
–La
noche de antes cenamos juntos. Bueno, ella apenas, había perdido el apetito.
–¿La
notaste extraña? ¿Quizá su comportamiento? No sé, como más sensible o mirada
ausente –querían llevarle a su terreno para terminar cuanto antes.
–¿Dónde
está Tracy? ¿Qué le han hecho? –se abalanzó hacia el dormitorio.
–Tranquilízate,
mocoso, y contesta al sheriff con educación. ¿Comentó algo en especial
que llamase tu atención? –continuó.
–No
–agobiado, se echó a llorar.
–¿A
qué hora te fuiste? –no le daban respiro.
–No
le atosigue, señor –medió el agente–. Confía en nosotros, no te va a pasar
nada, sólo queremos que contestes unas cuantas preguntas. Tómate el tiempo que
necesites.
–A
las 3:50 a.m., apenas hice ruido porque Tracy roncaba y se pone de muy mal
humor si la despiertas. ¿Me pueden decir, de una vez por todas, lo que pasa?
–Será
mejor que te sientes y prestes atención –Ernesto palpó el asiento para no
perder el equilibrio, en el uniforme del sheriff, de color gris,
destacaba la placa de cinco puntas con el nombre del condado de Collier grabado
en círculo–. Lee.
“Querido Ernesto. No me guardes rencor, espero que puedas
perdonarme y comprendas por qué lo he hecho, no creas que ha sido fácil, ni
mucho menos, todo lo contrario, me habría gustado haber estado más tiempo
contigo, envejecer sabiendo que las cosas te iban bien y la vida te sonreía,
pero si esta nota está en tu poder, significará que he dejado de sufrir y, por
ende, también tú sin ver el deterioro al me enfrentaría de seguir con los
tratamientos para el cáncer. No estés triste, bueno, de acuerdo, un poquito,
pero no demasiado, ¡eh! Sé fuerte, morenito, y no te dejes pisar por nadie
¿oíste?: por nadie. Los años que hemos vivido juntos han sido los mejores de mi
vida, verte crecer, superar obstáculos, alcanzar objetivos, esforzarte por
aprender el oficio junto a Andrew, adaptarte a otras costumbres, a otra
cultura, a otro idioma, a nuestro mal talante, a las normas de dos almas
solitarias como éramos y sin oír de tu boca una sola queja, un desaire, un
reproche, una mala contestación, dice mucho de ti y de la educación recibida de
tu familia. Gracias por cuidarnos, por hacer fácil lo difícil y por traer paz a
este humilde hogar, que ahora es sólo tuyo, y constatar aquello que siempre
intuí: eres una buena persona. Estoy convencida de que saldrás adelante, como
ya hiciste sobreviviendo en aquella balsa donde te encontramos; y que hallarás
tu lugar en el mundo –se le nublaba la vista y le costaba mucho trabajo seguir leyendo.
Mezclaba una línea con otra, la mitad de un párrafo con el principio del
siguiente, la congoja le ahogaba y sentía tanto vacío dentro que se vio
obligado a parar un momento para tomar aire…–. Ernesto, nunca jamás
retrocedas, ve con la cabeza muy alta, lucha por lo que quieres, a lo que
aspiras, se honrado y que toda la suerte del mundo te acompañe. Para terminar,
gracias por haber existido. Cuídate mucho, hijo mío, y si ves que tus fuerzas
flaquean en algún momento, piensa en nosotros, respira hondo y sigue adelante.
Un abrazo eterno”.
–¡Esto
no puede ser real! –dejó la hoja manuscrita en la mesa.
–¡Cálmate,
hombre! –aconsejó el agente.
–Es
una broma, ¿verdad? –se levantó deprisa y tiró la silla hacia atrás.
–Procura
no perder el control porque el primer culpable suele ser siempre aquel que está
más cerca de la víctima –se rascó la calva.
–¡Déjenme
pasar! ¿Dónde está Tracy? –forcejeó con los agentes y preguntó como enloquecido.
–Lo
siento, chico. Hemos de hacer nuestro trabajo, el juez no tardará en venir a
levantar el cadáver, hay que hacerle la autopsia.
–No
entiendo nada y me estoy poniendo muy nervioso. ¿Estoy detenido? –uno de
policías, saltándose el protocolo, le dejó leer la segunda carta dirigida a la
máxima autoridad del condado de Collier, en cuyo contenido daba cuenta de las
motivaciones que le han empujado a tomar las riendas de la situación antes de
que la enfermedad, ya bastante extendida, inutilizara la dignidad humana y su
sentido común, por eso eligió el momento del suicidio y planeó mantenerle lo
más lejos posible para no verse implicado.
–Toma,
bebe agua y respira hondo, esa mujer ha sido tremendamente generosa contigo
aunque no sé si Jesucristo llegará a perdonarla –el morenito estaba
pálido, le temblaba el cuerpo y deseaba que todo fuese una pesadilla.
–Por
aquí, señoría –la gafa de medialuna, casi en la punta de la nariz le daba un
aspecto intelectual, de hombre cercano, comprensivo, sin embargo, pasó por
delante del muchacho con desprecio, molesto por haberle arrancado en lo mejor
del partido de béisbol que disputaba con otros colegas. En el dormitorio, Tracy
estaba tendida en la cama, con la ropa de los domingos en misa, varios blíster
vacíos de pastillas alrededor suyo y, por la postura ladeada en la que se había
quedado y el vómito sobre la almohada, todo indicaba que quizá trató de
incorporarse un poco, pero no pudo.
–¿Cuánto
diría que lleva muerta? –preguntó al forense.
–No
lo podría asegurar, pero más de cuarenta y ocho horas, seguro –respondió este.
–¿Quién
ha encontrado el cadáver? –miró al sheriff.
–La
patrulla que hace la ronda por la zona se extrañó de ver siempre las luces
encendidas y la puerta semi abierta, entraron y, bueno, ya sabe.
–No,
no sé, dígamelo usted –dijo bastante enfadado.
–A
ver, la cosa está clara, la hallaron así –señaló hacia ella–, me llamaron por
radio, vine, a pesar de tener que estar vigilando a unos asesinos muy
peligrosos que tengo en el calabozo, y cuando vi el panorama, le llamé. Fin de
la historia.
–Buena
noche, somos de la central de Naples –mostraron sus credenciales–, ahora la
investigación la llevamos nosotros. ¿Qué han averiguado? Aquí hay demasiada
gente, despejen un poco.
–Yo
me encargo –soltó el sheriff, molesto al ver que le restaban
protagonismo–. Una cosa, inspectores, ¿ven a ase joven de ahí? –asintieron–,
vivía con la señora Garber y su hermano también fallecido. ¿Permitimos que
entre a verla? Esta desconcertado y tiene coartada, la mujer le organizó una
salida en barca para tenerlo lejos y con gente que podrá corroborarlo, en este
papel, escrito por ella, lo explica detalladamente.
–No
hay inconveniente, pero tendrá que responder a unas preguntas –dijeron, a la
vez que leían el escrito de Tracy.
–Pues
yo he terminado, pueden llevarse el cuerpo –el juez, que además de aplicar el
peso de la Ley contra aquellos que la infringen, ejecutaba también las
sentencias basándose en la doctrina de la Biblia y no estaba seguro de si
aquella relación que mantenía la difunta con el mulato fuera pecado a los ojos
de Dios, así que, escandalizado, salió de allí echando sapos por la boca.
–Vamos
dentro, chico, pero no toques nada, ¿me oyes? ¡Nada! –dijo el agente. Ernesto
Acosta, el morenito, se arrodilló y posó su mano sobre las de Tracy,
notó el enfriamiento en ellas y ese color pálido de la piel sin vida. Frenó el
impulso de colocarla mejor el cabello desparramado y el bajo arrugado del
pantalón; corregir el brillo labial corrido en la comisura, guardar todas las
cosas que habían sacado de los cajones y apagar las luces que tanto le
molestaban, sin embargo, se quedó quieto, con la mirada perdida y el corazón
hecho pedazos. El murmullo de fuera, cada vez más amortiguado, indicaba que ya
quedaban pocas personas.
–¿Adónde
la llevarán? –finalmente pudo articular palabra en inglés con acento cubano.
–A
la Oficina del Médico Forense, hay que determinar las causas de la muerte: qué
sustancias ha tomado, la hora exacta, en fin, un montón de datos necesarios y
legales –indicó.
–¿No
es suficiente con lo que explica en la nota que me han enseñado?
–Eso
lo tendrán que decir ellos –señaló a los inspectores–, a veces lo que parece
claro no lo es tanto.
–Jefe
–al sheriff–, ¿retiramos ya las bolsas con las pruebas recogidas?
–Ahora
no estoy al mando, preguntad a los enchufados de ahí –con un gesto le indicó a
Ernesto que debían abandonar la habitación–. Vamos, que te van a hacer algunas
preguntas.
–¿Cuál
es tu nombre? –comenzó el interrogatorio.
–Ernesto
Acosta –respondió nervioso.
–¿De
dónde eres? –entonaron fríamente.
–De
Puerto Escondido, Cuba –un débil temblor recorrió su columna.
–¿Qué
parentesco tienes con la difunta? –preguntaron indiferentes.
–Bueno…
Ellos…
–¿Quiénes
son ellos? –empezaban a perder los nervios con el titubeo del muchacho.
–Andrew
y Tracy –pronunció con timidez
–Busquen
al hombre y lo traen inmediatamente –ordenaron a los oficiales.
–Andrew
murió hará dos años. Me ayudaron cuando…
–Habla
alto y claro, que aquí no nos comemos a nadie.
–Caballeros,
si me permiten, yo puedo aclararlo –intervino el policía que conocía toda la
historia–. Como ven, los Garber tuvieron un acto de generosidad con el chico.
Yo salía a menudo a pescar con Andrew y se le llenaba la boca de elogios hacia el
morenito, como le apodaron. Una vez que los hermanos salieron a pescar, se
desviaron hacia el Golfo de México y, de repente, ahí estaba él, salvando el
pellejo en una balsa precaria tras haberse ahogado el resto de las personas que
le acompañaron en la travesía y sin haberle empujado las corrientes hacia el Atlántico.
Tracy y Andrew le rescataron, legalizaron su situación y el muchacho se
convirtió para ellos en una alegría. Lástima que los dos hayan desaparecido tan
pronto.
–Vale,
pero no te muevas de Chokoloskee, ni salgas del país, ¿entendido?
–Sí
–dijo con rotundidad propia de la persona adulta en la que, de golpe, se había
convertido. Uno a uno, fueron yéndose, dejando tras de sí un avispero de
colillas mojadas con saliva y el barro de las suelas esparcido por el suelo.
Una vez solo, abatido, derrotado y sin necesidad de demostrar la fortaleza de
la que en ese instante carecía, terminó de tejer la red que la mujer había
dejado a medias.
El
silencio era aterrador y las sombras dibujadas en la oscuridad parecían propias
de Halloween. Ernesto Acosta convulsionaba en el sillón poseído por el
miedo, cerró los ojos y finalmente concilió el peor de los sueños: ¡Argelina!
¡Papá! ¡Jorge! ¡Tracy! ¡Andrew! ¡Mami! ¿Dónde estáis? ¿Por qué huis de mí?
¡Salid del escondite! ¡Socorro! No me gustan estas bromas tan pesadas.
¡Socorro! ¡Me ahogo! ¡Socorro! ¡Dadme la mano, dadme la mano…! La bocina de un
barco estalló en mitad de la noche devolviéndole a la realidad, con un pañuelo
secó el empedrado de sudor que le cubría la frente, trató de recapitular lo que
había pasado, pero la fuerte presión que tenía en la cabeza anuló toda
posibilidad de pensamiento. Entonces, cogió al azar un disco de vinilo del
cantautor country Hank Williams y comenzaron a sonar temas como “Move
it on over”, “Lovesick blues” y, por supuesto, su preferida: “I’m so
lonesome I could cry”, cuya letra habla de la soledad de un hombre que tan
sólo tiene ganas de llorar. Cerró los párpados, se echó algo de abrigo por
encima y dejó caer las botas, minutos después el relajo le acunaba llevándole
el subconsciente al tiempo de infancia, al aroma a limpio que tenían los pechos
de su madre cuando ponía la cara sobre ellos, a los ratos de ocio en la
escuela, a las salidas a navegar sintiéndose diminuto en medio del océano. En
fin… A la mañana siguiente, totalmente despejado, un agente de policía le llamó
por teléfono para comunicarle que habían acabado la investigación y podía
disponer del cuerpo de la fallecida cuando quisiese. Se puso unas gotas de
colonia y al meter la mano en el bolsillo tropezaron sus dedos con la
publicidad que cogió en la oficina de correos.
A
diferencia de Andrew, Tracy quiso ser enterrada en el Cementerio de
Chokoloskee. Corrió la voz del fallecimiento entre la comunidad de pescadores
acudiendo al sepelio alguno de ellos por deferencia a lo importante que habían
sido los hermanos Garber. El pastor de la Iglesia pronunció unas bonitas
palabras, leyeron un capítulo del Antiguo Testamento que a ella tanto le
gustaba y fueron yéndose, uno a uno, hasta quedar solo el morenito, ahí,
de pie derecho, delante de su pasado, vacío por dentro y tembloroso por fuera,
tropezando siempre contra el obstáculo de tener que empezar de nuevo. Durante
doce largos días, se abandonó de tal manera que apenas salía de la cama, las
hojas secas de los árboles se acumulaban en el camino de entrada a la casa, así
como la suciedad en el garaje. Tenía restos de comida por la cocina, paquetes a
medio abrir y echados a perder fuera del refrigerador, vasos y platos apilados
en el fregadero y la ropa tirada de cualquier manera, además de las cosas de la
barca sin limpiar. Todo carecía de importancia y nada merecía la pena, salvo
revolverse en el lodazal de su propia mierda. Nadie le negaría que el dolor de
las pérdidas era infinito, pero de seguir paralizado defraudaría a quienes
depositaron la confianza en él y su poder de superación. Cuando llegó hasta el
teléfono para descolgarlo, había dejado de sonar. Entonces, consciente del
desorden en el que vivía, se metió debajo de la ducha.
8.
Cuando Ernesto Acosta, el morenito, salió de la ducha, tuvo la sensación de haber permanecido bajo el agua una eternidad, habitando una realidad diferente a la conocida hasta entonces. La casa parecía el día después de un tornado, estaba hecha un desastre, así que, no tuvo por más que llenar bolsas grandes con desperdicios, envases vacíos y las hojas caídas de los árboles cercanos. Afuera, las metió en los cubos de basura listos para la recogida que efectuaba el camión dos veces por semana. La mayoría de las cosas estaban tal y como las dejó la policía, especialmente en el dormitorio de Tracy, al que todavía no se había atrevido a entrar, pero tenía que pasar esa prueba y cuanto antes lo hiciera, mejor. Agarró con fuerza el picaporte, lo mantuvo así unos segundos, notando el frío del material en la piel, empujó un poco y, a punto de retroceder, chirriaron las bisagras de la puerta, similar al maullido de los gatos. Ya no había marcha atrás. Aunque olía a cerrado perduraba un cierto aroma a orquídeas, la flor preferida de ella. Entornó los ojos para enfocar la vista atravesando la cortina de polvo como si salvaguardara las escasas pertenencias acumuladas a lo largo de toda una vida. Abrió la ventana y se coló dentro la luz de un día despejado de nubes, pasó los dedos de la mano izquierda por encima del candado que cerraba el viejo baúl donde, según Tracy, guardaba recuerdos sin importancia y pensó que, llegado el momento, lo abriría más adelante. Acarició las pocas prendas de vestir colgadas en el armario y colocó la colcha de la cama. En uno de los cajones encontró antiguas fotografías y resguardos de comprar realizadas con mucha anterioridad. Empezaba a ganarle terreno la parte emocional, así que, recordó lo que hicieron cuando Andrew murió y supo que tenía que repetirlo. En cajas de cartón fue guardándolo todo y las selló con cinta adhesiva; escribió el contenido de cada una en la tapa correspondiente para saber lo que había: adornos, ropa en general, objetos personales, utensilios de pesca… Ahí se detuvo, cogió las herramientas artesanales con mucha delicadeza: el calibrador que determina el tamaño de la malla y la lanzadera con su hilo de nailon o cuerda fina con que se teje la red e introdujo el material en un estuche vacío, de los que ella coleccionaba no se sabía muy bien para qué. Haciendo varios viajes lo llevó todo al garaje, lo puso junto a las cosas de Andrew y se quedó un buen rato pensativo. Entonces recordó las palabras del agente de policía cuando dijo que Tracy había sido muy generosa quitándose de en medio y tenía razón. En aquella época –actualmente aún cuesta hablarlo con claridad–, tomar la decisión de terminar con la vida y no por problemas mentales, sino para no quedarse como un vegetal, era tabú. En Estados Unidos la eutanasia es ilegal, pero desde hace algunos años, diez estados y el Distrito de Columbia si contemplan el suicidio asistido. Sonó el teléfono y fue deprisa hasta el supletorio de la cocina desde donde contestó.
–¿Ernesto Acosta? –preguntó una voz fina, casi de adolescente.
–Sí, soy yo.
–Tiene una entrevista de trabajo con nosotros en EFC Everglades Fishing CO, mañana a las 8:00 a.m.
–Allí estaré sin falta. –A partir de esa primera toma de contacto empezó a trabajar en la tienda de pesca. Han pasado bastantes años desde entonces y ahora solo va unas horas en semana, el resto del tiempo lo dedica a navegar, contemplar el horizonte del que siempre saca una lectura diferente, recordar para no olvidar y colaborar en aquello que se convirtió en el motor de su vida. A seis días de la llegada de Santa Claus, una pareja entró a comprar anzuelos, chalecos salvavidas, bengalas e impermeables.
–Hola. ¿Cuál es la mejor caña que tienen? –le pregunto al morenito.
–Esta de aquí –afirmó mientras se pellizcaba la barbilla pensativo porque sus caras le sonaban muchísimo, pero no conseguía ubicarles. Pagaron y dejaron sobre el mostrador un folleto de propaganda que decía: Charla-Coloquio a cargo de Koa y Amy Dayton, en el polideportivo náutico de la ciudad, el 20 de diciembre de 1982, a las 5:00 p.m. “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”. ¡Claro!, dijo para sí, es el mismo papel que cogió él en la oficina de correos.
Koa y Amy Dayton, él de origen hawaiano, ella neoyorquina, recorrían pueblos, aldeas, condados, ciudades, distritos, barrios, por remotos que fueran con tal de brindar apoyo a cualquier causa que considerasen justa. El 11 de mayo de 1975, siendo muy jóvenes, se conocieron en Central Park celebrando el fin de la Guerra de Vietnam, entre una multitud incalculable de personas convocadas por los movimientos estudiantiles, del espectáculo, intelectuales de prestigio, científicos, abogados y maestros comprometidos con sus alumnos para consolidar un mundo más habitable. Posteriormente se han manifestado contra el racismo, la xenofobia, la discriminación de la mujer en la sociedad o los abusos a menores, por destacar algunos; y a favor del aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la legalización de la marihuana y el amor libre. Apoyaron el movimiento de los indignados en 2011 y, un año antes, a los damnificados en el terremoto de Haití. Estos locos activistas, como les llaman los amigos más cercanos acérrimos defensores de los Derechos Humanos a ultranza, disfrutaban de la pesca siempre que podían. Con la llegada de Barack Obama a la presidencia empezaron a interesarse por los cubanos que pisaban suelo americano sin ser interceptados. También protestaron en más de una ocasión, con otras personalidades, en el muro fronterizo con México, una valla de acero cruel que impide la entrada de refugiados por sitio seguro, teniéndolo que hacer por los desiertos o río Bravo, con sus corrientes tan rápidas, arriesgando la vida y exponiéndose también a los coyotes –mafia que les ayudan a cambio de cantidades ingentes de dinero–, que deciden quien cruza y quien no, aprovechándose de la vulnerabilidad de la gente que huye de las maras –organizaciones criminales que se financian a través de la extorsión, el secuestro y el narcotráfico– en sus países de origen.
–Compañeros –megáfono en mano decían en una asentada–, no podemos consentir que peligre la libertad y la democracia, ni que haya niños y niñas viviendo por debajo del umbral de la pobreza, que se mate a los negros sacando a pasear a los perros de la intolerancia. No podemos tolerar tanta injusticia repartida en porciones individuales, tocándole siempre a los mismos, es hora de reflexionar y preguntarnos: ¿qué demonios estamos haciendo mal? –a continuación, los asistentes acompañaban a Joan Baez entonando el “No, nos moverán”.
Como tantas otras veces la convocatoria había sido un auténtico fracaso, apenas una docena de personas compuesta por afroamericanos, latinos y un asiático estaban en el polideportivo como público asistente, claro reflejo de una sociedad que se mira el ombligo y a la que le importa un carajo lo ajeno. Ernesto Acosta tomó asiento más atrás, preguntándose, qué demonios hacía él allí salvo por haber seguido un impulso. Cuando Koa y Amy Dayton repasaban las notas de la charla-coloquio se abrió la puerta y se unieron al grupo otras cinco personas más que, por los rasgos, seguramente eran nativos descendientes de antepasados desterrados quizá a las montañas de Kentucky o Alabama. Tras presentar brevemente en qué consistía el acto, marcaron las pautas y provocaron el diálogo sobre “cuáles serían las razones por las que un migrante deja su patria, la familia, la cultura, el hogar, sus raíces…”, y la respuesta, sin duda, era siempre universal: “para mejorar la vida de los suyos y la propia”, algo tan humano como fácil de entender. Para motivarles pasaron diapositivas de protestas en Washington, asentadas frente a la sede de Naciones Unidas, marchas contra el Apartheid y estallidos sociales denunciando la venta ilícita de armas. A partir de entonces surgieron las reflexiones.
–¿Qué opináis de lo visto? –preguntaron los dos activistas–. Quien quiera, aunque esto no es una terapia de grupo, puede contarnos su historia.
–¡Eh!, oigan, ¿nos van a dar vales para comida o qué?, he venido a eso –dijo la mujer de raza coreana antes de dar media vuelta e irse, aunque lo pensó mejor y se sentó de nuevo.
–¿Podrías acercarte más, por favor? –pidieron a Ernesto. Con paso cansino se colocó en las primeras filas y empezó a hablar con idéntica cordialidad que lo haría con un íntimo amigo.
–Yo estoy muy agradecido a los hermanos Garber que me salvaron la vida, y no tendré años suficientes para agradecérselo, mi deuda para con ellos es eterna. Nací en Puerto Escondido, un humilde y pequeño pueblo pesquero, en Cuba. Soy el único superviviente de más de cuarenta personas que nos embarcamos en una balsa rudimentaria, en cuestión de segundos todos desaparecieron, incluida mi familia, nadie se salvó. Un cuerpo inmóvil compartía espacio conmigo, era el cadáver de una joven embarazada, entonces comprendí que de seguir con ella a bordo ambos seríamos carnaza para buitres y tiburones, así que, sacando fuerzas de donde no las tenía, la arrojé por la borda y, exhausto, abandonado en la inmensidad del océano, la deriva me cruzó en el camino de Andrew y Tracy. Cuando me rescataron medio moribundo estaba deshidratado, deliraba y la intensidad del sol había dado mordiscos sobre mi piel, gracias a su solidaridad he tenido la oportunidad de labrarme un presente, lo que soy es gracias a ellos y lo que tengo, también, me acogieron y dieron eso tan preciado para el ser humano: un hogar, sorteando todas las dificultades imaginables –Koa y Amy Dayton se miraron y pensaron que una vez más había merecía la pena el esfuerzo solo por ese testimonio.
–¿Alguien quiere añadir algo? –nadie pudo intervenir porque el morenito continuó.
–¿No creen que, de haber tenido herramientas y recursos suficientes, saldríamos de nuestra zona de confort? ¿Por qué, en lugar de que la gente migre, no dotan de lo necesario a los países más desfavorecidos y preparan a la población en el ámbito laboral y académico?, así la mano de obra y la producción se quedarían en el lugar de origen. ¡Que lo haga quien corresponda! Sí, ya sé, van a decir lo mismo que soltaba Tracy cuando tocábamos este tema, que desde que el mundo es mundo existen las injusticias. De acuerdo, pero el que se va pierde eso tan fundamental como es el contacto con la tierra.
–¿Cuánto hace de eso, hijo? –quiso saber una mujer de descendencia nativa
–Seis años, que en un sentido se me han hecho larguísimos y por el contrario demasiado cortos.
–¿Sigues con ellos? –preguntó otro asistente
–No, fallecieron los dos: él de muerte natural en 1980, y ella de cáncer hace pocos días –al morenito se le puso cara de tristeza.
–¿Alguien quiere aportar otro testimonio? –intervino Koa.
–Mis antepasados huyeron de la Republica de Suráfrica antes de que los mataran –dijo un afroestadounidense que lucía un chaleco hasta los pies y varias sortijas extravagantes.
–Ese es otro punto de vista interesante –intervino Amy–, la inseguridad.
–Si nosotros hubiésemos tenido la oportunidad de quedarnos en Cuba, nunca habríamos salido de la isla en un trozo de lona hinchable jugándonos la vida –el morenito tenía la mirada perdida, buscaba el camino de vuelta a la patria a través de las palabras–. Jamás olvidaré la pena de mis abuelas y abuelos cuando partimos, el dolor de quienes se quedaban con ganas de embarcarse y la tristeza de los amigos a los que los juegos de calle se les quedarían casi sin competidores. Ahora, con la perspectiva que da la distancia y el tiempo que te hace madurar rescato de la memoria recuerdos y veo el abandono urbano sin intención de invertir para mejorar las infraestructuras. No sé, soy un simple pescador cuya cotidianidad se fundamenta en la sencillez –se produjo un silencio roto por otro de los asistentes.
–¿Han estado en todos esos sitios que muestran en las diapositivas? –dijo, obviando por completo la intervención de Ernesto.
–Sí, somos activistas, en eso consiste nuestra labor. ¿Pero no os parece interesante lo que cuenta el compañero? ¿Cómo te llamas? –preguntó Amy Dayton bastante interesada.
–Ernesto Acosta.
–¿No nos hemos visto con anterioridad? –Koa estaba intrigado.
–Claro, en EFC Everglades Fishing CO, les vendí anzuelos y algunas cosas más.
–Cierto –afirmaron ambos.
–No he vivido en primera persona el Apartheid –una voz apagada les interrumpió–, pero se saben muchas de las atrocidades que se cometieron, igual que con el racismo, de los que estamos aquí no creo que a ninguno la vida nos lo haya puesto fácil.
–Mi esposo y yo –dijo Amy–, no somos de ninguna organización, vamos por libre, pero en algunos de los sitios donde conferenciamos se nos une gente a la causa con ganas de luchar por construir un mundo mejor denunciando injusticias cometidas contra las personas. Compañeros: el maltrato, la persecución al semejante por el simple hecho de tener otro color de piel, la violación a la libertad, la vulneración a la justicia, a los derechos humanos, la expropiación del territorio y la represalia por pensar diferente no puede quedar impune en nuestra sociedad, por eso tenemos que salir del cascarón y luchar con una sola voz.
–¿Y por nosotros quién lucha? A mí solo me interesa el vale de comida –insistió la mujer–. ¿Nos lo darán o no? –Koa reunió veinte dólares y ella se largó tan contenta.
Quizá habían pasado de puntillas analizando la propuesta de la charla-coloquio: “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”, pero los asistentes hicieron confesiones profundas, personales y muy delicadas. Tendieron lazos a las emociones, la soledad, el miedo, la desconfianza y el tormento, todo ello sintiéndose parte de la tribu y reconociendo en ella las mismas miserias e inseguridades propias en los semejantes. Antes de dar por concluido el encuentro los Dayton repartieron tarjetas con su número de teléfono cuyo código correspondía a Harlem, barrio en el Alto Manhattan, donde tenían una pequeña oficina. El helicóptero de la policía del condado de Collier sobrevolaba Chokoloskee a poca altura, señal de que algún convicto había escapado de la cárcel y adentrado en los Everglades, lugar del que difícilmente saldría a pie siendo atacado por los animales salvajes que lo pueblan.
Ernesto Acosta, el morenito, terminaba de escribir los recuerdos anteriormente descritos, ejercicio que realizaba a diario por si perdía la memoria. Cerró el cuaderno tras poner al final de la página la fecha: finales de octubre de 2024. Estiró las piernas y desde la ventana miró un rato la Bahía, faltaba menos de una semana para las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos y le preocupaban los votantes de los estados del Cinturón Bíblico que en su opinión, estaban fuera de la realidad. Los insultos y despropósitos hacia el contrincante no auguraban un futuro alentador con repercusión mundial, el patriarcado intrínseco no soportaba el hecho de que una mujer pudiera gobernar el país, menos aún de origen negro. Puso las noticias y la elegancia de Michelle Obama se desparramó por la pantalla, la dejó de fondo. En la computadora cargó su página Garber House, a través de la cual mantenía contacto con sus compatriotas, Cuba agonizaba sufriendo continuos cortes de electricidad, sin petróleo, alimentos ni medicinas, sin futuro ni horizonte, pronto habría presencia social en las calles peleando por lo básico que se precisa para vivir: artículos de primera necesidad, respeto y dignidad. En el correo electrónico abrió un e-mail de su primo Gilberto, hijo de un hermano de su madre, apenas tres líneas directas reflejaban gran preocupación: “Delicado estado de salud de la prima Elsa, urge sacarla de la isla, aquí no pueden hacer nada”. Se sirvió un vaso de leche fría y cogió una porción de tarta de lima e impotente pensó cómo hacerlo, cómo conseguir dinero rápido para el pasaje. Sin embargo, en otro correo del mismo remitente escrito cuatro días después, leyó la triste noticia de su muerte…
9.
Aquel 24 de diciembre de 1982 bajo el paraguas de una soledad entonces no elegida, con la muerte de Tracy tan reciente y un silencio fantasmal en toda la casa, sobre la repisa que Andrew y él atornillaron a la pared, Ernesto Acosta, el morenito, colgó solo su calcetín para Santa Claus en el que metió una navaja de pescador para cortar cebos y sedal. Antes del amanecer, del día siguiente, cuando la fauna más salvaje aún no estaba de retirada a sus hábitat, arrancó la camioneta, se dirigió al muelle y, marcha atrás, la posicionó en la rampa donde muy despacio deslizó la barca hasta que el agua la cubrió dos o tres pulgadas. Entonces, aflojó el winche y la cadena de seguridad para liberarla del remolque. Una vez a flote, aunque siempre se aprendía la ruta de memoria, la consultó trazada sobre el mapa; navegando hacia el lado occidental de The Trail fue en busca de algunos ejemplares de sábalo y róbalo, suponiendo que habrían salido de sus escondites en los manglares hacia espacios de mayor visibilidad. Todos los lugares adonde los mellizos Garber le llevaron eran espectaculares porque en mitad de la nada, rodeado de naturaleza silvestre y especies en peligro de extinción, sintiéndose insignificante y prescindible, respetar la libertad, los ecosistemas, el lago, la tierra y el medioambiente aportaba una sensación de libertad absoluta que ningún otro rincón del mundo le ofrecía. Paró el motor y lanzó el señuelo, ahora, solo cabía esperar.
–Muchacho, cuidado con lo que tienes ahí a estribor, puedes encallar –de repente surgió la voz de un hombre al que reconoció e iba en canoa seguido de dos más.
–Menudo susto –dijo, era un compañero de trabajo.
–Si te viera el viejo Andrew así de desenvuelto estaría bien orgulloso de ti –intervino el más joven de la expedición cuya cara no le sonaba.
–Quizá no, soy algo torpe –manifestó reflexivo.
–Tienes que probar con embarcaciones más pequeñas, así podrás introducirte mucho mejor en el interior, fíjate en las nuestras.
–Me siento más seguro en esta, contemplando el paisaje sin prisa –respondió sin mirarlos, estaba pendiente de la red para lanzarla más adelante.
–De acuerdo, chico. Buena pesca.
–También para vosotros.
–Mañana nos vemos en la tienda –se despidió el primero.
–Déjanos algún pez a los demás –bromeó el último a la vez que agitaba la mano diciéndole adiós. El morenito sonrió y devolvió el saludo. La jornada transcurrió demasiado tranquila en comparación a otras vividas con Andrew y Tracy, pero en cuanto a pescar, no tuvo suerte ya que ninguno picó la oferta de carnada.
Meses después de asistir a la charla-coloquio de Koa y Amy Dayton, volvió a encontrarse con ellos por casualidad, esa vez, en Naples, adonde fue a hacer algunas gestiones, por ejemplo: renovar la licencia de pesca. La ciudad estaba realmente bonita e invitaba a disfrutarla, con gran afluencia de turistas visitando la playa de Lowdermilk Beach, los restaurantes desde donde se contempla el espectacular atardecer y avistamiento de delfines cuando el sol comienza a esconderse o ir de compras a las famosas cadenas estadounidenses. Así que, bajo un calor sofocante, a eso de las 12:00 p.m. buscó refugio de aire acondicionado en Fast Burgers donde pidió un cuarto de libra de carne con mucha mostaza, cebolla, salsa de tomate, pepinillos crujientes y bebida de cola. El local mantenía una decoración bastante anticuada, pero acogedora, y el viejo mobiliario guardaba los secreto de todas las personas que pasaron por allí. Bien ubicado y con buena iluminación, ofrecía amplios espacios para la privacidad y lo suficientemente cerca como para visitar a pie lo más destacado de la zona, contrastes que chocan mucho con la austeridad de Chokoloskee y sus habitantes, tan recelosos con los forasteros. Una pareja joven, ajenos a cuanto pasaba a su alrededor, se regalaban caricias y muestras de ternura sin disimulo, cuidando los detalles, midiendo los susurros y quizá, por qué no decirlo, preparando el terreno que a posteriori desbordaría la pasión en intimidad. Ernesto, haciendo equilibrios con la bandeja que llevaba con una sola mano, caminó deprisa por delante de ellos para pasar inadvertido, pero enseguida le reconocieron y a punto estuvo de derramar el vaso.
–Hola –saludó Amy, haciéndole retroceder.
–¿Qué tal? –preguntó Koa.
–Bien, gracias –respondió cortésmente.
–¿Quieres sentarte con nosotros? –le ofrecieron.
–No quiero molestar –dijo con timidez.
–Ninguna molestia, así hablamos contigo –expresaron ambos.
–Espera, no me lo digas, te llamas Ernesto Acosta, ¿verdad? –continuó ella.
–Sí.
–Y eres de Puerto Escondido, Cuba, ¿no?
–Exacto.
–Pero tu nacionalidad es ya americana, ¿cierto?
–Caray, vaya memoria –le habían impresionado.
–Nos impactó mucho tu historia, además de haber sido atrevido contándolo cuando nadie rompía el hielo.
–Bueno, si se está susceptible no meditas ni mides los impulsos y yo ese día tenía necesidad de desfogar todo cuanto llevaba dentro.
–Así lo entendimos. ¿Y ahora cómo estás? –eligieron muy bien las palabras para no meter la pata ya que el muchacho daba el perfil perfecto para el activismo.
–Quejarme no sería justo, tengo techo, comida, salud y me gano la vida con lo que me gusta hacer –dijo, sin añadir el vacío, la pena y la soledad de haber perdido a los seres queridos.
–¿Mantienes contacto con familiares o conocidos cubanos? –quiso saber Koa.
–Antes de que Tracy enfermase, la mujer que junto a su hermano me salvó la vida, sugirió hacerlo, aunque nunca me atreví por miedo a la expulsión.
–Pero no tenían por qué, tus papeles estaban en regla y nadie podía deportarte –apuntó Amy.
–Ya, no obstante, el miedo es un elemento que siempre va por libre. Ellos hipotecaron la casa para conseguirme la ciudadanía.
–Entonces, ¿por qué tanta preocupación? –insistió Koa.
–Cuando vienes de Cuba el pánico lo traes incorporado en el ADN –desvió la mirada y sintió que de repente se esfumaba el apetito y se veía de nuevo tendido en la balsa, a la deriva, junto a un cadáver que hacía la travesía con él. ¡Jorge! ¡Argelina! ¡Papi! ¡Aquí, aquí! ¡Ayuda! ¡Aquí…! Por debajo de la manga de la camiseta tocó suavemente el tatuaje de la luna llena con el nombre de Mirta en el centro.
–¿Así se llama tu novia? –preguntó Amy, siempre tan curiosa.
–No, mi madre. Era una mujer muy hermosa y fuerte, pero el mar lo fue más y se la llevó, tampoco pudo salvar a mi hermana pequeña –Koa se levantó a por más café.
–¡Qué duro y doloroso tuvo que ser! –exclamó Amy.
–Sí, ya lo creo, pero más aún, si cabe, seguir vivo y hacerlo sin ellos.
–Podríamos ayudarte a contactar con gente de Puerto Escondido –comenzó ella–, el activismo se extiende por todos los confines de la tierra, aunque en determinados sitios parezca que no.
–De hecho, por seguridad, algunos deben mantenerse al margen y ocultos –continuó el esposo–, pero entre nosotros la mayoría nos conocemos y tenemos herramientas para llegar a casi cualquier lugar.
–Lo voy a pensar con calma. Mis abuelas y abuelos puede que hayan muerto y encajar más defunciones emocionalmente no es fácil para mí, sin embargo, allá tengo primos y tíos. Voy a pensarlo. En cualquier caso, hay una idea que me ronda la cabeza y es echar un cable a aquellos compatriotas que, ciegos y desprotegidos deciden cruzar el estrecho de Florida, para que una vez aquí, y con mi experiencia, las cosas les sean un poco más fáciles, aunque no sé cómo hacerlo.
–Bueno, ya sabes que estaríamos encantados de poderte orientar –sugirió Amy–. ¿Te gustaría venir a Nueva York y conocer de cerca cómo trabajamos?
–¡Uy!, ese lujo no puedo permitírmelo, además dejar la casa sola, la barca y… No, no, ni hablar.
Así nacieron los primeros cimientos imaginarios de Garber House, sobre aquella conversación, con la complicidad de esa pareja que, apostando por el morenito le dieron una segunda oportunidad de vida cuando más susceptible estaba, en el momento propicio y, aunque la iniciativa no la pondría en marcha hasta unos años después, a partir de entonces mantuvieron continuas reuniones aprovechando cualquier acontecimiento que los llevara a Florida. Ernesto Acosta siguió llevando a cabo sus rutinas diarias sin destacar en nada, trabajando duro en la tienda para no recibir quejas del jefe o clientes, además de mantener a punto el motor de la camioneta, la limpieza de la barca y el depósito del generador lleno de gasolina por si cortaban la luz. Otra de las cosas en las que ocupaba el tiempo era en conocer la situación real de los compatriotas y cuanto acontecía en su patria, porque si algo aprendió de su familia, y lo ha repetido o repetirá varias veces a lo largo de esta historia, es que el lugar donde se nace queda ensamblado en el corazón. Sabía que en la mayoría de las parroquias de Miami sus feligreses eran latinos, ganando en número los cubanos, pero no quería fundamentar su lucha en el resentimiento de exiliados políticos, su objetivo se basaba en algo mucho más sencillo: ser el último eslabón del puente que necesitan los balseros para cruzar y pisar suelo americano. Corría la década de los noventa y en Estados Unidos empezaba con la proclamación de Douglas Wilder como primer gobernador negro por el estado de Virginia, y concluía devolviendo el control del Canal de Panamá a dicho país. Una tarde, recién llegado de trabajar en la tienda, habiendo tenido una jornada complicada con muchos excursionistas, a punto de preparar la cena, sonó el teléfono que descolgó al cuarto tono.
–¿Ernesto? –preguntó con solemnidad.
–Sí –respondió desganado.
–¿Qué tal, brother? –expresó con cariño.
–Hola, Koa –demostró rápidamente alegría.
–¿Tienes algo que hacer el sábado por la tarde? –entonó con júbilo.
–No, nada. ¿Por?
–Hemos organizado manifestaciones por todo el país en contra de la guerra del Golfo, nosotros encabezamos la de Naples, pero es casi seguro que haya disturbios, si la cosa se pone fea necesitamos un sitio donde pasar desapercibidos.
–Sabéis que éste es vuestro hogar, por aquí nunca viene nadie, soy un ermitaño solitario al que miran con recelo. Además, quiero contaros y proponeros algo.
–¡Uy!, qué bien suena eso, por fin vas a entrar en el nuevo milenio echándote novia.
–No, que va, es otra cosa. Pero, ya os contaré, os espero, pues.
–Gracias, amigo, me dejas intrigado. Te paso a Amy.
–¡Morenito!, vamos a abusar de tu hospitalidad. Por cierto, ¿saldremos a navegar? –intervino la mujer.
–Esta vez nos quedaremos en tierra firme, ya os contaré.
–¿Pasa algo? ¿Estás bien? –con tono de preocupación.
–Sí, muy bien. ¿Cuándo llegáis?
–No lo sabemos, mejor cogerte por sorpresa. ¿Quieres acompañarnos en la protesta?
–No, prefiero no significarme, al menos, de momento…
–¡Vaya, vaya!, que misterioso está nuestro pescador favorito –gritó Koa que se encontraba algo más alejado.
–¿Por fin vas a entrar a la acción?
–Vosotros venid cuanto antes. Por cierto, tengo unas truchas fresquísimas guardadas en el congelador, las asaremos.
–¡Uf!, empieza a hacérseme la boca agua –dijeron ambos a la vez.
–Lo del Golfo es cosa fea, ¿verdad?
–Digamos que es un cúmulo de diversas circunstancias, pero el epicentro del conflicto es el petróleo. En el Alto Manhattan, donde tenemos la oficina, hay mucho movimiento, y por todo Nueva York, sin embargo, dichas movilizaciones son difíciles de hacer en el Cinturón Bíblico.
–Eso no lo entiendo.
–¿No sabes lo que es?
–Nunca lo había escuchado.
–El Cinturón de la Biblia es una amplia extensión geográfica de Estados Unidos caracterizada por ser ultraconservadora y con profundo arraigo religioso-cristiano-evangélico. Son supremacistas y cualquier tipo de protesta social que consideran ir contra la voluntad de Dios puede tener una bala como respuesta.
–¿Comprende también Florida?
–En su totalidad, no. Por ejemplo, donde tú estás, en el condado de Collier, que es la parte sudoeste, queda fuera.
–¿Y Miami?
–Tampoco, suele ser por el centro y en el norte.
–¿Orlando y Jacksonville, sí?
–Correcto.
–Bueno, tened sumo cuidado.
–Nos vemos pronto, morenito –gritó Koa.
Aquel encuentro con Koa y Amy Dayton dio muchos frutos. Los recogió en el Parque Nacional de los Everglades, en una zona muy pantanosa y, por ende, poco transitada, y si cabe, peligrosa. Llegaron en lancha y una vez pasaron a la barca de Ernesto la otra se fue con las otras personas que llevaba a bordo hacia destino desconocido. Ya en casa, con ropa seca y limpia, el estómago alimentado, un licor para brindar por la amistad y por la vida, el timbre mezzosoprano de Bette Midler de fondo, y la Bahía de Chokoloskee enfrente, como testigo, visibilizó con palabras su proyecto.
–A ver si lo he entendido –Amy le cortó–: ¿lo que quieres es navegar cerca de Cayo Hueso, rescatar a balseros, traerlos aquí, darle alojamiento y los primeros pasos para quedarse legalmente en el país?
–Bueno, más o menos como os he recogido a vosotros, pero en mar abierto.
–Explícate –pidió Koa, vuelto de espaldas en la ventana.
–Lo más seguro para ellos sería hacer el trato desde Cuba, ponerse al habla con grupos que se dedican a eso, pero existen muchas mafias y que saber diferenciarlas.
–Fácil no va a ser, pero tampoco imposible. Se necesita logística organizativa de alguien con experiencia –pensaba Amy en voz alta–, hay que andar con pies de plomo, las relaciones entre ambas naciones son las que son y lo que menos queremos es crear un conflicto internacional que complique tu propuesta. Deja que nosotros hagamos algunas llamadas, sé de una persona que quizá esté dispuesta a ayudarte.
–¿En quién piensas, Amy? –Koa sospechaba la respuesta.
–En mamá Regina, nadie como ella mueve los hilos de la inmigración clandestina.
–Me parece bien –se dirigió al muchacho–. Es una mujer de origen africano, vive en Harlem, tiene un puesto ambulante de hot dog y su abanico de contactos es inmenso, además se implica personalmente en casi todo.
–¿Os parezco un inmaduro que camina sobre un campo minado de utopías e irrealidades?
–¡Qué va! Eres un tipo con mucho arrojo, nobles sentimientos y gran capacidad de superación. Eso te honra. Haremos cuanto esté en nuestra mano, no te vamos a dejar solo, confía en nosotros.
–¿Por qué la llamáis mamá Regina? –preguntó intrigado.
–Porque comparte lo poco que tiene con los más vulnerables. Su apartamento es un continuo ir y venir de gente y, a pesar de haber sufrido algunos robos, nunca le cierra la puerta a ningún homeless que quiera guarecerse del frío y la lluvia. –Poco tiempo después, en un recuadrito del periódico Nuevo Herald, vio la fotografía de Koa y Amy Dayton, en blanco y negro, con una breve nota a pie: “Detenidos por alborotadores públicos y desacato a la autoridad”. Pasarían varios años hasta volverse a encontrar. Pero, le habían dejado un regalito…
Al caer la tarde, como cada día desde que decidió escribir la historia de su vida, cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de las cosas importantes, junto a los lápices que pertenecieron a Andrew. La televisión, sin sonido, mostraba tristeza y desolación en el campus de la Universidad de Howard, en Washington, tras la derrota de Kamala Harris, a la presidencia de los Estados Unidos de América, y su decisión de no comparecer ante sus seguidores que aguardaban fieles. Ernesto Acosta, el morenito, se sirvió un trago de ron, mejor dicho, tres; sacó la ropa de la secadora y seleccionó las camisetas que no necesitaban plancha, bien por viejas, bien por rotas. Una lancha de motor rugía a lo lejos, iría de retirada o huyendo. Escuchó algo extraño en el límite de la casa, lo más cercano al muelle, salió a echar un vistazo y comprobó que no había nadie. Entonces, tendido en la cama, cerró los ojos, y deseó un amanecer muy diferente para los ciudadanos del mundo…
10.
“¿Dónde habré metido las pastillas?, juraría que las puse dentro de este cajón”, dijo, hablando en voz baja. Desde hacía un tiempo, más o menos corto, a Ernesto Acosta, el morenito, se le habían intensificado los mismos síntomas de estómago, nada graves, que padecían todos los varones de la rama materna. Fueron Andrew y Tracy quienes al poco de acogerle viendo que el muchacho a veces se quejaba le llevaron al médico y, desde entonces, en cuanto se manifestaban las molestias durante más de dos días seguidos, como le ocurría últimamente, recurría a la salvación de esas píldoras carísimas que él administra con cuentagotas. Pero sin poder dormir, desde hacía dos noches, y vomitando lo poco que comía, no aguantó más y, desordenando los rincones de la casa, por fin dio con ellas. Llenó hasta el borde un vaso con agua, lo bebió a sorbos muy cortos y, cuando estaba por la mitad, tragó la medicina y se tumbó en la cama relajado. Dos horas y cuarto después estaba listo para salir a pescar, sin embargo, la llegada del Servicio Postal de Everglades City, con matasellos de Nueva York retrasó la salida. Con Koa y Amy Dayton en prisión había perdido la esperanza de poner en marcha sus planes, no obstante, sus fieles amigos, antes de ser detenidos, ya lo habían dejado todo en manos de mamá Regina quien conocía a alguien en La Habana dispuesto a tratar con él, sin vinculación alguna con mafias que, a cambio de ingentes cantidades de dinero, no tenían escrúpulos en traficar con seres humanos. Era un periodista sin trabajo por ser crítico con el régimen. En la carta, además del nombre y dirección del contacto, la mujer le pedía perdón por no ocuparse ella personalmente del asunto, ya que desde la última redada se dedicaba solamente a vender los hot dog en su puesto ambulante por las calles de Harlem. Cuando terminó de leer se quedó pensativo, no quería problemas políticos, así que, actuaría por su cuenta. Recordó que en la bolsa estanca había un pequeño papel con la dirección del hermano más joven de mamá y también rememoró las palabras del abuelo antes de despedirlos: “en cuanto estéis instalados, llevaos a este, tiene muchos pájaros en la cabeza y en Puerto Escondido no hay futuro”. A la mañana siguiente, lo que para otra persona la pérdida de empleo seguro era una mala noticia, a él le abrió el escenario idóneo para empezar a cumplir su sueño.
–Ernesto, ve al despacho del jefe –indicó uno de los compañeros.
–¿Qué ocurre? –preguntó mientras terminaba de clasificar el pedido recién llegado.
–No sé, tú sabrás –pasó a la trastienda y llamó con los nudillos en el borde de la puerta.
–Con permiso. ¿Quería verme? –dijo al hombre que levantaba la vista de los papeles recibiéndole con una amplia sonrisa.
–Siéntese –con la timidez que aporta la torpeza de los nervios, no encontraba la postura en la silla.
–¿Hay algún problema? –preguntó impaciente por conocer.
–Corren tiempos difíciles señor Acosta y, aunque en EFC Everglades Fishing Company estamos contentos con su labor, nos vemos obligados a prescindir de sus servicios, pero no completamente.
–No comprendo.
–Le proponemos trabajar con nosotros aquellos días del mes cuando la venta es mayor.
–¿Se refiere al sábado?
–Y algunos más, ya sabe que si vienen grupos empiezan a apretar el viernes por la tarde.
–Entiendo, pero de esa manera no cubro gastos –hizo un cálculo mental de lo que iban a encoger sus ingresos, sin embargo, dispondría de más tiempo para sus cosas.
–Bueno, y también cuando sea temporada alta –el dueño observó que estaba muy pensativo, pero le presionó para responder–. Entonces, ¿estamos de acuerdo?
–Sí, claro –corto en palabras, recogió su gorra, salió de la oficina y retomó la tarea que había dejado a medias.
Al cabo de los años, habiéndoles dado a todos por náufragos, a Rodrigo Núñez le hicieron llegar una carta recibida en la casa familiar con remite de Florida, de su sobrino Ernesto, en la que hablaba de las personas que le salvaron la vida, de cómo había prosperado con honestidad y cosas muy sencillas, pero, sobre todo, daba cuenta detallada de la locura en la que iba a embarcarse y definía como un suflé de esperanza para los compatriotas a los que se veía en la necesidad de ayudar, por lo que precisaba de su colaboración. “Querido tío. Me dirijo a ti por ser el más joven. Te extrañará saber de mí después de tanto tiempo callado, lo entiendo, créeme si te digo que hasta ahora no he tenido fuerzas para dar este paso, bien es cierto que no podría argumentar razón alguna y convincente que justifique mi silencio, espero que puedas perdonarme y acogerme entre tus brazos. No sé si la vida tiene para cada ser humano un número limitado de oportunidades, ya he gastado unas cuantas e intuyo que me quedan muchas más. Pensarás que estoy chiflado, he vendido la barca de Andrew y Tracy, estaba muy vieja y no reunía las condiciones necesarias para transportar a más de tres viajeros. Con ese dinero y otro poco que tenía ahorrado he adquirido otra más grande con la que emprenderé la aventura que voy a contarte. Soy consciente de haber incumplido la promesa que mis padres le hicieron al abuelo de traerte a Estados Unidos, comprenderé que guardes hacia mí algún rencor, incluso que no respondas a esta carta, pero es hora de resarcir la cobardía y ausencia por mi parte. Garber House quiero que sea un sitio de tránsito donde cubanas y cubanos se sientan a salvo, yo mismo los trasladaré antes de que lleguen a Cayo Hueso o los intercepte la Guardia Costera. No voy a engañarte, se corren ciertos peligros, no puedo llevar a más de cinco personas en cada traslado y he de espaciarlos. Bueno, mi querido tío, piénsalo. Recibe un abrazo muy fuerte de tu sobrino, el morenito, como todos me llaman por aquí, en Chokoloskee”.
A esas horas el aeropuerto de Miami era un coladero de gente, el vuelo procedente de la Habana aterrizaría en breves minutos, en él viajaba Rodrigo Núñez, quien prefirió responder a la carta del muchacho presencialmente. Faltaba un mes y cinco días para los atentados del 11 de septiembre. Ernesto aguardaba nervioso en la sala haciéndose miles de preguntas: ¿Se reconocerían? ¿Vendría con una mochila cargada de reproches? ¿Cuántos miembros de la familia habrían muerto? ¿Supieron del naufragio? ¿Dieron nombres? ¿Reclamarían los cuerpos en caso de haber aparecido? Demasiadas incógnitas… Agentes del FBI, armados hasta los dientes, custodiaban a un hombre corpulento con grilletes en los pies y uniforme naranja correspondiente al corredor de la muerte. En décimas de segundo cundió el pánico ya que el preso se violentó tratando de soltarse de los guardianes, quienes le tumbaron en el suelo, apretaron más las cadenas y le colocaron los brazos esposados en la espalda. Por una de las puertas de entrada pasó un joven llevando un ramo de flores, buscaba con la mirada a su destinataria o destinatario; también le llamó la atención la impaciencia de los niños que desde tan temprano tenían tremenda energía para alborotar y consumir la paciencia de los adultos que, fatigados, peleaban con ellos para que mantuvieran la calma. Se giró y…
–¿Rodrigo?
–¿Ernesto? –fundirse en un abrazo y entrelazar todos los puentes del ADN bajo una lluvia de lágrimas, es decir poco, máxime cuando se agrieta el suelo de la emoción a punto de hacerles caer. Los dos, tío y sobrino, representantes de ambas generaciones a las que en ningún momento se les transmitió sentimiento alguno de odio, dieron paso al lenguaje caluroso de los dedos que acarician–. ¿Cómo estás, mijito? Nos tenías muy preocupados, te buscamos durante años hasta que desistimos, a pesar de que la abuela siempre creyó que estabas vivo.
–Perdonadme, tenía que haber dado este paso mucho antes.
–Las cosas se hacen cuando uno está completamente seguro, no tienes que lamentarte, quizá en otro momento no podría haber venido –dijo Rodrigo consciente de que mantenía el suspense tal y como veía en la cara del muchacho.
–Cuéntame cosas de allí. ¿Cómo andan todos por allá?
–La situación es muy difícil y va a empeorar –conversaban en la camioneta camino de Chokoloskee–, el pueblo lo pasa mal y parece no importarle a nadie, de repente la población ha envejecido demasiado, los jóvenes se marchan, como hicisteis vosotros, y quedan las abuelas o las madres y padres que por edad ya no viajan.
–Entiendo. ¿Y la familia? –agarró fuerte el volante para encajar las buenas y las malas noticias.
–El abuelo Eliseo murió tras una larga enfermedad y la abuela Mirta –no pasó por alto que el chico llevaba tatuado ese nombre– es una viejita tierna, pero con alzhéimer; con los Acosta no tenemos trato, nos culpan de haberos embarcado en la aventura aquella.
–¿Supisteis del naufragio? –preguntó temblándole la voz.
–Sí, aunque no sé bien cómo se enteró el hermano mayor de tu papá.
–Decían que gozaba de buenos contactos en las altas esferas, de hecho, era uno de los asesores del comandante, nosotros nunca le tuvimos estima, era borde, muy seco y a mamá le faltó más de una vez al respeto. Total, todo un personaje.
–Una mañana se presentó en casa –Rodrigo siguió contando– y nos dijo que habíais muerto por aspirar a lo que nunca tendríais. Entonces, sobreponiéndose al golpe recién recibido, el abuelo le invitó a marcharse, nunca más volvió. Ahí comenzó para nosotros una búsqueda a ciegas, un conocido periodista nos puso en el camino, había una especie de censo de desaparecidos, pero ninguno de vosotros figurabais en la lista; supimos también de gente que a través de otros mecanismos encontraban personas, sin embargo, no nos atrevimos, ahora me arrepiento porque te habríamos llevado de vuelta con nosotros.
–Fue horrible –articuló el morenito antes de guardar silencio arropados por el paisaje. El último tramo del trayecto por Smallwood Dr. que conecta Everglades City con Chokoloskee se le hizo interminable. Pendiente de la carretera para no tener un accidente con los cocodrilos que campaban a sus anchar, no prestó atención a los comentarios que iba haciendo el otro, teniéndolo que repetir varias veces.
–Nunca imaginé un lugar tan bello como este, el concepto que tenemos en Cuba es de que todos vivís en Miami.
–Por lo general, así es, lo mío, digamos que ha sido un caso excepcional –la casa estaba ordenada. Cuando murió Tracy se deshizo de muchos muebles que llevó al garaje y luego vendió, le gustaban los espacios despejados, solo lo necesario para el día a día. La pieza principal era un amplio salón de cuya pared más ancha colgaba una fotografía de Andrew sosteniendo en sus manos el sábalo más gigante nunca visto en los Everglades–. Tengo una botella de ron, no es el auténtico, claro, pero no está mal. ¿Te apetece un trago? –el tío aceptó encantado. Contemplando la bahía, el morenito, narró cómo había llegado hasta ahí, las dificultades para mantenerse a flote y no naufragar, las escenas que no borraba de la memoria mientras la gente se ahogaban, las noches de insomnio, aún ahora, recreándolas; la casualidad de cruzarse en el camino de los mellizos Garber y la mala suerte de que ambos murieran tan pronto, la pena de volverse a quedar solo y reflotar, una vez más, desde el dolor–. De no haber sido por la generosidad de Andrew y Tracy, por la constancia hasta conseguir que me aplicasen la Ley de Ajuste Cubano y después haberme dejado este hogar y demás pertenencias, hoy no estaría aquí. A mis padres les debo la vida, desgraciadamente nada más, a ellos: todo lo que soy y lo que tengo.
Recuerda aquel 11 de septiembre como si fuera ahora mismo, y la conversación que mantuvieron tío y sobrino abandonándola rápidamente por los acontecimientos, así como la idea de salir a navegar para inspeccionar el lugar exacto donde recogerían a los compatriotas. Rodrigo Núñez y él, atónitos, miraban el televisor sin dar crédito a las imágenes emitidas del primer avión que, a las 8:46 a.m. chocó contra la Torre Norte del World Trade Center, en el Bajo Manhattan, el segundo lo hizo a las 9:03 a.m. partiendo por la mitad la Torre Sur; a las 9:37 a.m. el tercero impactó contra el Pentágono, y el cuarto, el vuelo 93 con dirección a Washington, cuyo objetivo era el Capitolio, tras una jugada heroica de los pasajeros haciéndose con el control, lo desviaron hacia Pensilvania, donde se estrelló en un campo de Shanksville. La columna de humo esparcida por el horizonte le salpicó de puntos negros, diminutos, despedazados, como si fuesen motas que irrumpen dentro de los remolinos de viento y no eran otra cosa más que los cuerpos de la gente cayendo por los huecos de las ventanas, buscando quizá, a la desesperada, una lona invisible que extendida abajo les salvara la vida. La ciudad, tambaleándose sobre una alfombra de ceniza y restos humanos, estaba paralizada salvo por policías, bomberos, sanitarios, autoridades y personas que, localizando a los suyos sin éxito, deambulaban por una metrópoli fantasma hacia la zona cero, vulnerada por el mayor ataque terrorista perpetrado en USA y reivindicado por Al Qaeda.
–¿Qué crees que pasará ahora? –preguntó Rodrigo.
–No lo sé, puede que haya una respuesta inmediata o que comience una guerra impredecible –respondió absolutamente afectado. Tenía que localizar como fuese a mamá Regina y asegurarse de que estaba bien, pero las comunicaciones telefónicas con Nueva York eran un caos, lo intentó varias veces, pero nada, imposible.
–¿Conoces a alguien que podría estar allí? –quiso interesarse antes el nerviosismo del sobrino.
–Quizá –entonces le contó la historia de la mujer.
–En otras palabras, que gracias a ella te decidiste a escribirme –el morenito sonrió por primera vez. Pasadas muchas horas, el Presidente George W. Bush se dirigió a la nación desde el despacho Oval, transmitió dolor y a la vez constató que esa masacre no iba a quedar impune. Y no quedó, ya que, tras los ataques del 11-S, Estados Unidos invadió Afganistán iniciando la llamada Operación Libertad Duradera avalada también por Naciones Unidas y después por la OTAN.
–¿Qué haremos entonces con respecto a tu idea? –el tiempo que llevaban juntos fue suficiente para ajustar los detalles y marcar el punto de partida a su iniciativa altruista.
–Seguir adelante. Mañana saldremos a las 3:00 a.m. rumbo a Cayo Hueso, después coordinaremos con quien tu decidas, de esa manera daremos luz verde a la experiencia piloto.
–No es necesario buscar a nadie, regreso a Cuba, yo mismo seré tu enlace.
–Pensé que te quedarías –manifestó algo decepcionado.
–No puedo, se me acaba el visado temporal que conseguí, tal vez algún día vuelva, pero de momento hay demasiadas cosas que me atan a la isla, aunque no temas mijito, no te vas a librar de mí tan fácilmente.
–Será mejor irnos a dormir, nos espera un día largo.
–¿Cómo lo haremos? –preguntó Rodrigo.
–Teniendo en cuenta que la mar está calmada, a pesar de que la embarcación es pequeña, podremos ir en línea recta las 90 millas aproximadas que nos separan, emplearemos unas 8 horas, así pareceremos pescadores y no nos confundirán con contrabandistas.
–Igual me mareo, casi espero aquí –en realidad tenía miedo de ser interceptado y devuelto por las bravas sin poderse explicar.
–Confía en mí, no nos pasará nada.
Las horas pasaban lentas, ninguno de los dos concilió el sueño. Ernesto había navegado en mar abierto un par de veces y fue con Andrew, así que se enfrentaba a otro reto: ¿Sería capaz de pilotar el barco sin pensar en el naufragio vivido? ¿Tendría entereza para no dejarse llevar por las pesadillas? Pronto lo vería, además, de él dependía, mejor dicho, del viaje que a punto iban a emprender, que Garber House, ese espacio para migrantes cubanos en su propia casa, funcionase. ¡Y vaya si funcionó! Cuando amaneció, y el sol inyectaba sus rayos sobre la piel de ambos hombres, el azul intenso del Golfo de México buscando la solemnidad del Océano Atlántico les dio la bienvenida.
–¿Sabes que corre la leyenda de que si el día está muy despejado desde Cayo Hueso se ve Cuba? –dijo Rodrigo Núñez.
–Sí, también lo he escuchado. Una vez se comentó en la tienda de pesca donde trabajo a veces y alguien muy entendido dijo que era imposible, ya que al ser la Tierra redonda, se curva, y la isla queda por debajo del horizonte –aclaró el morenito.
–Pues eso, rumores urbanos…
11.
A un lado del rótulo tallado en madera rústica donde pone Garber House, refugio de tránsito para balseros hasta obtener la ciudadanía americana o migrar a otros países, ondeaba la bandera de los Estados Unidos movida por esa brisa suave que sopla en Chokoloskee. Adentro, en un lugar destacado de la casa, otra más pequeña junto a la de Cuba hermanaban dos países enfrentados entre sí, pegada a ellas había también un bello paisaje de Puerto Escondido, como si teniéndolo presente fuese imposible olvidar sus raíces. En el otro extremo, rescatado de la bolsa estanca donde guardaba documentos importantes, un viejo retrato de los abuelos maternos, Eliseo y Mirta Núñez, mostrando aquellos dientes blanquísimos, enmarcados en una amplia sonrisa y esa planta de buenas personas que siempre tuvieron. Antes de la llegada de Rodrigo, el morenito le preparó la habitación de Tracy, era la más luminosa e independiente de todas, mientras que él se quedó con la de Andrew, con vistas a la Bahía, dejando libre la que ocupó anteriormente. Terminando de poner sábanas limpias, y dos almohadas individuales, dio con la punta del pie contra algo que había debajo de la cama, lo arrastró hacia fuera, era una maleta tipo neceser, muy usada. La abrió, y miró el desordenado contenido, una mezcla de cosas aparentemente sin sentido: propaganda confederada, la Medalla de Victoria de la Segunda Guerra Mundial, un juego de pendientes antiquísimos, un reloj de bolsillo con la cadena rota y, debajo de todo, preservando grandes secretos, un libro con historias del wéstern americano, cuyas hojas descosidas del lomo cayeron esparcidas por el suelo, al recogerlas se fijó en un papel cuadriculado escrito con exquisita caligrafía. “¡Estabas ahí, eh! –expresó en voz alta–, ahora podré agasajar a mi invitado con este postre típico del sur de la Florida. Y así lo hizo.
–¿Qué vas a hacer con estos ingredientes? –preguntó al sobrino.
–Un dulce muy rico, espero que te guste y me salga bien, a veces, como cocinero, soy un puro desastre –no quiso confesar que era la primera vez que la hacía.
–¿Qué es? –Rodrigo mostró entusiasmado.
–Key Lime Pie, la tarta de lima de los Cayos, original de aquí. Tracy nunca desveló la receta, y la guardó tan bien que he tardado años en encontrarla.
–¿Qué lleva?
–Ahora lo verás –Ernesto se manejaba con torpeza entre cazuelas y sartenes.
–¿Puedo ayudar? –se remangó la camisa mientras cantando Guantanamera llevando el ritmo con mucho estilo.
–Claro –sonreía–, desmenuza las galletas y mézclalas en este recipiente con la mantequilla hasta formar una masa que podamos extender.
–¿Cómo si fuera una torta de maíz de las grandes? –aclaró.
–Eso es. Hay que calentar el horno a 180 ºC para meterla y después dejarla enfriar. Mientras tanto, vamos a preparar el relleno –el morenito rememoró un episodio relacionado con dicho manjar. Andrew se había metido en un manglar poco profundo y, por consiguiente, peligroso, ya que la embarcación podría encallar en cualquier momento. Tracy le guiaba para salir de allí lo antes posible, sin quitarle ojo tampoco a Ernesto que, muerto de miedo, se aferraba fuertemente al chaleco salvavidas. Cuando lo consiguieron paró el motor, soltaron la red, lanzaron las cañas, y comieron bocadillos fríos, al final del almuerzo, como por arte de magia, salió la sorpresa del interior de la cesta de mimbre: tres suculentas porciones de Key Lime Pie, que el paladar agradeció.
–Vale. ¿Qué hago? –Rodrigo estaba entusiasmado y Ernesto feliz de verle tan entregado.
–Bate cuatro yemas de huevos, cuando lo tengas añádele leche condensada y este zumo de lima que estoy exprimiendo –el morenito disfrutó entre fogones más que nunca.
–Creo que la base ya está fría –dijo muy seguro.
–Pues, allá vamos –volcó la mezcla sobre el molde de galleta y la metió en la nevera. Dos horas después, la decoraron con nata montada y rodajas de lima por encima.
–Da pena estropear la obra de arte –comentó Rodrigo un tanto afligido–, es un manjar desconocido para un cubano
–¡Bah! Comamos. –Tras los atentados del 11-S el ambiente era muy convulso y Rodrigo, con nacionalidad cubana, no quería que le relacionasen con la tragedia y tomasen por presunto terrorista, así que, prefirió que los últimos días de estancia en Chokoloskee transcurriesen en la casa, haciéndose compañía. Mantuvieron largas sobremesas, compartieron emociones, confesiones bastante delicadas y toda la batería de temores que a ambos les asaltaba.
–¿Te gustaría viajar a la patria? –preguntó el hombre deseoso de escuchar una respuesta afirmativa.
–¡Ahora! ¿Contigo? –se alarmó.
–Cuando sea –sonrió–, en algún momento.
–No me lo he planteado. De joven me dieron arrebatos y a punto estuve de hacerlo, pero siempre ocurría algo que me ataba a este lugar, a este pueblo, a estas aguas, a esas personas que, como ya he contado, hicieron tanto por mí.
–¿Qué recuerdos guardas de allí?
–Apenas nada: partidos de fútbol con los amigos, la escuela, a la profesora Carmela que cuando tenía ataques de asma para no subir escaleras daba la clase en el jardín, lo cual para nosotros era toda una alegría porque podías no prestar atención sin que se diese cuenta, las calles llenas de personas alegres, lo engalanados que íbamos el día conmemorativo del nacimiento de José Martí, nuestro héroe nacional. No sé, estuve poco tiempo, aunque si indago en la memoria me vienen imágenes mezcladas, muy vagas, quizá de los tíos y tías, pero soy incapaz de asegurarlo, sobre todo, veo a una mujer cosiendo bajo la sombra de una ceiba mientras movía los pies al son de la música habanera. Su piel oscura brillaba como el cristal y llevaba siempre en la cabeza un turbante de flores a juego con el vestido. A veces yo me acercaba y ella me daba caramelos.
–Era mi esposa –en la mirada de Rodrigo apareció una cortina de tristeza.
–Háblame de la familia, cuéntame cosas, no sé –sacó la botella de ron y sirvió dos vasos bien colmados.
–¿Qué quieres saber?
–Todo –sonrió.
–De los once hermanos que fuimos, sólo quedamos el que va delante de mí y yo, sigue soltero y se ocupa de la abuela, nunca salió de Puerto Escondido, no tiene oficio determinado ni empleo estable, allá donde necesitan mano de obra, va. Tengo una hija, es historiadora, trabaja para el Gobierno, salió tan inteligente como la madre; tiene tres preciosas niñas por las que despierto cada mañana y ejerzo de abuelo consentidor, me adoran y yo a ellas también. Me casé con la novia de toda la vida –hizo una pausa girando la alianza en su dedo–, vivía dos cuadras más allá de la nuestra, fuimos muy felices. Nos trasladamos a La Habana porque era profesora de canto en una escuela de música, no lejos del Capitolio, nos iba bien hasta que hubo un brote de dengue y se complicó derivando en un cuadro clínico muy grave. Murió en paz y rodeada de sus seres queridos. Desde entonces le encuentro poco sentido a las cosas, pero tengo una familia estupenda que aún me necesita.
–Lo lamento de veras –no sabía qué decir.
–Gracias, han pasado algunos años y aún no me hago a la idea de que ya no esté con nosotros –fue a la pila y se mojó la nuca.
–¿Ves mucho a la abuela? ¿La hablarás de mí? –quiso cambiar de tema.
–La situación allá no permite realizar desplazamientos, escasea la gasolina y apenas circulan carros, tenemos una distancia de unas 48 millas, lo más que hago es llamar por teléfono. Además, como te dije, tiene alzhéimer y no creo que recordase nada de vosotros, o sí, pero igual aparecían malos recuerdos y no queremos que sufra. Pero sí tienes montones de primos, le diré a Elsa, mi hija, que busque la manera de poneros en contacto. No obstante, te recomiendo que no comentes con nadie la finalidad de tu maravilloso proyecto, nunca sabes quién podría traicionarte por un puñado de plata.
–Tranquilo, no lo haré, sólo a ella.
–Tampoco, por su posición la pondrías en un compromiso, como he dicho, corren tiempos difíciles –jamás se perdonaría arriesgar la vida de los suyos.
–¿Entonces qué has contado de este viaje? –preguntó intrigado.
–¡Ay, mijito! Los cubanos salimos de la isla a por mercancía para venderla después en el mercado negro, a veces, a cambio de un simple cuartico de arroz, por eso he de comprar algunas cosas para no levantar sospechas.
–¿Cómo qué? –quería colaborar
–Cosméticos, bolígrafos, cuadernos, productos de aseo, colonias, artículos que allí son casi imposibles de encontrar.
–Perfecto, mañana iremos a un par de tiendas, para hoy tengo otros planes. ¿Más café y otro pedazo de tarta? –dijo lo más hospitalario que pudo sonar.
–Sí, gracias. Por cierto, mencionaste a José Martí, nuestro Héroe de Cuba. ¿Conoces la canción Guantanamera?
–Claro, acabas de cantarla, y la tengo en una selección musical que compré hace mucho en una gasolinera –respondió el morenito.
–Pues la primera estrofa que dice: “Yo soy un hombre sincero/de donde crece la palma/y antes de morirme quiero/ echar mis versos del alma”, está sacada de su libro de poema “Versos sencillos”, esa letra la identifico con el desgarro, con la persona que, arrancada de su lugar de origen, busca hacer vínculo con los pobres de la tierra. No sé, allá es un himno por todo cuanto significa, sin embargo, para mí es la manifestación pura de la melancolía.
–Ponte esto de más abrigo y ven conmigo –cogió el mapa de carreteras, un par de linternas, dos sacos de dormir y comida enlatada. Cuando se incorporaron a la carretera interestatal era noche cerrada, la fauna nocturna de la zona tanteaba el terreno sin miedo a los faros de los automóviles ni a ser arrollados. Todo tipo de ruidos extraños, indescifrables o sencillamente aterradores penetraban en el Parque Nacional de los Everglades por los caminos de senderismo. Mereció la pena haber conducido 130 millas tan solo por ver la cara de asombro del hombre cuando, desde la pasarela de madera, apoyados en la barandilla, con el olor a mar trepando por las narices, asistieron al acontecimiento único de la salida del Sol.
–No tengo palabras –Rodrigo articuló muy emocionado–, estoy orgulloso de ti, eres bueno y me voy con la satisfacción de que, a pesar de lo cruel que la vida ha sido contigo, tienes nobleza y eso no se adquiere, así como así.
–Te voy a echar de menos, tío.
Tres días después, Ernesto Acosta, el morenito, volviendo a pasar por el doloroso sentimiento de la separación, despedía a Rodrigo Núñez en el Aeropuerto Internacional de Miami, cuyo trasiego de personas y equipajes era abundante. Agarrado al clavo ardiendo de la esperanza imaginó un pronto reencuentro, otra escapada en barca, esa vez a Flamingo, uno de los pocos sitios del Parque Nacional de los Everglades que goza de cielos muy oscuros para la observación de estrellas y una vista bastante amplia de la Vía Láctea, pero de no ser posible, en el caso de que las circunstancias no lo permitieran, al menos le quedaba la intensidad de las jornadas que habían pasado juntos, dejando una huella memorable en sus corazones. Fundidos en eterno y caluroso abrazo, dispuestos a detener los relojes del mundo en ese instante concreto, y seguir un rato más pegados los cuerpos a las paredes del cariño, se produjo la siguiente conversación:
–Me alegro de que no se te duerman los lechones en la barriga, mijito –dijo Rodrigo sin soltarle.
–¿Qué significado tiene la frase, no la comprendo? –le susurró al oído.
–Es una expresión que usamos allá para definir a alguien que es emprendedor, rápido, atrevido para los negocios, que no se le pone nada por delante y que es capaz de realizar cualquier tipo de trabajo con tal de sobrevivir. Tú eres así, mi querido sobrinito. No te olvides de nosotros. Y gracias, gracias por todos estos paquetes que llevo, a mis nietas les va a encantar los vestidos que les has regalado y a Elsa el perfume.
–Tendrás que decirles la verdad sobre mí, ¿no?
–No, la vida está llena de casualidades y a ti te encontré tomando un refresco con otros compatriotas –salió al paso.
–Como prefieras. Bueno es saberlo para no meter la pata si tu hija comunica conmigo.
–Mucho mejor dejarla al margen. En cuanto cierre el primer envío te lo hago saber, siempre y cuando sea de confianza.
–Vale, ojalá salga bien –mostró, por primera vez, un poco de preocupación.
–Saldrá, ya lo verás. Confía en ti, yo lo hago –en esas palabras puso para el muchacho la dosis de seguridad justa que necesitaba recibir.
–Cuídate mucho y si puedes, besa a la abuela por mí. –Le vio alejarse con paso sereno, sin mirar atrás, seguro de sí mismo, con templanza y muy erguido, sin embargo, hasta ese preciso momento no había notado una suave cojera que él disimulaba arqueando el pie con elegancia. Lucía camisa blanca, impoluta, sobre pantalón beige de tela fina y sombrero de paja. El morenito se quedó delante del ventanal con vistas a la explanada donde varias aeronaves esperaban autorización para despegar. Se fijó concretamente en una que giraba en redondo, muy despacio, hasta posicionarse en la pista de despegue, segundos después, desde la torre de control, le dieron luz verde, entonces fue acelerando hasta quedar suspendida en la línea del horizonte rumbo a su destino. En la zona de aparcamiento, a esas horas bastante lleno, a Ernesto le costó un poco dar con la camioneta, una vez dentro, en el asiento del copiloto donde estuvo sentado Rodrigo Núñez, encontró una fotografía de Mirta, su madre, guapísima y joven. Pasó la yema de los dedos como haría el invidente reconociendo los rasgos de un nuevo rostro, miró el reverso del retrato y leyó la dedicatoria: “Para mi sobrino, el morenito, un hombre con el corazón más grande que la caja del pecho. De su tío Rodrigo. Entonces, se la guardó en la cartera y arrancó la camioneta, empujó la cinta de cassette y comenzó a sonar la voz inconfundible de Compay Segundo.
Los siguientes meses fueron de calma. Ernesto Acosta ayudaba en la tienda de artículos de pesca EFC Everglades Fishing Company los sábados por la mañana donde ganaba muy poco y de domingo a viernes en el muelle, con los pescadores, en las maniobras, no siempre fáciles, de colocar las embarcaciones en la rampa, faena retribuida la mayoría de las veces en especies: sardinas o salmonetes para la cena y, de cuando en cuando, algún billete de los pequeños. Así que, como los ingresos no le alcanzaban para llevar a cabo su objetivo solidario y estaba a punto de rozar el umbral de la pobreza, comenzó a tejer redes por encargo, como ya hiciera Tracy complementando la economía familiar. Desde las 2:00 a.m. no paró de dar vueltas en la cama molestándole el estómago, tuvo ganas de levantarse y sentarse en el jardín hasta la llegada del amanecer, pero optó por ver en televisión un partido de beisbol al que no prestó demasiada atención, el recuerdo de Koa y Amy Dayton quizá aún en prisión o puestos en libertad, surgió de repente, tan vitales, movilizando a cientos de personas manifestándose por alguna causa justa. ¿Dónde estarán? ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Y de mamá Regina? Aunque no se dio cuenta ya había amanecido y le sobresaltó el timbre del teléfono.
–¡Hello! –dijo en un inglés con acento latino, aclarándose la garganta.
–¿Qué tal, mijito? –se oyó del otro lado.
–¡Tío Rodrigo! ¿Cómo te va? Pensé que te habías olvidado de mí.
–Todo bien, he estado ocupado, por eso no comuniqué antes.
–Lo imaginé –intuyó que el hombre hablaba entre líneas y tampoco se podían extender, llamar desde allí era muy caro.
–Presta atención: dentro de una semana dos pajaritos alzarán el vuelo, les vendrá estupendo contar con comida preparada y el nido bien mullido.
–¡Pues no se hable más! El nido se acomoda, la comida se transporta y el temporal se consulta –hablaban en clave y significaba que dos balseros iban a emprender la aventura de cruzar el estrecho rumbo a los Cayos, eran de confianza y Ernesto los recogería en alta mar inaugurando con ellos Garber House.
–Cuando hayan cogido el peso suficiente –día y hora de salida–, volveré a llamar.
–De acuerdo, no hay problema. Cuídate mucho.
–Y tú, mijito –ambos dijeron un tanto nerviosos.
Ahora, algo parecido, sería impensable con la maquinaria de las devoluciones en caliente a toda marcha, con el cierre de fronteras preparándose para la llegada inminente de la nueva Administración Trump. El morenito repasa toda su trayectoria y, salvo por dos o tres tonterías sin importancia, estaba muy satisfecho con el resultado final, ojalá también lo estén aquellos a quienes ayudó desinteresadamente.
14.
Todo estaba listo para sacar de Cuba cuanto antes a las hermanas huérfanas de madre cuyo padrastro abusaba de ellas cada noche, y lo hacía con tanta violencia y agresividad que era imposible oponer resistencia temiendo por sus vidas. Gilberto Núñez ultimaba detalles con quienes traería artículos de aseo, baterías para radios y celulares que después venderían en el mercado negro, además de algunas medicinas imposibles de conseguir allí. Mientras tanto, Ernesto Acosta organizaba la estancia de los tres compatriotas en Garber House, poniendo mayor énfasis en las mujeres a las que proporcionaría lo necesario para la rápida migración a España, donde aseguraban tener algún allegado dispuesto a acogerlas. Improvisó, por tanto, un set de higiene personal para el viaje de ellas: cepillo y crema dental, peine, desodorante, champú, jabón, toallas sanitarias para la regla, colonia y un poco de maquillaje, así como un pequeño botiquín de primeros auxilios. Rodrigo Núñez, tío de ambos, esa vez se mantuvo al margen supervisando los protocolos para los siguientes balseros que partirían en dos o tres meses hacia Florida. Comenzaba a tener despistes significativos, por ejemplo, variar una o dos millas las coordenadas de la ruta, cambiar los nombres de los viajeros o traspapelar direcciones de contactos que podrían facilitar la estancia en otra ciudad tras de haber pasado un tiempo en Chokoloskee. El morenito revisaba el correo electrónico cuando le apareció la ventanita para aceptar videollamadas.
–¿Qué tal, Gilberto? ¿Cómo te va? –Preguntó Ernesto.
–Muy bien, brother. ¿Y a vos? –continuó el otro.
–No me puedo quejar. ¿Tenéis ya las visas para venir de turistas y los pasajes? Me costó mucho enviarte el dinero.
–Sí, todo está en orden, embarcamos pasado mañana. Una cosa, ¿tú has notado raro al tío Rodrigo? No sé, mijito, de un tiempo a esta parte no parece el mismo.
–Hombre, así de pronto, no sabría decirte, no es igual por teléfono que verlo en persona, pero ahora que caigo, hace unos días le pedí la identificación de quienes completarán el próximo servicio y comenzó a nombrar a miembros de nuestra familia, reaccionó rápidamente gastando una de esas bromas suyas tan recurrentes.
–La prima Elsa quiere llevarle al médico para tratarle de los despistes, por lo visto olvida cosas sencillas y básicas –comentó Gilberto–, pero él es tozudo y se opuso.
–¿Crees que ha heredado la misma enfermedad de Alzheimer que la abuela? –preguntó Ernesto muy serio.
–Cabe la posibilidad, claro que sí –su voz se oía entrecortada.
–Vaya, se ve que la conexión en La Habana hoy falla bastante porque la imagen se queda congelada. ¿Me escuchas? ¡Hola! –ocurría a menudo por los continuos cortes que sufría el país. Con la conversación interrumpida intentó dejar cerrado el asunto del viaje por e-mail, recibió la confirmación y se emplazaron para reencontrarse en el Aeropuerto de Miami. Cuarenta y ocho horas después, Gilberto Núñez apareció con las dos muchachas demacradas, débiles y hambrientas, estaban asustadas, todo era nuevo y diferente para ellas. Al cabo de los días emprendieron viaje destino España, mientras tanto, los primos disfrutaron de buena pesca y puestas de sol.
Aprovechando que las nietas jugaban al escondido con los amigos y las amigas, Rodrigo extendió en la mesa un mapa y trazó sobre él la ruta exacta para cruzar el estrecho de Florida, obviando que había introducido una leve variación que, una vez hechos a la mar, quizá apenas se notaría. Una cuadra más allá, en Crespo con Colón, el timbre risueño de las melodías de Celia Cruz esparció optimismo entre los habaneros y habaneras de destino incierto. Se miró las manos de piel arrugada y observó un tímido temblor en la derecha que disimuló sosteniéndola con la otra, para que la punta del lápiz no marcase fuera del continente. De repente, se le quedó la mente en blanco, no reconocía el sitio donde estaba ni aquellas paredes cubiertas con fotografías de antepasados que le resultaban ajenos. A los pocos segundos la silueta del aura tiñosa, ese ave carroñero cuya peculiaridad consiste en sobrevolar las ciudades buscando desperdicios, le transportó a una época más hermosa. Rondaban a su novia, además de él, dos de sus primos, otro vecino y un forastero que la invitaba a pastelitos y café. La joven que, por aquel entonces, estaba en el último curso de canto, se fijó en él, el más callado y delgaducho. Comenzaron a salir y rápidamente se casaron en Puerto Escondido, luego, instalados ya en La Habana, nacería Elsa. Rodrigo se sonrió al rescatar de sus recuerdos la voz de la niña, sin embargo, no se percató que detrás suyo, alguien luchaba por traerle de vuelta al presente.
–¿Eso que es, papá? –preguntó Elsa, su hija.
–Un mapa –dijo poniendo la mano sobre los números para taparlos.
–No me tomes por tonta, y ahora me vas a explicar qué te traes entre manos con el sobrino americano recién aparecido. –No había vuelta de hoja, por tanto, empezó a hablar entusiasmado de Garber House, y de su visita a Chokoloskee, de la primera experiencia con los Valdés, muy conocidos por ella y de la necesidad que tenía de hacer algo por los compatriotas a pesar del dolor de ver la patria cada vez más vacía y empobrecida.
–Cariño, me hago viejo y quiero ser útil mientras pueda. Ayudar a la gente es gratificante y te hermana con el ser humano. Sabes que aquí hay poca salida, y puede que algún día tú también lo hagas por las niñas.
–¿El primo Gilberto está al corriente? –tenía los ojos enrojecidos, más que de enfado, de orgullo por tener un padre con mucha empatía.
–Sí, junto a Ernesto, se ha encargado de coordinar la parte de aquí, la computadora no es lo mío y ellos la manejan bien –era consciente de que la chica podría sentirse ninguneada.
–¿Confías en él y en mí no? –estaba al borde de las lágrimas.
–No te dije nada para no comprometerte por tu trabajo –se acercó a abrazarla, le recordaba tanto a su madre: fuerte, resolutiva, con las ideas claras, luchadora, sensible…
–Papá, soy tu hija y si estás metido en este lío quiero estar contigo, además puedo serviros de mucha ayuda, manejo información de primera mano.
–No, puede crearte problemas y no estoy dispuesto, es arriesgado y no lo voy a consentir, otra cosa es que tú también quieras salir de Cuba, entonces ponemos en marcha la maquinaria.
–Esta es mi patria, en este lugar han nacido mis hijas, he sido feliz con su padre hasta que nos abandonó y posiblemente moriré con la vista clavada en el Malecón. Soy habanera y he de arrimar el hombro en esta bella ciudad –introdujo los dedos en el cabello ensortija del hombre y le sonrió.
–Mira a tu alrededor y dime si ves lo mismo que yo: hambre, desesperación, edificios en ruinas, gente resignada a vivir sin medicinas y casi sin los alimentos más básicos, familias enteras faltos de perspectivas, de futuro. ¿Ves lo mismo?
–¿Pero si todos huimos qué será de nuestra tierra? ¿Quién la poblará y la hará crecer? Cerrarán las escuelas y los hospitales, el turismo no vendrá, se secarán las plantas, migrarán las aves y los artistas cayendo para siempre el telón en los teatros. ¿Qué será de nuestra cultura, gastronomía o costumbres? ¿Seremos los cubanos personas tan alegres fuera, como lo somos llenando de vida nuestras calles? ¿Quién velará a los muertos si desaparecemos? Perderemos la biografía, la identidad, las raíces, la memoria y la lucha de aquellos que lo dieron todo por mejorarnos a nosotros, no habrá servido de nada. Los viejos morirán solos, sin nadie que les tome de la mano para hacer más llevadera la recta final, cerrarán las incubadoras y ya no habrá futuro –él se quedó pensativo, en el fondo era un argumento bastante convincente, aunque también es muy lícita la postura del inmigrante cuyo objetivo se fundamenta en el derecho a prosperar.
–Estoy orgulloso de ti, eres portadora de opiniones muy sólidas y envidiables. ¡Qué gran trabajo hizo tu madre contigo transmitiéndote dichos valores!
–¡Anda, adulador! ¿Van a seguir esta ruta los balseros? –le puso una mano sobre el hombro mientras le rozaba la mejilla con la yema de los dedos.
–Sí, según Ernesto es la más segura –respondió con desgana.
–¿Quiénes van? –el afán por saber la delataba tratando de ayudar en la sombra.
–Cariño, cuanto menos sepas, mejor. –La pequeña de las niñas entró regañando con sus hermanas porque siempre perdía en todos los juegos. Él dobló el mapa y ayudó a la nieta mayor a poner la mesa, Elsa sirvió el arroz con frijoles que había preparado Rodrigo.
Un sábado por la mañana se presentaron unos cubanos en EFC Everglades Fishing Company preguntando por el morenito, les dijeron que no había ido a trabajar porque se encontraba enfermo, tras mucha insistencia, el jefe les dio la dirección. Tal y como aprendió de Tracy, sudaba el resfriado en la cama, a base de leche caliente y tragos de coñac. Las sábanas, que iba cambiando tal cual se mojaban, las tenía amontonadas en un rincón, jurándose reponer fuerzas y tenderlas frente a la Bahía de Chokoloskee. Habían pasado nueve días y se encontraba mucho mejor, así que, puso verduras a hervir, las retiró y se bebió el caldo con todas las vitaminas. Del garaje, cogió los utensilios de pesca, se colocó el chaleco salvavidas y se ajustó las prendas de abrigo, tenía la nevera vacía y le apetecía truchas para cenar. Enganchó el remolque de la barca en la camioneta y revisó el botiquín, así como las botellas de agua y bengalas. Faltaban muchas horas para que se escondiese el sol. El ruido de un vehículo acercándose le obligó a levantar la vista.
–Buscamos a Ernesto Acosta –el acento cubano era inconfundible.
–Soy yo –dijo pendiente de los enganches–. Ustedes dirán.
–¿Ayuda a gente a salir de Cuba? –fueron directos y tajantes.
–¿Quién lo dice?
–Dos chicos que trabajan en un taller mecánico, cerca de la Calle Ocho, en Miami –blasfemó para sus adentros contra Osvaldo e Hilario Valdés por el chivatazo–, dicen que a ellos los sacó usted.
–Bueno, no exactamente –evitaba dar detalles de la operación.
–Ya sabe cómo están las cosas en la isla. Los suegros de aquí, de mi amigo –señaló al otro–, necesitan venir. Lo hemos intentado todo: desde la vía legal, hasta el soborno, pero nadie quiere arriesgar con personas mayores, y la verdad, tenemos que intentarlo porque estamos convencidos de que si siguen allí morirán de pena –comenzaban a darle confianza, parecían realmente interesados, de lo contrario su comportamiento habría sido muy diferente.
–No es fácil, requiere de una preparación que ha de realizarse también desde allí –en su cabeza empezaba a matizarse la operación.
–Por nosotros no hay inconveniente, díganos qué podemos hacer, y lo haremos.
–De momento debemos aguardar unas pocas semanas, estamos a punto de sacar a otros compatriotas y no podemos hacerlo tan de seguido porque levantaríamos sospechas –tenía que consultarlo con Rodrigo y Gilberto antes de comprometerse–. ¿Dónde puedo localizarles? –intercambiaron los números de teléfono.
–Así que, esta es la famosa Garber House de la que tanto hemos oído hablar –sacaron un montón de dólares y se los dieron.
–Mientras que no concretemos no puedo aceptarlo –lo rechazaba con las manos.
–Cójalo y compre víveres, quien venga lo va a necesitar –se fueron no con muchas esperanzas.
Desde que publicó un artículo criticando a los hermanos Castro donde denunciaba la pobreza que embargaba cada rincón de la madre patria y lo oprimido que se sentía el pueblo privado de bienestar, Daura Estrada estaba escondida en un lugar que tan solo conocían Rodrigo y Gilberto Núñez. Profesora en preuniversitaria de Ciencias Sociales, Humanísticas y Económicas, fue ganando enemigos que afeaban la labor realizada con las alumnas y los alumnos instándoles a desarrollar una mente abierta a todo tipo de gente siempre desde el mutuo respeto. Cuando menos lo esperaban saltaba por encima del temario y les hablaba de política, de arte, de libertad de expresión, de derechos civiles peleados en la calle y de mantener muy bien amueblada la cabeza, sinónimo de manejar las exactas herramientas para expresar una firme opinión. Pero, esa vez se torcieron las cosas, corriéndose la voz de que iban a detenerla. Entonces, de noche, y sin ella saber cómo, su esposo e hijos abandonaron clandestinamente el país. Un amigo común se lo contó a Elsa, ésta a su padre y él a los sobrinos que inmediatamente se pusieron manos a la obra.
–Perdonadme, no lo veo nada claro –dijo Rodrigo. Gilberto pasaba una mala racha y había vendido su celular por lo que compartía pantalla con Rodrigo en la videollamada gracias a la computadora prestada por Elsa.
–La travesía, por seguridad, tiene que hacerla sola –indicó Rodrigo–. Tú solo tienes que salir a su encuentro y esconderla en Garber House, nosotros nos ocupamos de despistar sobre su paradero.
–No lo conseguirá, las corrientes del estrecho de Florida arrastran cualquier cosa como si fuera papel de fumar. Una persona sola, remando, es un suicidio.
–Pues es la única oportunidad que tiene de no acabar en la cárcel, así que, brother, traza una ruta lo más alejada posible de la Guardia Costera.
Al noroeste de la ciudad, cruzando el túnel de la Bahía de La Habana, pasado el antiguo peaje, cerca del Castillo del Morro donde está el faro, encontraron una balsa deteriorada en la Playa del Chivo, poco transitada por turistas al estar contaminada de petróleo. Gilberto la ocultó detrás de unos matorrales y la fue reparando con paciencia, cuando comprendió que estaba lista, Ernesto y él se pusieron en marcha. Elsa, con la condición de no saber adónde iban, les prestó su carro. Vestida con prendas masculinas y ocultando la larga melena en el interior de una gorra militar, Daura Estrada salió de su escondite flanqueada por los dos hombres. En la parte trasera del automóvil, medio tumbada, les dijo que en el caso de no conseguirlo les dijesen a los suyos que murió por y para la libertad de los que vendrán detrás de ella. Durante 15 millas de navegación todo parecía en calma, sin embargo, de repente, por el horizonte apareció el monstruo de un tornado que nadie predijo. Sujeta con ambas manos a un asa de cuerda luchó con todas sus fuerzas para mantenerse a flote y, segura de haberlo conseguido, relajó los músculos de los brazos, se giró en redondo y, viéndose de frente contra la inmensa ola que la cubrió, supo que aquello era el final. El morenito, esperó durante horas. Caía la noche y también la impotencia de quien comprende que nada puede hacer por el náufrago, regresó a Chokoloskee y, tras varios intentos, no pudo comunicar con Cuba. A la mañana siguiente, un e-mail de Gilberto daba la triste noticia: el tío Rodrigo y yo hemos localizado la balsa, mejor dicho, lo que queda de su rudimentaria estructura, pero ningún resto humano. Al cabo de semana un cuerpo de mujer, en avanzado estado de descomposición, fue hallado en un punto desconocido de la costa cubana.
–Anoche no pude conectar con vosotros –dijo Ernesto a los otros interlocutores.
–Ya sabes mijito sufrimos un gran apagón –respondió Rodrigo.
–Esperé a la mujer hasta que empezó a hacerse peligroso atravesar los Everglades.
–No estaba previsto que surgiera una manga de agua tornádica –aclaró Gilberto–, cuyo torbellino atrapa cualquier cosa, debió de morir ahí.
–¡Qué pena! –exclamó Ernesto–. A lo mejor todavía está perdida en el océano.
–No, imposible, antes de amanecer hemos recorrido parte de la costa y había restos de la balsa, la conocemos por la lona.
–En fin, tanto quien se arriesga como nosotros sabemos que existe ese altísimo riesgo. ¿Habéis decidido algo respecto al matrimonio que os propuse sacar? –hubo segundos de silencio que fueron eternos.
–Haznos una propuesta firme y lo pensaremos…
Recordando ahora aquel episodio en el escenario de esta convulsa actualidad donde tantas personas mueren por expresar lo que piensan, gente de a pie que se oponen a retroceder en derechos conseguidos; periodistas que se juegan el tipo por dar la noticia y luego acaban con un disparo en el pecho; activistas que denuncian pese a ser una y mil veces encarcelados; políticos que no convergen con la mentira, el despilfarro, las comisiones y son expulsados por la puerta trasera; artistas vetados por transgresores. En definitiva, seres humanos considerados molestos, como lo sería sin duda Daura Estrada chocando de lleno con la administración Trump y, puede que, engordando el número de deportados. Los habitantes de Chokoloskee iniciaban sus tareas, ajenos al resto del mundo, mientras que a Ernesto Acosta un remitente anónimo le hizo llegar, en un archivo comprimido, la serie documental Vietnam: La guerra que cambió América. Según pasaban las imágenes se estremecía con los testimonios de los supervivientes y su sufrimiento a consecuencia de las secuelas incurables, entonces cayó en la cuenta de lo poco que habíamos aprendido y del vil empeño de los dirigentes más controvertidos y polémicos por repetir lo peor de la Historia.
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