6.
Conseguí el dinero necesario para
pagar la boda a cambio de firmar un documento notarial en el cual cedía las
patentes más importantes de la Motors Carson Company, en aquel momento con
el cincuenta por ciento de participación canadiense, lo que significó que, en
todos los aspectos, estaba en minoría respecto a la toma de cualquier decisión.
Era domingo, mamá seguía disgustadísima conmigo y se fue a pasar el día con su
novio, supongo que lo hizo por no ver continuamente mi cara de empresario
amargado, así que, asumiendo lo monótona que iba a ser una jornada solitaria, cuando
me disponía a salir a la cafetería más cercana justo a la hora del brunch, mi
hermana Dakota se presentó en el motel por sorpresa y fuimos juntos. Ella siempre
se ha jactado de ser buena comensal gozando y disfrutando la degustación de
cada alimento, de modo que pidió huevos, beicon crujiente, salchichas y tostadas,
para mí sólo café y pastelitos dulces, de repente sentí que no tenía apetito.
–¿Qué
le pasa a la novia que está tan mustia? –dije besando sus mejillas–. ¿No te
habrás echado atrás, eh? Eres capaz de huir por menos de nada.
–¡Ay,
Ayden! ¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si no estoy preparada para cabalgar por
las colinas ni desenvolverme en la vida rural? Soy una chica de ciudad acostumbrada
a ciertas comodidades y forma de vida. ¿Cómo voy a lucir allí mis vestidos y sombreros
si hay arena en todas partes? –definitivamente se me encendieron todas las alarmas.
–Bueno,
pues te calzas las botas, te subes a lomos del caballo y emulas a Barbara
Stanwyck en la legendaria serie Valle de pasiones. A dos semanas de la
ceremonia no puedes romper el compromiso. ¿Imaginas el tornado que provocarías?
–Por primera vez la vi empequeñecida e intuí que la influencia de nuestra madre
la había empujado a echarse a los brazos de aquel hombre, pero tenía que apechugar
y llegar hasta el final de la palabra dada ya que habíamos hipotecado la
herencia sentimental de la familia.
–Para
ti –dijo entre sollozos–, si no afecta directamente a tus gestiones mercantiles
todo es una cuestión menor que no salpica al gran hombre de negocios que no
tiene que aguantar los comentarios, las risas ocultas detrás de un pañuelo, el
ninguneo de amigos y amigas en determinadas fiestas a las que te invitan porque
das mucho juego en los corrillos de chismosos y chismosas o el vacío que a
veces se siente dentro. –Aquellas palabras me dolieron bastante porque nunca la
imaginé tan desgraciada como se mostró. ¿Dónde quedó aquel espíritu aventurero
que narraba en la cocina amoríos imposibles poniendo en vilo el corazón de
Dominic el jardinero, Jaslene la doncella, Chul-Moo el cocinero, Brody el
chófer y Emily el ama de llaves?
–Estás
equivocada, querida, todo lo que concierne a cada uno de nosotros me importa y
me apena mucho que tengas ese concepto de mí. –Mi hermana Dakota celebró la
boda y con el tiempo, cuidando mucho las formas de comportamiento en público y
su reputación, se convirtió en una señora de Texas muy respetable colocándose
al lado de las de las mujeres más influyentes de Dallas. Nunca contó que estábamos
arruinados aunque era un secreto a voces.
El
enlace tuvo lugar en el rancho propiedad del novio quien a su vez se ocupó de organizar
hasta el último detalle, así que, en ese sentido, me quité un gran peso de
encima. Mamá, su actual novio y mi hermano Colorado Sprint que para sus costumbres
venía sin acompañante, llegaron en una carreta ornamentada con flores y tirada
por dos caballos de la raza Cuarto de Milla viejos ya para la competición.
Recuerdo que era la primera vez que asistía a un rodeo y confieso que, lejos de
disfrutarlo, me espantó tanta testosterona suelta. El banquete fue a base de
barbacoa de carne de res, tortillas de maíz al estilo mexicano, dada su
ascendencia, frijoles, embutidos, papas y pastel de nuez, regado con una extraordinaria
cerveza artesanal traída expresamente desde San Antonio. Dakota estaba radiante,
y yo, disfrazado de padrino, pasable. Según se me indicó, y siguiendo la tradición
de sus antepasados, entregué la dote en una reunión privada con los hombres de
la familia. Me metieron en un salón en cuyas paredes había colgadas cabezas
disecadas de venado cola blanca, antílope americano, jabalíes y cocodrilos,
decorado bastante desagradable. El miembro más anciano de la familia habló en
nombre del resto.
–Hemos
preparado un contrato que ha de firmar, es nuestra costumbre hacerlo, no lo
tome a mal. – Lo leí despacio y, aunque estaba redactado desde el absurdo,
acepté.
–Hermanita–la
cogí por debajo del brazo y la llevé a un aparte–, no puedes divorciarte, si lo
haces, además de quedarse con los bienes aportados al matrimonio, tendríamos
que pagar una indemnización respecto al tiempo que hubieses vivido juntos. Nos
tienen pillados por las pelotas.
–No
pienso hacerlo, aquí voy a ser alguien muy importante a la que no pararán de
invitar a fiestas y a grandes acontecimientos, quizá me presente a Gobernadora,
fíjate lo que te digo.
–Pues
más te vale comportarte como una dama o de lo contrario te pondré a picar
piedra.
Dio
media vuelta y me dejó ahí, con la palabra en la boca y la certeza de que nuestros
caminos tomarían rutas muy diferentes. Rodeada de invitados y de un marido al que
le faltaba un hervor, ganaba terreno afianzándose en el papel que siempre representaría.
Entonces, comprendí que yo estaba de más. Los aparcacoches merodeaban de vez en
cuando por si algún invitado deseaba marcharse, así que, le di a uno de ellos
las llaves para que trajera el auto que había rentado, un modelo muy viejo que
se caía a pedazos. Busque con la mirada a mi hermano Colorado Sprint, a mamá y
a la novia para despedirme y me entristeció comprobar que, faltos de
complicidad en un día tan importante, andaban evitándose para no tener que disimular.
Volvimos a vernos años después en el sepelio de nuestra madre y la conversación
que tuvimos fue muy fría:
–¿Cómo
te va, Ayden? Supe por el periódico del cierre de la Motors Carson Company
y te quise llamar, pero en aquel momento las cosas tampoco eran fáciles para mí
–dijo por cumplir.
–Hiciste
bastante trayéndote a mamá cuando dejó de valerse por sí misma, mi situación no
era la más indicada para hacerme cargo de ella, la bancarrota de la fábrica se
precipitó y no sabía cómo acabaría todo aquello –empleé su mismo tono.
–No
tienes que justificarte, podía y quería hacerlo.
–Jamás
podría haber puesto a su disposición personal cualificado en cuidados paliativos
como la proporcionaste tú.
–Bueno,
no sufras querido, simplemente me lo he podido permitir –eso me incomodó–. Perdona,
no pretendía ofenderte.
–Y
no lo has hecho. Ahora dime: ¿Son verdad los rumores que corren de tu viudedad?
–Sí,
claro, y os lo dije, Colorado Sprint y mamá vinieron, y según su versión tú
estabas ocupado. –Cualquier observador que se precie, concluirá en la teoría de
que aquellas palabras salían desde el reproche y el escozor.
–Alguien
se tenía que ocupar del negocio, porque todavía no vislumbrábamos el
catastrófico final contra el que se estrellaba.
–Pues
sí, me dejó plantada a los treinta y seis meses de contraer matrimonio. Había
amanecido un sol espléndido, una mañana rasa tras varios días de tormenta y mi
esposo realizaba tareas de reparación en el establo cuando una de nuestras
mejores yeguas le dio una coz en la sien y calló muerto, minutos después yo
misma sacrifiqué al animal.
–¡Qué
horror!, lamento no haber estado a la altura.
–Convertida
en la viuda más joven y rica de la comarca, apenas tuve tiempo para vivir el
duelo y sí para espantar a los muchos parientes que de repente surgían de la nada.
–No
pensarás que vengo a algo parecido, ¿verdad?
–No,
claro que no, de haberlo pretendido hace mucho que me habrías pedido dinero, pero
nunca lo hiciste. ¿Por orgullo?
–No,
por puro machismo…
Dueña
de 600,000 acres de tierra que llegaban hasta más allá de donde la vista
alcanzaba el horizonte, cerca de 1000 vacas que el capataz y sus hombres
trasladaban a pastar en áreas lejos de los depredadores, 350 pozos petrolíferos
y tanta liquidez en el banco que no gastaría ni en siete vidas armaban la
sólida estructura de su patrimonio. En el fondo me alegraba mucho porque al
menos uno de nosotros había conseguido una cierta estabilidad y, en su caso, a
pesar de haberse quedado sola, consolidar el espacio social para el que fue
educada por las mujeres de la familia siguiendo el protocolo de “la bien casada”,
pero dicho entusiasmo de ninguna de las maneras quería dejarlo entrever,
prefiriendo mostrar total frialdad insensible delante de Dakota.
Dejando
atrás el pasado y de vuelta a la cruda realidad enmarcada en este presente alarmista
y frívolo que parece querer exterminar a la especie humana, enmudezco las
noticias en la radio apagando el interruptor, reservo unas barras de chocolate,
mantequilla de maní y un pedazo de pastel de carne para la cena y, como cada
jueves, a las 9:45 a.m., con la barba recortada allá donde sobresale, la gorra
regalo de nuestro equipo de beisbol profesional, Los Detroit Tigers, el
abrigo largo que me ha conseguido el reverendo Bob W. Perkins, gafa oscura para
solapar las bolsas negras de debajo de los ojos y los nervios agarrados a la
boca del estómago todavía vacío, sigo al hijo de mi antigua y querida
secretaria, por E Jefferson con el cruce con St Antoine hasta la
Casa Reposo donde pasa la recta final de su vida. Los residentes que a menudo
deambulan por el jardín buscando las coordenadas del rumbo perdido, ya no notan
mi presencia porque soy un elemento más de su hábitat, cuan sombra que no
destaca o presencia en tinieblas. Un hombre de edad avanzada sostiene en la
palma de la mano un mendrugo de pan que desmiga poco a poco para dar de comer a
los pájaros, sin embargo, cuando ve en mí la amenaza que puede romper su
rutina, arruga la bolsa de papel, con tan sólo cortezas dentro, y la esconde
tras de sí. Orientada frente al gran ventanal, en la cómoda butaca de mimbre,
sobre cojines mullidos, está sentada Joanne precipitándose por el acantilado de
la desmemoria. Luce una blusa de seda estampada, pantalón negro y zapatillas de
paño gris en cuyas suelas rebosan pasos perdidos. Junto a ella, con idénticos
rasgos, el hombre de pelo ensortijado y canoso que todos los días ejecuta el
mismo ritual: saca el manojo de fotografías que lleva consigo y, esparciéndolas
sobre la mesa, repite una y otra vez el nombre de las personas que aparecen.
–Mira
mamá, aquí es cuando bautizamos a la pequeña, papá aún estaba con nosotros. Y
aquél de allí es el tío Paul. ¡Que sí, mujer!, nos ha visitado cientos de
veces. Acuérdate de lo cambiado que vino de la guerra de Vietnam y a los pocos
meses se casó con una peruana –ella toca los bordes de las cartulinas y con la
yema del dedo trata de seguir las siluetas irreconocibles–. ¿A qué no sabes
quién me pregunta por ti a diario? Los Morrison, ahora son sus hijos quienes
llevan la gasolinera y les va bastante bien, no creas, aunque en el vecindario
dicen que están endeudados. –Con los ojos entornados y, visiblemente molesta con
aquella voz monótona que no la deja en paz, mira por primera vez hacia donde yo
estoy y frunce el ceño...
–Caballero,
perdone el atrevimiento –me aborda un joven con bata blanca–, le vengo
observando y no es la primera vez que se queda ahí, sin atreverse a entrar. Si
me dice a qué residente quiere visitar con sumo gusto yo mismo le acompaño.
–No
vengo a ver a nadie, siento curiosidad y por eso miro, nada más. ¿Acaso está prohibido?
–No,
por Dios. No se ofenda, nada más lejos de mi intención, es sólo que algunos
familiares no soportan enfrentarse al deterioro de sus seres queridos y suelo
ser la persona que tiende puentes entre unos y otros. Me llamo Greyson Davis,
soy trabajador social y, entre otras muchas funciones, mi tarea consiste en atender
sugerencias que los allegados de los residentes proponen, sobre todo las
relacionadas con las mejoras de convivencia. Las llevo ante la junta de
dirección y ahí se matizan, configuran e intentamos llevarlas a cabo.
–Pues
muy bien, y a mí qué me cuenta. Váyase por donde ha venido y déjese de hostias.
–Diez minutos después y, para no desentonar, me pongo también a dar vueltas en
torno a un árbol hasta comprobar que la visita de mi secretaria se ha ido. Entonces,
dejándome llevar por un impulso espontáneo, me quedo a un pie de atravesar las
puertas giratorias. Sin embargo, las potentes luces y la sirena de una ambulancia
que se acerca me hacen retroceder.
De
los pocos negocios que quedan intactos en el vecindario sin sufrir continuos
saqueos, sobrevive una tienda de venta al por mayor de aparatos electrónicos. Es
habitual pasar por delante del escaparate y que lo tape una multitud de
personas mirando las televisiones encendidas. Ahí hemos seguido los discursos
del estado de la Unión –esto también se proyecta en la fachada de diversos edificios–.
Los tiroteos en las escuelas encogiendo el corazón de la ciudadanía, el
asesinato de George Floyd, las celebraciones del Día de la Independencia el 4
de julio, la reciente concentración ante el Ayuntamiento de Los Ángeles en
repulsa por los comentarios racistas de una concejala latina que se burla del
hijo afroamericano de un compañero diciendo que parece un changuito, grandes
inundaciones que han anegado pueblos enteros, la retransmisión en directo de
huracanes que una vez arrasado el Caribe toman tierra en las costas de Estados
Unidos dejando un reguero de desaparecidos muchas veces incontables, el juicio
del impeachment contra Donald Trump o las oraciones y ceremonias de
Acción de Gracias, así como crisis internacionales sin precedentes. Pero ahora todo
lo ocupa el estallido de bombas que impactan contra infraestructuras civiles abriendo
cráteres junto a parques infantiles, dejando cadáveres que yacen sin identidad
entre adoquines, el éxodo de hombres, mujeres y criaturas que huyen de Ucrania y
pasan al otro lado de la fronteras alejándose así del enemigo. De repente impactados
por las imágenes se rompe el silencio.
–¿Eso
dónde está ocurriendo? –pregunta un joven cuyas rodillas le asoman por un roto en
los pantalones–, a nosotros nos queda lejos, ¿no?
–Creo
que es en el sur del continente europeo –salta alguien de la tercera fila–,
pero no sé. ¿Alguno de vosotros sí? –Ninguno respondemos.
–A
mí me sacas de Michigan –cuenta un taxista que se ha parado por curiosidad– y me
pierdo.
–Yo
estuve con la OTAN en la guerra de Bosnia –apuntan desde el fondo– y me suena
cerca de ahí.
–¿Y
qué más da? –sentencia una anciana cargada con bultos–, no es nuestro problema,
muchacho, ni son nuestro muertos, ni nuestros migrantes, y tampoco nuestros
compatriotas, esa batalla no nos corresponde librarla.
–Diga
que sí, mujer. A mí no me preocupa –apunta un tipo bien vestido que se ha unido
al grupo–, somos una gran potencia y nada nos aniquilará.
–El
presidente Biden ha dicho que no nos tomemos a broma la amenaza nuclear que pone
en jaque al mundo –suena tal vez la voz más realista– y que de producirse
nuestra respuesta será contundente.
Observo
la escena desde mi posición de vencido y lo único que quiero es huir para que el
sentimentalismo ajeno no me salpique. Así que, como puedo, incluso a codazos,
me abro paso hasta salir a la claridad de la acera donde tropiezo con un muchacho
muy joven que recoge botellas de plástico. Las campanas de la catedral tocan
incesantes mientras que al menos ocho coches de bomberos van a toda velocidad en
dirección a la Avenida Hamilton. Ha comenzado a caer una lluvia muy fina
obligando al sol a hacerse a un lado y tiñendo las esquinas de un negro más
oscuro que la noche. Es entonces cuando la ciudad se me figura moribunda o
puede que sea yo quien esté muerto.
De nuevo describes con exactitud lugares, situaciones y, sobre todo, personajes con un sinfín de actitudes y sentimientos que me hacen vivir la historia como si yo formase parte de la misma.
ResponderEliminarComo siempre gracias por tu generosidad.
Me gusta mucho el último párrafo porque pones de relieve lo poco que saben los estadounidenses más allá de su patria, de su Estado, de su condado e incluso de su vecindario. No interesa, no forma parte del mundo porque el mundo son ellos.
ResponderEliminarPues yo me quedo, además de lo que dice Elvira, con el monólogo del hijo de Joanne, para mí está lleno de la sensibilidad de un ser humano que trata de rescatar a su madre del olvido.
ResponderEliminarSublime, descriptivo, mágico, real...
ResponderEliminarUn saludo desde Buenos Aires y un placer leerla. Gracias por el regalo quincenal.
ResponderEliminarEsta cita quincenal se ha convertido, por circunstancias personales, en uno de los momentos más deseado. Todo un placer leerte, Mayte. Gracias, muchas gracias por tu generosidad. Besos.
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