10.
Después de escuchar atentamente a
su informante no lo dudó y se presentó en Fountain Correctional Facility,
de Atmore, a las 11:00 a.m. donde tendría un encuentro con Daunte Gray, el joven
de color detenido por la presunta violación a la hermana del tipo que secuestró
a los niños en el gimnasio de la escuela. El tintineo de llaves al abrir y
cerrar puertas era cada vez más cercano, así como los pasos de dos o tres
personas multiplicados por veinte en el resonar del eco. ‘Me llamo Anthony
Cohen –dijo al funcionario de prisiones que traía al reo– y soy agente
especial del FBI’. ‘Muy bien, y yo la mano derecha del presidente de los
Estados Unidos, ¡no te digo! Firma la comunicación y cuando hayas terminado lo
que quieras hacer con él pulsas aquel botón rojo –señaló al interruptor ensamblado
en la pared– y vengo en tu auxilio’. Se mordió la lengua para no llamarle
imbécil. ¡Como si fuese la primera vez que visita a un recluso! El carcelero, con
ese sobrepeso que ralentiza cada movimiento, le encadenó por uno de los pies a
la argolla incrustada en el suelo. ‘Quítele las esposas, no son necesarias’.
‘Ni hablar, las normas no lo permiten. Además, que si luego hay problemas quien
se lleva la bronca soy yo’. Terminó el ritual y salió de la habitación
maldiciendo entre dientes. El chico, al enderezar la postura en el respaldo de
la silla exteriorizó un mueca de dolor. ‘¿Te han lastimado, hijo?’. ‘No,
señor’. ‘A mí puedes contármelo’. ‘Todo está bien, señor’. ‘Bueno.
¿Sabes por qué estoy aquí?’. ‘Ni idea, señor’. ‘Cuéntame
exactamente qué hiciste la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 p.m. de hace
dos años?’. ‘Salí de clase de piano e iba a casa. Mis padres habían
hecho una tarta de cumpleaños con todo el cariño del mundo y aguardaban mi
llegada ilusionados’. ‘¿Cuántos cumplías?’. ‘Dieciocho’. ‘Continúa,
por favor’. ‘Según atravesaba el descampado, llamado boca del lobo para
niñitos de color con quien divertirnos, varias patrullas de policía me cortaron
el paso’. ‘Continua, por favor’. ‘Oiga, amigo, conoce
perfectamente cómo funciona esto contra los afroamericanos, así que no me tire
de la lengua’. ‘¿Alguien comprobó tu coartada?’. ‘¡Bromea! ¿Pero
usted de dónde ha salido?’. ‘¿Violaste a la chica?’. ‘No, señor.
Mire, se ha equivocado de sospechoso, quienes le hicieron a la pequeña esa
atrocidad tan horrorosa andan ahí afuera, bebiendo cerveza y eligiendo a sus
próximas victimas’. ‘¿Por qué dices “quiénes” y no “quién”? ¿En qué
basas dicha afirmación?’. ‘Hermano, aquí dentro se sabe todo de
primerísima mano y sin filtros’. ‘¿Intentó tu abogado presentar un
recurso de apelación?’. ‘Nosotros no tenemos dinero, era de oficio’.
‘Oye, deja que te ayude a salir de aquí destapando la verdad, pero para eso
necesito de tu colaboración’. ‘¡Está loco! ¿Pretende que me rajen por
chivato? No, muchas gracias’. ‘Una de mis fuentes asegura que fueron dos
hombres, puede que tres, los que abusaron de la menor. ¿Es cierto?’. ‘Pregúnteles
a ellos’. ‘No sé si eres consciente de que te han caído tantos años de
cárcel que cuando salgas irás derecho al cementerio. Si lo quieres así, y
resulta que descubro la verdad y que tú eras conocedor de la misma, te acusaré
de obstrucción a la justicia. Piénsalo’. Se levantó, y casi tocando el interfono,
oyó: ‘Espere…’.
‘¡Haberme
avisado antes! –exclamó Zinerva Falzone a Coretta Sanders mientras la
abrazaba–. ¿Has hablado con el médico?’. ‘Todavía están atendiéndole,
hay que esperar el resultado del TAC, llegó muy grave.’. El South Baldwin
Regional Medical Center seguía con sus obras de remodelación, por eso la
sala de espera estaba ubicada en una carpa anexa al pabellón de urgencias donde
los familiares aguardaban ser informados sobre el estado de salud de sus seres
queridos. ‘¡Helen! –gritaron las dos–. ¿Qué haces aquí?¡Helen!’.
Se puso de puntillas para localizar a sus compañeras. ‘Mi hermana tuvo una
crisis y se ha tomado un bote entero de pastillas, van a hacerle un lavado de
estómago. Confío en vuestra discreción, no me gustaría que transcendiera. ¿Y
vosotras?’. ‘Es por mi esposo, le dejé un momento solo para comprar mermelada
a los granjeros de la comunidad amish, que elaboran ellos mismos –explicó
la profesora– y cuando volví todo estaba revuelto y él tirado en el suelo con
numerosos golpes’. ‘¿Sospechas de alguien? –aunque intuían la respuesta,
preguntaron–. ¿Y nadie vio nada?’. ‘¡Somos negros! ¿Quién se
atrevería a defendernos?’. ‘¿Has puesto la denuncia?’. ‘No’. ‘¿Y
cuándo piensas hacerlo?’. ‘Ya veremos’. ‘Oye, querida –irrumpió
la italiana–, es que si siempre callamos no avanzaremos ni acabaremos con la
segregación racial y la comunidad supremacista, absolutamente conservadora, se saldrá
con la suya’. ‘Se realista y mira a tu alrededor, la vida no es fácil
con este color de piel –extendió la mano–. Jamás perdonarán que ocupe un
puesto de trabajo que consideran propio, ni que haya colaborado para la
liberación de los alumnos, menos aun cuando dicha participación ha sido
detonante respecto a la detención de dos patriotas de bien. Pero lo más penoso
de todo es que mi marido haya tenido que pagar las consecuencias. Sin embargo,
lo volvería a hacer’. Sabían perfectamente que detrás del cruel ataque a aquel
pobre hombre indefenso, con un grado de Alzheimer bastante considerable, había miembros
del klan. Justo detrás de ellas, una mujer con abrigo largo, bufanda por debajo
de la nariz, gafas oscuras de concha ancha y gorro de lluvia, escuchaba la conversación
con el corazón en un puño y dos lágrimas bajando en cascada por las mejillas.
Era Betty Scott que al enterarse de lo ocurrido también quiso mostrarle su
apoyo, en cambio, avergonzada y con el presentimiento de que su hijo podría
haber participado en la paliza, dio medio vuelta sin ser reconocida. ‘Familiares
de Beth Wyner –sonó ronca la voz del sanitario–. Por favor, diríjanse al
mostrador de entrada, allí les informarán’. Helen abrazó a sus compañeras y
desapareció por la puerta de hojas abatibles.
El
caso de Isaías Sullivan, desde el ámbito judicial fue muy sencillo de resolver,
aunque todo dependió del criterio del juez que tocara. No obstante, sin
parientes y, tras haber recibido los informes preliminares de la buena
conservación de riñones, hígado, páncreas y corazón, falló a favor e iniciaron
el protocolo para llevar a cabo la donación. En otro área del hospital, lejos
de urgencias, en el lado opuesto donde el ritmo se acompasaba según la gravedad
de cada paciente, la habitación que hasta entonces había ocupado Isaías
Sullivan estaba vacía. El colchón libre de sábanas mantenía aún la forma de su
esqueleto mullido en la derrota, mientras que la mancha amarillenta de fluidos
ya sin vida bordeaba los pespuntes del almohadón. Media hora antes de que el
doctor Eric Weiss diese el visto bueno para llevarlo a quirófano, varios
helicópteros aterrizaron en la azotea listos para el traslado de los órganos
del donante a cuatro puntos distintos del país, donde sus receptores,
rebosantes de alegría y de agradecimiento, veían por fin una pequeña luz al
final del tormentoso túnel. Osiel Amsalem terminaba de rellenar la documentación
pertinente con el vecino del muchacho para que, una vez realizada la múltiple extracción
pudieran enterrarlo dignamente. ‘Abuelo, váyase a descansar que yo le aviso
cuando acaben –dijo con mucha empatía–. Esto va para largo’. ‘No,
mi sitio está aquí, no se preocupe’. ‘Bueno, pero voy a traerle algo caliente’.
‘Muy amable’. A esas horas en la cafetería de personal apenas quedaban
dos o tres enfermeros que doblaban turno y la plantilla de limpieza reponiendo
energías con una buena hamburguesa, patatas fritas y Coca-Cola. El camarero, lánguido
por ser su último día de servicio, le preparó una buena jarra de cacao hasta el
borde, panecillos con porciones de mantequilla y un pequeño recipiente con
leche por si quería rebajar el espesor del chocolate, alimentos que el anciano
recibió con eterna gratitud. El silencio y los recuerdos le sumergieron en el
letargo. Diez horas después tocaban su hombro sobresaltándose. ‘Caballero, despierte,
por favor’. ‘Lo siento doctor, me he quedado traspuesto’. ‘No se
preocupe. Hemos acabado según lo esperado y sin complicaciones. Ya puede
llevárselo. Ahora muchas personas cuya existencia pendía de un hilo, abren una
nueva etapa’. Con ojos vidriosos y media sonrisa, desapareció por delante
de su propia sombra. Tomó asiento en la parte trasera del coche fúnebre y, custodiando
el ataúd de Isaías Sullivan, emprendieron el último viaje juntos hasta el
cementerio de la ciudad de Foley, donde seguramente el reverendo Marshall ya
les esperaría...
Después
de recorrer Europa con los nietos la esposa de Paul Cox regresó con un aspecto
mucho más que saludable, lo cual indicaba que había superado el trauma psicológico
sufrido por el atropello de un vehículo que se montó en la acera cuando espera
el cambio de semáforo. Por fin sonreía, participaba en los puntos de vista sobre
cuestiones domésticas y se implicaba a la hora de tomar decisiones familiares que
reporten beneficio para todos. Atrás quedaron los meses de encierro, el pánico a
cruzar una calle, la pastilla para conciliar el sueño, las ventanas cerradas a
cal y canto, el teléfono silenciado para no estremecerla, la presión de la
vejiga desbordada de incontinencia si surgían ruidos extraños y las noticias de
la NBC News permanentemente apagadas. Cerrado ese ciclo volvió la mujer culta,
comprometida, sensible, responsable y divertida que siempre fue. Amantes del
arte en general, y de la ópera en particular, recuperaron la costumbre de
asistir a los estrenos así como repetir espectáculo si la primera vez les supo
a poco. A menudo, con velada romántica y noche de hotel, se daban una cita de
enamorados pese a llevar juntos más de tres décadas. Mobile es una ciudad del estado
de Alabama, ubicada en la costa del Golfo de México, a 144 millas de Nueva
Orleans. Consiguieron entradas para la representación de Nabucco, de Giuseppe
Verdi, en uno de los teatros más hermosos que conocían. Después, se dejaron tentar
por el acostumbrado festín de mariscos sureños formando parte de su itinerario.
‘¿Qué te apetece? –preguntó ella mientras mojaba los labios con un Happy
Hour Chardonnay, un vino de California–. Creo que cogeré de primero
Camarones con sémola’. ‘Pues para mí Garras de cangrejo salteadas –respondió
él– y Gallineta nórdica sin la salsa’. ‘Muy buena elección, querido.
Yo me inclino por el Pargo rojo ennegrecido, así compenso un plato con otro’.
‘El postre elígelo tú’. ‘¿Helado de láminas de nuez bañado con daiquiri?’.
‘Excelente, cómo me conoces, cariño –alzó su copa y propuso–: Brindemos
para que sigamos compartiendo lo bueno y lo regular de la vida. ¡Por ti!’. ‘¡Por
nosotros! Y ahora, cuéntame cómo va el asunto del secuestro de los niños, no lo
supe hasta que en el aeropuerto de Lisboa vi los periódicos, los nietos me lo
ocultaron’. ‘Se lo pedí yo porque no quise preocuparte, era tu momento y
tenías que disfrutarlo’. ‘Imaginé que sería cosa tuya’. ‘Ha
merecido la pena, estoy muy contento’. ‘No te vayas a creer ¡eh!, no ha
sido fácil, a punto estuve de tirar la toalla, pero luego, los veía tan
emocionados haciendo de guías turísticos conmigo que, respiraba hondo, pensaba
en ellos, en ti, en nuestros hijos y seguía adelante. Espero estar a la altura
y no defraudaros cuando me necesitéis’. Se miraron a los ojos e inclinándose
en la mesa, frente a frente, juntaron sus labios.
Un
grupo numeroso de Testigos de Jehová esparcidos por el condado de Baldwin, visitaron
la región para evangelizar sobre el Reino de Dios y dar a conocer sus publicaciones
con venta posterior. En la distancia corta, llamando de puerta en puerta,
repiten las mismas frases de guion aprendido: “Estamos en la verdad”. “Si viene
el Armagedón”. “Este inicuo sistema de cosas va a ser destruido…”. En resumidas
cuentas, que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y sólo ellos se
habían enterado. ‘¿Qué ocurre ahí? –preguntó Mitch Austin, el actual
director de la escuela–. ¿Son manifestantes?’. ‘No sé –respondió
el sheriff Landon–. Vayamos y saldremos de dudas’. Cuando dispersaron a los
convocados incautaron octavillas propagandísticas en contra de las transfusiones
de sangre y varios ejemplares de la revista Atalaya. ‘¿Qué hago con esto? –sostiene
en alto un puñado de papeles– ¿Lo guardo en el maletero?’. ‘Ni hablar,
es el coche patrulla. Al cubo de la basura sin miramientos’. ‘¿Sabes
algo de nuestros amigos congresistas?’. ‘Aún no –dice el policía–,
pero iban a mover ficha y así limpiar nuestros nombres alejándolos del feo
asunto del secuestro’. ‘Eso no es lo que más me preocupa, pueden relacionarme
con las agresiones contra el matrimonio de negros, ella es una profesora con
mucho respaldo de alumnos y de compañeros. No es ningún secreto la animadversión
que provocan en mí los afroamericanos’. ‘Pues ándate con cuidado no sea
que un día me obliguen a detenerte’. ‘De pasar eso, caerías conmigo…’.
‘Lamento
comunicarle que su hermana está desconectada totalmente con la realidad –Helen
Wyner no daba crédito a sus oídos–. Desde la ingesta de pastillas hasta que la
encontraron transcurrió demasiado tiempo como para ocasionarle daños irreversibles’.
‘Pero Beth, que sepamos –articuló con la boca pastosa–, en ningún momento
perdió el conocimiento. ¿Entonces, cómo es posible, según usted, que estuviese
unos minutos sin llegarle oxígeno al cerebro?’. ‘Bueno, tenga en cuenta
que tomó más de un bote entero de tranquilizantes, suficiente para introducirla
dentro de un bucle sin escapatoria. A veces, al ralentizarse los latidos del
corazón, a consecuencia de tanta sustancia química,
puede ser una de las causas, pero habría que hacer un estudio más exhaustivo y,
la verdad, no lo aconsejo’. ‘¿No hay ninguna otra alternativa que restaure
su estado de salud?’. ‘Me temo que no’. ‘¿Nada?’. ‘¡Qué
quiere que le diga! Aquí no hacemos milagros y lo de esta paciente tiene más de
eso que de medicina. Supongo que existirán asociaciones que orienten y
proporcionen apoyo, lo ignoro. En cualquiera de los casos, clínicamente, sólo queda
ajustar la medicación, en cuanto lo hagamos recibirá el alta’. Abandonó la
zona de observación con la vista nublada. En el pasillo los guardias de
seguridad discutían con varias personas que, víctimas de peleas callejeras, esperaban
ser atendidas entre un gran alboroto. De repente el reloj se detuvo y las
ardillas abandonaron el nido. Alcanzó la calle caminando sin rumbo, sin
memoria, sin esperanza, lamiéndose las heridas, hasta que, una ráfaga de viento
azotó las hojas de los árboles devolviéndola al mundo real…
Me gusta mucho la amistad que empieza a surgir entre Zinerva Falzone y Coretta Sanders, lo cual promete ser un pilar fuerte dentro de la historia. Enhorabuena, una vez más.
ResponderEliminarY pensar que ese racismo que describes tan bien lo tenemos aquí.
ResponderEliminarNo solo con los negros, igual con los gitanos, marroquíes, sudamericanos ...... eso si, si van bien trajeados, llevan buen coche y dan sensación de poderío es otro cantar.
Me gusta mucho tu historia y como la cuentas. Felicidades
Gracias a las descripciones que haces soy capaz de situarme dentro del paisaje desgarrado y lírico que nos cuentas
ResponderEliminarPues yo que te he descubierto hace muy poco, tengo la sensación de que posees una enorme sensibilidad y empatía, además de una literatura que hay que recomendar encarecidamente
ResponderEliminarTerminado el relato lo primero que me viene a la mente es la 'dependencia' que me ha generado tu manera de escribir y de manejar las situaciones... Despertar el interés por la siguiente entrega, como tú lo haces, me había ocurrido pocas veces. Por eso termino siempre con el 'gracias amiga'. Besos.
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