11.
Anthony Cohen era consciente de que,
si Daunte Gray regresaba al interior de Fountain Correctional Facility
después de haber tenido comunicación con él, un número determinado de reclusos
se tomaría la justicia por su cuenta haciéndoselas pasar canutas. Por eso, y
tras consultar con sus superiores un traslado seguro para el muchacho, volvió a
la habitación donde se entrevistaron. ‘Te vienes conmigo a la central del
FBI, en Birmingham, allí continuaremos con el interrogatorio’. ‘¿Qué más
quiere de mí? He dicho todo cuanto sé’. ‘No me hagas reír. Callas más de
lo que cuentas’. ‘Puede, pero mientras que mantenga el pico cerrado
conservaré la vida’. ‘Si me ayudas a establecer la conexión entre dos
presuntos sospechosos, y el secuestrador de los niños en la escuela, con
respecto a la violación de su hermana ocurrida en ese mismo lugar, y por la que
a ti te declararon culpable, haré lo posible para que el juez sea generoso
contigo’. ‘¿Así de fácil? ¿Sin más? Yo canto y usted se coloca los
galones, se gana el respeto de sus compatriotas y, pasado un tiempo, cuando nadie
recuerde mi nombre, apareceré en alguna cuneta del condado con un tiro en la
sien. No, muchas gracias. Aquí estoy la mar de bien, tengo todo lo que necesito:
techo y comida. ¿Qué más puede pedir un negrito como yo?’. ‘¿Pero tú te
estás escuchando?¿No te das cuenta de que tuviste la mala suerte de aparecer
por el lugar equivocado? Fuiste cabeza de turco mientras que unos tipos sin
escrúpulos disfrutan de la libertad que te arrebataron’. ‘Oiga, amigo,
deje que cumpla la condena en paz, no quiero problemas’. ‘¿Cuánto crees
que durarás ahí dentro sabiendo que has estado conmigo? ¡Eh! ¿Cuánto? Yo te lo
diré: hasta la próxima ducha’. ‘¡Guardia! ¡Guardia!’. ‘Nunca pensé
que fueses tan cobarde como para cargar con las culpas de otros, encerrar tus
propios sueños y tirar la llave a la taza del váter. Quienes me hablaron de tus
cualidades para la música, de la cantidad de proyectos de futuro que ibas
manifestando, de la fortaleza personal que ejercías saliendo airoso de cada tropiezo,
se equivocaron sobrestimándote puesto que ahora optas por la vía fácil, aunque
dicha comodidad manche tu dignidad de por vida’. El chico se descompuso,
besó la cruz de madera rudimentaria escondida en una de las manos y asintió. La
corazonada de su inocencia cada vez cobraba mayor espacio, así como la
hipótesis de la presunta complicidad entre el secuestrador, el sheriff Landon y
el anterior director de la escuela, quienes aquel fatídico día arruinaron la existencia
de dos seres humanos: la menor, a quien los daños causados al abusar de ella la
privarían de la maternidad biológica y el prisionero acusado del delito no
cometido.
Siempre
que del frío invierno brotaba un día soleado el pastor Marshall, viudo
recientemente, leía la Biblia bajo la sombra de un árbol, con un vaso de
limonada y el cuaderno donde anotaba pensamientos sueltos que le servirían
después para predicar la Palabra cada domingo. Al poco de fallecer su esposa se
instaló en un cobertizo alejado del centro de la ciudad de Foley, a menos de
media milla de la Iglesia que presidía y atendido en lo doméstico por la nuera
mayor. Betty Scott pasó por delante de él con su andar inconfundible de pies
planos, balanceando el cuerpo de un lado a otro y esa apariencia abstracta, como
nimbar taciturno, que la corona. ‘¡Alabado sea Jesucristo! –exclamó sorprendido
por la inesperada visita–. ¡Qué tonto! Me he quedado traspuesto, la edad no
perdona. ¿Cuánto bueno te trae por aquí?’. ‘¡Aleluya, reverendo! Salí a
dar un paseo –aunque en realidad era tan sólo una excusa para evadirse del
ambiente hostil que amurallaba su hogar, lo que no reconocería hasta mucho más
tarde– y le traje pollo frito –destapó los recipientes– y un trozo de
pudin de plátano, así ya tiene la cena’. ‘Gracias, lo guardaré dentro. Enseguida
salgo –giró sobre sí y preguntó–: ¿Prefieres entrar?’. ‘Uy, no. Ni
hablar. Aquí todavía se está agradable. No quiero molestar’. ‘¡Qué
bobada! En esta casa todos sois bien recibidos’. El hombre desapareció
arrastrando la contrariedad de haberle interrumpido el sueño. Pocos minutos
después regresó trayendo una tetera y dos tazas. ‘Deje que lo sirva’. ‘Acerca
esa silla –así lo hizo–. Parece que va a cambiar el tiempo, las aves
migratorias se están marchando’. A lo lejos, en el horizonte, ramales de
varices rojizas dibujaban el cielo que, con lentitud, empezaba a oscurecerse ofreciendo
un cálido escenario para la conversación, aunque fuese, como era el caso,
superficial. ‘La semana pasada no viniste a la Iglesia, se te echó de menos
en el coro’. ‘No me encontraba bien, padezco de vértigos y cuando me da
la crisis mis hombres no quieren dejarme sola’. Obvió narrar la verdadera
situación vivida, la sumisión a la que estaba sometida, la humillación ejercida
por su esposo forzándola y la vista gorda de ambos viendo cómo el hijo se
convertía en un asesino cruel y sin escrúpulos. ‘Mañana celebramos el bautismo
por inmersión de los adolescentes Lewis, quiero que asistas. La hermana Samantha
cuenta contigo de solista’. ‘Lo intentaré, pero no le prometo nada,
depende de la hora que salga de trabajar’. ‘Seguro que haces un esfuerzo,
me he comprometido en tu nombre y no me gustaría quedar en mal lugar y que tú
lo hicieras con Dios’. Asintió. La llegada de los nietos aceleró el último
sorbo de la infusión reanudando el camino hacia su infierno, a las manos
manchadas con sangre inocente, a la vergüenza y desprecio que sentía por sí
misma y al acatamiento de unas normas que la anulaban como persona y contra las
que, resignada, no luchaba.
‘Helen,
¿y si lo de tu hermana ha sido una negligencia médica?’. ‘No sé, mamá.
¿Por qué lo dices?’. ‘Cuando se la llevaron iba bajo los efectos de los
sedantes que mezcló con alcohol, pero ni mucho menos perdió el conocimiento’.
‘El urgenciólogo que habló conmigo dijo que a veces el oxígeno no llega al
cerebro precisamente porque las sustancias químicas ralentizan los latidos del
corazón’. ‘Perdona, pero no me lo trago. Fueron pocas pastillas, encontré
muchas tiradas en el suelo, yo misma las recogí y te lo dije’. ‘Pero no
somos médicos, no entendemos. Ay, por el amor de Dios, ¿eres consciente de la
acusación tan grave que haces sin pruebas?’. ‘El instinto me avisó de que
algo fue mal’. ‘Bueno, no nos precipitemos emitiendo juicios rápidos sin
argumentos. De momento elijamos la mejor clínica para que se recupere lo antes
posible’. ‘Esto es muy difícil para mí, no sé si lo voy a soportar’.
‘Ya lo sé. Para mí también es duro, pero no estamos preparadas y Beth
necesita ayuda especializada, es la única alternativa para que se recupere y
poderla traer con nosotras una vez estabilizada. Debemos ser fuertes y pensar
que la parte más complicada ha de realizarla ella’. ‘Está bien. Veamos
pues cuál nos convence’. Aunque Helen Wyner pareció pasar por alto el
comentario de su madre la preocupación ya estaba servida. ¿Y si tenía razón y
en la ambulancia la clasificaron como triaje? ¿Por qué no permitieron que
entrase a verla un instante? ¿Son los
enfermos psiquiátricos pacientes que quedan también fuera de la cobertura
universal de salud al no poderse costear un seguro privado? Demasiadas incógnitas,
tremenda inquietud y múltiples descargas de miedo circulando descontroladas por
el sistema nervioso. Cuatro semanas después se cogió un permiso de dos días libres
en la escuela. Tenía que conducir durante más de seis horas hasta Hazel
Green, en la parte norte del estado de Alabama, casi fronterizo con Tennessee,
donde por una carretera secundaria se accedía a la institución donde Beth
estaba ingresada. El jardín, inhabitable en esa fecha del año, abrazaba con
varios senderos una mansión colonial del siglo XVIII. La encontraron en una
galería amplia y luminosa, muy acogedora, con butacas de mimbre y plantas
trepadoras colocadas en rincones que de haberlas resultarían feos. Junto a
otros compañeros que no hablaban entre sí, observaba por el amplio ventanal el
vaivén de las ramas de los árboles, marcando con el pie el ritmo de una pieza
conocida de jazz. Desvió la vista, miró primero a una y después a otra, sonrió
dejando entrever la blancura de sus dientes y regresó al paisaje que ocupaba
toda su atención. ‘Perdonen, son sus familiares, ¿verdad? –preguntó una
mujer de melena rubia, ojos azules y uniforme sanitario–. Si no tienen
inconveniente me acompañan al despacho y les cuento’. ‘¿Ha empeorado? –preguntó
Helen Wyner– No nos ha reconocido’. ‘No, tranquilas, sólo quiero
hacerles algunas preguntas e informarles, nada más. Soy la doctora García. Por
aquí, por favor…’.
‘Estoy
aquí, Coretta –por encima de algunas cabezas levantó la mano Zinerva
Falzone llamando su atención–. ¿Has podido ver a tu marido?’. ‘No, está
en la Unidad Cuidados Intensivos. Pero hablé con el médico’. ‘¿Y qué?’.
‘Su situación es crítica y la brutal paliza ha sido la gota que ha colmado
el vaso’. ‘Ya imagino. ¿Tiene muchos daños físicos?’. ‘Costillas
rotas, probablemente pierda el ojo izquierdo y magulladuras por todo el cuerpo’.
‘Qué animales’. ‘Pero lo más preocupante es que las escasas
facultades que le quedaban para reconocer lo cotidiano de la vida, incluida a
mí misma, han quedado tan mermadas que apenas albergamos un mínimo resquicio de
esperanza’. ‘No te vengas abajo, es fundamental ir poco a poco’. ‘Eso,
que está muy bien aplicarlo a determinadas cosas, no sirve cuando la patología
de Alzheimer es dominante y el tiempo se acorta’. ‘Entonces habrás de
encararlo como un reto diario, diferente y alcanzable. No te rindas’. ‘Es
lo que hago desde que se lo detectaron. No obstante, las circunstancias tampoco
acompañan y el riesgo de que volvamos a sufrir otro atentado existe’. ‘Lo
comprendo, aun así, prefiero ser optimista y no lo contrario’. Supongo
que Helen seguirá dentro, ¿verdad?’. ‘La vi pasar, iba muy deprisa y no
quise entretenerla’. ‘Entonces no sabes nada de su hermana’. ‘¡Qué
va! ¿Tú qué vas a hacer?’. ‘Con él no puedo estar. Dicen los médicos que
me vaya y si hay algún cambio llamarán’. ‘¿Quieres venirte conmigo?
Tengo habitación de invitados’. ‘No te enfades, pero prefiero darme una
ducha y recogerlo todo, no sabes cuánto destrozo hay’. ‘De acuerdo’.
‘Pediré un taxi’. ‘Ni hablar, te llevo yo’. ‘Gracias’. El trayecto
lo hicieron en silencio, concentradas en los faros que venían de frente
dispuestos a sacarlas del carril. De la radio del coche saltaban noticias
respecto al último conflicto en Oriente Medio. La diplomacia estadounidense
trabajaba a contrarreloj en la vía del diálogo, evitando entrar en guerra. Zinerva
Falzone, pendiente de su compañera, atrapada en la tristeza, entendió que debía
cambiar de emisora. Pulsó al azar el botón de búsqueda automática, deteniéndose
en una que preparaba las voces de locutor para la madrugada. Las calles de la
ciudad estaban desiertas. Coretta Sanders tenía los labios cortados y era
incapaz de controlar el temblor de las manos según se acercaban a su casa. A la
entrada, los restos de la hoguera donde ardió el destrozo y la venganza cubrían
los escalones de piedra. Con la punta del zapato apartó algunos escombros,
retiró una silla mutilada y desenterró de las cenizas su retrato de boda, con
el presagio de un cuchillo clavado entre los novios. ‘¿Te encuentras bien? –corrió
la italiana a sujetarla–. ¿Estás mareada?’. ‘Tranquila, sólo ha sido
la impresión’. ‘¿Quieres que me quede?’. ‘No, bastante has
hecho trayéndome’. ‘¡Qué cabrones! No es justo amiga, tienes que denunciarlo’.
‘Ahora mismo lo único importante es mi esposo y encontrar la manera más suave
de poner a mis hijos al corriente de los hechos’. ‘Pues hazlo cuanto
antes, sobre todo porque al misionero le resultará complicado viajar rápidamente
desde Mongolia, el otro lo tiene fácil, Argentina está, como aquel que dice, a
la vuelta de la esquina’. ‘Tienes razón’. Zinerva Falzone respetó el
deseo de su amiga y se fue. ‘Si llaman del hospital avísame y vengo a
recogerte’. ‘Vale’. ‘Prométemelo’. ‘Qué sí, no temas’.
‘Descansa, querida’. La mujer afroamericana en agradecimiento por la empatía
y el cariño de la italiana perfiló tímida la sonrisa, apretó su mano y apagó el
farol del porche cerrando la puerta tras de sí. La otra, dentro del coche, dio varias
vueltas por el vecindario comprobando que nadie merodeaba los alrededores.
Durante
una semana seguida nevó sin descanso en el condado de Baldwin, formándose
pequeños tornados que al tocar tierra quedaron como meros remolinos de viento. El
frío intenso, agresivo, descascarillaba la carcasa de los huesos de aquellos
que se atrevían a salir, mientras que, por el aire volaba todo tipo de cosas.
En la ciudad de Foley, el lago de los caimanes era una pista de patinaje cuyas
especies se refugiaron entre la maleza, al igual que ocurrió en la Reserva
natural Graham Creek, hogar para cientos de plantas silvestres y aves que, de
haberse producido un tornado, habrían quedado borradas del mapa. A su vez,
complicando aún más la situación, el pueblo de Elberta estaba incomunicado, sus
gentes, acostumbradas a esos contratiempos, tenían previsión de víveres y
prendas de abrigo. El vecino de Isaías Sullivan trató de abrir una senda para
llegar hasta el cementerio y comprobar en qué estado se encontraba la tumba de
su amigo, pero los esfuerzos del anciano fueron en vano por el espesor de la
nieve. Así que, el horizonte blanco, la chimenea a pleno rendimiento y las
marcas en sus dedos del tabaco de picadura que liaba trajeron el recuerdo de épocas
más generosas cuando, finalizando la jornada, compartía conversación con el
muchacho, y éste, entre risas y latas de cerveza que ambos vaciaban a gran
velocidad, narraba sus anécdotas y aventuras por el mundo. Sin teléfono para
comunicarse en caso de encontrarse mal, ni electricidad en la zona, el motor
del viejo generador aguantaba tras múltiples reparaciones alimentando el
refrigerador. Se sirvió una taza de caldo hirviendo, entornó los párpados, se
adormeció y dejó todos los músculos en relajo. A 177 millas de allí, en la Prisión
Federal de Montgomery, el excuñado de Helen Wyner era consciente de que, si surgiera
la más mínima duda, por efímera que fuera, y el tribunal de apelación echase atrás
la admisión del recurso, su tiempo se acabaría…
Poner tanto en tan poco.
ResponderEliminarTantas tramas, tantos sentimientos, tantas denuncias en un pequeño gran post cada 15 dias.
Felicidades y cuídate para nuestro placer de leerte.
Lo más penoso es que la supremacía blanca cada vez está más extendida y a nadie parece ponerle freno. Enhorabuena, nena. Un beso.
ResponderEliminarLo que estoy aprendiendo no tiene precio. Gracias, maestra
ResponderEliminarRecorrer EEUU a través de tu historia es adentrarse en la profundidad de un continente desconocido para muchos de nosotros y a su vez apasionante. Impaciente para la próxima entrega
ResponderEliminar¿Qué decir que no suene a reiterativo? Lo que siento con tu lectura lo he sentido en contadas ocasiones,Mayte, incluso has logrado que me cuestione algunos de los prejuicios que tenía hacia ese país, Gracias, de verdad, muchas gracias por este regalo quincenal. Besos, amiga.
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