21.
‘Con la venia –intervino el
abogado defensor–. Antes de que haga su aparición “The Jury Pool”, en nombre
de John Alexander García, aquí presente –señaló en dirección al prisionero–,
y en el mío propio, pedimos la nulidad del juicio al haberse cometido irregularidades
en la obtención de determinadas pruebas que comprometen la fiabilidad y la
inocencia del acusado’. Ese arranque nos descolocó. ‘Explíquese’, –ordenó
el magistrado–. ‘Pues, por ejemplo, que se cometió allanamiento de domicilio,
ya que se ejecutó el registro del mismo sin que mi cliente estuviera presente’.
‘¡Protesto, señoría! Eso no es verdad. La oficina del Fiscal del Distrito
obtuvo una orden de registro y éste se llevó a cabo con todas las garantías.
Aquí la tengo’. El magistrado la estudió, ajustó al puente de su nariz la
gafa de media luna y respondió: ‘Denegado. Puede que no se hayan percatado,
o tal vez sea la emoción de verse en tan solemne espacio, pero están en la sala
3 The Carson City Justicie and Municipal Court, donde soy la máxima autoridad. Así
que, tales decisiones sólo las tomaré yo. De modo que, ahora, acérquense al
estrado, porque, para lo sucesivo, vamos a dejar algunas normas muy claritas. Usted
también, –dirigiéndose a mí. Apagó el interruptor del micrófono y, en voz
baja, habló contundente–. No me toquen las pelotas nada más empezar, ¡eh! ¿Las
partes tienen noticia de otras anomalías?’, –preguntó–. ‘No, no nos
consta –contesté yo–. El inspector de la oficina del sheriff que ha llevado
la investigación, y su equipo, son grandes profesionales que saben cómo realizar
dicho trabajo. Confiamos plenamente en la trayectoria seguida con las pesquisas’.
‘¿El abogado de la defensa tiene algo más que añadir al respecto?’. ‘Pues
sí, mire, ahora que lo dice. Aquí todo gira alrededor de las afirmaciones de
una vieja chiflada con la sola pretensión de que mi cliente pague por lo que no
hizo, sin reconocer que su nieta, presunta víctima, era una yonqui prostituta
que por “un pico” era capaz de vender incluso a su propia abuela’. ‘¿Algo
que objetar, letrada?’, –preguntó por rutina–. ‘Nada. Nosotros
preferimos reservar nuestra opinión y no entrar en descalificaciones personales
que no conducen a ningún sitio. Preferimos demostrar la verdad de lo ocurrido y
que se aplique justicia’. ‘Entonces, dicho esto: ocupen sus asientos que
hay mucha tarea por delante’. ‘No es justo. Si al menos permitiera que…’,
–no terminó la frase, el juez alzó las cejas indicándole que se fuera–. ‘¿Algo
va mal, doña Allison?’. ‘No, tranquila, Mayalen. No se preocupe’.
Uno
a uno, como si se tratara de un desfile de alta costura, entraron los
candidatos a jurado bajo la atenta mirada de quienes no perdíamos detalle del
atuendo, la expresión de ojos, la calidad de escucha, los movimientos de manos
y la emoción o apatía que caracterizaba el cumplimiento del deber. Todo, con
tal de hacernos una idea del tipo de personas sobre las que recaería el destino
de la víctima y del acusado. Hombres y mujeres con problemas e inquietudes semejantes
al resto de nosotros, con los mismos sueños y desvelos, iguales miedos y
emociones, la misma carga de fracaso y de éxito que nos sostiene como seres racionales.
Ojeé el listado: había electricistas, madres solteras, camioneros, cajeras y
reponedores en supermercados, católicos, ortodoxos, ateos, viudas, empleados de
banca, médicos, cocineros, emigrantes legales… En fin, una pequeña
representación poblacional de los ciudadanos censados. Entre ellos se
encontraba algún veterano que ya vivió la experiencia en convocatorias
anteriores, pero la mayoría se enfrentaba por primera vez a la difícil tarea de
decidir con objetividad. ‘Oiga, yo no tenía que estar aquí, ¿sabe usted? Este
informe médico acredita la lesión de espalda que padezco’, –murmuró
alguien a otro compañero–. ‘Pues, ¡anda que yo! –contestó éste–, con dos
menores de doce años que dependen de mí, ya me dirá’. ‘Haberse excusado
al “Jury commission”, que es el órgano encargado de liberarles. Y guarden
silencio, que no me entero, coño’, –protestó malhumorada una señora mayor encantada
de vivir dicha experiencia–. Mientras sucedía ese diálogo, Michelle subrayó lo
más importante del documento que Ethan Ross nos había dejado sobre la mesa. Era,
ni más ni menos, que la ficha policial de la madre del Johnny donde, además de
desobediencia a la autoridad por escándalo público que le costó tres días de
calabozo, evasión de impuestos penado con dos años de cárcel sin fianza, varias
denuncias por adulterio y alguna que otra pelea de club nocturno, incluyendo la
consabida brecha en la frente, figuraba su participación en una de las palizas
propinada por su vástago a Alexa Valdés, negándole su derecho al auxilio. ‘¿Quizá
presenciara también el asesinato de la chica y calla como una perra?’, –soltó
de pronto la becaria a punto de llorar–. ‘Habrá que averiguarlo. En cualquiera
de los casos, lee aquí’, –deslicé una hoja de papel amarillento. Richard,
mi padrastro, me enseñó que había que tener amigos hasta en las alcantarillas, desde
entonces he seguido su consejo–. ‘¿De dónde lo has sacado?’. ‘Un
antiguo novio trabaja en el FBI. Ahora mantengo encuentros virtuales con él y
su familia: una mujer espectacular y tres hijos encantadores. La otra noche,
después de hablar por videollamada con su esposa, me llegó este fax’. ‘¿La
información está contrastada?’. ‘¿Tú qué crees?’. ‘Pues, que, si se
la involucra en un feo asunto de pederastia, del cuál se libró a saber cómo, no
me extrañaría que…’. ‘Cuidado con afirmar hechos que no puedes probar, querida’.
El detective, siguiendo mis indicaciones, fue a buscar un vínculo delictivo entre
el descendiente y la progenitora. ‘Si lo encuentra será un logro para
nosotros’, –afirmó mi ayudante.
‘Si
dejan de secretear podremos empezar con la elección de jurado, ¿o prefieren que
los desaloje a todos?, –dijo, con irónica resignación–. Así lo hicimos. Por
intuición, más que otra cosa, no me resultó difícil, con arreglo a los patrones
que elaboramos concienzudamente la noche anterior, elegir a los candidatos equilibrando
la paridad, el nivel social, la media de edad en torno a los cuarenta y cinco
años, el color de la piel y las diversas profesiones que desempeñaban. A
priori, la ausencia de oposición entre mis adversarios repartió un caldo de transigencia
que pronto se consumió, flotando en el ambiente nubes espesas y agrias, cuando
el abogado defensor intervino. ‘Un momento, perdonen. Nosotros no queremos a
tres de los seis negros que ya estarían admitidos. Opinamos que esta clase de
gente viene con la palabra “culpable” escrita dentro del bolsillo’. ‘Exigimos
que dicho comentario segregacionista sea retirado por la defensa, ya que es discriminatorio
y no se ajusta a ningún precepto legal. –Michelle encontró lo siguiente,
que me pasó avispada–: Les recuerdo que, hacer una recusación basándose en el
color de la piel, viola la “Cláusula de Igual Protección” recogida en la
Decimocuarta Enmienda’, –me puse de pie para dar mayor solemnidad al
argumento–. Los comentarios en la bancada elevaron el tono tratando de interrumpir
mi testimonio, pero la representante del gobierno terció a mi favor. ‘Magistrado,
ruego dejé a la señora Morgan disertar sobre ese punto que nos parece muy
interesante’, –fue bastante convincente–. ‘Prosiga’. ‘Gracias. Como
saben, en 1986, en un tribunal del estado de Kentucky, un fiscal excluyó a unos
miembros afroamericanos quedando sólo seis blancos’. ‘¿Letrada, acaso se
refiere al caso Batson?’. ‘Exacto’. ‘Pues, como no lo aclare mejor,
ya se puede ir olvidando, porque no admito supuestos ni divagaciones’ –dijo
el juez–. ‘Continúo. Descartar la candidatura de cualquiera por meros prejuicios
raciales es indigno e inhumano. Bien, en aquella ocasión la Corte Suprema de
los Estados Unidos alegó que las motivaciones basadas en la raza no eran
justificación coherente. Apelamos al buen criterio que nos consta de usted’.
‘Supongo que no querrá que le demos publicidad a un acto de marginación en
el seno de esta sala, ¿verdad? –irrumpió Charlotte Bennett–. Sería un manchón
bastante feo al final de su ilustre carrera’.
Adam
Walker no perdía detalle y pensó: ¡mira que son listas las jodías!,
refiriéndose al cruce de diálogo anterior protagonizado entre ambas mujeres.
Estaba satisfecho con la conversación ilustrativa mantenida con la hijastra de
su cuñado, otra dama de altura, a la que ofreció también formar parte del
equipo que le ayudaría con la candidatura de presentación a sheriff de
Carson City, pero ella estaba volcada en otros asuntos y no le daba la vida
para más. Quizá, él debería de hacer caso a su esposa, no complicarse y dejarlo
estar. Sin embargo, a veces, según las circunstancias o necesidades de
complicidad y servicio que cada cual tiene, prevalece la vocación por encima de
los sentimientos. Un compañero de graduación, jefe superior de policía, residente
en otro estado, con el que nunca perdió el contacto, se enfrentaba a la difícil
tarea de desmantelar la oficina y detener a casi toda la plantilla por corrupción,
malversación de fondos y prácticas violentas contra los detenidos. Afortunadamente,
en su jurisdicción no se daban motivos semejantes, sino que optaba al cargo para
cambiar algunas cosas o hacerlas de manera diferente, con mayor empatía y menos
mano dura. No obstante, esa era una batalla que habría de librar más adelante,
ahora…
‘Señoras
y señores miembros del jurado –el juez Robert Franklin Jr. se dirigió a ellos–.
De acuerdo con las normas y leyes que rigen nuestro país, es mi obligación desafiar
la buena voluntad que tengan ustedes de seguir hasta el final, informándoles de
la gravedad del caso al que nos enfrentamos: “asesinato en segundo grado”. ¿Alguno
no entiende bien dicho término?, –todos callaron–. Lo digo por si
quieren abandonar antes de desgranar los detalles’. Nadie se movió del
asiento y le aguantaron la mirada. A la pregunta de si tenían alguna relación
con las partes, sus abogados o los testigos respondieron que no. Entonces, hizo
una breve reseña del sumario, presentó a la víctima y al acusado, y se detuvo
en la figura de Charlotte Bennett, de quien dijo ser la representante del
gobierno y, por tanto, la máxima autoridad, por debajo de él, claro. Quedó callado,
bebió agua del vaso que anteriormente se había servido y dejó que prosiguiera
el secretario. ‘Pónganse en pie –los doce lo hicieron. Seis machos y seis
hembras. Mitad negros y mitad blancos, ricos y pobres, humildes y arrogantes.
Demócratas y Republicanos–. Alcen sus manos derechas: ¿juran emitir un
veredicto con arreglo a la inocencia o culpabilidad del acusado según los hechos
presentados y no en base a conjeturas formadas a través de opiniones
fundamentadas en prejuicios incoherentes?’. ‘Sí, juramos’, –sonó a
una sola voz–. ‘Se abre la sesión. Tiene el turno de palabra doña Charlotte
Bennett. Cuando quiera, letrada’. ‘Gracias, señoría…’.
Si alguien en Estados Unidos lee tu historia, te contratan en un despacho de abogados o te animan a formar parte de su sistema judicial, por tu conocimiento del tema. Hasta la próxima entrega. Un beso.
ResponderEliminar¡Qué grata sorpresa, nena! La historia te lo ha pedido, ¿verdad? Imposible aguantar 15 días sin saber lo que pasa. Enhorabuena porque conduces muy bien la trama y a los personajes. Un beso
ResponderEliminarDe nuevo los detalles que dan lustre al relato son de calidad y esperando únicamente el disfrute por parte de tus lectores.
ResponderEliminarUn regalazo y, tengo que ser repetitiva, muchas gracias.
¡Qué bien me lo paso en un juicio...! Si además las cejas del juez "hablan"... ¿qué más puedo pedir? Deseando que comience la "batalla". Y será muy pronto... ¡Qué suerte! Gracias por reservarnos un "lugar preferente" en la sala. Hasta el domingo, escritora. Besos.
ResponderEliminarMuy interesante Mayte, gracias por esceribir
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