domingo, 7 de junio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

19.

Siento que sea tan tarde, Charlotte. ¿Un brandy?’. ‘No, que luego tengo que conducir’. ‘Tan recta como siempre’, –obvió el comentario–. Pues, tú dirás’. ‘Los de arriba quieren procesar a Johnny García enseguida. Parece un asunto turbio y temen que se nos eche encima la campaña, perjudicando la imagen de los candidatos a las presidenciales. Ya sabes que los nervios de los lugareños saltan por los aires si la palabra “caucus” planea por encima de los tejados’, –aseguró el fiscal del distrito–. ‘Oye, ¿y me has hecho venir en plena noche para comentar el sistema empleado en Nevada para elegir delegados?’. ‘Pues no. –Antes de continuar la miró sonriente–. Verás, no hay que tomarse a la ligera este asunto de la chica maltratada y asesinada presuntamente por el novio. Hiciste bastante hincapié en las reuniones de equipo respecto a que fue una muerte violenta y puede que premeditada. Por tanto, esa nieta y su abuela merecen un juicio justo, al margen de cualquier interés partidista. Así que, están de suerte por dos cosas: que seas tú quien va de la fiscalía y que le hayan asignado el caso al juez Robert Franklin Jr., lo cual garantiza mucha profesionalidad y poner en valor la verdad y la justicia’. ‘Casi es media noche y mañana madrugo, ¿podemos dejarlo para entonces?’. ‘Supongo que sí. No obstante, hacía mucho que no estábamos a solas y todavía no has contestado a la propuesta que te hice’. ‘De momento no estoy preparada para iniciar una nueva relación’. ‘Puedo esperar, no importa’. Desde que enviudó le llovían los pretendientes, a pesar de que todos sabían que el jefe iba detrás de ella, comentarios aumentados y fuera de tono por la tela de araña que teje con hilo de envidia las conspiraciones. ‘En veinticuatro horas os digo cómo voy a actuar. Me gustaría contar con algún apoyo que me ayude con la documentación’. ‘Coge a quien quieras’. ‘¿Tenemos ya fecha?’. ‘No, imagino que faltará poco’. Cuando volvió a casa reinaba el silencio. Linda y los niños dormían en la misma cama, dejando al descubierto un laberinto de piernas entrecruzadas. Entró en la cocina y vio el desorden con los ingredientes para las alubias Great Northern esparcidos por la encimera. Cogió una tarrina de helado de menta y chips de chocolate, salió al porche y, sentada en el columpio de estilo americano anclado en la pared bajo techo de madera, se dejó llevar por suaves remolinos de viento. Despertó con tanto frío en el paladar que apenas sentía la lengua. Delante de él, a poca distancia, majestuoso, el Carson River parecía invitarla al paseo. Pero, una mano diminuta, de piel blanca como la cera, se coló por la rendija de su escote y dijo: ‘Abu, ¿me cuentas un cuento?’.
          Cuando al juez Robert Franklin Jr. le llegó la orden jurisdiccional, recayendo en su sala el caso del estado de Nevada contra John Alexander García, acusado de asesinato, leía en profundidad el New York Times, recostado en el sillón de cuero marrón que tenía arrimado al ventanal del despacho. El secretario que le ayudaba tenía por costumbre dejarle sobre la carpeta del sumario un resumen de lo más destacado, para que le fuera más fácil familiarizarse con los nombres de las partes. Así que, tras doblar el diario y pedir otro café bien cargado, subrayó algunos datos que le parecieron importantes: fechas, apellidos, lugares…, fijándose especialmente en el nombre de la abogada que representaba a la acusación particular, nada más y nada menos que del bufete de WILSON, ANDERSON & SMITH. Entonces recordó haberse encontrado con alguien allí, días atrás, tomando unas copas en la cantina Passing City. ¡Tendría gracia que fuese la misma persona! Desde que a su mujer le detectaron un cáncer de colon con metástasis en el peritoneo, vivía las etapas durísimas de quimioterapia sumido en el alcohol y con una costra de insoportable impotencia viendo cómo se destruía aquel cuerpo que tantas veces exploró con la torpeza de un principiante. Nunca quisieron tener hijos, pero tampoco pusieron medios para evitarlo. Por eso, provocando fuertes carcajadas entre los amigos, solían decir que a uno de los dos se le había averiado la maquinaria. Ahora, que se definían náufragos abocados a lo irreversible de la situación que vivían, se comportaban como extraños evitándose en lo emocional. ‘Robert, ¿estás bien? –preguntó el encargado de que todo funcione en The Carson City Justice and Municipal Court. En quince minutos entras en sala. ¿Te ayudo con la capa?’. ‘No, gracias. Tú ve aclarando la voz para que sueltes con solemnidad aquello de: Preside el honorable juez…, que tanto intimida. ¿Qué tenemos?’, –preguntó, guardando en el cajón bajo llave la pistola que llevaba en la cinturilla del pantalón–. ‘Cosa fácil: dos atropellos y el robo de unos terneros, lo vas a despachar pronto. ¿Acabaste ayer muy tarde? Cuando me iba aún tenías luz’. ‘Sí, bueno. Es que ha entrado un caso complicado y quiero prepararlo bien’. –Aunque, en realidad, el verdadero motivo consistía en llegar lo más tarde posible a casa–. ‘¿Cómo sigue tu esposa?’. ‘Ahí va. Ya sabes lo jodido de esta enfermedad. Está muy bien cuidada por los médicos y enfermeras que contratamos. Hacen turnos de ocho horas para que siempre haya alguien, pero tiene momentos tan duros que desea acabar con todo para siempre. Es muy angustiosa la impotencia de no poder liberarla’. ‘¿Os habéis planteado la posibilidad de cambiar de estado?’. ‘Alguna vez pensé en mudarnos a Vermont o Washington, donde está permitida la muerte asistida, pero mi posición hizo que no continuase con los trámites’. ‘Bueno, pues si no quieres traicionar tus principios, ponte en contacto con “Compassion and choices”, y que sean ellos los que alivien su situación’. ‘No es fácil. Ya veremos…’. Volvió a quedarse solo. Sacó la petaca con la bandera de las barras y las estrellas tallada en la parte superior derecha, regalo de los compañeros de profesión en el veinticinco aniversario, dio dos tragos largos y salió taciturno.
          La madre del Johnny era la única persona de su entorno que creía en la inocencia de la pobre criatura, cautiva de un sistema incapaz de dar con el verdadero culpable, devolviendo la libertad a su hijo. Por esa razón empeñó la herencia recibida antes del matrimonio: dos apartamentos en Las Vegas, la mansión familiar en Carolina del Sur, los rifles con los que sus antepasados lucharon en la Guerra de Secesión, en bandos opuestos, y la amplia colección de joyas que fue comprando poco a poco, todo para tener liquidez y contratar al mejor letrado en mil millas a la redonda. En la galería que conectaba el pasillo de celdas de aislamiento con la zona de visitas en el Centro Correccional del Norte de Nevada, sólo había luces de emergencia, muy tenues. El funcionario de prisiones caminaba tan deprisa que obligaba al reo a dar pequeños saltos, haciéndole casi tropezar, por llevar los pies encadenados. ‘Siéntate, y echa la pierna derecha hacia atrás. ¡Vamos! –dijo el agente, malhumorado. Enganchó el grillete libre a una argolla del suelo y, resoplando, escupió la siguiente frase dirigiéndose al visitante–: Aquí lo tiene’. ‘¿Le puede soltar las manos para que esté más cómodo?’. ‘¿Qué quieres, que te arranque el pescuezo? Es un tipo peligroso. Si necesitas que le dé una hostia, estoy al otro lado de la puerta’. Puso el portafolios sobre la mesa y sacó un montón de papeles. ‘Soy su abogado’, –se presentó–. ‘¿Y dónde está el otro que estuvo conmigo en la sala de interrogatorios?’. ‘No tengo ni idea, no lo sé’.  ‘¿Quién te ha contratado? ¿Mi vieja?’, –silencio–. ‘Será mejor que me cuente desde el principio lo que ocurrió la madrugada del 24 de enero, ya que en su declaración afirma que estuvo en el Carson Tahoe Regional Medical Center, acompañando a su madre ingresada por fiebres altas. Y, sin embargo, según consta en la investigación previa, todo apunta a que se encontraba en el lugar del crimen donde hallaron el cuerpo sin vida de Alexa Valdés. Explíquemelo clarito, porque su familia me paga para creerle’. ‘¡Eh!, un momento, señoritingo, que me quieren cargar el muerto de esa putita yonqui y no tengo nada que ver, se lo juro. Fuimos novios por un tiempo, pero la dejé porque se traía muchos trapicheos y yo soy un tío formal que no quiere jaleos con la poli’. ‘¿Tiene alguna coartada que corrobore lo que dice? El testimonio de los suyos no sirve’. ‘Bueno, verá. Hay una enfermera en ese turno, con los pechos muy grandes. Nos hemos enrollado más de una vez. Esa noche estaba de guardia y nos escapamos un rato al almacén, ya me entiende. Siempre pone delante de mí el caramelo: ¡vente, canalla!, un polvo rápido, que he de administrar la medicación a los pacientes’. ‘Hablaré con ella’. ‘Oye, pues ya puestos, consígueme también un vis a vis, así recordará mucho mejor los detalles de aquella noche’, –le guiñó un ojo y se carcajeó, mostrando una dentadura desigual y amarillenta–. ‘No va a ser posible. Quizá más adelante…’. ‘¿Cuánto cobras por preguntar estas gilipolleces?’, –obvió la respuesta–. ‘¿Sabe realmente a lo que se enfrenta y cómo funciona esto, señor García?’. ‘Bueno, lo más importante es salir cuanto antes de este agujero y que mi nombre quede limpio de toda sospecha’. ‘Veo que no es consciente de la gravedad del asunto. Mire, le diré algo: al principio supuse que el suyo iba a ser un proceso corto, de los que se despachan en una sola sesión, con un jurado imparcial que no se fijase demasiado en el dolor ocasionado a la víctima y a sus allegados. Luego, al ver que su declaración se tambaleaba igual que un montículo de arena en mitad de una tormenta de viento, comprendí que, si queríamos tener alguna posibilidad de éxito, habría que levantar su inocencia estratégicamente de la nada. Además, el juez asignado, la fiscal y la abogada de la acusación particular son tiburones del Derecho insobornables. Así que, o colabora conmigo contándome lo que ocurrió o será usted mismo quién cave su propia tumba. Piénselo, y para la próxima reunión que tengamos sea más generoso con la verdad’, –metió en la cartera lo que había sacado y golpeó en la puerta para que abriera el guardia–. ‘Coño, picapleitos, ¿te has hartado ya de este desecho humano que da asco?’. Al presidiario le atronaba la pesadilla de los fantasmas que a menudo no le dejaban conciliar el sueño…
          Adam Walker no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Apoyado en el armario del despacho del sheriff, observaba a las cuatro personas que intentaban convencerle de algo insólito: no cumplir con su deber. ‘No nos fastidies, hombre –dijo, uno de los presentes–. Lo único que te pedimos es que, cuando declares en el juicio de John García, te pongas un poco de su parte, y que suavices el informe que hiciste del registro en su casa. Nada más. No creo que sea tan difícil. El Gobernador no quiere que los medios le den mucha publicidad, y para eso tu colaboración es fundamental’. ‘No sé vosotros, pero yo me siento un policía al servicio de los ciudadanos, un defensor de la ley y del orden. Parecéis patéticos’. Cuando regresó a su sitio tenía un aviso de la centralita: ha llamado la hijastra de su cuñado, que lo volverá a intentar después del almuerzo…

4 comentarios:

  1. Que mantengas intacto el deseo de transmitir un profundo sentimiento estadounidense, dice mucho de ti con la que está cayendo.

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  2. Tengo la sensación de que este relato necesita de un repaso por mi parte desde el principio.
    Hay tantas situaciones, personajes y matices que tengo la necesidad de leerlo como si de un libro en mi poder se tratase, lo haré.

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  3. Miguel Ángeljunio 07, 2020

    Se va acercando el juicio. A ver qué pasa. Seguimos con la historia adelante.

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  4. Eres una gran narradora. De ti leería hasta la lista de la compra. Gracias de nuevo por invitarme a tan grato "viaje". Besos.

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