19.
‘Siento que sea tan tarde,
Charlotte. ¿Un brandy?’. ‘No, que luego tengo que conducir’. ‘Tan
recta como siempre’, –obvió el comentario–. ‘Pues, tú dirás’.
‘Los de arriba quieren procesar a Johnny García enseguida. Parece un asunto
turbio y temen que se nos eche encima la campaña, perjudicando la imagen de los
candidatos a las presidenciales. Ya sabes que los nervios de los lugareños
saltan por los aires si la palabra “caucus” planea por encima de los tejados’,
–aseguró el fiscal del distrito–. ‘Oye, ¿y me has hecho venir en plena noche
para comentar el sistema empleado en Nevada para elegir delegados?’. ‘Pues
no. –Antes de continuar la miró sonriente–. Verás, no hay que tomarse a
la ligera este asunto de la chica maltratada y asesinada presuntamente por el
novio. Hiciste bastante hincapié en las reuniones de equipo respecto a que fue
una muerte violenta y puede que premeditada. Por tanto, esa nieta y su abuela
merecen un juicio justo, al margen de cualquier interés partidista. Así que,
están de suerte por dos cosas: que seas tú quien va de la fiscalía y que le
hayan asignado el caso al juez Robert Franklin Jr., lo cual garantiza mucha
profesionalidad y poner en valor la verdad y la justicia’. ‘Casi es
media noche y mañana madrugo, ¿podemos dejarlo para entonces?’. ‘Supongo
que sí. No obstante, hacía mucho que no estábamos a solas y todavía no has
contestado a la propuesta que te hice’. ‘De momento no estoy preparada
para iniciar una nueva relación’. ‘Puedo esperar, no importa’. Desde
que enviudó le llovían los pretendientes, a pesar de que todos sabían que el
jefe iba detrás de ella, comentarios aumentados y fuera de tono por la tela de
araña que teje con hilo de envidia las conspiraciones. ‘En veinticuatro
horas os digo cómo voy a actuar. Me gustaría contar con algún apoyo que me
ayude con la documentación’. ‘Coge a quien quieras’. ‘¿Tenemos ya
fecha?’. ‘No, imagino que faltará poco’. Cuando volvió a casa
reinaba el silencio. Linda y los niños dormían en la misma cama, dejando al
descubierto un laberinto de piernas entrecruzadas. Entró en la cocina y vio el
desorden con los ingredientes para las alubias Great Northern esparcidos
por la encimera. Cogió una tarrina de helado de menta y chips de chocolate,
salió al porche y, sentada en el columpio de estilo americano anclado en la
pared bajo techo de madera, se dejó llevar por suaves remolinos de viento. Despertó
con tanto frío en el paladar que apenas sentía la lengua. Delante de él, a poca
distancia, majestuoso, el Carson River parecía invitarla al paseo. Pero,
una mano diminuta, de piel blanca como la cera, se coló por la rendija de su escote
y dijo: ‘Abu, ¿me cuentas un cuento?’.
Cuando
al juez Robert Franklin Jr. le llegó la orden jurisdiccional, recayendo en su
sala el caso del estado de Nevada contra John Alexander García, acusado de asesinato,
leía en profundidad el New York Times, recostado en el sillón de cuero
marrón que tenía arrimado al ventanal del despacho. El secretario que le ayudaba
tenía por costumbre dejarle sobre la carpeta del sumario un resumen de lo más
destacado, para que le fuera más fácil familiarizarse con los nombres de las
partes. Así que, tras doblar el diario y pedir otro café bien cargado, subrayó
algunos datos que le parecieron importantes: fechas, apellidos, lugares…, fijándose
especialmente en el nombre de la abogada que representaba a la acusación particular,
nada más y nada menos que del bufete de WILSON, ANDERSON & SMITH. Entonces
recordó haberse encontrado con alguien allí, días atrás, tomando unas copas en
la cantina Passing City. ¡Tendría gracia que fuese la misma persona!
Desde que a su mujer le detectaron un cáncer de colon con metástasis en el
peritoneo, vivía las etapas durísimas de quimioterapia sumido en el alcohol y
con una costra de insoportable impotencia viendo cómo se destruía aquel cuerpo
que tantas veces exploró con la torpeza de un principiante. Nunca quisieron
tener hijos, pero tampoco pusieron medios para evitarlo. Por eso, provocando fuertes
carcajadas entre los amigos, solían decir que a uno de los dos se le había averiado
la maquinaria. Ahora, que se definían náufragos abocados a lo irreversible de
la situación que vivían, se comportaban como extraños evitándose en lo emocional.
‘Robert, ¿estás bien? –preguntó el encargado de que todo funcione en The
Carson City Justice and Municipal Court–. En quince minutos entras en sala.
¿Te ayudo con la capa?’. ‘No, gracias. Tú ve aclarando la voz para que
sueltes con solemnidad aquello de: Preside el honorable juez…, que tanto
intimida. ¿Qué tenemos?’, –preguntó, guardando en el cajón bajo llave la
pistola que llevaba en la cinturilla del pantalón–. ‘Cosa fácil: dos
atropellos y el robo de unos terneros, lo vas a despachar pronto. ¿Acabaste
ayer muy tarde? Cuando me iba aún tenías luz’. ‘Sí, bueno. Es que ha entrado
un caso complicado y quiero prepararlo bien’. –Aunque, en realidad, el
verdadero motivo consistía en llegar lo más tarde posible a casa–. ‘¿Cómo
sigue tu esposa?’. ‘Ahí va. Ya sabes lo jodido de esta enfermedad. Está
muy bien cuidada por los médicos y enfermeras que contratamos. Hacen turnos de
ocho horas para que siempre haya alguien, pero tiene momentos tan duros que
desea acabar con todo para siempre. Es muy angustiosa la impotencia de no poder
liberarla’. ‘¿Os habéis planteado la posibilidad de cambiar de estado?’.
‘Alguna vez pensé en mudarnos a Vermont o Washington, donde está permitida
la muerte asistida, pero mi posición hizo que no continuase con los trámites’.
‘Bueno, pues si no quieres traicionar tus principios, ponte en contacto con “Compassion
and choices”, y que sean ellos los que alivien su situación’. ‘No es fácil.
Ya veremos…’. Volvió a quedarse solo. Sacó la petaca con la bandera de las barras
y las estrellas tallada en la parte superior derecha, regalo de los compañeros
de profesión en el veinticinco aniversario, dio dos tragos largos y salió taciturno.
La
madre del Johnny era la única persona de su entorno que creía en la inocencia
de la pobre criatura, cautiva de un sistema incapaz de dar con el verdadero
culpable, devolviendo la libertad a su hijo. Por esa razón empeñó la herencia
recibida antes del matrimonio: dos apartamentos en Las Vegas, la mansión
familiar en Carolina del Sur, los rifles con los que sus antepasados lucharon
en la Guerra de Secesión, en bandos opuestos, y la amplia colección de joyas
que fue comprando poco a poco, todo para tener liquidez y contratar al mejor letrado
en mil millas a la redonda. En la galería que conectaba el pasillo de celdas de
aislamiento con la zona de visitas en el Centro Correccional del Norte de
Nevada, sólo había luces de emergencia, muy tenues. El funcionario de
prisiones caminaba tan deprisa que obligaba al reo a dar pequeños saltos,
haciéndole casi tropezar, por llevar los pies encadenados. ‘Siéntate, y echa
la pierna derecha hacia atrás. ¡Vamos! –dijo el agente, malhumorado. Enganchó
el grillete libre a una argolla del suelo y, resoplando, escupió la siguiente
frase dirigiéndose al visitante–: Aquí lo tiene’. ‘¿Le puede soltar las
manos para que esté más cómodo?’. ‘¿Qué quieres, que te arranque el
pescuezo? Es un tipo peligroso. Si necesitas que le dé una hostia, estoy al
otro lado de la puerta’. Puso el portafolios sobre la mesa y sacó un montón
de papeles. ‘Soy su abogado’, –se presentó–. ‘¿Y dónde está el otro
que estuvo conmigo en la sala de interrogatorios?’. ‘No tengo ni idea,
no lo sé’. ‘¿Quién te ha
contratado? ¿Mi vieja?’, –silencio–. ‘Será mejor que me cuente desde el
principio lo que ocurrió la madrugada del 24 de enero, ya que en su declaración
afirma que estuvo en el Carson Tahoe Regional Medical Center, acompañando a su
madre ingresada por fiebres altas. Y, sin embargo, según consta en la investigación
previa, todo apunta a que se encontraba en el lugar del crimen donde hallaron el
cuerpo sin vida de Alexa Valdés. Explíquemelo clarito, porque su familia me
paga para creerle’. ‘¡Eh!, un momento, señoritingo, que me quieren
cargar el muerto de esa putita yonqui y no tengo nada que ver, se lo juro. Fuimos
novios por un tiempo, pero la dejé porque se traía muchos trapicheos y yo soy
un tío formal que no quiere jaleos con la poli’. ‘¿Tiene alguna coartada
que corrobore lo que dice? El testimonio de los suyos no sirve’. ‘Bueno,
verá. Hay una enfermera en ese turno, con los pechos muy grandes. Nos hemos enrollado
más de una vez. Esa noche estaba de guardia y nos escapamos un rato al almacén,
ya me entiende. Siempre pone delante de mí el caramelo: ¡vente, canalla!, un
polvo rápido, que he de administrar la medicación a los pacientes’. ‘Hablaré
con ella’. ‘Oye, pues ya puestos, consígueme también un vis a vis, así recordará
mucho mejor los detalles de aquella noche’, –le guiñó un ojo y se carcajeó,
mostrando una dentadura desigual y amarillenta–. ‘No va a ser posible. Quizá
más adelante…’. ‘¿Cuánto cobras por preguntar estas gilipolleces?’, –obvió
la respuesta–. ‘¿Sabe realmente a lo que se enfrenta y cómo funciona esto,
señor García?’. ‘Bueno, lo más importante es salir cuanto antes de este
agujero y que mi nombre quede limpio de toda sospecha’. ‘Veo que no es
consciente de la gravedad del asunto. Mire, le diré algo: al principio supuse que
el suyo iba a ser un proceso corto, de los que se despachan en una sola sesión,
con un jurado imparcial que no se fijase demasiado en el dolor ocasionado a la
víctima y a sus allegados. Luego, al ver que su declaración se tambaleaba igual
que un montículo de arena en mitad de una tormenta de viento, comprendí que, si
queríamos tener alguna posibilidad de éxito, habría que levantar su inocencia estratégicamente
de la nada. Además, el juez asignado, la fiscal y la abogada de la acusación
particular son tiburones del Derecho insobornables. Así que, o colabora conmigo
contándome lo que ocurrió o será usted mismo quién cave su propia tumba. Piénselo,
y para la próxima reunión que tengamos sea más generoso con la verdad’, –metió
en la cartera lo que había sacado y golpeó en la puerta para que abriera el
guardia–. ‘Coño, picapleitos, ¿te has hartado ya de este desecho humano que
da asco?’. Al presidiario le atronaba la pesadilla de los fantasmas que a
menudo no le dejaban conciliar el sueño…
Adam
Walker no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Apoyado en el armario del
despacho del sheriff, observaba a las cuatro personas que intentaban
convencerle de algo insólito: no cumplir con su deber. ‘No nos fastidies,
hombre –dijo, uno de los presentes–. Lo único que te pedimos es que, cuando
declares en el juicio de John García, te pongas un poco de su parte, y que
suavices el informe que hiciste del registro en su casa. Nada más. No creo que
sea tan difícil. El Gobernador no quiere que los medios le den mucha publicidad,
y para eso tu colaboración es fundamental’. ‘No sé vosotros, pero yo me
siento un policía al servicio de los ciudadanos, un defensor de la ley y del orden.
Parecéis patéticos’. Cuando regresó a su sitio tenía un aviso de la
centralita: ha llamado la hijastra de su cuñado, que lo volverá a intentar
después del almuerzo…
Que mantengas intacto el deseo de transmitir un profundo sentimiento estadounidense, dice mucho de ti con la que está cayendo.
ResponderEliminarTengo la sensación de que este relato necesita de un repaso por mi parte desde el principio.
ResponderEliminarHay tantas situaciones, personajes y matices que tengo la necesidad de leerlo como si de un libro en mi poder se tratase, lo haré.
Se va acercando el juicio. A ver qué pasa. Seguimos con la historia adelante.
ResponderEliminarEres una gran narradora. De ti leería hasta la lista de la compra. Gracias de nuevo por invitarme a tan grato "viaje". Besos.
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