20.
‘Pensé que no llegabas. ¡Vamos,
démonos prisa! Apenas falta hora y media para que empiece el juicio y te quiero
poner al corriente’, –dijo Adam Walker a la hijastra de su cuñado–. ‘Perdona,
vengo conduciendo desde California y, a la altura de la ciudad de Stockton, había
mucho tráfico. No sé por qué se forma ahí tanto atasco. Fui a Santa Rosa, a
unas jornadas convocadas por la organización “Onward Together”, la que fundó
Hillary, y ya sabes cómo son estos encuentros: a la salida te pones a hablar de
política y no ves la hora de irte’. ‘Bueno, lo importante es que ahora
ya estás aquí. Mira, una cafetería, ¿tomamos algo?’. ‘Sí, estoy
hambrienta. –Pidieron café americano, huevos con beicon, tortas de maíz con
sirope de arce y unas fresas naturales–. ¿Qué tal la familia?’. ‘Todos
bien. Las niñas creciendo muy deprisa y nosotros más viejos. Lo normal’. ‘¿Cuánto
hacía que no nos veíamos? ¿Desde la boda de mi hermana?’. ‘No, fue en el
entierro de la abuela’. ‘Cierto’. ‘Oye, si no te importa,
el tiempo se nos echa encima y me gustaría…’. El inspector llevó la conversación
a donde le interesaba: eludir la propuesta de sus superiores respecto a maquillar
la declaración sobre los indicios que apuntaban directamente al acusado como
presunto autor del asesinato por el que se le incriminaba. ‘Ya, pero si lo
haces seguro que te arrepentirás’, –intervino ella–. ‘Eso no me quita el
sueño –afirmó–, me gusta llevar la contraria a la autoridad. Ahora lo
que me interesa saber es tu opinión’. ‘Venga, dispara’, –rieron con
ganas–. Resumió lo más que pudo la escena del crimen, y las especiales circunstancias
que empujaron a la abuela a librar la batalla contra el asesino de su nieta. ‘Además,
te digo que, si de algo sirve esta profesión, ahora tengo la oportunidad de
demostrarlo’. ‘Intuyo que vas a cooperar con la fiscal del distrito, ¿me
equivoco?’. ‘Hemos tenido un primer contacto. Es una gran profesional, y
sí, estoy a su servicio, como no podía ser de otra manera’. Cuando entraron
en la sala se quedaron en la parte de atrás. La zona donde se sitúa el preso aún
estaba vacía. Las mesas de los principales intervinientes, cargadas con su
material de trabajo, eran un panal de abejas endulzando la cara y la cruz del
laberinto de pesquisas hechas. Adam Walker se acercó a Charlotte Bennett y le
entregó una hoja doblada donde había escrito los posibles candidatos a jurado.
Ella le apretó el brazo en señal de agradecimiento y se la guardó en el bolso.
Mayalen,
con su silla pegada a la mía, llevaba la ropa de los domingos, la misma que lucía
en cada ceremonia de la iglesia. El reverendo, mexicano también, y afincado en
Carson City desde hacía más de sesenta años, le dio una pequeña postal, a modo
de amuleto, del Templo de San José, en Colima, un hermoso lugar de torres puntiagudas,
con aire gótico, y que incluye el bellísimo jardín donde, a la caída del sol, los
lugareños platicaban en la rinconada que acoge el Pocito Santo o Charco de
la Higuera. La guardó en una funda de plástico, junto a otras estampas, y
recordó las veces que había transitado por allí llevando consigo a alguno de sus
nueve hermanos, feliz con las pocas pertenencias que tenían, inocente y ajena
al sufrimiento que se cebaría en sus entrañas, hasta el final de sus días. Las
manos huesudas, temblorosas, desfiguradas por la tarea doméstica, agrietadas y
huérfanas de afectos, iban de los pliegues de la falda al borde de la mesa,
buscando el amparo de un solar donde enfoscar la tristeza. Nos miraba, y parecía
pedir a gritos una fórmula mágica para anestesiar el miedo a lo desconocido, un
inmediato presente que abriría las puertas del proceso a punto de iniciarse. Me
molestaba que inspirara ternura, porque esa arma la quería manejar yo con los
miembros del jurado. En algún momento de aquella larga espera, no sabría
precisar, nos confesó que sentía ganas de abandonar y salir corriendo, pero el
recuerdo del incendio de la fábrica textil, donde murieron los padres de la
niña, y la responsabilidad que adquirió criándola, fueron más fuertes. Así que,
con las palabras cargadas de bondad, dijo en voz baja: ‘Doña Allison,
¿cuándo empezamos?’. ‘Pronto. Primero ha de entrar el presunto culpable.
A continuación, el juez. Y por último hemos de elegir a las doce personas que
decidirán el veredicto. Tenga un poco de paciencia, ya casi estamos’. ‘¿Y
si me estoy equivocando?’. ‘Querida, si yo fuera familia suya, estaría
orgullosa de usted’.
Michelle
se retrasó bastante, así que ocupó la silla vacante a mi derecha, posición que la
situaba prácticamente frente al estrado. Con prominentes ojeras y una delgadez
acelerada que nos tenía a todos muy preocupados, se había pasado el fin de
semana extrayendo jurisprudencia, de libros de consulta, con la que contextualizar
nuestros argumentos. No sé qué habría hecho sin su ayuda, pero la verdad es que
tanta implicación rozaba los límites. Traté de inculcarle aquello que afirmaba
Richard, mi padrastro, durante el tiempo que formé parte de su equipo: ‘No
hagas tuyos los fracasos de otros, pero tampoco te apoderes de sus aciertos. Tú
sólo eres ese tren de mercancía que traslada equipaje con el embalaje de la
verdad, aunque ésta sea mentira’. ‘Echa un vistazo a esto –dijo,
dándome unas hojas impresas–. Lo encontré antes de venir’. ‘Entonces,
según pone aquí –le hablaba al oído–, en 1989, en Newton, un pueblo del
condado de Sussex, en New Jersey, Graham contra Seals, se consiguió que al violador
y asesino de su esposa le juzgaran y condenaran al corredor de la muerte por
los delitos imputados’. ‘Así es. Resulta que, una mañana, a mediados de agosto
–la becaria lo había memorizado–, la mujer, como cada día, atravesó un campo
para acortar distancia hasta su lugar de trabajo. Un hombre corpulento silbaba
una melodía pegadiza mientras pedaleaba. Cuando llegó a su altura, se abalanzó
contra ella y la forzó detrás de unos matorrales. Ella opuso resistencia y él
la golpeó en la sien con algo contundente. Así que, sobre un cuerpo ya inerte, finalizó
el desahogo’. ‘Es fabuloso porque ese mismo modelo nos servirá para
apoyar la denuncia que presenta nuestro cliente. Buen trabajo, querida. Guárdalo
como un comodín en la manga’. ‘Aún no has oído lo mejor. Esto sí que, en
todo caso, es un póker de ases –de la cartera sacó otras fotocopias y me
las dio–: el estado de Pensilvania contra Harvey Watson…’. Consulté el
reloj y vi que todavía faltaban quince minutos. La inconfundible respiración
del detective sonaba detrás de nosotras. Alargó el brazo y nos dio una carta
cerrada.
Para
Ethan Ross, haber colaborado estrechamente en el caso del asesinato de Alexa
Valdés, le sirvió para reciclar el olfato de sabueso rastreador, tan envidiado
por los colegas de la profesión. Pero también, y lo más importante, con ello recuperó
la confianza en sí mismo, esa forma honrada de trabajar en pos de la justicia. Aguardaba
impaciente la llegada de la chica del sadomasoquismo, a la que no veía desde
que los ayudantes del sheriff la llevaron a un lugar seguro. Le preocupaba
que, durante el interrogatorio, usaran técnicas de desestabilización emocional,
peligrando el pacto que hizo para contar la verdad, a cambio de ingresar en el Programa
de Protección de Testigos. Sin embargo, confiaba en su palabra e imaginaba las
ganas que tendría de salir a la calle sin miedo a ser descubierta, aunque el
precio fuera empezar de cero en otro país. ‘¿Nervioso?’, –le pregunté–. ‘Impaciente.
Ojalá que acabe cuanto antes y nos vayamos a tomar unas cervezas’, –bromeó–.
‘Eso de ahí te va a interesar’, –señaló el regalito que nos había dejado–.
‘Sí, supongo. ¿Qué es?’. ‘La guinda del pastel. Una información tan
valiosa que cambiará el rumbo del juicio’. ‘Michelle, léelo, –pero
llegué tarde, la becaria ya lo hacía–. Oye, esto huele a despedida y ahora no
nos puedes dejar solas, ¿eh?’. ‘¡Anda!, céntrate en lo tuyo. Respira
hondo. Confío en ti, lo vas a hacer muy bien’. ‘Uy, no estoy tan segura’.
Se recostó en el banco y comenzó a escribir en su desgastada libreta. Cuando,
por diversos motivos, decidió abandonar la policía, prometió luchar para
erradicar la pena de muerte, porque había visto a demasiados inocentes perder
la vida, pero esta vez le asaltaban todas las dudas juntas y quería condenar a
aquel individuo a la pena máxima. Eso, o que la edad, los kilos de más, la
pérdida de horizonte o el agotamiento mental, fueran suficientes razones para
descolgar la placa de investigador privado y rociar la tea de resina suficiente
para que no se apague la llama.
El
silencio en la sala era mayúsculo, plomizo, como los días de calor que merman
las ganas de levantarse de la cama. Hacía algunos días que la opinión pública izaba
la bandera de las revueltas, y los medios de comunicación un juicio paralelo sin
haber comenzado el oficial. Había para todos los gustos: Quienes se inclinaban
por la inocencia del prisionero, a punto de aparecer, mostraban su apoyo a los
allegados con declaraciones de alabanza y críticas a un sistema que para algunos
tocaba fondo. Mientras que otros se nombraron verdugos para empujar, sin
contemplación, el émbolo de la jeringa, planeando elevar la protesta a nivel
federal si quedaba en libertad. Unos y otros, cada cual con sus razones, removían
los argumentos por encima de un charco de bilis que en nada contribuiría a
mantener la calma entre los asistentes. Sin embargo, el jaleo de gente
acercándose deprisa nos devolvió a la realidad. Un timbrazo seco procedente de
la galería interior abrió la puerta lateral disimulada con maderas lisas. Precedido
por cuatro guardias con chalecos antibalas, John Alexander García, arrastrando la
cadena que acortaba sus pasos y disminuía el movimiento de las manos esposadas,
irrumpió socarrón y desafiante, adoptando inmediatamente después el papel de
víctima. Estaba más gordo. La madre se abalanzó a abrazarlo, pero los agentes la
empujaron para atrás. ‘Mucho cuidado con ponerme la mano encima. ¡Ustedes
todavía no saben con quién están tratando!’, –se defendió, a la desesperada–.
El reo localizó a Mayalen y clavó sus ojos en ella, provocando una punzada en las
tripas de la mujer que casi le hace vomitar.
‘¿Preparado
señoría?’, –dijo el secretario–. ‘Déjate de coñas y abre’,
–ordenó–. ‘A sus órdenes, jefe’, –soltó con complicidad–. Se arregló un
poco la toga, comprobó que llevaba los zapatos abrochados, brillantes, y comentó:
‘¿Te he contado que una vez…?’. ‘Joder, ya estamos. Vamos, prepárate,
y bebe un poco, anda’, –desenroscó la petaca y se echó un largo trago de alcohol–.
‘¿Entramos?’. Entonces, con solemnidad, irrumpió y dijo: ‘¡Todos en
pie! Preside el honorable juez Robert Franklin Jr., titular de la sala 3 The Carson
City Justicie and Municipal Court’, –se retiró y, pasados unos minutos, el
magistrado tomó la palabra: ‘Letrados, procedan con sus argumentos’.
Ya lo he dicho otras veces: escribes con imágenes y hay que ser muy grande para conseguirlo. Enhorabuena. Un beso, nena.
ResponderEliminarDesde luego nunca te podrán decir a ti la frase que utilizas en esta entrega de: no hagas tuyos los fracasos de otros, pero tampoco te apoderes de sus aciertos.
ResponderEliminarSe ve en cada renglón de tus relatos TU personalidad y, como bien dice Elvira, al fotografiar los hechos en vez de contarlo hace que vivamos la historia.
Gracias y buen verano.
Con prisas por asistir al juicio y sabiendo que se acerca el final de esta hermosa aventura, amiga. Lo tuyo ya es virtuosismo... Me viene a la cabeza algo así como que "tu literatura está cargada de futuro". Gracias y un beso.
ResponderEliminarEl relato fluye. Se acerca el final. Mayte ya lo sabe, supongo. Los lectores esperamos expectantes. Un beso.
ResponderEliminarEscribes con imágenes. Acertado comentario de Elvira con el que estoy totalmente de acuerdo. Gracias. Besos
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