18.
Con diecisiete años recién
cumplidos, Linda se casó, embarazada de cinco meses, con Steven, un veinteañero
que acababa de abandonar los estudios para trabajar en una gasolinera de la que
le echaron por no cumplir las expectativas deseadas por la empresa. Al acto sólo
acudió la familia directa. Charlotte Bennett y su marido se opusieron al enlace,
sobre todo porque sabían que aquel chico haría sufrir muchísimo a su niña, y
porque ésta, dadas las circunstancias, tiraría por la borda un futuro
prometedor en el mundo del Derecho. Sin embargo, cedieron ante el chantaje de no
hablarles y de prohibirles conocer al nieto que venía en camino. Semanas antes
de parir metieron lo más básico en la camioneta de segunda mano que a menudo
les dejaba tirados, y, junto a otros amigos, se marcharon a vivir a Rose
Peak Rd, en Dayton, a 12,7 millas de Carson City, por la US-50 E, donde compartirían
una granja espaciosa y cultivarían la huerta que pronto dejaría de darles de
comer. Endeudados hasta los huesos y atrapados en las garras de un futuro nada halagüeño,
el segundo hijo nació a los doce meses del primero, y para cuando llegó la
tercera, una preciosidad rubia de ojos grandes y verdosos, subsistían gracias a
los servicios sociales y a la asignación enviada puntualmente por los padres de
ella. La relación en la pareja se deterioraba cada vez más: insultos,
infidelidades, broncas y peleas que en ocasiones precisaron de la intervención
de la policía. Así que un día, con la pequeña todavía sin andarse, unos cuántos
dólares prestados y el hormigón del fracaso macerando encima de los hombros,
abrazó muy fuerte a los dos mayores y les dijo que a la mañana siguiente harían
una larga excursión hasta la casa de los abuelos, a los que vieron el Día de
Acción de Gracias. Esa fue la primera vez que se separaron. Después, volvieron
a juntarse y puede que ahora fuera... Veremos. ‘¿Qué ha pasado, cariño?’.
‘Pues que no aguanto más mentiras ni chanchullos, mamá’. ‘¿Te ha pegado?’.
‘No’. ‘¿Recuerdas que en el funeral de papá tus hermanos le apartaron
de la gente porque estaba borracho y temían que formara un escándalo?’. ‘Sí’.
‘¿Y también que te dijimos que no volvieras con él? Pero, claro, tú, como
siempre, hiciste lo que te vino en gana’. ‘Joder, ¿y qué querías? El
ultimátum era quitarme a los niños o agachar. Y, como comprenderás, no iba a
consentir que me separara de mis hijos’. ‘Por supuesto que no. Bueno, ahora
estáis aquí y eso es lo que importa. Esto es muy grande para mí sola. Nos las
arreglaremos bien’. ‘Gracias, aunque será solamente hasta que encuentre
un trabajo y un alquiler barato. Mañana iré a la tienda de ropa de segunda mano
que hay a la entrada de la carretera. Al venir vi un anuncio para cajera. Igual
tengo suerte y me cogen’. ‘¿Por qué no esperas a ver si surge algo mejor?’.
‘No, necesito hacer algo cuanto antes’. ‘¿Preparamos la cena? ¿Qué te
parece si hacemos pollo a la plancha con brócoli y las alubias Great Northern que
tanto te gustan?’. ‘Perfecto, no las he vuelto a comer desde que me fui’.
‘¿Y eso?’. ‘Porque no las encontré. Y, además, es que nadie las hace
como tú’. Recibió el halago acariciándole la barbilla. Para Charlotte
Bennett gestionar la nueva situación doméstica era todo un reto, ya que estaba acostumbrada
a que el silencio le proporcionara la máxima complicidad para concentrarse en el
estudio de cada caso, y ahora se vería alterado por el jaleo de los nietos
alrededor del cuidado jardín. ‘Abuela, mamá, –gritaban los chicos disfrazados
de indios y americanos–. ¡Coged el teléfono!’. Era el Fiscal del
Distrito, que se disculpó por la hora, pero necesitaba que fuera urgentemente
para la oficina. Se puso un pantalón de hilo, una blusa de seda estampada y
lamentó dejar a medio hacer su plato estrella.
Adam
Walker, como cada mañana antes de ir a la oficina, salió a correr temprano. Necesitaba
poner en orden su cabeza, sobre todo para no precipitarse en la decisión que
estaba a punto de tomar y que cambiaría numerosos aspectos de la vida pública y
privada, tanto suya como de su familia. Faltaba poco para terminar de
estructurar el equipo con el que llevaría a cabo la campaña de presentación de
la candidatura a sheriff de Carson City, compitiendo con el que había entonces
y con un tipo descerebrado que, a cambio de un puñado de votos, ofrecía medidas
tan grotescas como que exterminaría a los homosexuales y lesbianas, entendiendo
que eran un rebaño amenazante para el resto de la especie. O que, sin
miramiento ni escrúpulo, a pie de las montañas, lapidaría a las prostitutas
para resarcir el despecho desgarrado de los más puritanos. Por eso, la
propuesta que él ofrecía, además de reposar sobre una base sensata y próxima a la
línea seguida por Barack Obama, necesitaría ser dotada con la transparencia de
quien experimenta iguales problemas a los de cualquier otro ciudadano, y que
aspira a las mismas cosas sencillas de crecimiento y prosperidad. Sin embargo,
como sucedía a menudo, el chivato del reloj Apple Watch, con correa
negra ajustable, le obligó a retrasar los planes. ‘Oye, desayuna algo, ¿no?’,
–dijo su mujer–. ‘Llego tarde. Pero, bueno. Anda, no te haré el feo’. Zanjó
la conversación cogiendo una tostada con mantequilla y dando dos sorbos de café
que, por las prisas, casi le atragantan. Mientras conducía por las calles desiertas
recordó que una de las hijastras de su cuñado participó en la campaña
presidencial de Hillary Clinton, en 2016, para conseguir delegados en el estado
de Nevada. Incluso viajó a Philadelphia a la Convención Nacional Demócrata,
donde la candidata fue proclamada oficialmente. Lo último que supo de ella, cuando
coincidieron en el entierro de su suegra, es que se involucró en la
organización Onward Together, creada por la ex Primera Dama en oposición
al gobierno de Donald Trump. Tenía que localizarla, para que le orientara sobre
cómo ilusionar al tejido sensible de la sociedad. Pasó directamente al despacho
y creó un nuevo evento en el calendario: Llamar a la activista. ‘Menos mal
que has llegado. Tenemos un problema gordísimo y tienes que venir conmigo’,
–interrumpió uno de los agentes.
Aunque
era el cumpleaños de Michelle no lo supe hasta que aparecí por el bufete al
final del día. Había acompañado a Mayalen al cementerio. Era el primer
aniversario del fallecimiento de Alexa y, una de las veces que hablé con ella, manifestó
su deseo de visitar la tumba. Me ofrecí a llevarla y así, de paso, le diría que
se fuera preparando, porque el juicio estaba muy cerca. Antes de recogerla
compré unas flores, y, también, no sabría decir muy bien por qué, unas chocolatinas.
The Walton’s Chapel of the Valley es un lugar que está bien cuidado por
el personal encargado, pero no siempre a gusto de todos. La anciana se
arrodilló y arrancó con fuerza la maleza que sobresalía y afeaba el césped, relajó
los ojos cegados en la frontera que separa el horizonte de la imagen real y,
con una mano sobre la foto de la nieta y la otra en su corazón, permaneció el
rato suficiente como para verme a mí misma en Aspen Hill Cemetery, aún
en pleno duelo, una de esas crudas mañanas de invierno que suele hacer en
Jackson, limpiando la inscripción que encargué para la lápida de papá, y cuyo coste
corrió a cargo de Richard, el segundo marido de mamá. Comprendí el abatimiento
de la mujer y esa mezcla impotente que todo lo descoloca dentro de uno.
Entonces, guardando distancia entre su espacio y el mío, dejé que esparciera en
la hierba los sentimientos que afloraron desde lo más profundo de sus entrañas.
De vuelta a la rutina, y una vez establecidos los próximos contactos con mi cliente,
encontré un post-it pegado en la pantalla del portátil y firmado por la
becaria y el detective: pásate por la cantina Passing City, y no valen
excusas. ‘¿Qué celebramos?’, –pregunté mientras bebía de un trago el
maravilloso Dry Martini que preparaba el simpatiquísimo barman que nos
obsequiaba con un cuenco repleto de cacahuetes–. ‘Pues que la nena cumple
añitos, y la muy cabrona no nos había dicho nada. Así que, aquí estamos tú y yo,
como dos gilipollas, y sin regalo’, –dijo Ethan algo cabreado–. ‘Es que
no necesito nada, sólo a vosotros, mi familia de ahora’. El grandullón de
Ross se emocionó y la abrazó. Paul, nuestro camarero, pegó la oreja y salió de
la cocina con una tarta que nosotros devoramos. ‘Allison, ¿has estado con la
abuela?’. ‘Sí, y cada vez la veo más frágil’. ‘¿Aguantará?’. ‘Esperemos’.
‘Querido, ¿cómo van tus contactos con las altas esferas?’, –quise saber–.
‘Mirad quién hay en la barra pidiendo un whisky’, –dijo mi ayudante a la
vez que señalaba con el dedo–. ‘¿Quién?’, –preguntamos intrigados–. ‘¿Ese
no es el juez Robert Franklin Jr.?’, –siguió Michelle como hablando para
ella–. ‘Claro, coño. El mismo. Dicen que es un obstinado en sus planteamientos
y que no pasa por alto ni un error. Tiene fama de haber protagonizado fuertes
discusiones con otros colegas, –aseguró Ethan–. Pero también hablan de
su perseverancia para llegar hasta el fondo de cada detalle sin importarle el
tiempo’. ‘Pues mejor que nos toque él y no un espabilado al que le
aburre su oficio y lo único que quiere es acabar temprano para reanudar la partida
de póker. ¿No creéis?’. Cuánta razón tenía nuestra anfitriona. Yo estaba a
punto de interesarme por la chica del sadomasoquismo a la que la policía
mantenía oculta y bajo estricta protección, cuando el magistrado se acercó y
nos saludó. ‘¿Qué tal todo por WILSON, ANDERSON & SMITH?’, –nos abordó
extendiendo una mano arrugada que estreché con reparo–. ‘Bien, señoría. Ya
sabe, luchando. No queda otra’. –torció el rictus–. ‘El viejo Anderson fue
un cascarrabias, pero muy buena persona’, –dijo, alejándose de nosotros y
dejándonos sin argumentos para continuar.
La
celda de aislamiento en la que Johnny García permaneció durante cuarenta y dos
días, hasta que le trasladaron a uno de los pabellones menos masificados, era un
rectángulo de no más de tres metros y medio por cinco. Con paredes de hormigón infranqueables,
doble puerta, y una pequeña ventana por la que, a regañadientes, se colaba un rayo
de sol generoso con la piel de los convictos. En una esquina tenía un inodoro y
el lavabo. Las duchas, al encontrarse en las zonas comunes, las utilizaba mientras
que los demás dormían. Aunque el Centro Correccional del Norte de Nevada
no era una fortificación como la Penitenciaría de máxima seguridad de Florence,
Colorado, conocida coloquialmente como la Alcatraz de las Rocosas, a
nadie se le pasaba por la cabeza fugarse de allí, ya que sería una muerte
segura. ‘Vamos. Muévete, basura. Ha venido tu abogado y quiere verte’. ‘Pero,
si yo, no…’. ‘¡Qué camines, coño!’.
Según he llegado al punto final de esta entrega, te he visto sentada en el Café Gijón, de tertulia, con los intelectuales más importantes del país, riéndote con la gente de la farándula y enseñando a todos que escribir no es siempre hacer pedagogía, más bien es dar a conocer un punto de vista limpio, sincero, humilde. Gracias por tu generosidad. Un beso
ResponderEliminarSe ha señalado en otras ocasiones la descripción precisa de los entornos en que transcurre la historia. Creo que si se tradujera al inglés, resultaría familiar y tendría éxito entre lectores estadounidenses. Seguimos.
ResponderEliminarDe nuevo luces con tu narrativa e introduces nuevas cuñas de los personajes principales para que conozcamos de donde puede derivarse su forma de actuar y el resultado es espectacular.
ResponderEliminarPor poner una pega es que los regalos son quincenales y ya sabes que lo bueno gusta más a menudo.
Gracias Mayte.
Ya te lo dije otras veces, que tienes la cualidad de llegar a tus lectores para que éstos se impliquen en la situación que haces que vivamos.
ResponderEliminarGracias, fuerte abrazo.
Como siempre, tus textos son una invitación a mirar en mi interior, a reflexionar sobre la condición humana... Quiero cerrar los ojos, a veces, ante su conducta, y tú me lo impides. Gracias una vez más. Besos.
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