Una semana después de
celebrarse la fiesta de Halloween en 1989 cae el Muro de Berlín, todo un
baluarte del siglo XX. Este hecho significó el comienzo de la abolición
fronteriza entre ciudadanos de una misma capital, y también la decadencia de un
imperio que agonizó con la dimisión forzada de Erich Honecker, hasta entonces
jefe del Estado de la extinta República Democrática de Alemania. Familias
enteras rebosantes de alegría, separadas durante más de veinte años,
convirtieron Checkpoint Charlie −zona
de control estadounidense con la soviética, popularizada en muchas películas de
espías− en una parcela de júbilo para el reencuentro. La ciudad se llenó de
turistas dispuestos a no perderse el acontecimiento histórico. Enseguida
surgieron tenderetes donde ofrecían souvenirs
de hormigón grisáceo y cilindros deformes y oxidados que bien podrían ser la
antigua carcasa de alguna bala. Dicho período fue sin duda un avance para la
humanidad, pero al mismo tiempo aparecían los primeros brotes de un cierto
retroceso en el horizonte mundial, ya que, justo un lustro después de correr la
esperanza por las calles de Europa, el gobierno de Bill Clinton ordenó levantar
una valla de seguridad contra la inmigración ilegal entre Estados Unidos y
México, que hoy sigue dejando un reguero… Recuerdo la curiosidad en el
vecindario por visitar un mural formado por tres secciones del llamado Telón de acero, en el jardín de la Sede
General de las Naciones Unidas, un regalo del país germano a la city de los rascacielos. Esa vez la idea
de ver aquel pedazo de muralla me atraía. No entiendo de arte, menos de graffitis, pero sí del sufrimiento de
las personas, por lo que intuyo que, dentro de esa orfebrería hecha de cemento,
ha de haber mucho desconsuelo. Camino de Brooklyn, en metro, a terapia, decido
contarle a Eric esta reflexión. Al final del vagón, un homeless sin rumbo fijo, que se pasa el día de un convoy a otro, se
desploma en el suelo. Nadie mira, nadie se inmuta, nadie le atiende…
E.J. siempre tuvo la ilusión de
aprender a bailar foxtrot. Cuando su esposa le animaba a hacerlo realidad, él
buscaba la excusa perfecta y convincente que a ella le hacía reír a carcajadas:
‘Dónde quieres que vaya con esta barriga y
la estatura que tengo ¿eh?’. Pero al quedarse solo se apuntó a la Swing Dance Bronx, una vez por semana,
en horario nocturno. Su pareja de baile es una pelirroja teñida, entrada en
años, extrovertida y con un aire extravagante que la hace diferente al resto de
alumnos. Están a gusto, sin profundizar en lo personal, hasta que cada uno se
va por su lado. Igual, más adelante… El entrecot de carne de vacuno, la compota
de manzana que lo complementa y una cerveza bien fría contra la sequedad de
garganta, rellenan la base de la bandeja que se lleva al sofá donde ve la
televisión. Aparecen, blanco sobre negro, los primeros títulos de crédito del film Adivina quién viene esta noche, a
la vez que retumba el timbre de la puerta en la desnudez del recibidor.
Contrariado, antes de desechar los cerrojos, comprueba que, recién salido del
váter, lleva abrochada la bragueta. Un guardia penitenciario, con una cicatriz
que parte su mejilla en dos, de la cárcel de mujeres Unidad Mountain View, en Gatesville, Texas, donde cumple condena la
hermana pequeña de Michelle, le trae un comunicado de la reclusa donde expresa
el deseo de verle antes de ser ejecutada con una inyección letal en menos de
una semana. Le entrega también una nota manuscrita en la que cuenta la
frustración que siente tras perder la apelación en la Corte Suprema de Justicia
de los Estados Unidos de América presentada por The Proyect Innocence −organización independiente sin fines de
lucro, cuyos abogados utilizan las pruebas de ADN para demostrar la inocencia
de quienes han sido injustamente condenados−. Mr. Coleman no puede negarse, y
estructura ya en su cabeza los detalles para el inminente viaje…
Ralph ha ido con Bobby a hacer footing a Central Park, y le he
prometido que a la vuelta iríamos a comprar el aspirador que necesita. Sin
embargo, el accidente del chihuahua ha puesto del revés todos nuestros planes.
‘Fíjate que vamos a menudo por ese mismo
sendero y nunca ha pasado nada, pero cuando me he dado cuenta tenía la
bicicleta encima. Podía haber sido muy lamentable’ −le acaricia debajo del
hocico−. ‘¿Cómo van las cosas en el
hotel?’. ‘Raras, Maurita, raras. Crece
el rumor de que tejen una maniobra para declararse insolventes y así echarnos
con una mano delante y otra detrás. No sé qué voy a hacer, la verdad. Si te enteras
de algo, lo que sea, me lo dirás ¿verdad?’. ‘Claro’. Carlota llama mi atención para que accione el mecanismo de
defensa, no sea que se tome la libertad de... ‘Bueno, es hora de irse, vosotras tendréis que descansar ya’. ‘Eso es. Hasta mañana’. Sin dar pie a
alargar más la charla, coge al perro en brazos con mucho cuidado de no lastimar
la pata vendada. Echo la cadena antirrobo y susurro que todos tenemos problemas…
y nos los tragamos, coño.
“Nueva York. Segundo día de la primera
quincena de abril. Se me antoja que si existe en el mundo un lugar donde los
contrastes saltan a la vista es aquí, en el país donde resido. Y no me refiero
sólo a las diferencias obvias: color de la piel de claro a oscuro o distritos
de altos alquileres pegados a otros arruinados en su deterioro, por citar dos
ejemplos, sino a las cosas terribles e inverosímiles a las que al final te
habitúas. Tomé por costumbre escuchar cada día un programa matinal mientras el
café y los huevos revueltos terminaban de hacerse. Una mañana emitieron la
entrevista realizada a la periodista Jennifer Toth, quien, cuando realizaba
prácticas en Los Ángeles Times,
encontró el material necesario para escribir quizá lo que en principio iba a
ser sólo un reportaje y se convirtió en el libro Mole people, donde narra con absoluto desgarro su experiencia al
ver que, en las líneas abandonadas del subterráneo, un grupo considerable de
personas vivían en condiciones infrahumanas. Gente sin control, sin número de
la seguridad social, sin normas, sin localizadores de ubicación, sin perfil en
las redes. En definitiva, topos
identificados como amenaza contra las instituciones. Aunque no puedo precisar
exactamente el año, estoy segura de que eso ocurrió en los noventa,
coincidiendo con la llegada al supermarket
del encargado que tantas putadas nos hizo, y quien se alió con el contable de
entonces −después resultó ser un estafador−. Afirmaban que los no nacidos en la
ciudad de los rascacielos éramos intrusos que otras superpotencias habían
destinado ahí para comerse el pan de sus hijos. Se burlaban de mí llamándome redneck, no sé si por la vestimenta o
porque llevaba escrito en la cara mi procedencia pueblerina. Lo cierto es que
se ganaron el desprecio de la mayoría. En una ocasión, cerca del tercer lunes
de febrero, cuando se celebra el Día del Presidente, que yo tenía mucha gente
en línea de caja y decía mecánicamente who’s
next para aligerar la cola, uno de estos dos personajes se acercó por
detrás y me dijo al oído que, por mucho que me empeñara en disimularlo, era residuo
de alcantarilla, como los indeseables que pueblan los suburbios bajo la
metrópoli. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no graparle los testículos al
pantalón. Después, en casa, me puse a llorar como una perra…”.
‘Acomódate,
paya’. ‘Hola’. −Estrechamos las
manos−. ‘¿Qué tal la semana?’. ‘Igual que todas, nada destacable. Bueno, sí,
los celos de Carlota con Bobby. El chihuahua ha sufrido un accidente y estamos
volcados en él. Si vieras los arañazos que tengo. En cuanto nota que huelo a
perro la jodía se desquicia. Claro que, si yo fuera otra, acariciaría su panza
y asunto resuelto, pero no quiero que se ablande, después se sufre mucho. No sé
si lo que voy a decir tiene algún significado especial u otra lectura de las
contradicciones que me fluyen por dentro, pero según venía he pensado en las
murallas discriminatorias que desembocan en venganza, humillación o codicia,
levantadas por los seres humanos para marcar la diferencia entre privilegiados
y desdichados, adinerados y empobrecidos, por el solo hecho de haber nacido al
otro lado de una verja. Si mi infancia hubiera tenido un desarrollo normal,
identificaría la luz plomiza que aparece a la caída de la tarde con la
costumbre de los niños de la aldea a esa hora: asaltar la caja de hojalata
donde las madres guardaban los dulces caseros. Sin embargo, los recuerdos
personales de entonces están enturbiados por la huella de la correa de padre
estampada en algún lugar mullido de mi trasero. Había siempre una excusa, un
motivo para el castigo, una brusca apropiación de la paz y la ternura que
debería de haber tenido una niña de esa edad, con todas las dificultades de la
época, que eran muchas −tomo aliento, Eric permanece callado hasta que
reanudo el monólogo−. Es tristísimo
confesar las veces que me han dado ganas de prenderle fuego a la casa cuando
estaban todos, huir monte a través y sepultar así mi tortura bajo las cenizas.
Mas no era como ellos, ni quería acarrear con esa culpa el resto de mis días.
¿Cómo tenían valor para dormir a pierna suelta tratándome de esa forma? ¿Cómo
superar el rencor que durante años ha malgastado mi existencia? ¿Y si retirando
las capas necrosadas del corazón, para que sea más accesible, se garantiza que
no me van a hacer daño? De ese modo: ¿conduciría el final de mis días a un
estado más confortable?’ −la congoja impide que continúe−. ‘¿En tu opinión qué cambiarías?’. ‘No voy a seguir con esto, me tengo que ir.
No puedo…’. ‘Como prefieras. Déjate
llevar por tu instinto, Maura, eres demasiado dura contigo. No pasa nada por permitir
que le quieran a uno. Bueno, lo dejamos ahí. Todos merecemos otra oportunidad,
tú también. Piénsalo’.
Salgo a la Avenue
y el frío de la noche primaveral, que aún no se ha despojado del todo del
invierno, se cuela por los poros, apretando la prisa para llegar cuanto antes
al metro. Respiro fuerte y al expulsar el aire suelto por la boca partículas de
vaho. Me acuerdo de madre, de los gitanillos de la ladera del río, de las pocas
amigas que tuve, de las madrugadas, de la retirada de la luna acostada sobre
las llanuras y de las habladurías que incitan al sufrimiento en un sitio tan
pequeño. Veo las caras cansadas de quienes regresan de la larga jornada, de los
ancianos vencidos por el sueño, de las mujeres que no pueden disimular que
están en periodo de lactancia, de los estudiantes que piden a gritos su tiempo,
su espacio, un lugar para llevar a cabo el proyecto que les motiva a levantarse
cada mañana. Cierro los ojos, y, con la tranquilidad de saber que cada uno va a
lo suyo, acogida al anonimato de esta city
que respeto, alcanzo la serenidad dentro de mí. En el centro del andén se
agrupan viajeros con destino a Harlem. Me abro paso entre ellos, y cuento las
cuadras que me quedan para buscar consuelo en Carlota, que me recibirá con los
bigotes manchados de leche…
Sigues con esa fluidez en el relato que hace que la intriga por descubrir el trauma de Maura lo lleve sin ansia pero en tensión.
ResponderEliminarEso de quiero, pero no; lo que lleva a decir al ver tu invitación en Twitter, ya era hora.
Maura transmite la misma amargura que mala leche. Es decir: refleja la vida. Me gusta cómo afrontas el final que presiento próximo. Haces honor a lo de “escribir es no bajar el ritmo”. Un beso, nena
ResponderEliminarHoy los sentimientos han fluido no en cascadas, en "cataratas"... Te superas cada día. Me has llevado y traído a muchos de los momentos vividos con intensidad, esos que al recordarlos provoca lluvia en los ojos.
ResponderEliminarAgradecido, amiga. Te camelo.
No encuentro palabras para expresar lo que me haces sentir. Eres una gran escritora, con una sensibilidad extraordinaria. Un beso grande.
ResponderEliminarRelato en donde los sentimientos afloran de tal manera que sientes en tu propia carne las vivencias de Maura, te identificas tanto con ella que vives su realidad. Gracias por embelesarnos con tus relatos, un beso fuerte
ResponderEliminarHASTA EL SIGUIENTE, VOY UN POCO ATRASADILLO.
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