La llegada del hombre
a la Luna hizo
temblar los cimientos de nuestro planeta, corriendo
como la pólvora el interrogante de: ¿y si no estamos solos y hay que repartir
el pastel? El 16 de julio de 1969 teníamos los
ojos puestos en las televisiones que emitían en directo desde cabo Kennedy,
Florida, donde el Apolo 11 sería
impulsado al espacio por el cohete Saturno V. La imagen de los astronautas Neil
Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, enfundados en sus trajes espaciales, daba la vuelta al mundo, regalando planos cortos de
sus sonrisas destellantes como signos de victoria. En esa época salía con un
novio −muy soso, la verdad− más interesado en
beber cualquier líquido que contuviera un grado de alcohol importante que en
practicar sexo, lo cual me daba igual. Por eso, el día del alunizaje, nosotros
estábamos en el vecindario de Woodlawn, en el Bronx, tomando pintas de cerveza
en la taberna irlandesa Arthur &
Brigitta, descendientes de emigrantes que escaparon a tiempo de La Gran Hambruna. El
local era pequeño pero acogedor, con muchas sombras y poca iluminación,
perfecto para los solitarios. Vigas de madera transversales sostenían el techo, del que pendían jarras de vidrio y cintas de colores
verde, blanco y naranja, en honor a la bandera de su país de origen. Las
paredes estaban cubiertas con fotografías de personajes famosos y anónimos que
pasaron por allí. Acodados a la sólida barra, testigo
de tantas penurias, los presentes aliviábamos la derrota evadidos con la música
country de Kris Kristofferson, entregados al vacío de la lengua pastosa, al
terraplén por el que caeríamos sin problema de no ser porque quedarse tonto
acojona bastante. Ahí estábamos, repatriados en lo individual y ajenos por
voluntad propia al hecho sin precedentes que marcaría, sin duda, un punto y
aparte en nuestras vidas, y en los libros de Historia.
“Nueva York. Dieciséis días después de
la segunda quincena de marzo. Lejos del glamur de Manhattan, muy bien paseado
por las estrellas del cine, el Maspeth se me antojaba lo más parecido a una
pequeña capital de provincias, con lo más imprescindible como para no tener que
desplazarse a otros distritos. Sin embargo, me sentía forastera incluso en la casa
donde vivo −me duele no haber sido capaz de hacer hogar, ni siquiera con la
llegada de Carlota que ya conté aquí−. Oímos la palabra refugiado y rápidamente lo
asociamos a tres conceptos: conflicto bélico, huir de la miseria o estar en busca y captura por las ideas políticas. Desde
que salí de la aldea he dado muchas vueltas a esto. De alguna manera, y
salvando todo tipo de distancias, también vine a este país pidiendo asilo,
aunque mis motivos no estuvieran tipificados. −Hago un alto en la escritura y llamo
a Ralph por teléfono. Bobby no ha dejado de
ladrar en las últimas dos horas. Estoy preocupada. Nada, no contesta−. Los
primeros meses en el supermarket
fueron complicados. Elaboré listas mentales a
dos columnas: en una el precio, en la otra el
artículo. Así, relacionando nombre y objeto, aprendí
las primeras palabras en inglés. En general di con buenas compañeras, pero, como ya he apuntado en otras ocasiones, ni tomo ni
doy confianza. Todo era nuevo, grande, diferente, ordenado… Yo venía de un
espacio gris y oprimido, con un precario sentido del respeto −y no me refiero
sólo a lo personal−, en el que las normas que
rigen la convivencia cívica brillaban por su ausencia. Pondré un ejemplo: me
costó asimilar que, para transitar por las
aceras entre tanta gente, había que respetar la
circulación de doble sentido y no invadir el carril contrario. Una vez, en el
barrio de Corona, cruzando Martense Ave con 53-98 108th St, por poco me
atropella un carro −todo un Cadillac
de 1950, descapotable−. Aún no controlaba los indicadores
del semáforo y resultaba un lío Don’t Walk. ¿Cruzo
o me paro? Opté por lo segundo y forcé un frenazo en seco. No fue la única vez
que salvé la vida por los pelos… Ahora, con la edad, y adoptadas muchas
costumbres neoyorquinas, sentiría desamparo en otro lugar, porque tengo la piel
hecha a estas calles, a los edificios de ladrillo rojo con escaleras de
incendio rompiendo la monotonía de las fachadas, a la capa de asfalto
desconchada por los bordes de tanto uso, a la oquedad de los portales dejando a
la intemperie la pasión de los amantes, a los contrastes de Tribeca y el SoHo,
a las luces de neón que pestañean en la noche y al gusto de cruzarme con Woody
Allen por Prospect Park cuando regresa a Brooklyn, por
donde pasean sus raíces judías. La gata
me adivina el pensamiento y se aparta a un lado del pasillo. Alarmada −ella
también lo está−, cojo de abrigo lo primero que encuentro y pulso el botón de
bajada. Salgo del ascensor y Bobby reconoce mis pasos. Ladra, ya enloquecido,
pero ninguna palabra es capaz de consolarlo. Entonces, la posibilidad de perder
lo único bueno que he tenido pone en marcha
toda la maquinaria de búsqueda…”. ‘¿Qué tal la semana, Maura? ¿Algo destacable?’. ‘He recibido carta de España. No sé cómo habrán localizado la dirección −callo
unos segundos y cambio de postura−. La
nieta mayor de mi hermano pequeño, que como no encuentra trabajo de lo suyo
−no sé lo que es ni me importa−, al enterarse de la existencia de una tía
en América, ha pensado que quizá aquí tendría
más suerte. No te jode, no se han preocupado de saber en todo este tiempo si
estoy viva o muerta, y ahora quieren aprovecharse. ¡Ni hablar! ¡Esa mocosa no
sabe con quién se la juega!’. ‘¿Has
respondido?’. ‘¡Qué dices, ni pienso!
Es más, como aparezca la pongo de patitas en la calle y, ¡a buscarse la vida!, como hemos hecho los demás. No cuenta nada
de su abuelo. Tampoco tengo gran interés, pero coño, ya que escribes, expláyate
algo más, ¿no?’. ‘¿Qué te gustaría saber?’ −encuentro a Eric entusiasmado, como con
otras ganas−. ‘Nada en particular. ¿Cómo
crees que me recordarán?, no digo ella, sino mis hermanos. La verdad es que a
estas alturas eso carece de sentido. Conservo en la memoria un episodio de
cuando tendría siete u ocho años. Merodeaban por la aldea una camada de lobos. Cada amanecer traía un paisaje dantesco: animales
muertos, destrozos y mucho miedo. El silencio de la noche en campo abierto
intensificaba los aullidos, y el pánico a que
entraran dentro me impedía descansar. Una vez, con la última cucharada del estofado de alubias
blancas que tocaba en la cena, busqué algo de cariño en aquella mesa y un poco
de complicidad para protegerme. Era imposible dejar una luz en el dormitorio de
los niños para espantar a los fantasmas, así que metí
la cabeza debajo de la almohada y crucé los dedos. No fue suficiente, veía y
oía cosas muy raras. Llegué a oscuras hasta la
habitación de los chicos, trepé a lo alto de la cama y me hice hueco entre los
dos cuerpos, ya inertes y roncando. Pero madre,
casi en volandas, me devolvió a la austeridad de mi dormitorio,
al arrepentimiento de haber vulnerado el espacio de ellos, a la inferioridad de
mi clase, de mi género, a la nulidad como ser humano libre e independiente. Sin
embargo, he comprendido que su propósito era hacer de mí el espejo de sus
frustraciones’. −Respiro hondo
para amainar el dolor intenso que casi me ahoga−. ‘Lo que somos, nuestro presente, está conectado por un hilo invisible al
pasado. Las primeras imágenes que tenemos de la infancia dan muchas pistas para
trabajar según qué aspectos de la personalidad. Maura, el proceso que estás haciendo
de psicoanálisis, no sólo en terapia, es un ejercicio de aprendizaje de ti
misma. Tal vez tengamos que trabajar eso. Llegados a este punto, ¿qué ves ahora? A tu entender, ¿cuáles son las diferencias que resaltarías?’. ‘Pues, además de envejecer a pasos
agigantados, tengo la sensación de haber
aflojado algunos corchetes en la faja’. ‘Fenomenal. Lo dejamos ahí. Sigue en el cuaderno’.
Ralph trae la cara magullada y lo que
en principio parece el zigzag de una ceja partida. Aunque cierre los ojos, reconozco el perfil de su figura como si surgiera
por delante de dos faros que deslumbran a lo lejos: los andares vencidos
arrastrando los pies, la lentitud de las caderas cuando avanza y la comisura
izquierda de los labios arqueada por la forma del cigarrillo. Es él, me lo dice
el corazón más que la vista. ‘Otro susto
como éste y no te hablo, cabronazo’ −suelto, abrazada a él−. ‘Ay, Maurita. Eran unos “guajes” que no
levantaban un palmo −suspende la mano en el aire a la altura de la cintura
y señala−, y mira qué tunda de palos
me han dado porque no les habían cambiado las toallas. Y claro, hemos pagado los
platos rotos los recepcionistas’. ‘¿Vienes
del hospital? ¡Haberme llamado!’. ‘Sí.
Bueno, no quería preocuparte. La cosa se ha complicado un poco y han
explorado a fondo un dolor que tengo en la espalda. Nada importante,
antinflamatorios y confiar en que mitigue lo antes posible. ¿De verdad temías
por mí?’ −dice con lágrimas−. ‘No te
hagas ilusiones, era por la molestia de tener que llamar
a la policía para que arrestaran a tu perro’ −se coge del costado
amortiguando la risa−. Bobby, educado en la generosidad y exento de rencor,
salta de alegría al vernos aparecer. Hombre y mascota se funden en un abrazo. Contemplo la escena mientras limpio varios charcos
de orines con una bayeta, y, sin hacer ruido,
para que no se distraigan, les dejo disfrutando de su intimidad. La gata está
en mitad del salón jugando con su pelota de goma, en el mismo sitio donde se había
quedado. ‘Ven conmigo, Carlota’ −doy
pequeños toques en el sofá para que suba−. Obediente, con la cabeza sobre mi muslo, se enrosca tan pegada que noto sus
palpitaciones, y me siento afortunada por tenerla.
E.J. ha cocinado una excelente carne
de vacuno, con compota de manzana como
acompañamiento, y tiene previsto ver una reposición de Adivina quién viene esta noche, con Spencer Tracy y Katharine Hepburn, entre
otros. Pero la inesperada visita de alguien
alterará sus planes…
Tu gusto literario, esa forma tan tuya de narrar y la trayectoria de la historia son de quitarse el sombrero. Admiro tu maestría.
ResponderEliminarDios, me has hecho llorar. Además de todo el trabajo de implementación de fechas y hechos, ese conocimiento de los sentimientos, no solo humanos, es de 10.
ResponderEliminarBellissimo, donna. Abbraccio desde Sicilia.
ResponderEliminarOrlena
"... a la oquedad de los portales dejando a la intemperie la pasión de los amantes"...
ResponderEliminarEres muy especial por regalar gotas de magia, por obsequiar emociones.
Mi admiración y cariño. Gracias, maestra.
Me gusta lo de "Bobby, educado en la generosidad y exento de rencor, salta de alegría al vernos aparecer..." Seguimos enganchados a la/las historias. Hasta la próxima "dosis". Un abrazo.
ResponderEliminarNostalgico y bello episodio, !Que bien comunicas las emociones, un abrazo
ResponderEliminarHasta pronto y comentaremos tu episodio. se me ha hecho corto-
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