Durante cincuenta
años, doce meses, nueve días y algunos minutos y segundos imposibles de
contabilizar, Alicia Dávila, que en la actualidad ronda los noventa años, vivió
en una mansión que poco a poco se fue quedando vacía. Pelo corto, con calvicie
prominente, impoluto, del color de la nieve cuando se está deshaciendo, y peinado
con raya al lado. Con manos inestables se ajustaba las horquillas recogiendo
muy bien todo el cabello. Su delgadez alarmante
recordaba a los prisioneros en los campos de concentración nazi. Natural de
Grazalema −enclavado en la Ruta
de los Pueblos Blancos, y amurallado por el Peñón Grande−, al noreste de la
provincia de Cádiz, creció adicta al queso payoyo, a las cagarrias y al río
Guadalete, donde los domingos de verano toda la
familia iba a calmar en sus aguas el calor sofocante. Con diecisiete años, y
para liberar a sus padres de una boca más que alimentar, se casó con Tomás
Aceija −al que no quería, pero aprendió a hacerlo−, yéndose a trabajar a la
finca El acebuche gaditano, propiedad
de unos condes procedentes del sur de Francia, ubicada a las afueras de la
pedanía de Benamahoma, en la falda oeste de la Sierra del Pinar, a unos 500 metros sobre el nivel del mar.
Ella se encargaba de la cocina y de llevar el rumbo general de la casa, bajo la
supervisión de la señora. Él de la mecánica, del huerto, de los arreglos en
general…, y de los jardines. Juntos, con la
explosión de su juventud, borraron la austeridad de aquellas paredes privadas
de sonrisas, prendiendo la lumbre en cada rincón donde la sequía de la vida fue
desconchando los suelos. Con la llegada del duro invierno se intensificaba la
faena, porque los dueños organizaban fiestas a las que asistían invitados de
muy diferentes lugares y cuyas costumbres había que satisfacer. Así que, medio
deslomados y exhaustos, habiendo dejado casi enjaretada la comida de mañana, a
punto el riego para el amanecer, la cubertería lustrada, la cristalería sin una
sola mota de polvo y el uniforme estirado sobre la tapa del baúl, donde ella
guardaba el camisón de boda y la canastilla para la criatura que nunca llegó,
iniciaban la puesta de sol como ellos la entendían: ocultándose por los pies de
su cama.
Sin las prisas que aprietan en las
ciudades, allí el tiempo transcurría como cortinas de humo que distorsionaban
la realidad. Ajenos a cuanto armaba el esqueleto de la actualidad: atentados,
crisis, guerras, destrucción masiva de empleo, tramas financieras, caída del
sistema, o nuevo estallido de otra burbuja inmobiliaria −tal vez manejada desde
lo virtual−, para Tomás y Alicia el mundo
empezaba y acababa en el otro. Pegados a la lumbre de leña por retrasar algo
más los sabañones, con miradas que hablan y palabras que silencian, en el
centro de la cocina, en la robusta mesa de madera maciza, disfrutaban de su
particular desayuno pantagruélico. Junto a eso, el olor a la pastilla de jabón
que desprendía la ropa recién planchada, la textura de los huevos que las
gallinas acababan de poner, el relinchar del caballo que avisaba para empezar
la faena, los primeros rayos de luz proyectados contra la valla que limitaba el
terreno de la hacienda, y los soplos de viento fuerte silbando por el hueco de
la chimenea −gemidos de ladrillos que inventan un nuevo vocabulario−, hacían de
preámbulo a una jornada que sería igual a la anterior y a la siguiente. Porque,
mientras que los pequeños no crecieran, y los adultos siguieran vivos, nada iba
a cambiar…
La condesa fue la primera en sufrir
problemas de salud. El médico que la visitaba a
diario, después de la siesta, dijo que tuviera cuidado de no hacerse heridas,
porque, aunque la puso un tratamiento, su sangre era muy líquida. El día de su
cumpleaños, tras merendar, y con los nietos asilvestrados por la emoción de
soplar las velas, también ellos, cuando se
disponía a cortar la tarta, tuvo la mala suerte
de que la hoja del cuchillo fue a parar contra
su mano izquierda, entre el índice y el pulgar. A pesar del vendaje de urgencia
hecho por uno de los yernos, y de llevarla rápidamente al hospital en Arcos de la Frontera , nada se pudo
hacer por cortar la hemorragia. Tras su muerte las cosas ya no fueron iguales.
El marido entró en una profunda depresión, y los hijos pusieron en marcha un
proceso de cambio que, poco a poco, solo beneficiaría a sus bolsillos…
Tomás llevaba encamado más de una
semana, a causa de un fortísimo resfriado. Alicia no daba abasto. Entre
atenderle a él, y ocuparse de los quehaceres de ambos, apenas le quedaba tiempo para tomarse un respiro. Aprendió a
poner en marcha y conducir el tractor, limpiar los aparejos finalizada la tarea
en el campo, acatar las órdenes del amo −en realidad, manías−,
las de los jóvenes herederos, ansiosos por poseer más,
y sostener las riendas de la gran mansión que ahora recaían solo en
ella. De noche tampoco descansaba, porque la
tos continua, la dificultad respiratoria y las fiebres
altas, les mantenían en vela dentro de la amargura de una habitación sin
perspectivas. Se quedó viuda cinco horas antes de concluir noviembre. Dijo
adiós a los cielos estrellados, a la sensualidad en primavera, a las nubes que
escribían el guion para guarecerse en el cobertizo, a los crepúsculos en el
dormitorio, a la risa nerviosa de recién enamorados, al cutis sonrojado cuando
al aire libre pasaba por detrás de ella, haciéndose el encontradizo, para
hundir la vista en el océano de sus muslos, náufragos eternos pidiendo ayuda…
Pero por encima de todo con él moría cuanto
habían sido. A las cuatro cuarenta, como cualquier madrugada, con el uniforme
complementado correctamente, calentaba el puchero de la leche, pelaba algunas
patatas para freír, cortaba picatostes de pan cateto y troceaba un conejo para
el guiso que nadie comería…
Las obras que transformarían todo
aquello en un hotel para clientes de alto standing, finalizaron a mitad de
primavera. A la inauguración asistió lo más vip de los empresarios andaluces,
famosos de los que no se pierden ningún sarao y una amplia representación de la
clase política de entonces. De los antiguos solo quedaba Alicia. Los hijos del
conde, tras prometer a su padre en el lecho de muerte que no echarían a la
mujer de allí, arreglaron para ella la caseta de muros anchos donde antes se
guardaba la cosecha y la matanza. Le asignaron también una renta vitalicia y la
opción de contratar a alguien de confianza –lo que en un principio rechazó, hasta que no hubo más remedio− para que la cuidase.
Todo a cambio de una sola condición: que por nada del mundo cruzase el bulevar
cuajado de sombras apretadas que conducía a la residencia principal. Pero cada
vez que coincidía con su aniversario de boda las personas hospedadas en El acebuche gaditano encontraban un buffet casero y especial para su
deleite. Fundamentado con sopa de Grazalema −elaborada con los mejores
productos de la tierra−, tabla de chacinas ibéricas, carnes ahumadas y
amarguillos para alegrar el paladar de los comensales. Alicia continuó
haciéndolo mientras pudo. Entraba en la cocina, se hacía con los mandos,
distribuía el trabajo y por último daba su toque personal. Era una manera, como
tantas otras, de sentirse viva y útil.
A la caída de la tarde, las personas
cualificadas que ahora se ocupaban de ella, la sentaban a tomar el aire en una
butaca frente al camino que conducía a sus aposentos de antes. Alicia mantenía
los ojos cerrados, y, aunque apenas se tenía en pie y cualquier acción le
suponía un enorme esfuerzo, podía imaginarse a sí misma con el uniforme
desgastado, el juego de llaves colgando de una cadena en la cintura, poniendo
un chorro de anís en el agua fresca del botijo y dirigiendo la orquesta de
sartenes y cazos que durante tanto tiempo había manejado. Las cosas habían
cambiado, y mucho… Ya no había hortalizas sembradas, árboles frutales, amapolas
de color naranja. Tampoco quedaban gallinas, ni existían las cuadras con los
caballos que montaban los condes. Quitaron la fuente decorativa traída
expresamente desde Francia. Y faltaba el carruaje que
tantas veces les llevó a las ferias de los pueblos vecinos. En lugar de todo
aquello, hicieron una piscina que imitaba a las del Caribe, pusieron plantas
tropicales y una pista de baile, acristalada, donde los borrachos que no
estaban dotados para llevar el ritmo, alfombraban con traspiés la punta
brillante de sus caros zapatos.
Por primera vez en muchísimos años, sonrió.
Y pensó en Tomás, en la suerte que tuvo de haber creado un hogar a su lado y
haber crecido juntos: como amantes y como personas. En las cosas buenas que la
vida les había regalado, y en algunos finales que, por llevarle alguna vez la
contraria a lo doloroso, eran lenitivos. Pidió la caja donde guardaba las
horquillas, se sujetó con maestría los cuatro pelos que le quedaban, cogió el
tazón de leche manchada con sucedáneo de café, mojó
en él un rosco de aceite y vino −gentileza de una paisana de Chiclana−, y se
propuso disfrutar del arte de respirar, cuantas lunas llenas le quedaran.
Los vínculos que tengo con Cádiz son estrechos... Tú has sabido llevarme de nuevo a la infancia. ¡Qué bien escrito está, nena!
ResponderEliminarEres un genio.
ResponderEliminarBuen relato gaditano, muy "redondo".
ResponderEliminarEs la primera vez que te leo y me has fascinado.
ResponderEliminarMe ha conmovido. No conocía a la autora. Alicia, Tomás, sobre todo Alicia, a la que he imaginado, por la descripción, enjuta, con su moño apretado, la sabiduría natural y ese servilismo orgulloso, da para una novela. Me he quedado con ganas de más. Gracias. Cuando una lectura traspasa, imaginas, disfrutas, es un regalo.
ResponderEliminarMe has llevado, por unos parajes muy queridos .Gracias Mayte por traerme la luminosidad de Cadiz. A la nebulosa Bilbao Precioso relato .
ResponderEliminarMaite, es la primera vez que te leo y te asseguro que a partir de hoy has ganado una fiel lectora. Mientras entraba en tu relato vivia la história de Alícia y la história de tantas mujeres y tantas vidas que quedaron atrás. Gràcies Maruja Torres.
ResponderEliminarMayte, me fascinan tus relatos, bien construidos, mejor ilustrados y, sobre todo, imbuidos de humanidad y verdad. Gracias siempre.
ResponderEliminarLa maestría mensual --quiero más...-- de Mayte Mejia Bejarano. Emocionante sensibilidad expresada con maravillosa sencillez. Un trago de gran literatura.
ResponderEliminar¿Qué puedo agregar, querida Mayte? Y mi madre de Cai, Cai...
ResponderEliminarNo me cansaré de repetir que me emocionas como nadie. Gracias preciosa.
Gracias, por llevarme de nuevo a mi paraíso perdido. Viví los primeros año de casada en el Puerto de Santa Maria. Conozco muy bien todos los pueblos blancos, Tu relato, precioso y bien escrito. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarEste relato del mes, contiene toda una vida. Me gusta mucho como describes a Alicia y su punto de vista de una sociedad andaluza que guarda las esencias de la clase a la que cada uno pertenece. Señoritos y sirvientes. Un mundo que hoy, teñido de globalización, conserva todos los aromas y sabores que describes en el texto y que lo identifican con una manera de entender la vida en escalones. Andalucía tiene la doble vertiente dolor y fiesta que es vivir. Felicidades Mayte por dejar en este mes el buen sabor y la imagen del sur serrano.
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