Cuando a la noche le
brota un sarpullido de luces artificiales a lo
largo del Paseo Marítimo, casi vacío de turistas, hacinados dentro de los
hoteles, y el mar, en su descenso y ascenso, gime de cansancio al final del
día, César, alquilado por tres meses en un apartamento en la decimoquinta
planta de una torre en primera línea de playa, después de haber cenado ligero a
base de verduras cocidas al dente y un tomate picado con una lata de caballa en
aceite de oliva virgen, baja a tomar un mojito de vodka
con limón y toque de menta a The beach of the water, un restaurante
de costa a 125
kilómetros aproximadamente de
Algeciras. En su tiempo −según cuentan los longevos del lugar− debió ser una
casa de pescadores con lonja, donde vivieron cuatro familias poblando la posada
de niños que pronto dejaron de serlo para dar mano de obra al negocio. Al
fondo, accediendo por el porche, se sale al merendero,
donde el aroma a buganvilla identifica el lugar. Desde ahí, si el cielo
amanece limpio de bandadas de halcones abejeros rompiendo el horizonte, se
aprecian perfectamente las caderas de la bahía penetrando en la arena con
sensualidad. Así que, con todo más o menos en calma, César Picarzo se trasladó
con la memoria a su pasado en Tánger…
Enmarcado por
el Mediterráneo a la derecha, el Atlántico a la izquierda y de frente
Andalucía, en la Avenida
de Mohammed Tazi, cerca del barrio Marshan, se encuentra el Café Hafa colgado
en un acantilado donde los Rolling Stones, Paul Bowles y Pasolini, entre otros
−la leyenda dice que también lo hicieron The Beatles y Bob Marley−, saborearon su inconfundible té marroquí con
hierbabuena. Desde ahí, aquella calurosa tarde de julio, mientras aguardaba la
llegada de su ex mujer para comunicarle que no
tenía intención de concederle el divorcio, César recordó cómo había empezado su
aventura en aquella ciudad llena de encanto donde encontró, además de un cruce
de culturas, en armonía, y conviviendo entre sí, el
anonimato que tanto necesitó cuando Granada se le hizo hostil y desagradable,
al ganar un juicio contra una empresa textil y a favor de los trabajadores…
La primera vez que escuchó salam alaykum entraba en la Medina , por el Gran Zoco
−Place du 9 avril−, con los ojos como platos. Recién desembarcado, llevaba una
maleta de tamaño mediano, donde cabe solo lo
importante, y, escrito en ambas lenguas, la
dirección de un familiar de la mujer que limpiaba en casa de sus padres, y que,
amablemente, le había ofrecido quedarse con ellos, en el barrio Barud, situado
enfrente del puerto. Pero antes quiso conocer
mejor el suelo que pisaría en adelante. La calle Semmerine es un hermoso mapa
desplegado donde las campesinas, sentadas junto
al género, venden las hortalizas que ellas mismas cultivan. Le enamoraron sus
pasajes estrechos, laberínticos, alfombrados en color tierra rojiza. Sus
puertas arabescas, ensambladas en las fachadas encaladas y azules en algunos sitios,
con murales artesanos y exclusivos en las paredes, convergiendo lo viejo con la
diversidad de lo nuevo. Pronto se dio cuenta de que el tangerino es, por
naturaleza, afable y hospitalario, supersticioso y nada o apenas racista. Se
quedó durante horas apoyado en un muro, eclipsado por la puesta de sol más
maravillosa que jamás hubiera contemplado. Cuando vio abajo lo que parecía el
cementerio, le llamó la atención que las tumbas fueran tan estrechas. Le explicaron que eran así porque se
entierra de costado y mirando a La
Meca.
Aïsha −significa viva− era una preciosidad de veinte años, diez menos que
él. Con los ojos castaño claro, esbelta, con
una clara urgencia marcada en su rostro por salir del ambiente machista y
oprimido donde se había criado. Atraída por el huésped de su madre, y en contra de las tradiciones femeninas de sumisión
arraigadas en una cultura que en ese sentido se
le hacía muy cuesta arriba, coqueteaba con él. Insinuándose tal y como había
aprendido en las películas occidentales… De ahí
a casarse no pasaría mucho tiempo. Para César todo era nuevo. Diseñaba y vendía
pulseras de cuero, collares, bolsos de piel bien curtida y babuchas con toque
hippie. Aunque el asunto de la boda le superaba, sabía que, de no hacerlo,
jamás habrían estado juntos. La ceremonia duró tres días, como es tradicional
en la zona: El primero dedicado al inicio de
una etapa para la mujer, el segundo practicando a la novia el ritual de
protección −tatuajes de henna− y el tercero con los invitados en una gran
jaima, en plena calle, disfrutando de la ceremonia y sus manjares. La
felicidad, la pasión, la lujuria, o como quiera
que se llame aquello que les pasa a los
enamorados, duró quince años porque los diez siguientes fueron de desencuentros
e infidelidades. Acostumbrar su lengua a la piel
de Aïsha no le costó nada, pero a la
gastronomía de allí sí, a pesar de haber
frecuentado en Granada el restaurante El
Sultán, junto a la
Catedral , donde consumía a menudo cuscús de ternera, pastela
o tajine de pollo y cilantro, aunque no con aquel toque tan personal que le
daban a cominos o ras el hanout −mezcla de condimentos−.
César Picarzo y Aïsha Bakkali residieron en Boukhalef, un barrio humilde en los alrededores del Aéroport Tánger-Ibn Batauta, en una casa
pequeña, con pocas pertenencias y grandes ilusiones. Hasta que una tarde al
volver de la tetería Al Ándalus,
próxima a la Librería de las Columnas, en Avenue Pasteur, la
encontró con su cuñado jadeando en la cama. A partir de entonces, una avalancha
de dolorosas deslealtades e improperios tuvieron lugar en el lecho compartido.
Ella, alejándose con la misma intensidad que cuando
hizo lo contrario, creció y maduró por su cuenta −gracias a la reforma en 2004
del código de la familia de Marruecos, Mudawana¸
que otorga a la mujer cierta igualdad respecto al hombre… Y que, aunque todavía
queda un largo camino, sin duda es todo un
progreso para Marruecos−. Él, enganchado como las grapas quirúrgicas que sellan
la carne desgarrada y no quieren caer, fue incapaz de sacársela de la cabeza,
por lo que decidió regresar a Granada, con
barba de un lustro, el pelo largo, la espalda encorvada, el brillo que antes
tuvo en los ojos desaparecido y la manía casi enfermiza de andar por La Alhambra cantando con un
hilo de voz: ‘Lo nuestro duró/lo que
duran dos peces de hielo/en un güisqui on the rocks…’.
La espera en el Café Hafa se hizo
larga. Ocho días llevaba ya en Tánger disfrutando de lo que conocía tan bien: La Kasbah , la Plaza Faró , con sus espectaculares vistas sobre el Estrecho de
Gibraltar −valiéndole el apelativo de ‘el muro de los perezosos’−, los Cabos
Espartel y Malabata, Dar el Makhzen −palacio del sultán o del gobernador−,
actualmente sede de los museos de Artes Marroquíes y el de Antigüedades…
Hospedado en el Hotel Continental, por el que habían pasado personalidades como
Pío Baroja o Winston Churchill, apuraba aquel, su último viaje al Magreb,
seguro de las decisiones que tomaría en adelante. Aïsha estaba más guapa que
nunca. Envuelta en una túnica roja que resaltaba todavía más su piel
aceitunada, desprendía elegancia por el zócalo
de la terraza mirador. Iba acompañada de otra persona mayor que ella, a la que
César no conocía, y a quien presentó como su abogada. De un portafolios de
piel, hecho probablemente por los curtidores de Marrakech, sacó la
documentación que recogía el acuerdo para poner fin a aquella relación. Fingió
que leía el texto, sostuvo las hojas un buen rato, haciéndose de rogar y, tras quedarse pensativo, las dejó de nuevo sobre
la mesa. Sorbió dos veces seguidas el té de jazmín y, antes de abandonar la
reunión, a medio levantarse de la silla, dijo que no firmaba…
Una selección de baladas de Bruce
Springsteen sonaba con fuerza por los altavoces
de The beach of the water. Consumido
ya el quinto mojito, César tenía la boca pastosa. Aun así, a pesar de remar en
solitario en la trainera de su propia travesía, todavía era capaz de reconocer
que le costaba muchísimo aceptar la ruptura con Aïsha, que no volvería a tener
las mismas emociones y curiosidades de entonces, que ni restos de caricias le
quedaban ya en su piel moribunda, y que, por mucho que mirara hacia la costa de
África, siempre le separaría de ella la manera de entender las cosas, que a fin
de cuentas se asemeja a un continente lleno de dudas. Aunque la borrachera
ralentizaba sus movimientos, se giró para observar a una mujer de avanzada edad
que tomaba asiento tres mesas más allá, y a la que uno de los camareros servía
una infusión cuyo aroma a menta impregnaba todo el merendero. Envuelta en un
chador de color discreto, con una leve
inclinación de cabeza, dijo: salam
alaykum… César, punzado el corazón de nostalgia y a punto de echarse a
llorar, respondió: alaykum salam. A
esa misma hora, envuelta en el mestizaje de la vida nocturna y divertida en
Tánger, y con la intención de seguir bailando hasta el amanecer, Aïsha giraba
alrededor de sí misma, al ritmo de la música y de las luces que proyectaban su
sombra, como una musa que duda entre quedarse en el mar o bucear hacia el
océano.
Nena, mañana nublada de resaca confusa... Menos mal que tenemos tu Tánger para "socializarnos". Besos
ResponderEliminarA qué poco me sabe un "gracias", cuando me das tanto. Qué bien me cuentas las historias! Cuánta hermosura te adorna! Gracias, amiga. Muchas gracias, admirada Mayte.
ResponderEliminarHola
ResponderEliminarQue chulo, nostalgico y romantico, mujeresssss
Besos
Precioso relato Que sencillez al escribir, que no es sencillo .¡ Me ha encantado Mayte ¡
ResponderEliminarUna buena descripción y un conocimiento amplio de costumbres y geografía de Marruecos, te hacen vivir la historia con más intensidad. Muy bonito, de verdad.
ResponderEliminarPrecioso Mayte, y muy trabajado, yo creo q tú viajas a todos estos sitios y no me lo dices bruja!!!
ResponderEliminarEn esta ocasión, el relato me ha trasmitido, entre otras cosas, sensaciones olorosas: del mar, de la tierra, de las tiendas, de las comidas, de las pieles,... Muy bien documentado, como siempre. Y la historia podría servir para un guión cinematográfico. Un abrazo.
ResponderEliminarDe vuelta, encuentro este relato que sitúas en dos orillas. En ocasiones interpretamos que lo que hay frente a nosotros es algo de lo que recelar. Los juicios representan la polaridad entre partes que tratan de imponerse. Tu historia tiene dos, el que gana César a los empresarios textiles y el que le propone Aisha respecto del divorcio. Sin embargo hay unas palabras con las que expresas otra formulación de la otra orilla "...rompiendo el horizonte, se aprecian perfectamente las caderas de la bahía penetrando en la arena con sensualidad. Así que, con todo más o menos en calma, César Picarzo se trasladó con la memoria a su pasado en Tánger…" nos invitas a cruzar, para relatar cómo se ve todo desde allí. Ahora presentas la idea de que en la otra orilla se cruzan culturas en armonía. El protagonista, que busca el anonimato, termina mezclándose embrujado por el deseo.
ResponderEliminarTu historia acaba en un rincón, imponiéndose la versión judicial de "orillas", cuando suenan las canciones de Springsteen, seguramente, alguna que habla de perdedores. Llegó a África huyendo, pero África te encuentra y se abre paso.