En plena
adolescencia, y adelantada a su tiempo, Delia Navares había desarrollado toda
la perspicacia que cualquier persona espabilada concentra a través de la
experiencia que aportan los años. Ojos saltones, estatura normal, labios
carnosos, piel mulata, pechos mayúsculos −de los de talla especial− y andares
de quien transmite estar a punto de comerse el mundo, estructuran la
personalidad de alguien que jamás perderá la buena costumbre de hacerse
preguntas. Cada tarde, de aquel gris 1940, mientras que el hambre se agarraba a
las faldas de la ciudad en semirruinas, muchas mujeres, entre las que se
encontraba su madre, con el miedo a los bombardeos metido aún en el cuerpo,
aprovechaban la pequeña cortina de sol que
aparecía por encima de los patios, y se sentaban en sus sillas bajas de enea, a
echar piezas a las sábanas o zurcir los calcetines de los suyos. Ese era el
momento idóneo, inmersas en sus quehaceres y sobrehilando el borde de los
pensamientos para que las penurias no se les escaparan, para dejar a los hijos
un rato de desahogo.
A Delia le gustaba descubrir nuevos
paisajes, por eso no tenía reparo en descender por aquella cuesta empinadísima
que atravesaba el misterioso campo hostil al que los mayores les decían que era
mejor no acercarse, porque podían encontrar algún muerto… La parte más llana
del mismo desembocaba en una zona adinerada cuyo barrio, apenas afectado
durante la Guerra Civil ,
atraía la atención por su clase y elegancia. Lucía Silgo Tarraso, una muchacha
aproximadamente de su edad, hija de un gerifalte afín al régimen, vivía en una
gran mansión. Al otro lado de la verja que enrocaba su distinguida residencia,
la postal variaba poco de un día para otro: El columpio al fondo, el perro
mordiendo una pelota de goma, el ama de cría meciendo al bebé, una muñeca con
la frente vendada y tumbada en el suelo, junto a un botiquín de primeros
auxilios, de juguete, el aro del hula
hoop apoyado sobre el banco de madera y una onza de chocolate que a la
chica rica se le deshacía en la mano, y a la pobre se le llenaba la boca de
agua… Los domingos por la mañana, Eloísa, la niñera, en lugar de llevarla a
misa, la bajaba con ella al Rastro, donde Rodrigo, su novio, vendía cántaros.
La hermana mayor de Delia tenía buenas
manos para la confección, así que, por su decimocuarto cumpleaños, le hizo un vestido estampado que se ponía con mucho
orgullo solo en festivo, y que visto al lado del de raso azul, de Lucía,
parecía agostado. Uno de aquellos domingos, sin saber muy bien qué fue lo que
desencadenó la pelea, sentadas en un escalón de adoquines, chupando un palulú,
empezaron a discutir situándose cada una en el bando que llevaban en su
portaequipaje… ¡Tan juntas y tan diferentes! ¡Tan cómplices y tan sentenciadas
a no serlo! “Los tuyos mataron a mi tío a las afueras del pueblo”. “Pues anda
que vosotros con todo lo que hicisteis…”. Entre lágrimas y dolor de estómago,
repetían las mismas palabras acaloradas que escuchaban en sus casas a la hora
de la cena… Delia echó a correr, y Lucía se refugió en el regazo de Eloísa. Por
encima del griterío, un vendedor de lotería apostado en una de las esquinas de la Plaza del Campillo del Mundo
Nuevo cantaba ajeno a todo: ‘Luce mi
Tarara/su cola de seda/sobre las retamas/y la hierbabuena…’. Las amigas
siguieron queriéndose con ese tira y afloja durante más de dos años, sin
vigilancia, buscando colores convergentes entre el negro y el blanco, y un
espacio neutral entre los de arriba y los de abajo, sabiendo que una era la
rebelión, lo contestatario, el poso de la información oída en Radio Pirenaica
que le quedaba dentro y los mimbres que
construían con sólidos principios una vida sencilla. La otra, sumisa, callada,
creyente, y dueña de un paladar tiquismiquis que no ha sufrido los pinchazos
del hambre.
El 10 de marzo de 1943 el destino giró bruscamente. Setenta y dos horas
antes, al enterarse que seguía soltera y estaba preñada, los señores pusieron a
Eloísa de patitas en la calle. Las voces e insultos que salían de la cocina
alarmaron a los criados, quienes, temiéndose que llegaran a las manos, a punto
estuvieron de separar a las dos mujeres. Cuando la niñera salió despavorida por
el patio trasero, Lucía corrió tras ella para abrazarla, pero no la alcanzó.
Entonces se quedó quieta, de pie delante de la
verja, hasta que cayó la tarde y el relente de la mala suerte cayó sobre su
piel de porcelana... A la tercera semana, Delia no aguantó más y le preguntó a
Rodrigo. Éste, sin dar explicaciones, dijo que él no sabía nada. Once meses
después de aquello, en el ecuador del crudo invierno, corría el rumor en el
barrio de que la casa grande estaba vacía. La
chica pobre, que necesitaba comprobarlo con sus
propios ojos, se arriesgó a atravesar el campo, a pesar de la gran nevada caída
la noche anterior. Según se iba acercando, apretaba los labios con la esperanza
de encontrarse con Lucía, pero, al ver el jardín tan abandonado, un silencio
como de toque de queda paralizó sus entrañas…
Transcurrido algo más de medio siglo,
leyendo la prensa en el centro de salud donde acudió acompañada por Fidel, ex
marido de su nieta, al que recogió de la indigencia al poco de separarse,
tropezó con la siguiente nota en la sección de obituarios: “Lucía Silgo
Tarraso, la que fuera hija de uno de los empresarios adscritos al franquismo,
murió en extrañas circunstancias en su casa de reposo, en Cudillero, Asturias.
Tras las pesquisas policiales, y acabada la autopsia, sus restos mortales se
trasladarán a Madrid, donde la capilla ardiente se instalará en el Tanatorio de
Torrelodones, y sus cenizas se depositarán en un nicho, en la más estricta
intimidad, por deseo expreso de la familia”. Una vez fuera de la consulta del
médico, Delia Navares tenía planes para los días siguientes. Fidel, cómplice
leal de la abuela e intrigado con la historia que acababa de compartir con él,
lo preparó todo para llevarla al municipio de la sierra…
El hombre que recibía en la puerta a
las personas que iban a darle su último adiós a la fallecida lo hacía con un cordial saludo y sincero
agradecimiento. Era el vivo retrato de Lucía, concretamente el mediano de los
hermanos. Delia no quería ni mirarle por si la reconocía, pero el hombre le estrechó la mano. También lo hicieron dos ancianas
muy afligidas y una joven que se presentó así: “Me llamo Pilar”. “Nosotros
somos Delia Navares y mi nieto Fidel”. “Encantada −la besó−. Mi tía me habló
mucho de usted. Si quiere nos sentamos y conversamos un rato…”. Lo hicieron al
fondo de la amplia sala, en dos grandes sillones orejeros, ausentes de todos,
como dos viejas conocidas en torno a una taza de té.
En el taxi de regreso, recordaba las
palabras de Pilar: “Tras la marcha de la niñera, la tía Lucía enfermó del
pecho. Su padre, que achacaba la causa de todos sus males al contacto con
usted, esa muchacha descarada, de ideales marxistas-leninistas y desleal a la patria, que le había metido a su niña
pájaros en la cabeza, le prohibió
terminantemente salir de casa, y relacionarse con nadie que estuviera fuera de
su entorno. Poco después, un escándalo monumental −nunca se aclaró la cosa,
pero todo apuntaba a la violación de una menor por el mayor de los Silgo
Tarraso− hizo que huyeran de allí, a hurtadillas, cuan cobardes, comiéndose los
mocos de la impotencia ocultos por los caminos. Ni siquiera eso humanizó a mi
abuelo. Tampoco ver el deterioro prematuro de su hija, un ser convertido en
fantasma de sí mismo. Me consta que trató de dar con su paradero. Yo misma puse
su nombre varias veces en los buscadores de Internet, pero nada. Quería
encontrarla, porque sabía que no era justo que ustedes dos pagaran por el odio
y las diferencias de una generación que no era la suya. Cuando mi abuelo murió,
y los hijos se repartieron la herencia, la tía Lucía se dio abiertamente al
juego y a la bebida. No paraba de decir: “Cago en la pena mora, me han arruinao
la vida…”.
Fidel entró en el salón con un recipiente lleno de cerezas.
Conectó el DVD. La anciana, que seguía siendo una mujer envidiablemente fuerte,
había decidido pasar página al fragmento de la biografía donde aparecía Lucía
Silgo Tarraso −víctima de los perjuicios de clases−. El nieto, que conocía muy
bien aquella mirada, le sonrió. Ella le invitó,
ofreciéndole un pico de la manta, a sentarse a su lado. En la pantalla de 56 pulgadas que vestía
una de las paredes de la sala, las primeras imágenes de la película Casablanca les
sumergió en el mundo de las intrigas y de las cosas posibles. El chico puso su
brazo por los hombros de la abuela, y ella recostó la cabeza sobre él, porque
así, dándose apoyo mutuo, eran capaces de superar todas las adversidades. En el
resto de la finca el silencio impactaba, si no fuera porque cada noche lo
rompían los inquilinos del ático metiendo la llave en la cerradura. “¡A que
vienen borrachos y duermen otra vez en la escalera! −dijo Fidel”. “Pues que se
jodan” –contestó Delia, contagiándole sus carcajadas…
Nena, quien más, quien menos, ha oído historias parecidas a la que cuentas hoy aquí. Las huellas de la posguerra marcaron mucho a nuestros seres queridos. Equivocados aquellos que olvidan la Historia y a los muertos en las cunetas. Bien escrito. Besos.
ResponderEliminar'Campo minado', el precioso relato mensual de Mayte, una historia de posguerra que condensa en unas líneas una honda historia humana.
ResponderEliminarCon un anacronismo, a ver quien lo descubre.
Entrañable y doloroso .Todavía hay quien justifica esa guerra.
ResponderEliminarGracia Mayte
La lectura hoy me deja incapaz de articular palabras. Me ha impactado hasta el punto de no entender la "frivolidad"de Ignacio. Sin ánimo de polémica, claro.
ResponderEliminarGracias una vez más por hacerme sentir.
Una historia que lleva a la melancolía, y que pienso que hoy día gran parte de la población española, por edad, es incapaz de comprender, o, al menos, de sentir. Hay una atmósfera que sólo pueden captar los que vivieron en aquella época, o tuvieron referencias cercanas de ella. Un abrazo, Mayte.
ResponderEliminarNo lo he leído hasta hoy, pero, como siempre, me quedo con ganas de más, me encanta leerte Mayte y esa manera que tienes de que todo nos llegue alto y claro.
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