10.
La sala de espera del Methodist
Medical Center era un espacio donde la pérdida y la esperanza batallaban a
partes iguales. Apenas una veintena de personas, familiares de otros pacientes,
cada uno con su carga emocional a flor de piel, se consumían entre lamentos e
irritación mientras caminaban como sonámbulos dando sorbos muy cortos a la
botella de agua adquirida en la máquina expendedora. Los O’Neal tenían dibujada
la derrota en el rostro y el agotamiento en cada músculo, en cada hueso, en
cada frunce de la frente, aunque por otro lado se aferraban a la esperanza tan
fina como un papel de liar tabaco. El cirujano ya les había informado sobre la
gravedad de las lesiones con las que ingresó el pequeño, no obstante, dijo que
harían todo cuánto estuviese en sus manos para disolver el coágulo de sangre
alojado en la zona al cerebro de acceso más difícil. El tiempo transcurría tan
despacio que las quince horas que llevaban operándole apenas avanzaban en las agujas
del reloj, además de las mordidas desesperantes en la boca del estómago, al no
salir nadie a darles noticias. Tan sólo les sacó del apocamiento las fuertes
pisadas de los agentes de la oficina del Sheriff del condado, cuando
fueron a decirles que las cámaras de seguridad sufrieron un apagón en ese
momento y había registro de ningún automóvil que se hubiese dado a la fuga, ni
constancia de frenada en la carretera, por lo cual, certificaron que dicho
accidente, no intencionado, habría sido la consecuencia del despiste de algún
forastero que no conocía bien el terreno. Aretha estaba sentada en el suelo con
las piernas flexionadas, la mirada perdida, un leve temblor de hombros y las
rodillas rodeadas con ambos brazos. El otro gemelo, desconcertado, se recostaba
en el pecho de la madre vencido por el sueño, buscando consuelo, protección y
apoyo ante la posibilidad de quedarse solo. Hasta ese momento se comportó raro,
introvertido, apocado, quizá intuyendo que su otra mitad, sobre la frialdad de la
mesa de quirófano, el cráneo semihundido, las constantes vitales en montaña
rusa, lleno de cables, de tubos y la sonda por la que ya ni siquiera caía el
orín, luchaba agarrado a la vida que se alejaba de él. Había caído la primera
nevada de la temporada y cuajado en los bordes de la acera a la salida de
urgencias. Más allá, un muñeco de nieve se desmoronaba al ponerle alguien una
bufanda en el cuello. El padre de Aretha O’Neal fumaba un cigarrillo y rezaba
cuando el hijo mayor fue a buscarlo.
–Papá,
han dicho que la operación ha terminado, van a hablar con nosotros.
–Enseguida
voy. ¡Alabado sea Dios! –Un equipo de cinco médicos fueron hacia ellos.
–Hemos
hecho todo cuanto ha estado en nuestras manos, ahora toca esperar, ver cómo
reacciona –decía el cirujano nada optimista– y cómo serán las posibles secuelas
que le queden. Es pronto para aventurarnos, pero no les quiero engañar, el
cerebro estaba muy dañado y nos ha sido complicadísimo acceder hasta el coagulo
de sangre y no estamos seguros de haberlo absorbido completamente, vayan
haciéndose a la idea de que, si el niño sale adelante, no será el mismo que fue.
Las próximas setenta y dos horas son críticas, está en la Unidad de Cuidados
Intensivos, monitorizado, de modo que cualquier empeoramiento o mejoría lo
afrontaremos con máxima brevedad.
–¿Podemos
verle? –interrumpió la madre entre sollozos.
–No,
esperemos a mañana. Aquí no hacen nada, márchense a descansar que si hubiese
cambios nosotros les llamaríamos.
–Gracias
doctor –intervino el padre–, pero mientras que nuestro pequeño esté ahí, no nos
moveremos.
–Después
saldrán a completar algunos datos que nos faltan para el historial –dio la
sensación de que añadiría algo más, pero desapareció muy cabizbajo.
–Puede
que tenga razón –dijo el hombre–, los niños deberían estar en casa.
–No
pienso dejar solo a ninguno de mis hijos –respondió la mujer–, permanezcamos juntos,
cuando despierte le gustará vernos a
todos.
–Sí,
tienes razón.
El
país vivía acontecimientos encontrados, por un lado la baja popularidad de Joe
Biden tras su posicionamiento respecto a la guerra de Israel, y por otro el
respaldo sin precedentes a Donald Trump pese a las causas abiertas que mantiene
con la justicia. No obstante, los más optimistas no lo daban todo por perdido y
confiaban en que los votantes independientes castigasen al candidato republicano,
convirtiéndose así en balón de oxígeno para la reelección del actual
presidente. En definitiva, dos corrientes cuya resaca empujaba a los estadounidenses
hacia un mar de náufragos aunque se esfuercen por remar en sentido opuesto. Las
calles de las principales ciudades de Alabama se habían llenado de manifestantes
y activistas en contra de la pena de muerte, con pancartas donde se leía
claramente la palabra “inhumana” respecto a la ejecución por Hipoxia de nitrógeno
que realizarían al reo Kenneth Eugene Smith, condenado en 1989 por participar
en el asesinato de Elizabeth Sennett, encargado por su propio esposo, un
predicador que optó por algo tan macabro para cobrar el seguro y saldar así sus
deudas. Sin embargo, la ciudad de Stevenson quedó al margen. Opal Nelson circulaba
por la principal avenida cuando vio de frente una cafetería donde por cinco
dólares daban suculentos desayunos. Con la segunda taza de café entonándole el
cuerpo y bien digeridos los huevos con tocino crujiente, pepinillos y maíz, se
atrevió a preguntar por el anciano más longevo del lugar.
–¿Sabe
dónde puedo encontrar a este hombre? –aclarándose la voz dijo el nombre de la
persona que buscaba–, he estado en el cruce de la 3rd St con Kansas Ave, pero
no he visto a nadie.
–Deje
que piense –el camarero, que en realidad era el dueño, ganó tiempo o se hizo el
interesante.
–Es
muy importante para mí, vengo desde Tennessee y no pienso irme sin verlo.
–¡Oh,
Memphis!, Elvis –movió las caderas de tal forma que casi pierde el equilibrio.
–Bueno,
no exactamente, soy de Lenoir City, pero ahora vivo en Oak Ridge –omitió el
dato de que su hogar era ambulante, ubicado dentro de una autocaravana–.
¿Entonces me dirá dónde localizarlo?
–Será
difícil –contestó sujetando el mondadientes entre los labios.
–¿Y
eso?
–¡Porque
lleva en la tumba hace años! ¿Más café?
–No,
gracias –se quedó pensativa y cabizbaja.
–Pero
moriría muy viejo, ¿no? Me han dicho que…
–Va,
no haga caso. Habladurías, leyendas que circulan por ahí, alguna sin
fundamento, otras algo más próximas a la realidad, pero ni caso. No obstante, era
muy mayor, sí. Espere un momento, ahora que caigo, su única hija vive en McMahan
Cove Rd, cerca del cementerio –Opal se levantó del taburete y puso los
cinco pavos sobre la barra–. ¡Eh!, espero, no se vaya sin probar nuestra
especialidad: alitas de pollo.
–Ya
no tengo más apetito, otra vez será –se apresuró, quería dejar zanjado el
asunto lo antes posible.
–Está
bien. ¡Cuánta prisa, mujer! –Opal ya no le oyó.
McMahan
Cove Rd se hallaba en un espacio tranquilo, con amplias zonas verdes donde
las casas, de construcción sencilla, aparecían esparcidas entre caminos de tierra.
Dentro de ese bello escenario, el silencio, majestuoso y protagonista, era un
actor más del paisaje cuyas tonalidades se manifestaban a través de una hiedra por
donde trepaban mezclados el otoño y la primavera. Lo primero que vio al bajar
de la autocaravana en el porche techado con tiras de madera y una bandera de los
Estados Unidos como presentación de que allí vivía gente de bien, fueron dos
mecedoras blancas conjuntando perfectamente con los poyetes impolutos de las
ventanas, herramientas de labor apoyadas en la pared y una mesita auxiliar con
vasos de cristal y jarra de limonada. La mujer se hallaba en la parte de atrás
tendiendo la ropa. Llevaba puesto un chaleco, camisa y pantalón de abrigo, el
pelo canoso recogido en dos trenzas, no muy largas, que descansaban encima de
los hombros, a la vez que se movían de un lado a otro cuando sus manos de piel
rojiza sacaban del barreño las prendas sujetándolas en la cuerda con pinzas. Concentrada
en la tarea de estirar los cuellos de las camisetas para que no se deformasen,
apenas se percató de la presencia de Opal hasta que al verla dio un respingo.
–Lamento
haberla asustado –dijo casi más aterrada que la otra.
–No
recibo muchas visitas y me he sobresaltado.
–Lo
entiendo, y de nuevo le pido disculpas.
–¿En
qué puedo ayudarla? –se limpió un hilillo de saliva que le caía por la comisura
de los labios.
–Pues…
–En pocas palabras resumió toda su andadura hasta llegar allí y dar con el
hombre más longevo de la comarca: las conversaciones con la abuela Tillie, el descubrimiento
de los gráficos en la roca con Tayen McDaniel donde leyeron los nombres de los
antepasados de Opal Nelson, el nerviosismo de su madre cuando sacaba el tema y
realizaba preguntas incómodas, así como también el encuentro con el viejo indio
que vivía en las montañas de la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–, territorio
encerrado en el límite Qualla. En definitiva, todo un abanico de inquietudes y
dudas que la robaban el sueño cada noche.
–¡Y
yo qué puedo hacer! –intentó disimular, pero se le notó a la legua la
incomodidad.
–¿Su
padre descendía de los Cherokee? –sacó de la mochila un sobre con varias
fotografías antiguas.
–Bueno…,
murió hace mucho… En realidad… Oiga, ¿adónde quiere ir a parar? A los muertos
hay que dejarlos en paz.
–No
es mi intención ofenderla.
–¿Pero dígame qué puedo hacer por usted? –lo entonó con ganas de quitársela de en medio lo
antes posible.
–¿Por
casualidad pronunció en algún momento el nombre de Salali? –a la mujer
se le llenaron los ojos de lágrimas y de su rostro desapareció completamente la
desconfianza dando paso a la hospitalidad entre desconocidas.
–Sentémonos
aquí, todavía queda un rato de sol. ¿Le sirvo un poco? –señalando a la
limonada.
–No,
muchas gracias.
–Ahora
vuelvo. Por cierto, me llamo Topanga Sizemore –la tenesiana también se
presentó.
–¿Podría
ir al lavabo?
–Claro,
venga por aquí. –La primera pieza de la casa era el salón junto con la cocina, había
pocos trastos por medio, sólo lo necesario para una o dos personas. Al fondo, a
la izquierda, tres puertas de grandes dimensiones abrochaban la oscuridad del
pasillo y pensó que todo en sí resultaba muy rudimentario. Cuando regresó, la
mujer sostenía sobre las rodillas un álbum de fotos.
–¿Quiénes
son? –Opal Nelson manifestó total curiosidad.
–Nuestros
antepasados. Mi padre lo guardaba con sumo cariño, decía que ahí quedó
inmortalizado el dolor y la lucha de nuestro pueblo, el éxito y el fracaso de
tantos hombres y mujeres que pelearon a cuerpo descubierto. Sabía los nombres y
la historia de cada uno de ellos, las características de sus familias y adónde fueron
desplazados. La mayoría procedía de Tennessee, Carolina del Norte, Carolina del
Sur, Georgia y Alabama. Estando ya muy enfermo, apenas sin aliento, repetía que
aquello fue la mayor limpieza étnica realizada en los Estados Unidos de América
y que en algún momento de la Historia tendrían que rendir cuentas –de repente paró,
se le quebró la voz y quedó pensativa.
–Ahora
sí tomaría ese vaso de limonada –lo bebió casi de un trago, callada, con el
corazón acelerado y asimilando la narración de Topanga Sizemore.
–¿De
dónde ha sacado el nombre de Salali? –preguntó intrigada.
–Fui
con un amigo a la reserva india y allí me entrevisté con un anciano al que
consideran jefe, él lo descifró de unos gráficos que llevé.
–¡Qué
casualidad!
–¿Por
qué lo dice? –Opal estaba cada vez más intrigada.
–De
niña lo oí mucho. ¿Reconoce a alguien? –refiriéndose a las fotografías del álbum
que la forastera miraba con la misma atención de un estudiante ejemplar.
–Así,
a simple vista, diría que no, pero igual si profundizo podría decir que sí –Opal
jugó con las palabras.
–Imagino
que esto sea una copia –Topanga agitó el documento que Opal llevó del
Tratado de Nueva Echota– porque tengo uno igual.
–Supongo.
El apellido Gunter era el de soltera de la abuela Tillie ¿Le suena?
–Pues
no, lo siento. Aunque, espere un momento –volvió con una postal sellada en
Tennessee ochenta años antes.
–Esta
letra es de mamá –Opal se llevó las manos a la cara–, debía de ser una niña
cuando la escribió.
–Lo
cual confirma que su abuela y el padrastro de mi padre se conocían y que un
hilo muy fino teje las casualidades que a usted y a mí nos unen…
Alvin
Evans fue a Knoxville a comprar sacos de trigo, avena, cebada y maíz con los
que después elaboraría el pienso para alimentar a las aves de corral. En la
zona de estacionamiento, mientras colocaba todo dentro de la camioneta, escuchó
el comentario del atropello ocurrido hacían algunos días donde el conductor se
había dado a la fuga dejando a una criatura malherida, pero ni siquiera lo
relacionó con el percance que protagonizó días atrás cuando llevaba a la pareja
de jóvenes granjeros hasta la propiedad de Jordan Brady, primo de ellos.
–¿Se
sabe algo de la investigación para dar con el presunto culpable? –preguntó una
mujer que pasaba cerca con su carro de la compra lleno de papel higiénico.
–Nada
–responde un chico joven con pinta de vaquero–. También es mala suerte que
precisamente en ese momento el sistema sufriera un apagón y las cámaras de
seguridad no hayan grabado al menos la matrícula.
–¿No
le remorderá la conciencia? –dijo otra de las mujeres.
–Según
dicen iban varios en el vehículo –comentó otra persona.
–¿Pues
si tan claro lo tienen que vayan a por ellos? –soltó alguien desde la caseta.
–Ya
recibirán el castigo que merecen,
–Pues
esperemos que sea pronto ya que la criatura se debate entre la vida y la muerte
en el Methodist Medical Center,
–¿Dónde
dice que ha sido, caballero? –Alvin empezó a preocuparse. Las coordenadas que
dijeron coincidían con su ubicación. De pronto todas las piezas encajaban: el
golpe que tenía en el faro delantero de la derecha, el bulto que vio por el
espejo retrovisor saltar por los aires, los restos de sangre y materia
blanquecina y pegajosa que quitó de la rueda con una manguera y ese vacío en la
boca del estómago que se le puso las veces siguientes que pasó por allí. Todo
encajaba, todo menos su conciencia…
Escribir es un acto de generosidad, pero también es una herramienta que sirve para entender la vida. Gracias por hacérnoslo tan fácil.
ResponderEliminarResaca de los Goya y placer por desayunar pegada al iPad viajando contigo.
ResponderEliminarAdmiro la facilidad que tienes para ponerte en la piel de muy diversos personajes y cómo conduces la trama llevándonos hasta esa tierra tan desconocida. Felicidades y gracias.
ResponderEliminarSiempre se me hacen cortas tus entregas, pero hoy mucho más al no encontrar el momento para echarle el ojo.
ResponderEliminarNunca defraudas, es un lujo poderte leer.
Vamos arriba “máquina “😘😘😘
ResponderEliminarComo siempre, me sorprende la riqueza de detalles que contextualizan las costumbres, lugares, etc., donde transcurre esta historia. Por cierto, por los acontecimientos que narras, como la tan penosa, lamentable y escalofriante pena de muerte por asfixia, es una historia muy actual. Hasta la próxima entrega.
ResponderEliminar¿Alguna injusticia que te resulte ajena? ¿Algún oficio que ignores? ¿Algo importante para la vida que no te preocupe? Cómo no esperar impaciente la próxima entrega. Gracias, Mayte. Besos. Antonio ÁB
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