8.
Semanas antes de la llegada de
Santa Claus, Donna Hanks terminó de tejer los calcetines que su hijo y ella
colgarían en la chimenea. Anterior a eso, fue a la granja específica de
cultivos de pinos naturales para Navidad y compró uno que pondría en el salón y
adornarían juntos, algo que dejó de hacer cuando los chicos se fueron. Con la
ayuda del vendedor lo cargó en la camioneta, pero al llegar a la casa y tratar
de bajarlo, pesaba tanto que partió algunas ramas. El vecino de enfrente, al
otro lado de la carretera, al verla con trabajo y casi perdiendo el equilibrio,
fue con dos de sus chavales y lo metieron dentro dejándolo en el sitio exacto
que les indicó: a la derecha del gran ventanal. Ella, en agradecimiento, les
obsequió con unos dulces. El muchacho cada vez tenía peor aspecto: más ojeras,
menos apetito, yendo con mayor frecuencia al baño y agotamiento generalizado
que él achacaba a las secuelas del virus que contrajo en Nueva Delhi. Pasaba el
tiempo encerrado en el dormitorio, retorcido de dolor en la cama y emitiendo un
quejido amortiguado en la almohada, sin embargo, a pesar de la desgana, se propuso hacer un sobresfuerzo para no
amargar a la madre y vivir esa fecha tan señalada un poco más felices.
–Mira
lo que encontré, cariño –dijo, llevando una prenda en la mano.
–¡Uf!,
no puedo creerlo, mamá, pero si es mi jersey feo de navidad, después me lo pongo
–quiso así parecer más animado.
–Igual
ya no te sirve, has crecido un poquito –comentó nostálgica, visualizando escenas
sueltas de la película que le pasaba delante de los ojos, cuando los cuatro
hijos llenaban el hogar de risas nerviosas por la llegada inminente desde el
Polo Norte de San Nicolás, con su saca de juguetes para repartir a todas las
niñas y niños del mundo, fabricados con la ayuda de los elfos. Sin duda, eran
tiempos felices donde ser pequeño consistía en jugar, pelearse y aprender que
la vida, a esa edad, es un espacio libre de preocupaciones, un tren con billete
sólo de ida que hará parada en las siguientes estaciones: adolescencia,
juventud, madurez…
La
mañana del 24 de diciembre Donna Hanks salió temprano al mercado local agrícola
para adquirir los mejores arándanos con los que haría la salsa de
acompañamiento al pavo, así como varios vegetales y hortalizas de temporada y
un centro de hojas silvestres que pondría sobre la mesa. Compraría también patatas
para hacer puré, una buena botella de vino y harina de maíz. Eso iba pensando
cuando pasó por delante de la casa de Aretha O’Neal y, aunque le extrañó verla
tan cerrada y sin luces de navidad adornándola, supuso que la decorarían más
tarde. Media milla más allá se detuvo en la gasolinera para mirar la presión de
las ruedas, incluida la de repuesto, cogió una lata de aceite, algunos chicles,
un par de bebidas de cola y dos o tres bolsas de cacahuetes. Alrededor de otro dispensador,
algunas personas comentaban las últimas declaraciones hechas por Donald Trump,
en New Hampshire, sobre las deportaciones a inmigrantes sin papeles que llevaría
a cabo en cuanto fuese reelegido. Los menos conversadores escuchaban atentos y
asentían con la cabeza dicho argumento, reforzado con el endurecimiento de las
leyes en Texas, cuyo gobernador dijo que la frontera con México era un riesgo
para la Nación y su seguridad, afirmaciones sinsentido que se creen la mayoría
de sus seguidores. Repostó combustible y, con la camioneta llena de cosas,
regresó . El hijo cortaba leña de muy buen humor y eso la reconfortó. Los
viejos vinilos de Dolly Parton sonaban en el tocadiscos haciéndoles compañía,
había oscurecido y el paño de vaho en los cristales impedía ver el exterior
donde seguramente los ciervos estarían ya merodeando. Al día siguiente trajinaba
en la cocina mientras que él leía la Biblia, sentado en la misma mecedora donde
estuvo convaleciente cuando se rompió el pie en el colegio. Ella se fijó que la
respiración del muchacho estaba acelerada, sin embargo, no le dio importancia y
él observó que la madre hizo tanta comida como para invitar a todo el barrio, pero
ya se sabía que en ese sentido, entre fogones, siempre fue una exagerada.
–¿Esperamos
a alguien? –preguntó el muchacho.
–Es
para que no te quedes con hambre –bromeó.
–Estoy
muy agradecido, mamá, el trato recibido ha sido exquisito.
–Anda,
zalamero. –Ambos sabían perfectamente que el tiempo de compartir se agotaba y
debían continuar cada uno con la vida rutinaria elegida: él, a Riverdale, el
barrio de Chicago con un alto índice de criminalidad, donde ejerce de pastor de
la Iglesia Evangélica Luterana; y ella, de vuelta a la soledad de puertas y
persianas cerradas.
Eran
las 5:45 p.m. y, desde algún lugar lejano del vecindario la voz de Bing Crosby,
cantando White Chrismas, bella pieza musical compuesta por Irving Berlin,
trepaba por las ramas de la nostalgia embargando el corazón de Donna Hanks.
Suspiró, se sonó la nariz y apiló la leña en la chimenea dejando fluir el
oxígeno para mantenerla encendida. Pequeñas chispas intermitentes saltaban
atrevidas al vacío, buscando la libertad fuera de las brasas, a la vez que
maderas muy finas crujían retorcidas, como lo hacían sus huesos con cada cambio
de estación. Antes de cenar, siguiendo sus costumbres, terminaron de leer los
pasajes de la Biblia Mt 1,18-25 y Lc 2,6-7 –historias diferentes– sobre el
nacimiento de Jesús. Arrancó la sintonía del noticiario anunciando la
intervención del Presidente Biden que, dirigiéndose a las ciudadanas y
ciudadanos, lo haría con un emotivo discurso. Preparó los manteles individuales
con la bandera de los Estados Unidos que usaban solamente en ocasiones muy
especiales, sacó las verduras escurriéndolas con la espumadera y las llevó a la
mesa en una fuente de cristal. A las afueras, en el bosque, el silencio era
absoluto. Miró por la ventana y vio la luz de unos faros cada vez más cerca
hasta que divisó la silueta de tres grandes automóviles. Donna, a pesar de ser
poco expresiva, se emocionaba al ver descender de los carros a sus otros tres
hijos con sus respectivas familias. Agradecida por el largo viaje realizado
desde Texas, Wisconsin y Montana para pasar unos días todos juntos, abrió la
puerta y corrió hacia ellos, los nietos mayores la abrazaron enseguida y los pequeños
no la recordaban.
–¿De
cuánto estás? –preguntó a la más joven de las nueras.
–Voy
a entrar en el séptimo mes, estamos muy contentos, es una niña –respondió
tocándose la barriga en círculo.
–Pasemos
dentro que hace frío –dijo llevando en brazos a un pecoso pelirrojo con cara de
travieso.
–¡Reverendo!
–dijo uno de los hermanos bromeando.
–Oye,
¿tú sabías que venían y no me dijiste nada? –preguntó la madre con una sonrisa
de oreja a oreja.
–No
tenía ni idea –dice besuquea a los sobrinos.
–¡Venga!,
lavaos las manos y a la mesa, ya tendremos tiempo de ponernos al día, hay mucha
faena por hacer, estaréis cansados y querréis iros a dormir. –Donna Hanks no
cabía en sí de felicidad, cada rincón de la casa se amuebló con voces menudas
que peleaban por arrebatarle al otro lo suyo. Ella les observaba desde el faro
de la plenitud y comprendió que aquella magnífica cena sería el preámbulo de un
25 de diciembre donde hubo de todo…
En
las pequeñas y grandes ciudades la proliferación de comercios orientales, donde
se encuentra desde un botón a un secador de pelo, pasando por material de
escritura y complementos para vestir, ha obligado al cierre temporal o
definitivo de muchos negocios que, aun reinventándose, son incapaces de
competir con tan inmensos bazares. Otros, los más reacios a bajar el cierre,
sobreviven con la soga al cuello y una clientela fiel con su tienda de
referencia. La franquicia The Bricolaje House Construction CO, cada vez
recibía menos encargos y, por consiguiente, cayeron en el callejón sin salida
que achica las ganancias. Los jefes negaron la mayor, aumentaron la publicidad
y rebajaron algunos precios, sin embargo, finalmente se cumplió el viejo dicho
de que “cuando el río suena, agua lleva”, amaneciendo una mañana en el local el
cartel de: se alquila. Opal Nelson se quedó en la calle y su etapa laboral entre
aquellas cuatro paredes huérfanas ahora de clavos, martillos y toda clase de
herramientas. Resultándole imposible pagar el alquiler de la casa en Lenoir City,
tomó decisiones rápidas, vendió la camioneta, algunos muebles de su
pertenencia, el equipo de música, el cortacésped, los electrodomésticos que
también eran suyos y con ese dinero, y algunos ahorros, compró una
autocaravana.
–¿Y
de qué vas a vivir? Nosotros también andamos muy escasos –dijo la madre
angustiada.
–Ya
me las arreglaré, no os preocupéis –respondió Opal.
–Ya,
hija, pero hay que comer, vestirse y todos tenemos ciertas necesidades. ¡Tú me
dirás! ¡Viviendo en una autocaravana! ¡A quien se le diga! Porque como aventura
está muy bien, pero la dura realidad es… –dice la mujer realmente preocupada
por el futuro de esa hija que, a pesar de ser ya madura, sigue teniendo muchos
pájaros en la cabeza.
–Si
lo piensas un poco, no se necesitan grandes cosas. He conocido a alguien que caza
lo que come y cose lo que viste –esa afirmación se la decía a sí misma.
–Ay,
hija, cuántas fantasías te metieron en la cabeza y lo peor es que te las creíste
todas.
–Mamá
–empezó a tantear suave.
–Dime.
–¿Te
suena el nombre de Salali? –se contrajo el rostro de su madre cambiando
también de color.
–No,
no lo sé –respondió azarada.
–¿Estás
segura? –le tendió una trampa por si caía.
–Por
supuesto –expresó molesta mientras cortaba rodajas de manzana para hacer un
pastel.
–¿Dónde
nació tu madre? –aquello fue como el disparo de un misil directo al corazón.
–Pues
dónde va a ser, aquí, en Tennessee, igual que tú y que yo. ¡Tienes unas cosas!
Entró
en su antiguo dormitorio para dejar una maleta con ropa que de momento no necesitaba.
El armario estaba semivacío y los cajones con lencería muy antigua y polvo de
no haberlos abierto. En la estantería, además de unos cuantos vinilos y algún
que otro libro de la escuela, sobresalía una funda roja de plástico con la
partida de nacimiento de la abuela Tillie en donde figuraba “padre desconocido”
y por detrás escrita con letra irregular una dirección de Alabama. ¡Cómo pudo
pasárseme esto! Tenía por delante un largo camino y tres importantes avales intensificando
las ganas de saber: el duplicado del Tratado de Nueva Echota que estaba en
su poder, el papel con el nombre del desconocido nativo y el certificado de
nacimiento…
–Bueno,
mamá, tengo que marcharme.
–¿No
te quedas a cenar?
–Volveré
pronto, lo prometo. –Según conducía decidió que lo primero que haría sería
conseguir una cita con Kimberly Teehee, delegada en la Cámara de Representantes
de los Estados Unidos por la Nación Cherokee, y después, ya pensaría el
siguiente paso.
Alvin
Evans frenó en seco para no llevarse por delante a varias personas que cruzaban
la carretera correctamente. Iba pensando en el final de la reunión que tuvo
lugar en el pub de Knoxville con los granjeros, donde las divisiones entre dos grupos,
con distinta opinión, elevaron la temperatura del ambiente. Los partidarios de
secuestrar a la hija negra del pasante ganaban en votos, contra quienes optaban
por ejercer acoso psicológico. Dos de los muchachos se encargaron de hacer el
seguimiento diario, anotando en una libreta las costumbres, horarios, trayectos
y esa manía de esconderse tras los arbustos observando los alrededores de la
casa, pero ahora con las vacaciones de invierno en la escuela apenas salía. Mr.
O’Neal aguantaba continuos desprecios rozando la humillación, porque no podía
permitirse el lujo de perder el empleo. Desde la incorporación de un nuevo
socio, un tipo ultraconservador, afín al ala más radical del Partido Republicano,
en el bufete de abogado estaban haciéndole la vida imposible. Un día, después
de haber solucionado el problema provocado por otro compañero, le convocaron en
la Sala de Juntas.
–Con
permiso –dijo muy tímido.
–Adelante.
Siéntese. –Temió lo peor. Dos horas después dejó libre el espacio que había
ocupado hasta entonces y se trasladó a otro muy reducido entre expedientes llenos
de polvo donde se encargaría de distribuir y proporcionar la documentación que
los letrados necesitarían en cada caso. Es decir, acababan de bajarle de categoría
y no rechistó. De vuelta a Oak Ridge, por la carretera, a poca distancia, fue
cuando el automóvil de Alvin Evans, de la frenada, hincó las ruedas en el asfalto
obligándole a él a dar un volantazo para no chocar.
–¿Se
encuentran bien? ¿Están ustedes heridas? –preguntó a las personas a punto de
ser atropelladas por Alvin, quienes le aseguraron no tener ni un rasguño.
–Lo
siento, no sé qué me ha pasado, me he despistado –dijo el granjero muy compungido.
–¡Oiga!,
tenga más cuidado, por favor, que casi hay una desgracia –Mr O’Neal ignoraba
que aquel mismo hombre le arruinaría la vida, y de qué manera…
Este regalo en Reyes lo esperaba yo, pero ha llegado como el anuncio de TV, tarde pero seguro y como siempre, por dentro, el placer de reengancharse a unas historias llenas de humanidad.
ResponderEliminarGracias por tu generosidad.
Entre tantas desgracias que acontecen en el mundo, leerte es siempre un remanso de paz. Gracias por el viaje.
ResponderEliminarMe dan ganas de descorchar una botella de Cava y brindar por los regalos que la vida nos da. Por ejemplo: Cerca de las Smoky Mountains
ResponderEliminarMe quedo con muchas ganas de seguir leyendo. Gracias por este precioso regalo. Besos
ResponderEliminarEl mejor "regalo de "reyes", sin ninguna duda. Seres humanos que sienten y padecen encontrando en ti, siempre, la portavoz de sus demandas. Suerte y salud en este nuevo año, Mayte. Y gracias. Besos.
ResponderEliminarSeguimos recorriendo este camino de la aventura por las smoky Mountains. Muchas gracias
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