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Dicen los demógrafos que si un
golpe de suerte no lo remedia en un periodo muy corto de tiempo Detroit se
convertirá en una ciudad fantasma agonizando sobre sus propios escombros. Pero
mientras dicha catástrofe no ocurra los que resistimos, pese a las carencias
que son muchas, la desnutrición que va dejando la soledad y las dificultades que
siempre surgen, aunque parezcamos zombis y tengamos los jugos del fracaso
bullendo en la boca del estómago, al amanecer del nuevo día tomamos las calles
desiertas de aquel territorio que un día fue la envidia de toda la nación.
Tenemos asumido, al menos yo sí, que somos los olvidados, los invisibles,
indigentes buscando entre las cenizas del pasado una brasa que vuelva a
prender. En definitiva: gente molesta que afea el escaparate de la primera
potencia del mundo. Me llamo Ayden, igual que un pueblo de Carolina del Norte. Tengo
una hermana a la que pusieron Dakota y un hermano que lleva el nombre de Colorado
Springs, es fácil imaginar lo mal que lo pasó en el colegio por la brillante idea
que tuvieron de bautizarlo así, hasta que un buen día, harto de soportar las bromas
de compañeros y compañeras, se subió a un pupitre y retó a duelo a la siguiente
persona que osase meterse con él. No puedo decir que tuviésemos una mala infancia,
todo lo contrario, nunca nos faltó nada “material”, pero sí echamos de menos,
en los brotes de fiebres infantiles, una mano que calmase la tiritona y un
abrazo reparador de miedos en las noches sin luna donde la oscuridad pegaba
bocados al vacío y el monstruo de las montañas bajaba para llevarnos. Eso lo
pienso ahora porque tal vez entonces no lo valoraba igual. Mis padres andaban
siempre viajando, nuestra posición social lo requería. Iban a fiestas de gala,
a congresos organizados por los políticos del momento o candidatos a serlo. Y
cuando no estaban fuera se tiraban hasta bien entrada la madrugada cerrando algún
acuerdo mobiliario con los más ricachones de la comarca. Éramos votantes del Partido
Republicano y, en consecuencia, fieles al entonces gobernador por Michigan, William
Grawn Millike, así como lo fuimos de los anteriores y posteriores. Nos
inculcaron unos valores que actualmente no sé si nos sirvieron de mucho: amor a
la patria, a la Biblia, a las relaciones superficiales, a mirar por encima del
hombro y a creerte alguien si llevabas un manojo de dólares para repartir entre
los pobres. Como digo, cosas insignificantes. Al ser el mayor de los tres no sé
si me llevé la mejor o la peor parte, de lo que estoy muy seguro es de que no pude
elegir. Mientras que mis hermanos desarrollaban su formación académica en Washington
y Nueva York, ampliaban su faceta sentimental, vivían experiencias únicas con otros
chicos y chicas de su misma edad y recorrían países de otros continentes sin
reparar en gastos, yo me dejaba los sesos en el negocio familiar vinculado
directamente a la industria automovilística. La Motors Carson Company sobrevivió
a la Primera y Segunda Guerra Mundial, al crack del 29 y a la competitividad descarnada.
La compañía la fundó mi abuelo en 1905 pasando de padres a hijos, y manteniéndose
a flote hasta que, a mediados de la década de los cincuenta comenzaron a
notarse los primeros signos de caída, costándonos cada vez más esfuerzo y recursos
seguir en la élite de las grandes marcas. Sin embargo, para todos aquellos que
dependían de la empresa continuamos, unos años más, siendo su máquina de hacer
dinero.
La
historia de mi familia se parece a la de tantas otras que pasaron del lujo a la
precariedad apenas sin darse cuenta. Vivíamos en el Distrito Histórico de
West Canfield, caracterizado por el estilo de construcción Reina Ana que
consiste en tres ladrillos decorativos. Al principio sólo había unas cuantas
mansiones muy distanciadas entre sí, posteriormente, nuevos edificios ocuparon
todo el espacio. La nuestra era de cuatro alturas: en la planta baja estaba el
salón comedor, sala de té, biblioteca, cocina y acceso al jardín trasero. En el
primer piso los dormitorios con aseo incluido, habitación de invitados y un
espacio luminoso con sillones de mimbre, muy cómodos, para echarse una siesta. El
último tramo de escaleras conducía al amplio despacho que era la envidia de
todo el condado. El sótano lo habitaba el servicio en diminutos departamentos
donde apenas cabía la cama y un estrecho armario para guardar la ropa de paseo.
Los grandes ventanales y la terraza que bordeaba la fachada norte le daban a la
vivienda un aspecto muy señorial. En el vecindario reinaba el silencio y la
baja intensidad de la luz de las farolas deleitaba el paisaje otoñal de la zona
distinguiéndola del resto. Sobre las aceras de adoquines, alfombradas con hojas
en varios tonos marrones, apenas quedaban huellas de los últimos transeúntes. Dos
cuadras más allá, cerca de la alcantarilla, el viejo gato conocido de todos lamía
el cuello de una botella sin etiqueta, a la vez que maullaba con las patas delanteras
enredadas en la puntilla de un pañuelo de seda. A lo lejos, el fuerte golpe de
algo que se cayó rompió el relajo de las aves agitando las ramas y alborotando
el nido. Ese era el escenario que había al otro lado de los muros, el paisaje
próspero que creímos eterno, incombustible, protector…
Cuando
no teníamos la casa llena de extraños, papá ponía a parir a todos los del gremio,
excepto a Henry Ford, por quien sentía un gran respeto alabando la inteligencia
que tuvo al levantar su imperio en una vieja fábrica de la Avenida Mack en
Dearbord. Las travesuras que hacíamos eran muy simples: hurtar a escondidas
una onza de chocolate, escondernos en el agujero secreto pegado a la leñera donde
guardábamos como tesoros un trozo de mapa, un tren al que le faltaba la cabina
del maquinista y algunas piedras que cogíamos por el campo. Aquello tan real
era el mejor de los universos hasta que, Jaslene, una puertorriqueña de armas
tomar, doncella casi exclusiva de mi hermana Dakota, nos hacía salir de allí gritando
que había ratones. Entonces íbamos a refugiarnos cerca de Chul-Moo, cocinero
coreano que siempre nos daba dulces a escondidas. Recuerdo que una tarde
mientras merendaba en la mesa de madera maciza de la cocina le pregunté:
–¿Qué significa tu nombre?
–Arma de hierro –dijo con voz solemne, me dio la
espalda y volvió a marcar la distancia que nunca quiso acortar respetando el
lugar correspondiente a cada uno.
Mamá
se lo trajo de un crucero que hicieron por las islas del Pacífico, ahí probó
por primera vez los vegetales a la parrilla como guarnición para carne y pescado,
le gustó tanto que convenció al capitán del barco para que le despidiera y poderle
contratar ella. Yo en particular prefería meterme una hamburguesa bien
grasienta, muchos aros de cebolla rebozada y pepinillos picantes. Dominic,
nuestro longevo jardinero, poseía una mano especial con las plantas y las flores.
Comenzó trabajando a las órdenes de la abuela y aún sigue en activo aunque a veces
Brody, nuestro fiel chofer, tenía que ayudarle a abonar la tierra. Emily se
convirtió en nuestra ama de llaves a mediados de 1966 y fue lo más parecido al
amor de una madre que tuvimos en aquella época estando la nuestra casi siempre ausente.
Yo tenía ocho años, y mis hermanos 6 y 4 respectivamente. Cuidó de nosotros con
ternura, mimo, dedicación, dándonos natillas recién hechas al regreso de la
escuela y abrazos cuando crecían los miedos y no éramos capaces de ahuyentar
las sombras alargadas empeñadas en oscurecer el blanco de las paredes. Una vez, mi hermano Colorado Sprint, bajando unas
escaleras, se lesionó un pie, lo llevaron al hospital y pidió que fuese ella. También
venía a verme jugar a baloncesto, he de decir que no se me daba nada mal defender
el puesto de Base. Con Dakota mantenía muchas diferencias. Pero la vida de
aquella buena mujer estaba marcada por la tragedia, ya que el 8 de diciembre de
1963 su esposo e hijos fallecieron en el terrible accidente del vuelo 214 de
Pan Am, con destino a Philadelphia, donde se reuniría con ellos días después.
Sin embargo, sucedió que, faltando pocos minutos para aterrizar el piloto
estableció contacto con el control de tráfico aéreo quienes le advirtieron de
que había en el aeropuerto una fuerte tormentas eléctricas, vientos huracanados
e incontables turbulencias y no quedaba otra más que aterrizar con todas las
consecuencias o esperar hasta que mejorase la situación, optaron por lo segundo
y a la media hora, el aparato, alcanzado por un rayo, explotó muriendo la tripulación
y los pasajeros.
–¡Te
crees muy listo, eh! –me dijo–. ¿Piensas que puedes venir el último y cambiar las
cosas como te plazca? Pues muy bien, métete esto en la sesera, regla número
uno: aquí no se hace nada si yo no lo autorizo, y mira tú por donde que este
panfleto tuyo me parece ridículo. Céntrate en no manchar nuestro apellido y en mantener
alta nuestra reputación. –Ahí terminaron las expectativas para convertirme en
el empresario del año y salir en la portada de las mejores revistas de papel cuché.
Así que, resignado, fui la prolongación de mi padre.
Una tarde, caída la primera nevada
que anunciaba el comienzo del invierno, mi vida dio un giro radical. Acababa de
volver de Oregón adonde asistí a la inauguración de una nueva gama de
automóviles de importación china y lo único que quería era meterme en la cama,
dormir a pierna suelta, olvidar todas las chorradas que había escuchado y
despertar dos horas después para tomar una copa en el club de jazz más antiguo
de Detroit, Baker’s, original por su barra que parece el teclado de un
piano. Pero cuando llegué todo se hizo añicos…
–¿Me llamabais? Perdón, estaba distraído
–dije algo preocupado al ver a mis padres muy serios–. ¿Qué ocurre? Sea lo que
sea, yo no he sido. –Esa era mi
frase recurrente y nunca fallaba. Mamá tocó la campanilla y apareció Emily.
–¿Señora?
–Enseguida. –Busqué su complicidad con la
mirada y permanecí expectante. El dueño de uno de los bancos más importantes
del país y la repipi de su hija, una pelirroja consentida y llorica,
aparecieron precedidos por nuestra ama de llaves a la que miré con resignación.
–Sirva el té y las pastas.
–Ahora mismo.
–A mí eso tan amargo no me gusta, prefiero
leche con cacao –soltó la niña. Mamá
asintió con la cabeza y deduje que aquella chica con la que nada tenía en común
era caprichosa y consentida.
En los meses siguientes,
ajeno a lo que se me venía encima, continué con la actividad empresarial yendo
de un extremo a otro del país, hasta que nuestras familias cerraron un acuerdo
mercantil y sonaron campanas de boda. Nos casamos en St. John’s Episcopal Church
siendo ese uno de los días más infelices de toda mi existencia. Podría decirse
que fuimos dos desconocidos bajo el mismo techo y en público una pareja
corriente cuya farsa duró hasta que los primeros atisbos de decadencia de la Motors
Carson Company vinieron acompañados de la demanda de divorcio. Por aquel
entonces habiéndose retirado papá de la primera línea al sufrir una enfermedad cerebrovascular
y parecer que la compañía la dirigía yo en solitario, él seguía al frente de la
misma postrado en la cama, culpabilizándome de todas mis carencias, ser un
pésimo marido, no haberles dado nietos y un desagradecido con mi suegro quien
de inmediato, acogiéndose a la cláusula añadida en nuestro contrato matrimonial,
la cual especificaba que una vez rota la unión de los cónyuges lo haría también
cualquier apoyo financiero.
Desde una edad muy temprana interioricé que en el mundo hay
dos clases de seres humanos: los pobres y nosotros. Mamá decía que si no
andábamos espabilados y marcábamos distancia nos invadirían como una plaga que
se propaga a la velocidad del viento. Brody, que nació en Salem, New Jersey, y
que antes de ser chófer hizo de todo por salir adelante, tragaba bilis cada vez
que se lo escuchaba decir.
–Pero
tu caso es diferente –aclaraba
ella–, no
lo tomes a mal.
–No,
señora.
–Ya
sabes cómo se ponen de pedigüeños los alrededores de la empresa colapsando la
entrada.
–Sí,
señora.
–Mi
esposo es muy generoso y como no estés ateto te sangran.
–Claro,
señora.
–A ti
no te falta de nada, vives a cuerpo de rey –seguía humillándole– y con todo pagado.
–Gracias,
señora.
–Mientras
me esperas haz algo de provecho y lee la Biblia.
–Por supuesto,
señora. –Sin
embargo, no cumplió lo ordenado, aguardó en una de las calles traseras y fumó tranquilo
un cigarrillo detrás de otro. En sus horas libres, especialmente de noche,
estudiaba mecánica y soñaba con abrir algún día su propio taller lejos del
marco donde sólo era tratado de sirviente.
El
Detroit de entonces, Meca de la industria del sueño americano, no se parece en nada
al de ahora. Para quienes hemos nacido y crecido en ella, es muy doloroso ver cómo,
donde antes había fábricas a pleno rendimiento, locales con luces de neón invitando
al ocio y al placer, escaparates con las últimas creaciones de los mejores
diseñadores que han pasado por la pasarela, restaurantes de lujo y de comida
rápida, tiendas de todo tipo repletas de objetos exóticos y avenidas dando
cobijo al bullicio de la gente, hoy tan solo son espacios ruinosos o diáfanos
donde se amontonan cosas inútiles. Pero esta ciudad caduca y olvidada por el
sistema es el único hogar que tengo por el que transcurre mi vida con agujeros
en el alma y en los bolsillos. Cae la tarde y cada cual emprendemos camino
hacia nuestro refugio antes de que la violencia callejera salga a pasear la noche.
He habilitado con cuatro trastos un bajo abandonado en Lafayette Blvd, vivo ahí
y cada día voy a la Iglesia Baptista Misionera donde me dan de comer y, alguna
vez, medicinas para los dolores de espalda. Muchas de las personas que me conocieron
entonces conduciendo un descapotable amarillo chillón, vistiendo trajes de Ralph
Lauren, perfumes importados de París, un Rolex bañado en oro, una chequera de piel,
el pelo engominado y llevando una vida rozando el límite de la lujuria, probablemente
no reconocerían al tipo en el que me he convertido: un vagabundo que, sentado
en un banco de piedra en el puerto, contempla el skyline de Canadá al
otro lado del río. Compruebo que aún sigue debajo del colchón la bolsa arrugada
de papel marrón donde guardo unos pocos recuerdos: el pasaporte, los papeles
del divorcio, el boceto del logo de la Motors Carson Company, mi diploma
de graduación en noveno grado, la partida de nacimiento, unas fotografías del
día de Acción de Gracias, el permiso de conducir y la carta de alguna
admiradora. Para no derramar la mostaza desenvuelvo con sumo cuidado el perrito
caliente que de cuando en cuando me regala el vendedor ambulante de hot dog
y que yo agradezco contándole una de aquellas historias de Hollywood que tan
bien se le daban a mi hermana Dakota. Llega el último bocado y resulta más
sabroso, exquisito, interminable, noto que aumenta la saliva dentro de la boca
conservando en el paladar los ingredientes por separado, pero como todo en la
vida el festín gastronómico acaba. A lo lejos, las voces de los homeless
que delimitan su territorio con cartones ahuyentan a los intrusos que van con
el mismo objetivo. Miro el cielo para asegurarme de que no falta ninguna estrella
y veo descender un gajo de luna por el oeste. ¿Velará mi sueño? Entonces, apago
la luz de camping, protejo las botas con periódico para que no se enfríen,
cruzo el abrigo hasta las axilas sujetándolo con los manos, cierro los ojos,
respiro hondo, hago ejercicios de memoria y me dejo llevar como barca a la deriva
consciente de que mañana amaneceré y haré todo lo posible por sobrevivir en la
jungla.
Gracias por devolverme a la realidad, echaba de menos tu visión contemporánea y por lo que he leído en este primer capítulo, esto promete ser una gran historia. Bienvenida
ResponderEliminarQuerida compañera:
ResponderEliminarNo he podido leerte antes. Una vez más me sorprende tu cultura estadounidense y la particular manera que tienes de enganchar con tus textos. Impaciente para el siguiente
Conocí Detroit en su peor momento y he de decir que usted lo describe muy bien. Gracias.
ResponderEliminarSe agradece que de nuevo atiendas a tus seguidores y lo hagas poniéndonos un primer capítulo de una historia que promete.
ResponderEliminarAquí estaremos para, como siempre, disfrutar de tu narración.
Muchas gracias.
¡Ojú! ¡Vaya tela, niña! El "listón" lo has dejado altito, ¿eh? Pues sí, atrapado por tu capacidad descriptiva, quedo. Te deseo un perfecto estado de salud y te mando todo mi cariño. Besos.
ResponderEliminarHas vuelto con fuerza en este septiembre de 2022. Es un texto que no deja lugar a dudas sobre cómo mimas a tus personajes, cómo nos los acercas y cómo nos preparas para lo que será una muy interesante lectura. Detroit. Gracias.
ResponderEliminarQue bien que estés de vuelta. Me ha gustado mucho este primer capítulo, buen comienzo, esto promete! Espero con ganas el siguiente. Gracias. Besos
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