15.
Habían pasado ocho días desde que Helen
Wyner puso sobre la acogedora barra de granito que tanta vida aportaba a la
cocina, el contenido de la carpeta donde recopiló todo cuánto se publicó respecto
al asesinato de su sobrina: recortes de prensa, seguimiento del sospechoso, detención
del parricida, entrevistas a testigos cuya aportación fue valiosísima a la hora
de dictar sentencia, crónica de la ejecución, valoraciones psiquiátricas del
estado mental de su hermana Beth y un manojo de tarjetas de visita con el
membrete de diversos Medios de comunicación en el ámbito local y el nombre de
los enviados especiales ansiosos por convertir dicha historia en un bombazo sensacionalista.
Entonces, la dolorosa pérdida solapó cualquier toma de decisión en ese sentido,
pero ahora sabía que, con sensibilidad y respeto, había llegado el momento de
dar a conocer la verdadera historia de todo cuánto rodeó el asesinato de su
sobrina. Mientras decidía cómo plantearlo y a quién, rebañó con la yema del
dedo dos gotas del chocolate a la taza que aún quedaba en el borde. El calor de
la chimenea complementando al pijama de franela y la chaqueta de lana gorda
echada por los hombros, ayudaban a combatir las gélidas temperaturas tras el
aviso del Centro Nacional de Huracanes, de Estados Unidos, avisando de la llegada
de uno muy potente por la costa sureste del país, aunque con posibilidad de
perder fuerza al tocar tierra. No obstante, siguiendo el protocolo metió dentro
del garaje la mecedora del porche, herramientas para cortar leña y las macetas de
flores tan sensibles de volar por los aires. Aseguró los cierres de las
persianas de aluminio y dobles puertas de la casa, comprobó las reservas que
tenía de agua potable, botiquín, comida enlatada, repuestos de baterías para linternas,
carga completa de la computadora y el móvil, combustible para el generador donde
conectaría los refrigeradores y la vieja lámpara de queroseno recuerdo de aquellas
acampadas que de niña hacía con su padre. A pesar de que a lo lejos la lengua del
viento escupía su baba amenazante, las horas corrían demasiado despacio. Aprovechando
que aún conectaba a internet buscó en la web los nombres de los periodistas. Una
de las caras le sonó muchísimo, Rachel W. Rampell, a la que recordó como intrépida
y astuta reportera, podría ser la indicada. Marcó el número de contacto,
preguntó por ella y, de repente, la pantalla del celular se quedó en negro…
El
entierro del marido de Coretta Sanders se celebró en la más estricta intimidad.
Zinerva Falzone fue la encargada de organizar el post-sepelio y de que
no faltasen bandejas con comida y bebidas para los allegados, quienes con
delicado cariño rememoraban episodios entrañables vividos con él. A la entrada,
encima de la repisa con los bordes tallados de un mueble estrecho, el libro de
condolencias, flanqueado a ambos lados por jarrones con claveles, se llenaba
poco a poco de mensajes escritos con afectuosa caligrafía. A ratos, el silencio
impregnaba de desánimo la sala temiendo que, de un momento a otro, aparecieran
en el exterior cruces ardiendo y encapuchados blancos dispuestos a reventar el
duelo agresiva y violentamente. El llanto discreto, casi en susurro, de la recién
enviudada se colaba de soslayo entre las divertidas anécdotas que la mayoría desconocían
del difunto. Un matrimonio afroamericano, amigos íntimos de la familia,
abrazaron a Coretta rotos de dolor, impotencia y rabia por la tragedia
sucedida. Como es por costumbres en estos eventos, trajeron unos presentes: bizcocho
de calabaza y nuggets de pollo caseros. ‘¿Has visto a Betty Scott? –pregunta
Paul Cox a la italiana que, con manos hábiles prepara sándwiches de crema de
cacahuete–. ¿Y algún maestro?’. ‘¡Qué va! Aún no ha venido ninguno
por aquí’. ‘¿Puedo ayudar, querida? –interrumpió la mujer– ¿Dónde
están los cubiertos desechables?’. ‘Ahí –señaló a su izquierda–,
debajo de los manteles’. ‘¿Los dejo junto a los platos?’. ‘Sí –agradeció
Zinerva–. Y comprueba que no falten vasos de plástico, los que hay en
la mesa están usados’. ‘Ahora mismo los retiro’. ‘Dentro de esa
bolsa encontrarás limpios’. Mientras tanto, en el otro extremo del mundo, el
hijo de Coretta Sanders se pudría en la cárcel tras gastarse en whisky y hachís
los dólares de regalo que encontró en el bolsillo de la cazadora. Al poco de
llegar a la capital de Mongolia, y a punto de partir hacia los montes Altái donde
su pareja y el bebé de ambos seguirían escondidos en el refugio, se dejó liar
por una banda de narcotraficantes para cruzar la frontera de Kazajistán con mercancía
y así ganar un buen puñado de monedas que le resolverían el futuro. Sin
embargo, alguien del equipo les traicionó ya que apenas avanzadas unas millas los
tendieron una emboscada. Ahora, desde los mugrientos muros de la celda infrahumana
donde fue arrojado cuan despojo de matadero, sin contactos, dinero para
sobornar a los guardianes, ni esperanza de salir de allí con vida, cerró los
ojos y pensó en las barbaries cometidas a consecuencia de su mala cabeza, en
los disgustos dados a su madre, en todo lo que se perdería sin ver crecer a su
pequeña, en las personas a las que, por diversas razones, habría defraudador,
en el sufrimiento de sus antepasados en la era de la esclavitud y en lo
arrepentido que estaba de no haber aprovechado las oportunidades que dejó escapar.
Pero tal lucidez duraba sólo hasta que el monstruo salvaje del mono se apoderaba
de todo el cuerpo con fuertes sacudidas...
‘¿Te
suena haber visto a este tipo por los alrededores de la ruta que hiciste la noche que violaron a la chica? –pregunta
Anthony Cohen a Daunte Gray enseñándole la foto del individuo que conduce la camioneta
captada por las cámaras de la gasolinera–. ¿Sabrías decirme si vive en Foley
o frecuenta la ciudad? ¿Has coincidido con él en alguna ocasión?’. ‘Imposible
responder a nada. Mi campo de acción es muy simple: de casa a clases de piano y
los domingos a la Iglesia Baptista –soltó el muchacho mientras saboreaba unas
costillas a la brasa con salsa barbacoa–. El tiempo libre lo dedico a estudiar
y ayudar en las tareas domésticas. Lo siento, además soy muy mal fisonomista’.
‘Perdona un momento, no te muevas de aquí’. El agente salió del restaurante
donde una mujer demacrada, usando peluca y con la que años atrás mantuvo una relación,
le entregó un sobre confidencial. ‘No vuelvas a comprometerme, es muy
arriesgado y me juego el puesto, el médico forense que atiende estos casos es muy
celoso con sus documentos y no le gusta que anden por ahí’. ‘Venga, no
te pongas así. Te compensaré, lo prometo’. ‘Jamás cumpliste una sola de
tus promesas’. ‘¿Estás bien?’. ‘Cuídate’. Según se alejaba la
vio caminar con la inestabilidad que acompaña a la fase terminal de cáncer. La
información proporcionada era valiosísima ya que el informe ampliado de la
exploración realizada a la chica violada detallaba que los restos del semen
encontrado en su vagina correspondían al hermano de la víctima, que resultó ser
el secuestrador de alumnos y alumnas en la escuela, al antiguo director de esta,
al conductor de la camioneta en busca y captura y a uno de los colaboradores de
la campaña de Mitch Austin a Gobernador del condado de Baldwin. El sheriff
Landon, en el papel de cómplice que mira hacia otro lado por puro interés,
arrestó a Durante Gray acusándole del delito que nunca cometió y así tapar a
los otros. ‘Muchacho, termínate eso que volvemos a la central’. ‘¿Cuándo
me dejarán en libertad? No he hecho nada’. ‘Lo sé, hijo. Muy pronto.
¿Confías en mí?’. ‘No me queda otra’.
‘Perdone
–Anthony Cohen se paró en seco y atendió al policía que le hablaba–. ¿Llevamos
al detenido a los calabozos?’. ‘¿De dónde viene –preguntó– y quién
es? Yo no soy titular aquí en Birmingham’. ‘Pero los compañeros que
patrullan en el cruce de University Blvd con la 18 th St S, pidieron refuerzos
por radio para intervenir en una pelea que se producía en plena calle, a punta
de navaja. Uno de ellos reconoció a esta perla gracias a la fotografía difundida
y le retuvo hasta recibir órdenes’. ‘¡Vaya, vaya, vaya! –exclamó el
agente especial desplazado de la central del FBI–. Así que eres el dueño de
esta Chevy de 1950 –le mostró la instantánea algo borrosa–, ¿verdad?’.
‘Pies sí. Oiga, no tienen ningún derecho a tratarme como si fuera un
delincuente’. ‘Cierra el pico –le zarandeó el funcionario que rellenaba
el parte de ingreso– y contesta sólo cuando se te pregunte’. ‘Ya les
dije que me robaban la cartera –señaló a los policías que se burlaban de él–
y me defendí. Eso pasó, únicamente’. ‘¿Entonces qué hacemos? –volvieron
a preguntar–. ¿Se encarga usted o le dejamos libre?’. ‘Llévenlo a la
sala de interrogatorios –indicó–. Y, después, ya veremos. ¡Ah!, y,
quítenle las esposas, por el amor de Dios’. Daunte Gray presenció toda la
escena y temió ser acusado de un delito aún mayor desviando su sentencia a
cadena perpetua. Por esa razón, muerto de miedo, intervino: ‘Señor, es la
primera vez que veo a este hombre’. ‘Tranquilo. Subamos al despacho y esperas,
he de hablar con mi superior –así lo hicieron–. Si necesitas cualquier
cosa se lo pides a la persona de aquella mesa –indicó según atravesaban la
galería–, es el coordinador de la Unidad de Relaciones Comunitarias. Es muy
hábil empatizando con la gente’. ‘Vale. ¿Y podrá conseguir que vuelva
con mis padres hoy mismo…?’. Una planta por encima la cúpula de la Agencia que
opera en el estado de Alabama estudiaba su caso minuciosamente, determinando si
dejarle en libertad o devolverle a prisión. Sin embargo, prefirieron no
pronunciarse hasta escuchar a Anthony, quien, con refresco de cola en una mano
y varios papeles en la otra irrumpió en la reunión dispuesto a terminar lo
antes posible con la agonía del chico.
Muy
seguro de lo que hacía, Anthony Cohen puso sobre la mesa las pruebas que
incriminaban a uno de los colaboradores de Mitch Austin en la campaña a
Gobernador del condado de Baldwin, al secuestrador de alumnos y alumnas de la
escuela y al conductor de la camionera como autores de la múltiple violación y,
por consiguiente, de la inocencia de Daunte Gray. ‘¿Cómo estás tan seguro de
su no participación? A lo mejor es un lobo con piel de un cordero’. ‘¿Os
lo parece alguien que desde un principio no ha cambiado ni en una sola coma?’.
Pidió conectar el circuito cerrado de televisión, los detenidos aguardaban en
silencio bajo la atenta mirada del oficial que los interrogaba con preguntas clave,
obligándoles, a veces, a desdecirse por la falta de concordancia. Pero, un
desliz del sheriff Landon, al que tenían en otro apartado, puso patas arriba
los argumentos de los otros. ‘Compañero –dijo al oficial que pasaba
junto a él–, deja que llame a mi hermano, es reverendo en una Iglesia
Baptista’. ‘No estoy autorizado’. ‘Oye, que yo también velo por
la ley y el orden al igual que vosotros. Además, en cuanto supe que esos –señaló
hacia la otra habitación– abusaron de la menor puse a todos mis hombres tras
su pista’. Ya no había ninguna duda, tal afirmación los descubrió. ‘Caballeros
–soltó pletórico el agente especial del FBI–, los tenemos –y esbozando
una sonrisa de oreja a oreja, sin opción al titubeo, continuó–: Cabo, concierte
una cita en el juzgado, ¡ya! Vamos a soltarle’. ‘No tan deprisa, dejemos
que la autoridad lo decida’. Horas después, un poco antes de que la jueza
de guardia traída expresamente desde Montgomery escuchase a todos, el abogado
de oficio de Daunte Gray estaba con él. ‘Señoría, con arreglo a lo presentado
pido la inmediata puesta en libertad de mi cliente, así como una indemnización
económica por daños a la integridad de un ciudadano, el escarnio público
sufrido también por su familia y el tiempo perdido de trabajo y estudios. Como
recordará –el joven letrado se sentía imparable–, en el caso de Reynolds
contra el estado de Texas, en 1985, con matices muy similares al que nos ocupa,
el Jurado obligó al departamento de Justicia a emitir un comunicado en el que los
Estados Unidos de América le pedían perdón públicamente al reo que se tiró
veinte años en prisión hasta que se esclarecieron los hechos. Lo tiene muy
fácil: encierre a los verdaderos delincuentes’. ‘Bueno, a su debido
tiempo, sabe tan bien como yo que he de seguir el reglamento’. Por fin comenzaba
a dibujarse un horizonte esperanzador para Daunte Gray.
Betty
Scott tenía familia en Irlanda, así que, cuando en la ciudad de Foley corrió el
rumor de que andaban sobre la pista de quienes dieron la paliza mortal al
marido de Coretta Sanders, compró un pasaje de avión a su hijo que, para no
levantar sospechas, saliese del Aeropuerto Regional de Dothan, y le pidió que
no volviese mientras las aguas no estuviesen calmadas. En plena noche cerrada,
un Jeep del ejército, conducido por el chofer que habitualmente recogía
a su padre, le dejó en la terminal…
Me gusta cómo manejas las situaciones y tu destreza respecto al sentir estadounidense. Después de tantas noticias preocupantes leerte es un remanso de paz
ResponderEliminarNo soy ningún experto pero para mí que esto es de lo mejorcito que se publica últimamente. Felicidades
ResponderEliminarTarde pero por fin me he podido sumergir en el conmeglorado de historias mejor construido que he conocido. Cada entrega supera a la anterior.
ResponderEliminarVamos compañera que la historia está cada vez más interesante.
ResponderEliminar¡Qué suerte encontrarte, amiga! Me gustaría saber explicarte lo fácil que me resulta identificarme con tus personajes, comprenderlos... Un país tan ajeno hasta hace poco y cómo has conseguido acercármelo hasta eliminar muchos de los prejuicios que mantenía. Gracias por escribir, escritora. Besos.
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