domingo, 10 de abril de 2022

Helen Wyner

16. 

El susto de la noche anterior, cuando el Centro Nacional de Huracanes, de Estados Unidos, avisó de la posible llegada de uno de categoría cinco o superior, por la costa sureste del país, quedó reducido al paso de un tornado cegando el ambiente con remolinos de paja y arena. Un poste de luz con estructura obsoleta cayó en el camino del bosque dejando a oscuras a parte del vecindario. Helen Wyner salió al porche a evaluar desperfectos, todo parecía intacto salvo el mástil de la bandera partido en dos. Lo colocó como pudo y se prometió sustituirlo por otro, en la mayor brevedad posible. Reestablecida la cobertura del celular reanudó la llamada que dejó a medias. ‘Reports Alabama Times. Al habla Rachell W. Rampell. ¿Qué puedo hacer por ti?’. ‘Hola, me llamo –dijo su nombre completo–. Quizá se acuerde de mí’. ‘Pues no, sinceramente’. ‘Puede que recuerde el caso del parricida del pueblo de Elberta, tuvo mucha repercusión. El juicio se celebró en el Palacio de Justicia de Montgomery y duró varios días. Hubo un amplio despliegue de periodistas, usted iba entre ellos’. ‘Es la tía de la niña, ¿verdad? –preguntó tras consultar sus notas–. Ahora sé quién es’. ‘Era mi sobrina, exacto’. ‘¿Y qué quiere?’. ‘Que escriba la verdadera historia’. ‘¿Y quién me asegura que sea la que  va a contarme?’. ‘Tendrá que descubrirlo usando su olfato de reportera’. ‘Refrésqueme la memoria: ¿Usted no es la misma persona que nos ponía toda clase de trabas e impedimentos cuando lo único que hacíamos era cumplir con nuestro trabajo e informar?’. ‘Sí, lo reconozco. Pero, compréndalo, mi hermana atravesaba el peor momento de su vida y yo no podía consentir que sufriera aún más’. ‘Lo que no entiendo es por qué ha aguardado hasta la ejecución del parricida para dar este paso y no lo ha hecho con él todavía vivo’. ‘Para que no se entendiera como venganza’. ‘¿Y qué es según su criterio?’. ‘Justicia’. ‘Pensaba que eso se ejercía en los tribunales’. ‘El Derecho y su aplicación no devolverá la vida a la pequeña. Dígame sin rodeos si le interesa o no. Hagamos lo siguiente: cítese conmigo, le cuento la idea que tengo, comentamos lo que quiera y después decide si realiza el reportaje. ¿Le parece?’. Para un humilde periódico, ubicado en el pequeño pueblo de Ariton, condado de Dale, que sobrevivía gracias a las colaboraciones de los socios, el reto era tan tentador que aceptó la cita sin contar antes con su jefe. ‘De acuerdo. Mañana a las 6:00 p.m. Cuando llegue al pueblo de Kimberly deje la autopista y coja el desvío hacia Jefferson St, encontrará un paraje arbolado, siga recto hasta llegar a una explanada con casas y, a continuación, verá “The taco mexican cantina”, restaurante mexicano donde suelo cenar casi todos los días, podemos hacerlo juntas’. ‘Encantada. Seré puntual’.
          Desde que el hijo de Coretta Sanders regresó a Mongolia era como si se le hubiese tragado la tierra. El teléfono móvil siquiera daba tono de llamada y tampoco realizó el Check in en el hotel donde alquiló una habitación hasta decidir si iba o no a los montes Altái, a buscar a la joven que seguiría escondida con el bebé de ambos. Asesorada por Paul Cox, el consejero escolar, escribió a la embajada de los Estados Unidos, en la capital Ulán Bator, exponiendo el caso y su inmensa preocupación como madre por el paradero del muchacho. Mientras recibía noticias se volcó en los alumnos y alumnas a los que daba clase. Ahora que disponía de tiempo organizaba para ellos actividades fuera de la escuela, pero siempre desde el punto de vista de la docencia. Por suerte eran unos adolescentes a los que había motivado muchísimo en todo lo relacionado con la cultura. ‘Zinerva –preguntó a la cocinera–, ¿nos preparas unos sándwiches?’. ‘Claro. ¿Adónde vais esta vez?’. ‘A la Reserva Natural Graham Creek’. ‘Lo que daría por acompañaros’. ‘Cualquier sábado lo organizamos y pasamos allí el día con Helen y Betty, ¿te parece?’. ‘¡Uy!, un plan estupendo’. ‘La semana próxima quieren pasar una jornada en la granja y aprender lo básico en agricultura y ganadería para mantenerse con recursos propios’. ‘En Italia, la familia de mi abuela hacía conservas con los productos recolectados en los huertos, se quedaban una parte para su uso personal y el resto lo vendían reinvirtiendo las ganancias en semillas’. ‘Qué interesante –no supo disimular la prisa–. A lo mejor te llevo alguna vez a clase para que se lo cuentes’. ‘¿Te pongo en las bolsas botellas de agua?’. ‘¡Genial!’. ‘¿Cuántos sois?’. ‘Diez’. ‘¿Y contigo once?’. ‘Sí, pero no hace falta que añadas nada, cogí fruta de casa’. ‘Anda, anda. No digas tonterías, uno más no se va a notar’. Cada estudiante guardó en la mochila el picnic enriquecido con una manzana, zumo de melocotón y lácteo. Caminaron dos millas aproximadamente hasta llegar a la zona habilitada para el almuerzo con bancos corridos y mesas largas. Eligieron la más amplia y esparcieron sobre ella, además del refrigerio escolar, lo que cada uno llevaba para poner en común. ‘Mrs. Sanders –una de las chicas rompió el hielo–: Si tuviera delante a quien le dio la paliza a su esposo ¿qué le diría?’. ‘No lo sé’. ‘Mi padre dice que si algo así nos ocurriese a uno de nosotros –intervino otra chica–, ajusta cuentas con su rifle’. ‘Así no se arregla nada’. ‘Perdonen –interrumpió un excursionista–, ¿pueden prestarme un mechero? He traído de todo menos lo fundamental para encender la pipa’. Se lo dio Thomas Dawson, el alumno que ayudó al FBI cuando el secuestro en el gimnasio. ‘No sé cómo ha llegado esto a mi bolsillo. Puede quedárselo’. ‘A lo mejor es cosa de magia –dijo Coretta alzando las manos al cielo– y no para los cigarrillos que fumas a escondidas en el recreo, ¿verdad?’ Todos sonrieron mientras el hombre se alejaba. ‘¿Queréis galletas con rayadura de limón? –ofreció alguien del grupo–. Las hago yo’. Aceptaron reconociendo que estaban muy sabrosas. ‘Pues yo creo que nadie tiene derecho a agredir a otra persona por el hecho de tener la piel negra –sentenció otro estudiante–. Mis antepasados sufrieron mucho en las plantaciones de algodón’. ‘Por eso es muy importante formarnos con unos principios fundamentales –dijo la maestra– y respetar a nuestros semejantes’. ‘Cada domingo, mi familia y yo rezamos por usted’. ‘Venga, recoged las cosas y tirad los desperdicios’. ‘A propósito, una de mis hermanas –dijo el más pequeño de todos– que dice ser activista del Medio Ambiente nos da la matraca con “cero desperdicios” y eliminar los plásticos y otros derivados contaminantes’. ‘¡Tiene mucha razón! ¿Habéis estado alguna vez en el Vertedero Magnoiia del condado de Baldwin? –negaron todos con la cabeza–. Lo tenemos a escasos quince minutos. Profundizad en el tema, juntaos de dos en dos y haced un trabajo al respecto, la próxima semana vamos y exponéis allí el ejercicio. ¿Os parece? –asintieron–. Y ahora, en marcha, nos esperan unos árboles milenarios y quiero que debatáis el nexo que nos une a la madera, a la corteza que la cubre y a las raíces que se adentran en la tierra’.
          Lo primero que hizo Daunte Gray al quedar en libertad fue contemplar el horizonte con admiración y recargar los pulmones de oxígeno limpio. Por delante tenía todo un proceso de reconstrucción respecto a la imagen que había quedado sobre su persona en el condado de Baldwin, tras acusarle falsamente de violar a una menor, sin que nadie del gobierno local se molestase en contrastar la coartada que siempre repitió. Atravesó el patio interior del edificio del FBI y la distancia hasta la zona de aparcamiento, donde la familia esperaba impaciente. Miró atrás y, comprobando que ningún policía le daba el alto, corrió hacia ellos, hincó las rodillas en el suelo y, entre sollozos, con ataque de hipo, les pidió perdón. ‘Cariño, levántate –dijo la madre mientras le secaba las lágrimas–, no hay nada que perdonar’. ‘He manchado nuestro apellido y os he puesto en evidencia’. ‘Tú no has tenido culpa, hijo –continuo–. Eres una víctima más’. ‘Me iré lejos para que no seáis señalados’. ‘Quieres dejar de soltar tonterías–el tono de la mujer era ya de dolor–. Que piensen lo que quieran, te hemos educado en valores y sabemos que eres incapaz de hacerle daño a nadie. Así que, la cabeza bien alta y adelante, mi amor’. ‘Ven aquí, campeón –notó los brazos fuertes de su padre rodeándole–. Vayamos a casa. Estoy orgulloso de ti porque te has portado como una persona íntegra, madura, leal… Desde ahora eres mi ejemplo a seguir, muchacho’. ‘Papá, no digas eso, por favor’. ‘¡Cuánto te pareces a tu madre!’. Algo retirado, con el susto metido en el cuerpo por si de un momento a otro aparecieran por cualquier esquina los carros de combate, el hermano pequeño permaneció quieto y con los ojos detrás del pelo ensortijado que le caí por la frente, más largo de lo común, hasta que una mano se posó en su hombro. ‘¿Piensas quedarte petrificado como una momia? –preguntó–. ¿Acaso no te alegras de verme, enano?’. ‘¿Dime cómo es la cárcel? –arrancó al fin–. ¿Te has hecho amigo de algún matón?’. ‘Horrible. De ninguno’. ‘Y las torturas, ¿es verdad lo que cuentan?’. ‘Yo no he visto nada’. ‘¿Traes marcas o tatuajes? Un amigo mío dice que las celdas están llenas de porquería y los colchones de piojos’. ‘Bueno –suplicó–, ya está bien de tanto interrogatorio’. ‘Es que quiero saber’. ‘¡Anda, tira! –le cogió su madre de la oreja–. ¡Menudo peliculero estás hecho!’. ‘Y si después me preguntan en el colegio, ¿qué digo?’. ‘Nada, me oyes –dijeron bastante enfadados–. Nada. Además, mira tú por dónde, durante todo un mes estás castigado a cortar leña, lavar los platos y ayudar al reverendo en la iglesia’. ‘¡Jo!, no es justo’. Desde ese momento Daunte Gray se encerró en sí mismo para ahorrarles el sufrimiento de conocer las veces que fue humillado, el episodio de la enfermería cuando se recuperaba de un presunto envenenamiento y tres convictos abusaron de él, la vista gorda de los carceleros viendo el pincho que le clavaron en el glúteo, cuya hemorragia tardó en cortarse, y tantas noches en vela, temiendo por su vida…
          Anthony Cohen observaba la escena desde el coche. Por primera vez en mucho tiempo sintió que su trabajo, empeño y esfuerzo mereció la pena viendo la emoción que desprendían aquellas sencillas personas a las que, la mala praxis de un sistema con muchos fallos, les habían arrebatado meses de vida cotidiana. Antes de poner el motor en marcha guardó en la guantera el historial clínico del chico donde detallaban el buen estado de salud tras el examen exhaustivo realizado al ingresar en prisión, nada que ver con las secuelas físicas y psicológicas con las que posteriormente salió. Hacía años, prometiéndose a sí mismo sacarlo algún día a la luz, que el agente recopilaba información respecto al trato negligente dado a los reclusos afroamericanos en algunos penales del país, lo cual no podía quedar impune ante la sociedad. Puso rumbo a su apartamento. Los sobres con facturas, propaganda comercial, invitaciones a eventos a los que nunca asistía, la revista mensual de pesca a la que estaba inscrito y alguna tarjeta postal de sus primos de Canadá colapsaban la parte baja de la puerta, apartó todo a un lado, soltó en un rincón la mochila y buscó un vaso limpio para servirse un whisky. El botón rojo del contestador automático parpadeaba, borró los mensajes que consideró sin importancia y preparó ropa cómoda para después de la ducha. Sin nada de comida en el refrigerador y como al día siguiente salía para la ciudad de Foley, enviado por el FBI, a resolver el caso del marido de Coretta Sanders, muerto por una paliza, se conformó con mordisquear media docena de cupcake, con chispas de chocolate, a punto de caducar. Una vez relajado descargó los documentos recibidos por e-mail respecto al caso del marido de Coretta Sanders. Y, aunque el asunto parecía estar muy claro, faltaba lo más difícil: detener a los culpables y probar la autoría de los hechos. ‘Ha contactado con el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de América. Si conoce la extensión correspondiente al motivo de su llamada, márquela. De lo contrario, permanezca a la espera –dijo la locución–, en breves momentos le atenderemos’. Así lo hizo. La melodía de un tema de Simon & Garfunkel deleitaba los oídos. ‘Área de criminalidad. ¿Qué se le ofrece?’. ‘Hola. Soy Anthony Cohen, agente especial del FBI. Necesito documentación sobre agresiones raciales ocurridas en el estado de Alabama’. ‘Escanee su identificación, por favor’. ‘Claro, disculpe’. ‘Perfecto. Dígame la fecha’. ‘¿Sería posible de los últimos veinte años?’. ‘¡Uf!, eso me llevará buena parte de la jornada’. ‘Otra cosa, me interesan aquellos con implicación directa o indirecta del Klan, supongo que eso le resultará más fácil’. ‘Déjeme su correo electrónico y en cuanto lo tenga se lo envío’. ‘Gracias’. Le sobresaltaron las voces de una pelea callejera contra los cubos de la basura. Giró el cuello dolorido a consecuencia de la mala postura por haberse quedado dormido en el sofá. Amanecía preludiando un sol infinito e intenso. Amontonó las cartas en una silla, recogió la mochila y conectó en su celular la geolocalización obligada por la agencia federal de investigación para saber en todo momento, por seguridad, dónde se encontraba.
          Bueno mamá, no llores más, mujer, que no te vas para siempre. Además, el viaje al Parque Nacional de los Glaciares lo haces por placer, y nada menos que con tu grupo de senderismo, los conoces a todos, así que lo vas a pasar de maravilla, ya lo verás’. ‘Lo sé, hija. Pero precisamente ahora que te vas a meter en un buen lío con esa periodista, voy yo y te dejo sola’. ‘Estate tranquila, de verdad. En principio vamos a cenar y cambiar impresiones, todavía no hay nada definitivo’. ‘¿No puedes posponer la cita?’. ‘Se lo debo a Beth y a la niña’. ‘Ya. Lo que me preocupa es cómo se lo va a tomar la otra familia, cuando vean en la prensa el nombre de su hijo’. ‘Sabían perfectamente que era un maltratador, sus antecedentes así lo han demostrado. Ahora conocerán al asesino’. ‘En cualquiera de los casos, ándate con ojo y de noche no vayas sola por ahí’. ‘¿A qué hora salís?’. ‘A las 4 a.m.’. ‘Iré a despedirte’. ‘Pero si apenas faltan tres horas’. ‘Entonces, ¿me invitas a desayunar?’. ‘¿Huevos fritos, tocino crujiente, panecillos con queso derretido y un café típico del sur?’. ‘¡Cualquiera resiste esa tentación…!’.

5 comentarios:

  1. Superándote, entrega a entrega, y dejándome con la boca abierta. Enhorabuena, nena.
    Un beso

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  2. Dentro del tren que me dejará cerca de mi pueblo, pienso en todo lo que ha cambiado el concepto que tenía de los americanos hasta que te leo. Gracias por ayudarme a no ser sectario.

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  3. Un domingo más, como cada quince días, esta vez frente a Pirineos, me dejo llevar por su relato y por los personajes que ya se han adaptado a mis costumbres. Me alegro de haberla descubierto.

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  4. No quisiera repetirme pero no hay mas remedio, increíble tu interconexión de historias que hacen más amena, si cabe, la lectura de tus entregas.
    Gracias.

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  5. Eres especial, Mayte. Yo también seré reiterativo, te considero una gran escritora y te agradezco este regalo que me haces, que nos haces, con tanta calidad literaria y generosidad. Suerte y salud, amiga. Besos.

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