16.
El susto de la noche anterior, cuando
el Centro Nacional de Huracanes, de Estados Unidos, avisó de la posible llegada
de uno de categoría cinco o superior, por la costa sureste del país, quedó
reducido al paso de un tornado cegando el ambiente con remolinos de paja y
arena. Un poste de luz con estructura obsoleta cayó en el camino del bosque
dejando a oscuras a parte del vecindario. Helen Wyner salió al porche a evaluar
desperfectos, todo parecía intacto salvo el mástil de la bandera partido en
dos. Lo colocó como pudo y se prometió sustituirlo por otro, en la mayor
brevedad posible. Reestablecida la cobertura del celular reanudó la llamada que
dejó a medias. ‘Reports Alabama Times. Al habla Rachell W. Rampell. ¿Qué puedo
hacer por ti?’. ‘Hola, me llamo –dijo su nombre completo–. Quizá
se acuerde de mí’. ‘Pues no, sinceramente’. ‘Puede que recuerde
el caso del parricida del pueblo de Elberta, tuvo mucha repercusión. El juicio se
celebró en el Palacio de Justicia de Montgomery y duró varios días. Hubo un
amplio despliegue de periodistas, usted iba entre ellos’. ‘Es la tía de
la niña, ¿verdad? –preguntó tras consultar sus notas–. Ahora sé quién es’.
‘Era mi sobrina, exacto’. ‘¿Y qué quiere?’. ‘Que escriba la
verdadera historia’. ‘¿Y quién me asegura que sea la que va a contarme?’. ‘Tendrá que
descubrirlo usando su olfato de reportera’. ‘Refrésqueme la memoria: ¿Usted
no es la misma persona que nos ponía toda clase de trabas e impedimentos cuando
lo único que hacíamos era cumplir con nuestro trabajo e informar?’. ‘Sí,
lo reconozco. Pero, compréndalo, mi hermana atravesaba el peor momento de su
vida y yo no podía consentir que sufriera aún más’. ‘Lo que no entiendo
es por qué ha aguardado hasta la ejecución del parricida para dar este paso y
no lo ha hecho con él todavía vivo’. ‘Para que no se entendiera como venganza’.
‘¿Y qué es según su criterio?’. ‘Justicia’. ‘Pensaba que eso se
ejercía en los tribunales’. ‘El Derecho y su aplicación no devolverá la
vida a la pequeña. Dígame sin rodeos si le interesa o no. Hagamos lo siguiente:
cítese conmigo, le cuento la idea que tengo, comentamos lo que quiera y después
decide si realiza el reportaje. ¿Le parece?’. Para un humilde periódico, ubicado
en el pequeño pueblo de Ariton, condado de Dale, que sobrevivía gracias a las
colaboraciones de los socios, el reto era tan tentador que aceptó la cita sin contar
antes con su jefe. ‘De acuerdo. Mañana a las 6:00 p.m. Cuando llegue al pueblo
de Kimberly deje la autopista y coja el desvío hacia Jefferson St, encontrará un
paraje arbolado, siga recto hasta llegar a una explanada con casas y, a
continuación, verá “The taco mexican cantina”, restaurante mexicano donde suelo
cenar casi todos los días, podemos hacerlo juntas’. ‘Encantada. Seré puntual’.
Desde
que el hijo de Coretta Sanders regresó a Mongolia era como si se le hubiese tragado
la tierra. El teléfono móvil siquiera daba tono de llamada y tampoco realizó el
Check in en el hotel donde alquiló una habitación hasta decidir si iba o
no a los montes Altái, a buscar a la joven que seguiría escondida con el bebé
de ambos. Asesorada por Paul Cox, el consejero escolar, escribió a la embajada
de los Estados Unidos, en la capital Ulán Bator, exponiendo el caso y su
inmensa preocupación como madre por el paradero del muchacho. Mientras recibía
noticias se volcó en los alumnos y alumnas a los que daba clase. Ahora que disponía
de tiempo organizaba para ellos actividades fuera de la escuela, pero siempre desde
el punto de vista de la docencia. Por suerte eran unos adolescentes a los que había
motivado muchísimo en todo lo relacionado con la cultura. ‘Zinerva –preguntó
a la cocinera–, ¿nos preparas unos sándwiches?’. ‘Claro. ¿Adónde vais
esta vez?’. ‘A la Reserva Natural Graham Creek’. ‘Lo que daría
por acompañaros’. ‘Cualquier sábado lo organizamos y pasamos allí el día
con Helen y Betty, ¿te parece?’. ‘¡Uy!, un plan estupendo’. ‘La
semana próxima quieren pasar una jornada en la granja y aprender lo básico en
agricultura y ganadería para mantenerse con recursos propios’. ‘En Italia,
la familia de mi abuela hacía conservas con los productos recolectados en los
huertos, se quedaban una parte para su uso personal y el resto lo vendían reinvirtiendo
las ganancias en semillas’. ‘Qué interesante –no supo disimular la
prisa–. A lo mejor te llevo alguna vez a clase para que se lo cuentes’. ‘¿Te
pongo en las bolsas botellas de agua?’. ‘¡Genial!’. ‘¿Cuántos sois?’.
‘Diez’. ‘¿Y contigo once?’. ‘Sí, pero no hace falta que añadas
nada, cogí fruta de casa’. ‘Anda, anda. No digas tonterías, uno más no
se va a notar’. Cada estudiante guardó en la mochila el picnic
enriquecido con una manzana, zumo de melocotón y lácteo. Caminaron dos millas
aproximadamente hasta llegar a la zona habilitada para el almuerzo con bancos
corridos y mesas largas. Eligieron la más amplia y esparcieron sobre ella, además
del refrigerio escolar, lo que cada uno llevaba para poner en común. ‘Mrs.
Sanders –una de las chicas rompió el hielo–: Si tuviera delante a quien
le dio la paliza a su esposo ¿qué le diría?’. ‘No lo sé’. ‘Mi
padre dice que si algo así nos ocurriese a uno de nosotros –intervino otra
chica–, ajusta cuentas con su rifle’. ‘Así no se arregla nada’. ‘Perdonen
–interrumpió un excursionista–, ¿pueden prestarme un mechero? He traído
de todo menos lo fundamental para encender la pipa’. Se lo dio Thomas
Dawson, el alumno que ayudó al FBI cuando el secuestro en el gimnasio. ‘No
sé cómo ha llegado esto a mi bolsillo. Puede quedárselo’. ‘A lo mejor es
cosa de magia –dijo Coretta alzando las manos al cielo– y no para los
cigarrillos que fumas a escondidas en el recreo, ¿verdad?’ Todos sonrieron mientras
el hombre se alejaba. ‘¿Queréis galletas con rayadura de limón? –ofreció
alguien del grupo–. Las hago yo’. Aceptaron reconociendo que estaban muy
sabrosas. ‘Pues yo creo que nadie tiene derecho a agredir a otra persona por
el hecho de tener la piel negra –sentenció otro estudiante–. Mis
antepasados sufrieron mucho en las plantaciones de algodón’. ‘Por eso es
muy importante formarnos con unos principios fundamentales –dijo la maestra–
y respetar a nuestros semejantes’. ‘Cada domingo, mi familia y yo rezamos
por usted’. ‘Venga, recoged las cosas y tirad los desperdicios’. ‘A
propósito, una de mis hermanas –dijo el más pequeño de todos– que dice
ser activista del Medio Ambiente nos da la matraca con “cero desperdicios” y eliminar
los plásticos y otros derivados contaminantes’. ‘¡Tiene mucha razón!
¿Habéis estado alguna vez en el Vertedero Magnoiia del condado de Baldwin? –negaron
todos con la cabeza–. Lo tenemos a escasos quince minutos. Profundizad en el
tema, juntaos de dos en dos y haced un trabajo al respecto, la próxima semana vamos
y exponéis allí el ejercicio. ¿Os parece? –asintieron–. Y ahora, en marcha,
nos esperan unos árboles milenarios y quiero que debatáis el nexo que nos une a
la madera, a la corteza que la cubre y a las raíces que se adentran en la tierra’.
Lo
primero que hizo Daunte Gray al quedar en libertad fue contemplar el horizonte
con admiración y recargar los pulmones de oxígeno limpio. Por delante tenía
todo un proceso de reconstrucción respecto a la imagen que había quedado sobre
su persona en el condado de Baldwin, tras acusarle falsamente de violar a una
menor, sin que nadie del gobierno local se molestase en contrastar la coartada
que siempre repitió. Atravesó el patio interior del edificio del FBI y la
distancia hasta la zona de aparcamiento, donde la familia esperaba impaciente.
Miró atrás y, comprobando que ningún policía le daba el alto, corrió hacia
ellos, hincó las rodillas en el suelo y, entre sollozos, con ataque de hipo,
les pidió perdón. ‘Cariño, levántate –dijo la madre mientras le secaba las
lágrimas–, no hay nada que perdonar’. ‘He manchado nuestro apellido y
os he puesto en evidencia’. ‘Tú no has tenido culpa, hijo –continuo–.
Eres una víctima más’. ‘Me iré lejos para que no seáis señalados’. ‘Quieres
dejar de soltar tonterías–el tono de la mujer era ya de dolor–. Que piensen
lo que quieran, te hemos educado en valores y sabemos que eres incapaz de
hacerle daño a nadie. Así que, la cabeza bien alta y adelante, mi amor’. ‘Ven
aquí, campeón –notó los brazos fuertes de su padre rodeándole–. Vayamos
a casa. Estoy orgulloso de ti porque te has portado como una persona íntegra,
madura, leal… Desde ahora eres mi ejemplo a seguir, muchacho’. ‘Papá, no
digas eso, por favor’. ‘¡Cuánto te pareces a tu madre!’. Algo retirado,
con el susto metido en el cuerpo por si de un momento a otro aparecieran por
cualquier esquina los carros de combate, el hermano pequeño permaneció quieto y
con los ojos detrás del pelo ensortijado que le caí por la frente, más largo de
lo común, hasta que una mano se posó en su hombro. ‘¿Piensas quedarte petrificado
como una momia? –preguntó–. ¿Acaso no te alegras de verme, enano?’. ‘¿Dime
cómo es la cárcel? –arrancó al fin–. ¿Te has hecho amigo de algún matón?’.
‘Horrible. De ninguno’. ‘Y las torturas, ¿es verdad lo que cuentan?’.
‘Yo no he visto nada’. ‘¿Traes marcas o tatuajes? Un amigo mío dice
que las celdas están llenas de porquería y los colchones de piojos’. ‘Bueno
–suplicó–, ya está bien de tanto interrogatorio’. ‘Es que quiero
saber’. ‘¡Anda, tira! –le cogió su madre de la oreja–. ¡Menudo
peliculero estás hecho!’. ‘Y si después me preguntan en el colegio, ¿qué
digo?’. ‘Nada, me oyes –dijeron bastante enfadados–. Nada.
Además, mira tú por dónde, durante todo un mes estás castigado a cortar leña,
lavar los platos y ayudar al reverendo en la iglesia’. ‘¡Jo!, no es
justo’. Desde ese momento Daunte Gray se encerró en sí mismo para ahorrarles
el sufrimiento de conocer las veces que fue humillado, el episodio de la enfermería
cuando se recuperaba de un presunto envenenamiento y tres convictos abusaron de
él, la vista gorda de los carceleros viendo el pincho que le clavaron en el glúteo,
cuya hemorragia tardó en cortarse, y tantas noches en vela, temiendo por su
vida…
Anthony
Cohen observaba la escena desde el coche. Por primera vez en mucho tiempo
sintió que su trabajo, empeño y esfuerzo mereció la pena viendo la emoción que
desprendían aquellas sencillas personas a las que, la mala praxis de un sistema
con muchos fallos, les habían arrebatado meses de vida cotidiana. Antes de
poner el motor en marcha guardó en la guantera el historial clínico del chico
donde detallaban el buen estado de salud tras el examen exhaustivo realizado al
ingresar en prisión, nada que ver con las secuelas físicas y psicológicas con
las que posteriormente salió. Hacía años, prometiéndose a sí mismo sacarlo algún
día a la luz, que el agente recopilaba información respecto al trato negligente
dado a los reclusos afroamericanos en algunos penales del país, lo cual no podía
quedar impune ante la sociedad. Puso rumbo a su apartamento. Los sobres con
facturas, propaganda comercial, invitaciones a eventos a los que nunca asistía,
la revista mensual de pesca a la que estaba inscrito y alguna tarjeta postal de
sus primos de Canadá colapsaban la parte baja de la puerta, apartó todo a un
lado, soltó en un rincón la mochila y buscó un vaso limpio para servirse un
whisky. El botón rojo del contestador automático parpadeaba, borró los mensajes
que consideró sin importancia y preparó ropa cómoda para después de la ducha.
Sin nada de comida en el refrigerador y como al día siguiente salía para la
ciudad de Foley, enviado por el FBI, a resolver el caso del marido de Coretta Sanders,
muerto por una paliza, se conformó con mordisquear media docena de cupcake,
con chispas de chocolate, a punto de caducar. Una vez relajado descargó los
documentos recibidos por e-mail respecto al caso del marido de Coretta
Sanders. Y, aunque el asunto parecía estar muy claro, faltaba lo más difícil:
detener a los culpables y probar la autoría de los hechos. ‘Ha contactado con
el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de América. Si conoce la extensión
correspondiente al motivo de su llamada, márquela. De lo contrario, permanezca
a la espera –dijo la locución–, en breves momentos le atenderemos’.
Así lo hizo. La melodía de un tema de Simon & Garfunkel deleitaba los oídos.
‘Área de criminalidad. ¿Qué se le ofrece?’. ‘Hola. Soy Anthony Cohen,
agente especial del FBI. Necesito documentación sobre agresiones raciales
ocurridas en el estado de Alabama’. ‘Escanee su identificación, por
favor’. ‘Claro, disculpe’. ‘Perfecto. Dígame la fecha’. ‘¿Sería
posible de los últimos veinte años?’. ‘¡Uf!, eso me llevará buena parte
de la jornada’. ‘Otra cosa, me interesan aquellos con implicación
directa o indirecta del Klan, supongo que eso le resultará más fácil’. ‘Déjeme
su correo electrónico y en cuanto lo tenga se lo envío’. ‘Gracias’. Le
sobresaltaron las voces de una pelea callejera contra los cubos de la basura. Giró
el cuello dolorido a consecuencia de la mala postura por haberse quedado dormido
en el sofá. Amanecía preludiando un sol infinito e intenso. Amontonó las cartas
en una silla, recogió la mochila y conectó en su celular la geolocalización
obligada por la agencia federal de investigación para saber en todo momento,
por seguridad, dónde se encontraba.
‘Bueno
mamá, no llores más, mujer, que no te vas para siempre. Además, el viaje al Parque
Nacional de los Glaciares lo haces por placer, y nada menos que con tu grupo de
senderismo, los conoces a todos, así que lo vas a pasar de maravilla, ya lo
verás’. ‘Lo sé, hija. Pero precisamente ahora que te vas a meter en un buen
lío con esa periodista, voy yo y te dejo sola’. ‘Estate tranquila, de
verdad. En principio vamos a cenar y cambiar impresiones, todavía no hay nada
definitivo’. ‘¿No puedes posponer la cita?’. ‘Se lo debo a Beth y
a la niña’. ‘Ya. Lo que me preocupa es cómo se lo va a tomar la otra
familia, cuando vean en la prensa el nombre de su hijo’. ‘Sabían
perfectamente que era un maltratador, sus antecedentes así lo han demostrado.
Ahora conocerán al asesino’. ‘En cualquiera de los casos, ándate con ojo
y de noche no vayas sola por ahí’. ‘¿A qué hora salís?’. ‘A las 4
a.m.’. ‘Iré a despedirte’. ‘Pero si apenas faltan tres horas’.
‘Entonces, ¿me invitas a desayunar?’. ‘¿Huevos fritos, tocino crujiente,
panecillos con queso derretido y un café típico del sur?’. ‘¡Cualquiera
resiste esa tentación…!’.
Superándote, entrega a entrega, y dejándome con la boca abierta. Enhorabuena, nena.
ResponderEliminarUn beso
Dentro del tren que me dejará cerca de mi pueblo, pienso en todo lo que ha cambiado el concepto que tenía de los americanos hasta que te leo. Gracias por ayudarme a no ser sectario.
ResponderEliminarUn domingo más, como cada quince días, esta vez frente a Pirineos, me dejo llevar por su relato y por los personajes que ya se han adaptado a mis costumbres. Me alegro de haberla descubierto.
ResponderEliminarNo quisiera repetirme pero no hay mas remedio, increíble tu interconexión de historias que hacen más amena, si cabe, la lectura de tus entregas.
ResponderEliminarGracias.
Eres especial, Mayte. Yo también seré reiterativo, te considero una gran escritora y te agradezco este regalo que me haces, que nos haces, con tanta calidad literaria y generosidad. Suerte y salud, amiga. Besos.
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