8.
Osiel Amsalem acompañó al vecino de
Isaías Sullivan hasta el despacho del doctor Eric Weiss, que doblaba turno tras
el goteo de heridos llegados del accidente con el camión cisterna. Una vez
fuera del ascensor, y a lo largo de un pasillo demasiado estrecho, el anciano caminaba
muy despacio, adecuando la planta del pie al desnivel del pavimento de aquel semisótano
de muros solitarios y un desagradable olor a éter, hasta desembocar en el espacio
ruinoso donde anteriormente se ubicó el aparcamiento y cuya obra de remodelación
está aún pendiente por falta de presupuesto. ‘Cuidado con el escalón –dijo
el sanitario señalando un pedazo de cemento partido en dos–, a veces tengo
la sensación de que la estructura se nos va a venir encima, menos mal que estamos
aquí de manera provisional mientras terminan de construir el nuevo edificio,
aunque ya sabe lo lenta que es la burocracia, abuelo’. Así que, con los
cinco sentidos puestos para no tropezar y romperse una pierna, el anciano pensaba
que aquel sórdido lugar era el menos indicado para pautar tratamientos que atañen
a la salud de las personas. Continuaron, hasta que, a la vuelta de un recodo,
pegado al almacén de urgencias, también temporal, donde apósitos, antivirales e
hilo de sutura conviven en cajas de cartón precintado, llegaron a una puerta
cortafuegos y del otro lado a un cuartucho sin ventilación donde los recibió el
médico rodeado de libros apilados en cualquier sitio, un ejemplar de la
Constitución de los Estados Unidos y fotografías suyas colgadas de la pared
navegando por el Pacífico. ‘Perdón por el desorden. Tome asiento, por favor.
Me agrada mucho que haya considerado lo que le dije, pero al no tener el
paciente un familiar directo que se ocupe de este asunto, hemos tenido que
activar el protocolo. Por tanto, ahora será el juez quien decida si mantenerle
con vida hasta que aguante el corazón o bien acelerar los trámites de donación
de órganos. Hay gente, en lista de espera, compatible con él. Sin embargo, ya veremos,
porque al haber un delito de sangre de por medio todo se complica mucho más’.
‘Lo entiendo, doctor. No obstante, he venido para decirle que me haré cargo
de los gastos que esté generando su estancia aquí y, por supuesto, los del
entierro. Ese muchacho ha sido muy importante para mí y espero que decidan
pronto porque no merece seguir vegetando’. ‘Comprendo sus sentimientos y
si por mí fuera daría continuidad a su vida salvando la de otros, pero es el
tribunal, en este caso, quien tiene la última palabra’. Osiel Amsalem se
mantuvo al margen de la conversación, sintiendo mucho respeto por aquel hombre
que acababa de darles una de las lecciones más grandes de solidaridad que, para
los tiempos que corren, había visto.
La
normalidad regresó a la escuela con las primeras luces de la mañana y la
llegada de alumnos y alumnas, atemorizados por si otro loco, escopeta en mano,
irrumpía en mitad de la clase disparando a bocajarro. Betty Scott, jefa de
comedor, y Zinerva Falzone, cocinera, habrían querido preparar de postre tarta
de calabaza, como la que se servía especialmente la semana antes del Día de
Acción de Gracias, pero la dirección no lo estimó oportuno y tuvieron que ajustarse
a lo establecido en el menú. Los últimos en entrar a comer fueron los de octavo
grado. Es decir, los más alborotadores por su brote de adolescencia. Sin
embargo, todos pasaron a un segundo plano desde que Thomas Dawson ayudase el
FBI, desde el interior del gimnasio, convirtiéndose en el chico más admirado y
famoso en varias millas a la redonda. Le llovían bastantes ofertas de las televisiones
locales para dar su testimonio, así como novias y novios, llegados de otros
puntos del país, apostados en la valla, esperando su salida y dispuestos a lo
que sea necesario con tal de aparecer en público con el héroe de moda. No
obstante, sus proyectos de futuro cambiaron con el secuestro. Ya no le interesaba
recorrer el largo camino de estudio exhaustivo para sacar las mejores notas de
su promoción, ni conseguir un empleo en el gobierno federal, tampoco realizar la
carrera en Inteligencia Científica y Tecnología, en la National Inteligence
Universit, de Maryland, concluyendo finalmente con el ingreso en la CIA. Lo
que está claro es que algo alteró sus cimientos durante las horas que estuvo
retenido, confesando más tarde que, de repente conoció el lado salvaje de la humanidad
convertida en despreciable depredadora, también la discriminación, la
humillación gratuita y esa brecha racista que, como la lengua de lava que se
ensancha y destruye todo lo que encuentra a su paso, va a la caza del diferente
para devorarlo. Por eso, lo de servir a la patria desde estamentos oficiales
dejó de tener sentido entre sus planes. A diario, uno de los maestros o
personal administrativo le acompañaban hasta el coche de sus padres, ya que la
prensa le acechaba como buitres. ‘¿Qué sentiste al ver cómo uno de tus
compañeros mataba a otro? ¿En qué zona estabais, exactamente? ¿Quién era la
chica negra asesinada? ¿Le provocó? ¿Por qué no hay más detenidos? ¿Tu
testimonio ha salvado al estudiante y condenado al secuestrador?’. ‘Venga,
dejadle en paz –gritaba Paul Cox, el consejero escolar, desde la ventana de
su despacho a los periodistas apostados fuera del recinto–. Le estáis agobiando,
coño’. Podría manifestar con pelos y señales el terror de no ver más a los
suyos, la incertidumbre de que ahí concluyese su vida, el sudor frío de cuando escondió
el móvil con la cámara activada, las ganas contenidas para no orinarse encima, la
ansiedad por escapar sin mirar atrás, la tentación de abalanzarse contra aquel
individuo despiadado, obsceno y sarcástico que por el corto espacio de cuarenta
y ocho horas les hizo la existencia insoportable. Sin embargo, salía del recinto
escolar con la mirada baja caminando deprisa hasta la camioneta de su madre y
la esperanza de que aquel seguimiento, con tintes sensacionalistas, acabase lo más
pronto posible para continuar siendo un chico completamente anónimo.
Los
calabozos anexos a la oficina del sheriff del condado eran un tanto siniestros.
Estaban sucios, con desconchones en las paredes que servían de refugio a
cualquier insecto, apenas luz eléctrica, sin agua potable y los retretes
atascados, lo cual hacía casi insoportable permanecer allí por un periodo de
tiempo mayor a cinco minutos. Anthony Cohen, a petición de su jefe inmediato, pospuso
por unos días más la pesca del pargo rojo en el Parque Estatal Lake Lurleen, para
asegurarse de que el interrogatorio al anterior director de la escuela, sospechoso
de más de un delito e implicación indirecta en este caso, cumpliría con todas
las garantías de transparencia e imparcialidad. Con él se quedaron algunos de
los mejores hombres del departamento, incluido el negociador, quien mantuvo
siempre la teoría de que había un cabo suelto más allá de la acusación por la
presunta violación del funcionario a la hermana del secuestrador. Uno de los
ayudantes, con cara de pocos amigos, mascando chicle, la mano apoyada en la
culata del revolver y las axilas sudorosas, llevó al detenido casi a empujones hasta
la sala de interrogatorios donde había sobre la mesa varios vasos desechables, botellas
de bebida gaseosa, la carpeta que al parecer contenía un delgadísimo expediente
y bastantes denuncias que nadie registró y que por tanto no servirían en caso de
llegar a juicio. ‘¿Dónde se encontraba la noche del 24 de noviembre, a las
09:00 pm –preguntó el inspector ajustándose el nudo de la corbata en el
espejo– de hace dos años?’. ‘¿Cómo quiere que lo recuerde? –su
enfado iba en aumento–. ¿Acaso alguien sabe con precisión lo que hizo en una
fecha determinada y a una hora concreta?’. ‘¿Conoce a esta niña? –le
mostró una instantánea–. ¿Reconoce que era una estudiante ejemplar?’. ‘No
me quedo con las caras, soy muy mal fisonomista’. ‘¿No es cierto que iba
a su clase?’. ‘Oiga, quiero hablar con mi abogado’. ‘¿Y tampoco tiene
relación con el chico que nos ha tenido en vilo?’. ‘Me acojo a la Quinta
Enmienda’. ‘¿Cómo es posible que la única condición que puso para soltar
a los rehenes fuera verle a usted?’. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’.
‘Muy bien, nos lo llevamos a la central’. Ambos sospechosos fueron
traslados a la central de Birmingham en coches separados donde serían puestos a
disposición judicial.
Cuando
Zinerva Falzone terminó su jornada laboral, preocupada por la ausencia de Coretta
Sanders decidió ir a interesarse. Vivía a las afueras del pueblo de Elberta, en
una preciosa casa a la que se llegaba a través de un camino de acceso privado, pegado
al bosque, donde las ardillas y el silencio eran escenario habitual y los vecinos
se contaban con los dedos de una mano. En la corta distancia que va desde la
ciudad de Foley, por la route 98, hasta ese lugar, no tuvo tiempo de
ensayar las palabras que diría tras su repentina llegada. El jardín, del que tanto
presumió su amiga, rico en rosales y otras plantas, ahora sólo eran montículos
de tierra moribunda, irregulares, como si alguien hubiese excavado buscando petróleo.
Por el parabrisas visualizó a un hombre mayor, de complexión fuerte, mirando por
la ventana a un punto inconcreto del infinito, destacando su barba blanca en el
mosaico de la tez oscura, perdido en el bucle del pasado que se va borrando. ‘Pasa,
por favor. ¡Qué grata sorpresa!’. ‘Perdona que me presente sin avisar’.
‘Anda, anda. No seas tonta, pero si me encanta que lo hayas hecho’. ‘En
realidad ha sido un impulso’. ‘Querida, deja de justificarte y arrima
una silla a la mesa. Ten, prueba estos pastelitos rellenos de melocotón que
acabo de freír. Verás qué buenos están’. ‘No quiero molestar’. ‘No
seas boba, así tendré la opinión de una experta’. El primero se deshizo en
el paladar al entrar en contacto con la saliva, el segundo estalló dentro de la
boca dejando la grata sensación de querer más y el tercero fue crucial para
identificar uno a uno los ingredientes. ‘Realmente, deliciosos’. ‘¿En
serio?’. ‘Nunca mentiría’. ‘Más te vale’. ‘Tienes que
darme la receta’. ‘De acuerdo, pero no le cuentes a nadie mi toque
especial’. ‘Descuida, te guardaré el secreto’. Ambas rieron con
ganas. A pesar de ir muy abrigadas el frío era intenso, aunque no lo suficiente
como para no compartir un rato de conversación en el porche y una taza de cacao
caliente. ‘¿Qué ha pasado? ¿Por qué está todo levantado?’. ‘Ya ves. Además
del destrozo material, no hay día que no nos intimiden quemando una cruz ahí
mismo’. ‘¿Lo sabe el sheriff?’. ‘¡Estás loca! Jamás movería un
solo dedo por nosotros. Somos negros, no nos quieren’. ‘Pero, digo yo
que la ley estará para algo, ¿no?’. ‘¡Qué ley, Zinerva! ¿Crees que a alguien
como yo, ocupando un puesto de trabajo que consideran suyo, con un marido
enfermo de Alzheimer, afroamericanos los dos, le iban a hacer más caso que a un
miembro de la comunidad blanca?’. La italiana no supo qué contestar. ‘¿Y
tu esposo es consciente de la situación?’. ‘Habrás visto cómo está. No,
no lo es y, aunque se pone muy nervioso cuando aparecen los encapuchados se
agarra de mi cuello igual que haría un bebé’. ‘En la escuela nadie ha
sabido decirme por qué has faltado estos días’. ‘Figúrate, estando así no
le puedo dejar solo. Uno de mis hijos es misionero en Mongolia, y el otro se
enamoró de una argentina y manchó a Santa Rosa, donde han formado su propia
familia. No quiero complicarles la vida. He pedido un mes de suspensión de
empleo y sueldo, Después, me falta poco para la jubilación, así que, ya veremos…’.
‘Yo podría ayudarte, no tengo a nadie a mi cargo’. ‘Gracias, me las
arreglaré sola’. ‘Como quieras, pero si cambias de opinión la propuesta
sigue en pie’. ‘Cora, Cora –se oyó gritar desde arriba–, que
vienen a por mí. Cora, Cora’. ‘Ya me voy, atiéndele’. ‘Sí, será
mejor que suba porque cuando tiene un brote es capaz de cualquier cosa. Espera,
llévate unos cuantos buñuelos’. La caída del sol desdibujaba el horizonte
cuando volvió a ponerse en carretera. A gran velocidad una caravana de moteros con
sus relucientes Harley-Davidson, y en sentido contrario al suyo, levantaron
una espesa polvareda que poco a poco fue difuminándose hasta desaparecer entre
las misteriosas nieblas que asoman por las ramas de los árboles. Observó que las
persianas de aluminio, tipo acordeón, estaban colocándose en señal de aviso contra
huracanes, así que, aceleró antes de que el ojo de la tormenta la sorprendiera
en mitad de la noche.
Aquella
mañana resultó caótica en la escuela: la impresora se había atascado, el pedido
de papel higiénico no llegó, Coretta Sanders estaba muy desmejorada, Paul Cox
eufórico por el inminente regreso de su mujer y nietos de viaje por Europa, Betty
Scott y Zinerva Falzone atareadas con los menús y el resto del personal cada uno
a sus cosas. ‘Helen, un caballero
pregunta por ti –dijo, una compañera de administración–. ¿Le hago pasar?’.
‘¿Quién es?’. ‘Ten su tarjeta’. ‘No le conozco –pero
por el reverso leyó la simple nota que venía escrita con caligrafía clara y
mensaje directo. Se quedó pensativa, respiró hondo y añadió–: Aguarda cinco
minutos y hazle pasar…’.
Me gustan esos personajes tan tuyos: el silencio, los diálogos, el paisaje, los sentimientos... Todo un "volcán" de emociones que conducen directamente a tu cultura estadounidense. Felicidades, nena. Un beso
ResponderEliminarHe tenido ocasión de leer la historia desde el principio y debo decir que me parece de alta literatura. Gracias
ResponderEliminarCompañera, quienes nos ganamos la vida con este oficio estamos orgullosos de ti.
ResponderEliminarComo siempre dándolo todo en tus historias y la entrega de hoy es de lo mejorcito que he leído en tiempo.
ResponderEliminarNo me canso de darte las gracias.
Alguien dijo que los dos días más importantes de tu vida son el día que naces y el día que descubres para qué... Pues eso, escritora. Gracias por tu generosidad y escritura.
ResponderEliminarSuerte y salud, amiga.