5.
El exmarido de Beth Wyner cumplía
condena en la Prisión Federal de Montgomery a la espera del traslado al corredor
de la muerte, donde permanecería hasta la ejecución. Los días transcurrían monótonos
para él. Pasaba el tiempo dibujando paisajes que después regalaba a reclusos y
carceleros. Escribía sus memorias y enviaba cartas de arrepentimiento dirigidas
a políticos y distintas personalidades, así como a familiares y conocidos. Cuando
se abría la puerta de la celda dando paso a una nueva jornada y los guardias
realizaban el recuento matinal, cruzaba los dedos para que las desapariciones
de presidiarios en el misterio de la noche fueran pocas o ninguna. Considerado
altamente peligroso no compartía patio con otros presos comunes excepto con los
acusados de filicidio. ‘Apuesto cinco pavos a que al gordo le dan una paliza
–afirmó el jefe de la banda–. ¿Acaso quieres hacerlo tú, gallinita? –sujetó
de la mandíbula a un reo del que siempre se mofaban por ser gay–. ¡Uy!, se
me olvidaba que a ti te gusta otro tipo de contacto carnal’. ‘¡Vete al
cuerno, estúpido! –respondió el reo interpelado–. ¡Dejadme en paz!’.
‘¡Eh!, vosotros, los del fondo, a ver si os laváis un poco que hoy hay
visita –soltaron irónicos quienes estaban sentados en los escalones fumando
marihuana–. Cualquiera diría que no lo esperáis como agua de mayo’. ‘No
lo dirás por este que apesta a colonia barata, ¿verdad? –golpeó el pecho de
un condenado a cadena perpetua–, el cabrito tiene un vis a vis con su novia’.
Algunos condenados aprovechaban esos ratos de sol para fortalecer las piernas
caminando y rellenar la mochila de los pulmones con aire limpio. Otros, los más
veteranos, les hacían la pelota a los tipos que lo conseguían todo. Uno de
esos, a cambio de cigarrillos y del manojo de dólares que cada mes recibía de
sus padres, le entregó el esperado paquete. ‘¿Qué llevas ahí?’. ‘Papel
y lápices de colores, alcaide –informó el exmarido de Beth Wyner–, ya
sabe que me gusta pintar’. ‘¡Enséñamelo!’. Con el corazón en un puño
y manos temblorosas a consecuencia del consumo de drogas, retiró el envoltorio dejando
al descubierto el material. Después, en la soledad del calabazo, alumbrado por
la tímida lámpara de mesa obtenida por buen comportamiento, rodeado de fotografías
del día de su boda y la vieja Biblia de hojas ajadas, ordenó por fechas la
correspondencia devuelta que siempre le entregaban en sobre abierto, maldiciendo
para sus adentros a los funcionarios de prisiones que vulneraban su derecho a
la intimidad. En ese momento recitó unos versículos del final del Apocalipsis
que vienen a decir más o menos: “Aquellos que laven sus vestiduras dispondrán
del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la ciudad”. Entonces, el
recuerdo del olor de la piel de su exesposa le excitó tanto que apagó la
bombilla…
Helen
Wyner regresó a la escuela tras visitar la autocaravana de Isaías Sullivan. ‘¿Y
dices que no tiene parientes –preguntó un decepcionado Mitch Austin– ni
hallaste pistas de su pasado?’. ‘Nada’. ‘¿Se relaciona sólo con
el vecino?’. ‘Eso parece’. ‘¿Le diste la tarjeta del médico?’.
‘Sí’. ‘¿Crees que irá al hospital?’. ‘¡Quién sabe!’. ‘Gracias.
Vuelve con los compañeros o vete a casa, lo que prefieras’. Aunque ella habría
hecho lo segundo, el corazón le dictó lo primero. El malestar del director no
se fundamentaba en el hecho de que aquel pobre hombre no tuviese quien llorase
por su alma, sino en la desagradable postura que habría de adoptar la escuela,
y en consecuencia él, como máximo representante, poniéndose en contacto con la
Corte de Justicia del condado de Baldwin para que ellos a su vez lo hicieran
con United Network for Organ Sharing, organización que sin fines de
lucro gestiona los trámites de donante a receptor. ‘¿Te ocurre algo? Parece
que hayas visto a un fantasma –pregunta el sheriff Landon a Mitch–. Estás
pálido, muchacho’. ‘Peor, aquí nada funciona si no me encargo
personalmente’. ‘¡Cuenta de una vez!’. ‘Pues que el padre de uno
de los chicos secuestrados es un pez gordo internacional y amenaza con denunciarnos
por incompetentes en el caso de que esto no se resuelva de inmediato. ¿Tú
puedes hacer algo?’. ‘Imposible, estoy atado de pies y manos, el FBI tiene
el mando. Si por mí fuera el secuestrador ya estaría muerto, me llevase por
delante a quien me llevase’. ‘La culpa de tanta demora la tiene esa maestra
y sus ideas conciliadoras’. ‘Bueno, que no se te olvide su cara’. ‘A
ver cuándo podemos convocar a los miembros’. ‘Eso. ¿El granero de tu suegro
estaría disponible?’. ‘De sobra sabes que sí, nada le gusta más que
rememorar el pasado del Klan’. ‘Entonces correré la voz para preparar
una reunión’. ‘Perfecto, pero hemos de esperar a que se resuelva esto’.
‘¡Sheriff Landon! –alguien del corrillo próximo al FBI le llamó–.
Venga, por favor’. Anthony Cohen sostenía una taza de café en la mano. ‘Señor’.
‘Si es tan amable, retire a sus hombres de allí, por favor –dijo con la
mejor de sus sonrisas–, están demasiado visibles para interceptarlos desde
dentro. No quiero que nadie resulte herido’. ‘Jefe, si hacemos eso, el
asesino de uno de los trabajadores de aquí tendrá vía libre para escapar’. ‘Limítese
a cumplir lo que le digo sin opinar’. ‘Como mande –acató la orden mordisqueando
el puro que mantenía apagado entre sus labios–. Ojalá y no se equivoque’.
Coretta Sander escuchaba atenta sin apartar la vista del móvil, el chico
acababa de activarlo.
Thomas
Dawson tenía muchos motivos para salir de allí lo antes posible: una familia
estupenda que le inculcó valores fundamentales de respeto y educación exquisita,
el deseo de convertirse en piloto de aviones, su colección de tebeos, el reloj
heredado del abuelo, la fiesta de los viernes comiendo hamburguesas, asistir al
campo de fútbol para ver un partido de los Alabama Crimson Tide donde jugaba sus
héroes y los besos que a escondidas le daba la novia de su primo. Así pues, por
todas esas razones y alguna más, no podía permitirse el lujo de cometer fallos y
seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas del exterior. Tal y como
le indicaron camufló el teléfono detrás de unas toallas, después avanzó hasta llamar
la atención del secuestrador y situarlo en el ángulo correcto de cara a la
cámara del móvil. ‘Estamos cansados y hambrientos –de repente dijo una
chica arrodillada junto al cadáver de la afroestadounidense asesinada–. Queremos
ir con nuestros padres’. ‘¡Cállate y vuelve a tu sitio, hija de mala hierba!
¿Acaso quieres acabar igual que ella?’. ‘Nosotros no hemos hecho nada malo,
señor –añadió otro muchacho–. Mi padre es un hombre importante y puede conseguir
lo que sea’. ‘¡Ah, sí! Entonces, ¿qué te parece si le devuelve la vida a
mi mamá y a la mascota que de pena murió con ella? ¿Sería capaz de conseguir
que me admitieran en mi antiguo empleo? ¿Y por qué no también restaurar la
inocencia de mi hermanita violada aquí mismo? ¿Y si te dijera que teniéndote a
ti soy más poderoso que él?’. Los demás alumnos estaban tan nerviosos que
no se percataron de los obscenos movimientos que realizaba alrededor de la chica.
‘Le habla el FBI –eso le descolocó–. Suelte a los rehenes y entréguese
–buscaba desesperado la procedencia de la voz que se oía demasiado cerca–.
Nada le pasara si deja que salgan –recorrió el gimnasio varias veces como perro
sabueso husmeando, pero no halló nada sospechoso–, lo prometemos –de
pronto, agarró fuertemente del brazo a uno de los más pequeños y, sirviéndole
de escudo abrió la puerta–. ¡Alto! –gritaron desde el puesto de mando–,
no disparen’. ‘¡Eh!, los de fuera, largaos a vuestras putas casas, todos
menos el antiguo director, quiero que venga con una botella de whisky. Tenemos
mucho que celebrar. Intentad entrar y los niños nunca más dormirán en sus camas’.
Retrocedió con el crío casi a rastras. Thomas Dawson buscó con la punta de los
dedos el apoyo de su mejor amiga y temió que el sudor le delatara…
Después
de acompañar a Coretta Sander y dejarla conversando con el agente del FBI Anthony
Cohen, Paul Cox, consejero escolar, antes de volver a la Sala de Juntas donde
aguardaban los compañeros, respondió a la videollamada de sus nietos de viaje por
Europa. ‘Hola, abuelo. ¿Estás bien? –preguntó con tono de preocupación–.
Nos hemos enterado por las noticias’. ‘Evitad que la abuela lo vea,
cariño’. ‘Tranquilo, estamos muy entretenidos conociendo lugares
maravillosos. Además, ya la conoces, con hacer senderismo, visitar museos,
edificios emblemáticos y disfrutar de la gastronomía de cada país nos faltan
horas al día. ¿De dónde sacará tantísima energía? –ambos rieron–. Así
que, no te preocupes, lo pasamos en grande’. ‘¿Dónde estáis ahora?’.
‘En Bruselas, mañana partimos para Alemania, pero quizá alarguemos algo más
las vacaciones ya que hay un tour que organiza la agencia por Islandia y creo
que se queda con ganas de ir. Sabemos de su interés por los glaciares. Mira,
esto está siendo para ella la mejor de las terapias y nosotros encantados de
complacerla, más aún si eso contribuye a verla feliz’. ‘¿Os he dicho cuánto
os quiero?’. ‘Alguna vez, pero muy pocas –guiñó el ojo–. Anda, cuídate
mucho, por favor. Y no te preocupes’. Los meses posteriores al atropello que
casi le cuesta la vida a su esposa, fueron para la familia un verdadero
calvario viendo cómo se consumía anímicamente la mujer llena de vitalidad e
inquietudes que ante cualquier adversidad solía comerse el mundo. Aquella mañana
fue al pueblo de Kimberly, condado de Jefferson, a visitar a la segunda de sus
hijas recién divorciada. Era un día soleado y los vecinos aprovechaban el buen
tiempo para cortar el césped y arreglar desperfectos ocasionados por la última
tormenta. La casa, retirada de la carretera, tenía acceso por un camino de zona
privada donde era imposible entrar con coche. Apenas había recorrido diez pies
cuando un automóvil a gran velocidad salió de entre los árboles llevándosela
por delante. Al conductor, que se dio a la fuga, lo detuvieron unas millas más
allá presentando alto grado de alcoholemia en sangre. Pareció increíble que
sólo se rompiera un brazo. Emergencias acudió rápidamente al lugar de los
hechos comprobando que la persona atropellada presentaba sólo rotura de brazo.
Sin embargo, a partir de entonces, una vez por semana tenía sesión con
su psicoterapeuta.
Tras
meditarlo mucho, el vecino de Isaías Sullivan revisó el motor de su camioneta, llenó
el depósito del agua, comprobó la grasa de las bujías, se vistió con la ropa que
cada domingo llevaba a la iglesia, arrancó y puso rumbo a South Baldwin
Regional Medical Center, sin saber muy bien por qué lo hacía. En muy pocas
ocasiones frecuentó esa zona. Por eso, adentrarse en el camino cuyo paisaje
sombreado gracias a las ramas de los árboles abrazadas en altura, fue como
empezar a formar parte de un horizonte natural cargado de incertidumbre. Las
últimas luces de la tarde caían a lo lejos y el parking, reservado para las
visitas estaba semi vacío, de modo que encontró estacionamiento sin dificultad.
En el pabellón principal visualizó la bandera de los Estados Unidos y a cuatro
o cinco personas bajo el luminoso de Emergency que dejó a su izquierda.
Con paso lento, igual que discurría todo en cinco millas a la redonda, llegó al
zaguán de entrada donde el mundo parecía regirse con códigos diferentes. En la
segunda planta, cerca del control de enfermería, podía escucharse con nitidez
los peculiares ruidos de los respiradores artificiales. El grueso cristal que
separaba a su amigo de la vida mostraba un cuerpo atrapado entre cables, tubos
y sondas, que antaño estuvo lleno de vitalidad. ‘Duele verlos así y no poder
hacer nada, ¿verdad? –dijo una mujer de luto–. ¿Es su hijo?’. ‘No’.
‘Acabo de perder a mi marido después de haber estado cinco años en coma,
pero ya se quería ir y yo estoy tranquila. Durante ese largo periodo hemos
hablado mucho, me gustaba mantenerle al corriente de las cosas que ocurrían: la
evolución de los nietos, el apegó a la patria que transmitimos a cada uno de
nuestros descendientes, el percance de tuvo mi sobrina con un caballo, la
ceremonia de los Oscars, mis problemas de reuma, los achaques del viejo Jack,
nuestro perro… Ya sabe, asuntos cotidianos de los que formó parte hasta que
sufrió el ictus’. ‘Lo lamento’. ‘Ande, anímese y entre. Háblele,
después se sentirá mejor’. Avanzó por el pasillo despidiéndose de unos y otros
con el último equipaje del esposo dentro de una bolsa de plástico. El paso de
las horas ralentizaba la decisión que legalmente no le correspondía. ‘Hola.
Soy el doctor Eric Weiss –estrechó con fuerza su mano–. Atiendo al señor
Sullivan’. ‘Encantado’. ‘Si le parece, vayamos a mi despacho, hablaremos
más cómodos’. ‘En realidad…’. ‘Sígame. Por aquí, por favor’.
Escuchó atento las palabras desgranadas por el médico que usaba un lenguaje ininteligibles
para un granjero como él, sonrió y se fue por donde había venido. A partir de
ese instante el hospital activó el protocolo correspondiente.
Zinerva
Falzone mantenía la mente ocupada recordando los secretos mejor guardados de
las viejas recetas sicilianas. ‘Esto se demora mucho, ¿no crees? –dijo
Betty Scott sacándola de sus pensamientos–. Me preocupan los niños’. ‘A
mí también –afirmó la otra–, pero confiemos en los expertos, ellos sabrán
cómo gestionarlo’. ‘¿Os habéis enterado? –interrumpió uno de
administración que había ido al baño–. Parece ser que el antiguo director
está implicado…'.
Me conmueve la empatía entre el abuelo y los nietos que llevan a la abuela por Europa, esas pequeñas cosas son las que te ayudan a creer en el ser humano. Un beso, nena.
ResponderEliminarSiempre aprendiendo de ti, maestra.
ResponderEliminarImpresionante la descripción del odio racial que por desgracia sigue existiendo a no ser que lleve smoking y que además, por desgracia, no se circunscribe al sur de EEUU, lo tenemos aquí representado en verde.
ResponderEliminarDolor, odio, ternura...Que capacidad tienes para transmitirlo! Admirable. Besos
ResponderEliminarLeerte me demanda una pizarra para poder dibujar el organigrama de las relaciones interpersonales de tus personajes. Qué habilidad para tejer la trama, aflorar sentimientos y terminar dejándonos con la sensación de que la próxima entrega está lejana... ¡Eres genial, amiga! Te abrazo en la amistad.
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