6.
Cuando el agente del FBI Anthony
Cohen vio a Helen Wyner conversar con otros profesores supo que aquella cara le
era conocida. Debió de ser durante los meses que vine a la ciudad de Foley, a sustituir
a un colega, pensó. Pero la situación de los niños dentro del gimnasio y cómo
liberarlos acaparaba toda su atención. ‘Señor –dijo un policía–, este
es el antiguo director de la escuela, creo que quería interrogarle’. ‘Sí,
muchas gracias. Puede retirarse –y dirigiéndose a la persona en cuestión
que, nervioso, se frotaba las manos, añadió–: enseguida estoy con usted’.
‘Oiga, ¿por qué demonios me han sacado de mi casa y traído hasta aquí si nada
tengo que ver con ese individuo?’. El inspector ninguneó el comentario haciendo
uso de esa táctica tan efectiva de espaciar los minutos para que así el otro reste
importancia, se confíe y baje la guardia. Sin embargo, la experiencia de tantos
casos le hacía pensar que aquel hombre intuía los motivos verdaderos que
empujaron al secuestrador a cometer tal sinrazón. ‘Señora Sanders, escriba
al muchacho y dígale que apague el celular y que lo quite de donde lo puso, la situación
ha dado un giro copernicano y no queremos que se exponga’. ‘¿Y si le descubre
mientras lo hace? Me parece peligroso’. ‘El chaval ha demostrado ser muy
espabilado y estoy convencido de que sabrá tomar precauciones. ¡Hágalo!, es
importante’. ‘Como ordene’. ‘Gracias por colaborar, ha sido usted
de gran ayuda para nosotros, puede volver con los demás, ya les informaremos’.
‘Para eso estamos –asintió, alejándose despacio–. Por lo que más
quieran, sálvenlos’.
Betty
Scott, jefa de comedor, tenía los ojos tan hinchados de llorar que casi no podía
mantenerlos abiertos. Pocos sabían que detrás de esa robusta mujer, con modales
militares, esquiva y poco habladora, se escondía un ser humano cargado de sensibilidad
y empatía hacia los demás. Concentrada, rascando con la punta de la uña una
mota de cacao que afeaba el blanco impoluto de su delantal, no se percató de
que las dos compañeras sentadas junto a ella rompieron el silencio. ‘¿Te
encuentras bien, querida? –preguntó Helen Wyner viéndola muy ausente–. ¿Quieres
agua?’. ‘No, gracias –respondió, sonriendo–. Esto es inaguantable,
los niños llevan horas retenidos y no veo que se esté haciendo gran cosa por concluir
su calvario cuanto antes. ¿Qué pasa en realidad, Coretta?’. ‘No sé mucho
más que vosotras. El secuestrador ha exigido la presencia del anterior director
del centro, supongo que tendrán alguna cuenta pendiente. ¿Vosotras le
conocisteis?’. ‘Sí –contestaron ambas–. Era raro el día que no presentaban
quejas contra él’. ‘¿Recuerdas la vez que Isaías Sullivan impidió al padre
de uno de los muchachos que le reventase los sesos con un hacha? –dijo
Betty–. ¡Qué miedo pasamos!’. ‘Claro, y aquel otro episodio que nos
tocó intervenir para que el marido de una profesora no le pegase un tiro dentro
del aula’. ‘He repasado los archivos y mis notas personales –intervino
Paul Cox–, ya sabéis que me gusta llevar un diario de ruta, y el joven que
retiene a los niños puso una demanda contra él por acoso’. ‘Entonces,
cabe la posibilidad de que lo esté haciendo por venganza –reflexionó Helen–,
y mira tú por dónde una veintena de almas inocentes sufren las consecuencias’.
‘La oficina del sheriff lo conocía –suelta la jefa de comedor– aunque
jamás mostró el más mínimo interés por desenmascararlo’. ‘Vuelvo
enseguida –dice Coretta Sanders de repente–, esto es demasiado evidente
como para que no lo sepa el agente del FBI’. ‘Iremos contigo –aseguraron–.
¡A ver quién se atreve a meterse con nosotras!’.
La
pantalla del portátil del agente Anthony Cohen parecía la de una máquina
tragaperras cuyos rodillos sincronizan la coincidencia entre carretes. El
antiguo director del centro aguardaba una explicación que se hacía esperar respecto
a su presencia en el lugar de los hechos. Por eso, visiblemente inquieto, se mordía
el labio inferior mientras miraba el
reloj y contaba los minutos que faltaban para que empezase el partido de fútbol
americano donde jugaban los Alabama Crimson Tide, su equipo favorito. ‘¿Por
qué el muchacho encerrado en el gimnasio con los rehenes ha pedido hablar con
usted?’. ‘Eso habrá de `preguntárselo a él, ¿no cree?’. ‘¿Cuál
ha sido su relación?’. ‘Ninguna en particular y la misma que mantuve con
cualquier otro alumno durante el tiempo en el que fui el máximo responsable de
este centro educativo’. ‘¿Está seguro?’. ‘Eh, un momento, ¿se me
acusa de algo? Porque si es así no diré nada salvo en presencia de mi abogado’.
‘No se precipite, tan sólo estamos conversando’. ‘¿Sabe lo que
pienso?’. ‘No’. ‘Pues que a falta de sospechosos se agarran a mí
como a un clavo ardiendo, en lugar de averiguar a ver por qué a ese descerebrado
se le ha ocurrido la brillante idea de soltar mi nombre’. De pronto la
computadora se detuvo. En la base de datos policial figuraba información
comprometedora sobre el secuestrador ya que fue detenido por el homicidio en el
estado de Mississippi de una joven hallada en el bosque por unos cazadores
furtivos. Y, aunque ninguna de las pruebas encontradas vinculaba su participación
en el asesinato, la sospecha de que participó en la autoría nunca desapareció. ‘Señor
–dijo un oficial–, ha llegado la Unidad de Rescate del FBI. Si da su
permiso entrarán en acción. ¡Ah!, por cierto, aquí tiene lo que pidió a la central.
Y, créame, no tiene desperdicio alguno’. ‘Supongo que no –respondió
Anthony Cohen cogiendo la ficha policial que le entregaban–. Buen trabajo’.
‘Gracias’. ‘Enseguida iré al puesto de mando a coordinar la operación’.
No le dio tiempo de leer el historial delictivo de la persona que seguía aguardándole
cuando el mismo oficial de antes volvió a interrumpirle. ‘Perdone –señaló
a las mujeres–, quieren contarle algo’. ‘Joder, esto es el colmo, una
vergüenza, ¿me hará esperar para atenderlas a ellas? –manifestó el hombre realmente
enfadado–. Exijo ver a un superior. Soy un ciudadano ejemplar y no tienen
derecho a retenerme contra mi voluntad’. ‘Cállese y no se mueva o juro
que le meto en el calabozo para los restos. ¿Qué se les ofrece? –preguntó
el agente Cohen a las tres y, guardando unos segundo de silencio, continuó–:
Disculpe –dirigiéndose a Helen Wyner–, ¿nos conocemos?’. ‘Sí –respondió
con los párpados humedecidos–, investigó el asesinato de mi sobrina, en el
pueblo de Elberta, donde residía’. ‘Cierto, lo recuerdo, y me impresionó
bastante ver cómo luchaba hasta conseguir que juzgasen al culpable y lo
metiesen entre rejas. El testimonio de la exesposa fue desgarrador dadas las
delicadas circunstancias que rodeaban el acto. Era su hermana, ¿verdad?’. ‘Sí’.
‘¿Cómo está?’. ‘Dejando que la existencia pase cuanto antes y ansiando
no despertar a la mañana siguiente’. Omitió que a menudo había que
ingresarla en el psiquiátrico, los peligrosos cambios bipolares y todo cuanto
conlleva las constantes jornadas en el cementerio y el riesgo siempre presente
de autolesionarse. ‘En fin, si tenemos ocasión después conversamos. Pero, díganme
eso tan urgente para lo que han venido’. Coretta Sanders y Betty Scott
narraron algunas de las peleas protagonizadas por el secuestrador y el exdirector
del centro, las desavenencias de este último durante su mandato con todo aquel
que se cruzase en su camino y el odio racial que a ambos les condujo más de una
vez a saltar el muro del respeto hacia el semejante. Por tanto, nada de lo escuchado
sorprendió al agente ya que estaban delante de un espejo de dos caras, corroborando
la teoría de que se enfrentaban a un ser dominado por el odio hacia el
pederasta que presuntamente abusó de su hermana pequeña con violencia. ‘Mire,
nuestra única intención –expresaron casi rogando– es que liberen a los niños
y acabar con esta angustia y desesperación para ellos y sus padres’. ‘Se
lo agradezco mucho. Prometo no dilatarlo más. Si me disculpan he de volver al
trabajo –dijo con cortesía–. Señoras, ha sido un auténtico placer quedo gustoso
a su servicio’. Acataron la sugerencia de regresar a la Sala de Juntas y
esperar acontecimientos. ‘Perdón –irrumpió un miembro de la Unidad Especial
de Rescate–, el mediador está listo, procedemos a actuar en cuanto usted lo
ordene e intervenir si el asunto se complica’. ‘Vamos allá…’.
Siguiendo
las pautas marcadas por Christopher Voss, exnegociador de rehenes del FBI, la
persona encargada en la actualidad de realizar dicha misión tenía muy claras
las bases donde se asienta todo trato y cómo dar a entender sin levantar
sospechas de la trampa tendida, que cede ante la petición del malhechor para
que éste afloje la lengua y proporcione información. Es imprescindible para
obtener beneficios ralentizar la conversación ya que es ahí, en las pausas,
donde están las claves de la estrategia a decidir. Un componente más de esos
cimientos es transmitir credulidad y empatía, así el otro percibe confianza. En
definitiva, desplegados los medios técnicos y humanos sólo quedaba pasar a la
acción. ‘¡A sus órdenes, mi comandante! –se cuadró Anthony Cohen ante el
máximo responsable de la unidad de élite–. Hemos detectado, gracias a una maniobra informática,
que hay heridos de bala cuyos cuerpos tendidos en el suelo permanecen quietos.
El sospechoso está armado y amenaza con matar a los niños si no seguimos sus
instrucciones. Y ninguno de los aquí presentes queremos que eso ocurra, ¿verdad?’.
‘¿Qué pide?’. ‘Cerrar cuentas pendientes con aquel tipo custodiado
por mis compañeros. Según nuestros investigadores, y corroborado por algunas maestras,
el tipo pudo violar a una menor dentro del pabellón deportivo, que resultó ser
hermana del secuestrador y ahora él ha encontrado la manera de apretarle las
tuercas y que pague por ello’. ‘Nuestro hombre está preparado para comenzar
el diálogo’. ‘Perfecto. Saquen a los niños sin que haya más heridos’.
‘Esa es nuestra máxima, agente Cohen, pero si vemos que corren peligro no
dudaremos en abatirle a tiros’. ‘Cuando quieran –dijo al
grupo de técnicos–, pueden proceder…’.
Una
marea del personal sanitario enfundados en pijamas de quirófano recorría la
galería interior que conduce a los despachos del South Baldwin Regional
Medical Center para consultar el cuadro de turnos y así planificar los días
libres lejos del olor a sonda de alimentación y bilis. Otros, cuyo uniforme
diferenciaba el rango de ocupación en la empresa, empujaban carros pesados con toallas
limpias, diversos complementos de higiene, retirando después las sábanas impregnadas
con el sufrimiento de una enfermedad en su mayoría irreversible. Osiel Amsalem,
un ser educado y amable, de origen judío, recibía a los posibles ingresados y los
derivaba al área correspondiente donde les atendería un urgenciólogo. Una vez terminada
su jornada laboral iba a los boxes a interesarse por la evolución o bien en
planta si habían sido ingresados, algo que hacía de corazón ya que fuera de aquellas
paredes la vida para él era una rutina vacía de emociones. Compraba flores,
bombones y los repartía entre aquellos que no recibían la visita de nadie. Se
preocupaba de orientar a familiares en cuestiones administrativas y espirituales:
desde rellenar un formulario hasta superar el primer impacto del duelo. En
momentos de crisis, a falta de mano de obra, dormía en el hospital para ayudar
allí donde hiciese falta. La habitación de Isaías Sullivan permanecía semi a
oscuras. Acababan de cambiarle la sonda y seguían a la espera, a falta de
parientes, de que el estado de Alabama resolviese legalmente la donación de sus
órganos ya que él jamás manifestó dicho deseo en caso de fallecimiento. El
doctor Eric Weiss avanzaba a grandes zancadas concentrado en los informes clínicos
donde previamente había pautado diversos tratamientos a aplicar. Con las gafas de
medialuna en la punta de la nariz, el estetoscopio alrededor del cuello y la
brújula que siempre llevaba consigo para no perder el rumbo, llegó a la zona de
cuidados intensivos a comprobar la frecuencia cardiaca del hombre tiroteado en
la escuela y decidir si merecía la pena mantenerle por más tiempo enganchado al
respirador. Una sombra en movimiento le hizo frenar en seco. Osiel Amsalem estaba
dentro. ‘Aquí no puedes estar, compañero –dijo el médico–. Esto es
zona restringida’. ‘¿Alguna novedad?’. ‘Aún no, pero tengo la
esperanza de que su vecino lo piense mejor y vuelva. Tengo un presentimiento,
vi algo en sus ojos que… En fin, márchate antes de que te vean y nos abronque a
los dos’.
‘¿No
hay mucho revuelo ahí afuera? –preguntó Paul Cox, el consejero escolar–.
Creo que el sheriff Landon se lleva detenido a alguien’. ‘Está muy oscuro
para distinguirlo –respondió Helen Wyner–, pero sí que parece. Fijaos
allí, a la derecha, uno de los coches patrullas ha encendido los faros’. ‘¿Y
aquello que se mueve al fondo? –preguntó Zinerva Falzone, la cocinera–. ¿Es
gente corriendo?’. ‘No lo sé –responde Betty Scott, jefa de comedor–,
quizá sean los gatos que vienen cada noche buscando comida’. ‘No –intervino
Coretta Sanders, la maestra, arremolinándose todos alrededor suyo–, parecen
los niños que andan desorientados’. ‘Creo que sí son –aseguró la
ayudante de administración–. Salgamos a ver…’. Una
lluvia muy fina empezó a caer tomando intensidad. La tierra mojada crujía
bajo las suelas de los zapatos y el ruido bronco de un avión, cuyos motores
parecían a punto de romperse, atravesó el horizonte por detrás de las montañas.
A mitad de camino se tropezaron con una mujer que iba en pijama y gabardina
echada por los hombros. ‘Helen, por favor, tienes que hacer algo –dijo, estirándose
del pelo empapado–, mi niña está ahí –señaló a la nada– y tiene miedo’.
‘Beth, querida –abrazó a su hermana–, ven conmigo, te llevaré a casa.
Vas a coger una pulmonía…’.
Ese final tan tuyo me atrapa el corazón. La trama tiene ritmo, color, denuncia y algo fundamental: temas tocados con mucho respeto. Adelante, nena. Seguimos. Un beso
ResponderEliminarNo hay mejor compañía para el café de un domingo de otoño que la lectura de tus post. Lo malo es que siempre nos dejas esperando al próximo.
ResponderEliminarEsperemos que Isaías vuelva.
Gracias.
Aunque yo también escribo, me siento muy pequeño a tu lado. Es un lujo para mí tenerte cerca, compañera.
ResponderEliminarHace poco leía que "la espera es la más fundamental de las vivencias humanas". Y aquí me tienes, esperando al domingo como si no tuviese más nada que hacer... ¡Engachaito perdío! Besos.
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