domingo, 21 de noviembre de 2021

Helen Wyner

6.
Cuando el agente del FBI Anthony Cohen vio a Helen Wyner conversar con otros profesores supo que aquella cara le era conocida. Debió de ser durante los meses que vine a la ciudad de Foley, a sustituir a un colega, pensó. Pero la situación de los niños dentro del gimnasio y cómo liberarlos acaparaba toda su atención. ‘Señor –dijo un policía–, este es el antiguo director de la escuela, creo que quería interrogarle’. ‘Sí, muchas gracias. Puede retirarse –y dirigiéndose a la persona en cuestión que, nervioso, se frotaba las manos, añadió–: enseguida estoy con usted’. ‘Oiga, ¿por qué demonios me han sacado de mi casa y traído hasta aquí si nada tengo que ver con ese individuo?’. El inspector ninguneó el comentario haciendo uso de esa táctica tan efectiva de espaciar los minutos para que así el otro reste importancia, se confíe y baje la guardia. Sin embargo, la experiencia de tantos casos le hacía pensar que aquel hombre intuía los motivos verdaderos que empujaron al secuestrador a cometer tal sinrazón. ‘Señora Sanders, escriba al muchacho y dígale que apague el celular y que lo quite de donde lo puso, la situación ha dado un giro copernicano y no queremos que se exponga’. ‘¿Y si le descubre mientras lo hace? Me parece peligroso’. ‘El chaval ha demostrado ser muy espabilado y estoy convencido de que sabrá tomar precauciones. ¡Hágalo!, es importante’. ‘Como ordene’. ‘Gracias por colaborar, ha sido usted de gran ayuda para nosotros, puede volver con los demás, ya les informaremos’. ‘Para eso estamos –asintió, alejándose despacio–. Por lo que más quieran, sálvenlos’.
          Betty Scott, jefa de comedor, tenía los ojos tan hinchados de llorar que casi no podía mantenerlos abiertos. Pocos sabían que detrás de esa robusta mujer, con modales militares, esquiva y poco habladora, se escondía un ser humano cargado de sensibilidad y empatía hacia los demás. Concentrada, rascando con la punta de la uña una mota de cacao que afeaba el blanco impoluto de su delantal, no se percató de que las dos compañeras sentadas junto a ella rompieron el silencio. ‘¿Te encuentras bien, querida? –preguntó Helen Wyner viéndola muy ausente–. ¿Quieres agua?’. ‘No, gracias –respondió, sonriendo–. Esto es inaguantable, los niños llevan horas retenidos y no veo que se esté haciendo gran cosa por concluir su calvario cuanto antes. ¿Qué pasa en realidad, Coretta?’. ‘No sé mucho más que vosotras. El secuestrador ha exigido la presencia del anterior director del centro, supongo que tendrán alguna cuenta pendiente. ¿Vosotras le conocisteis?’. ‘–contestaron ambas–. Era raro el día que no presentaban quejas contra él’. ‘¿Recuerdas la vez que Isaías Sullivan impidió al padre de uno de los muchachos que le reventase los sesos con un hacha? –dijo Betty–. ¡Qué miedo pasamos!’. ‘Claro, y aquel otro episodio que nos tocó intervenir para que el marido de una profesora no le pegase un tiro dentro del aula’. ‘He repasado los archivos y mis notas personales –intervino Paul Cox–, ya sabéis que me gusta llevar un diario de ruta, y el joven que retiene a los niños puso una demanda contra él por acoso’. ‘Entonces, cabe la posibilidad de que lo esté haciendo por venganza –reflexionó Helen–, y mira tú por dónde una veintena de almas inocentes sufren las consecuencias’. ‘La oficina del sheriff lo conocía –suelta la jefa de comedor– aunque jamás mostró el más mínimo interés por desenmascararlo’. ‘Vuelvo enseguida –dice Coretta Sanders de repente–, esto es demasiado evidente como para que no lo sepa el agente del FBI’. ‘Iremos contigo –aseguraron–. ¡A ver quién se atreve a meterse con nosotras!’.
          La pantalla del portátil del agente Anthony Cohen parecía la de una máquina tragaperras cuyos rodillos sincronizan la coincidencia entre carretes. El antiguo director del centro aguardaba una explicación que se hacía esperar respecto a su presencia en el lugar de los hechos. Por eso, visiblemente inquieto, se mordía el labio inferior mientras miraba  el reloj y contaba los minutos que faltaban para que empezase el partido de fútbol americano donde jugaban los Alabama Crimson Tide, su equipo favorito. ‘¿Por qué el muchacho encerrado en el gimnasio con los rehenes ha pedido hablar con usted?’. ‘Eso habrá de `preguntárselo a él, ¿no cree?’. ¿Cuál ha sido su relación?’. ‘Ninguna en particular y la misma que mantuve con cualquier otro alumno durante el tiempo en el que fui el máximo responsable de este centro educativo’. ‘¿Está seguro?’. ‘Eh, un momento, ¿se me acusa de algo? Porque si es así no diré nada salvo en presencia de mi abogado’. ‘No se precipite, tan sólo estamos conversando’. ‘¿Sabe lo que pienso?’. ‘No’. ‘Pues que a falta de sospechosos se agarran a mí como a un clavo ardiendo, en lugar de averiguar a ver por qué a ese descerebrado se le ha ocurrido la brillante idea de soltar mi nombre’. De pronto la computadora se detuvo. En la base de datos policial figuraba información comprometedora sobre el secuestrador ya que fue detenido por el homicidio en el estado de Mississippi de una joven hallada en el bosque por unos cazadores furtivos. Y, aunque ninguna de las pruebas encontradas vinculaba su participación en el asesinato, la sospecha de que participó en la autoría nunca desapareció. ‘Señor –dijo un oficial–, ha llegado la Unidad de Rescate del FBI. Si da su permiso entrarán en acción. ¡Ah!, por cierto, aquí tiene lo que pidió a la central. Y, créame, no tiene desperdicio alguno’. ‘Supongo que no –respondió Anthony Cohen cogiendo la ficha policial que le entregaban–. Buen trabajo’. ‘Gracias’. ‘Enseguida iré al puesto de mando a coordinar la operación’. No le dio tiempo de leer el historial delictivo de la persona que seguía aguardándole cuando el mismo oficial de antes volvió a interrumpirle. ‘Perdone –señaló a las mujeres–, quieren contarle algo’. ‘Joder, esto es el colmo, una vergüenza, ¿me hará esperar para atenderlas a ellas? –manifestó el hombre realmente enfadado–. Exijo ver a un superior. Soy un ciudadano ejemplar y no tienen derecho a retenerme contra mi voluntad’. ‘Cállese y no se mueva o juro que le meto en el calabozo para los restos. ¿Qué se les ofrece? –preguntó el agente Cohen a las tres y, guardando unos segundo de silencio, continuó–: Disculpe –dirigiéndose a Helen Wyner–, ¿nos conocemos?’. ‘–respondió con los párpados humedecidos–, investigó el asesinato de mi sobrina, en el pueblo de Elberta, donde residía’. ‘Cierto, lo recuerdo, y me impresionó bastante ver cómo luchaba hasta conseguir que juzgasen al culpable y lo metiesen entre rejas. El testimonio de la exesposa fue desgarrador dadas las delicadas circunstancias que rodeaban el acto. Era su hermana, ¿verdad?’. ‘’. ‘¿Cómo está?’. ‘Dejando que la existencia pase cuanto antes y ansiando no despertar a la mañana siguiente’. Omitió que a menudo había que ingresarla en el psiquiátrico, los peligrosos cambios bipolares y todo cuanto conlleva las constantes jornadas en el cementerio y el riesgo siempre presente de autolesionarse. ‘En fin, si tenemos ocasión después conversamos. Pero, díganme eso tan urgente para lo que han venido’. Coretta Sanders y Betty Scott narraron algunas de las peleas protagonizadas por el secuestrador y el exdirector del centro, las desavenencias de este último durante su mandato con todo aquel que se cruzase en su camino y el odio racial que a ambos les condujo más de una vez a saltar el muro del respeto hacia el semejante. Por tanto, nada de lo escuchado sorprendió al agente ya que estaban delante de un espejo de dos caras, corroborando la teoría de que se enfrentaban a un ser dominado por el odio hacia el pederasta que presuntamente abusó de su hermana pequeña con violencia. ‘Mire, nuestra única intención –expresaron casi rogando– es que liberen a los niños y acabar con esta angustia y desesperación para ellos y sus padres’. ‘Se lo agradezco mucho. Prometo no dilatarlo más. Si me disculpan he de volver al trabajo –dijo con cortesía–. Señoras, ha sido un auténtico placer quedo gustoso a su servicio’. Acataron la sugerencia de regresar a la Sala de Juntas y esperar acontecimientos. ‘Perdón –irrumpió un miembro de la Unidad Especial de Rescate–, el mediador está listo, procedemos a actuar en cuanto usted lo ordene e intervenir si el asunto se complica’. ‘Vamos allá…’.
          Siguiendo las pautas marcadas por Christopher Voss, exnegociador de rehenes del FBI, la persona encargada en la actualidad de realizar dicha misión tenía muy claras las bases donde se asienta todo trato y cómo dar a entender sin levantar sospechas de la trampa tendida, que cede ante la petición del malhechor para que éste afloje la lengua y proporcione información. Es imprescindible para obtener beneficios ralentizar la conversación ya que es ahí, en las pausas, donde están las claves de la estrategia a decidir. Un componente más de esos cimientos es transmitir credulidad y empatía, así el otro percibe confianza. En definitiva, desplegados los medios técnicos y humanos sólo quedaba pasar a la acción. ‘¡A sus órdenes, mi comandante! –se cuadró Anthony Cohen ante el máximo responsable de la unidad de élite–.  Hemos detectado, gracias a una maniobra informática, que hay heridos de bala cuyos cuerpos tendidos en el suelo permanecen quietos. El sospechoso está armado y amenaza con matar a los niños si no seguimos sus instrucciones. Y ninguno de los aquí presentes queremos que eso ocurra, ¿verdad?’. ‘¿Qué pide?’. ‘Cerrar cuentas pendientes con aquel tipo custodiado por mis compañeros. Según nuestros investigadores, y corroborado por algunas maestras, el tipo pudo violar a una menor dentro del pabellón deportivo, que resultó ser hermana del secuestrador y ahora él ha encontrado la manera de apretarle las tuercas y que pague por ello’. ‘Nuestro hombre está preparado para comenzar el diálogo’. ‘Perfecto. Saquen a los niños sin que haya más heridos’. ‘Esa es nuestra máxima, agente Cohen, pero si vemos que corren peligro no dudaremos en abatirle a tiros. Cuando quieran –dijo al grupo de técnicos–, pueden proceder…’.
          Una marea del personal sanitario enfundados en pijamas de quirófano recorría la galería interior que conduce a los despachos del South Baldwin Regional Medical Center para consultar el cuadro de turnos y así planificar los días libres lejos del olor a sonda de alimentación y bilis. Otros, cuyo uniforme diferenciaba el rango de ocupación en la empresa, empujaban carros pesados con toallas limpias, diversos complementos de higiene, retirando después las sábanas impregnadas con el sufrimiento de una enfermedad en su mayoría irreversible. Osiel Amsalem, un ser educado y amable, de origen judío, recibía a los posibles ingresados y los derivaba al área correspondiente donde les atendería un urgenciólogo. Una vez terminada su jornada laboral iba a los boxes a interesarse por la evolución o bien en planta si habían sido ingresados, algo que hacía de corazón ya que fuera de aquellas paredes la vida para él era una rutina vacía de emociones. Compraba flores, bombones y los repartía entre aquellos que no recibían la visita de nadie. Se preocupaba de orientar a familiares en cuestiones administrativas y espirituales: desde rellenar un formulario hasta superar el primer impacto del duelo. En momentos de crisis, a falta de mano de obra, dormía en el hospital para ayudar allí donde hiciese falta. La habitación de Isaías Sullivan permanecía semi a oscuras. Acababan de cambiarle la sonda y seguían a la espera, a falta de parientes, de que el estado de Alabama resolviese legalmente la donación de sus órganos ya que él jamás manifestó dicho deseo en caso de fallecimiento. El doctor Eric Weiss avanzaba a grandes zancadas concentrado en los informes clínicos donde previamente había pautado diversos tratamientos a aplicar. Con las gafas de medialuna en la punta de la nariz, el estetoscopio alrededor del cuello y la brújula que siempre llevaba consigo para no perder el rumbo, llegó a la zona de cuidados intensivos a comprobar la frecuencia cardiaca del hombre tiroteado en la escuela y decidir si merecía la pena mantenerle por más tiempo enganchado al respirador. Una sombra en movimiento le hizo frenar en seco. Osiel Amsalem estaba dentro. ‘Aquí no puedes estar, compañero –dijo el médico–. Esto es zona restringida’. ‘¿Alguna novedad?’. ‘Aún no, pero tengo la esperanza de que su vecino lo piense mejor y vuelva. Tengo un presentimiento, vi algo en sus ojos que… En fin, márchate antes de que te vean y nos abronque a los dos’.
          ¿No hay mucho revuelo ahí afuera? –preguntó Paul Cox, el consejero escolar–. Creo que el sheriff Landon se lleva detenido a alguien’. ‘Está muy oscuro para distinguirlo –respondió Helen Wyner–, pero sí que parece. Fijaos allí, a la derecha, uno de los coches patrullas ha encendido los faros’. ‘¿Y aquello que se mueve al fondo? –preguntó Zinerva Falzone, la cocinera–. ¿Es gente corriendo?’. ‘No lo sé –responde Betty Scott, jefa de comedor–, quizá sean los gatos que vienen cada noche buscando comida’. ‘No –intervino Coretta Sanders, la maestra, arremolinándose todos alrededor suyo–, parecen los niños que andan desorientados’. ‘Creo que sí son –aseguró la ayudante de administración–. Salgamos a ver…’. Una lluvia muy fina empezó a caer tomando intensidad. La tierra mojada crujía bajo las suelas de los zapatos y el ruido bronco de un avión, cuyos motores parecían a punto de romperse, atravesó el horizonte por detrás de las montañas. A mitad de camino se tropezaron con una mujer que iba en pijama y gabardina echada por los hombros. ‘Helen, por favor, tienes que hacer algo –dijo, estirándose del pelo empapado–, mi niña está ahí –señaló a la nada– y tiene miedo’. ‘Beth, querida –abrazó a su hermana–, ven conmigo, te llevaré a casa. Vas a coger una pulmonía…’.

4 comentarios:

  1. Ese final tan tuyo me atrapa el corazón. La trama tiene ritmo, color, denuncia y algo fundamental: temas tocados con mucho respeto. Adelante, nena. Seguimos. Un beso

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  2. No hay mejor compañía para el café de un domingo de otoño que la lectura de tus post. Lo malo es que siempre nos dejas esperando al próximo.
    Esperemos que Isaías vuelva.
    Gracias.

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  3. Aunque yo también escribo, me siento muy pequeño a tu lado. Es un lujo para mí tenerte cerca, compañera.

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  4. Hace poco leía que "la espera es la más fundamental de las vivencias humanas". Y aquí me tienes, esperando al domingo como si no tuviese más nada que hacer... ¡Engachaito perdío! Besos.

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