4.
‘¡Por el amor de Dios! – exclamó
Zinerva Falzone echándose las manos a la cabeza–. ¿Han sido disparos?’.
Todos en la Sala de Juntas corrieron a las ventanas. ‘Eso parece, creo que vienen
del pabellón deportivo –contestó Betty Scott con los músculos contraídos–:
Salgamos a ver’. ‘Será mejor que no –irrumpió el director–, entorpeceremos
la labor de la policía. Seguro que carece de importancia, permanezcan aquí
hasta que puedan regresar a sus casas. –Y, dirigiéndose a Helen Wyner, añadió–:
Hemos averiguado la dirección de Isaías Sullivan, pero nadie contesta al teléfono
que aparece en el expediente laboral, necesito que se ocupe de este asunto con
urgencia porque el hospital tiene que localizar a algún pariente o conocido’.
‘¿Me está pidiendo que vaya?’. ‘Exacto, lo haría yo mismo, pero como
comprenderá en tales circunstancias –trató de sonar solemne– no puedo
abandonar el barco. Esta tarjeta es del médico que le atiende, si encuentra a
algún familiar, désela’. Aunque tenía el pensamiento junto a su hermana
Beth, dada la fecha tan señalada en la que estaban, y lamentaba mucho no
encontrarse en Elberta para haberla persuadido de ir al cementerio y sí
acompañarla al mercado de productores donde adquirían riquísimas verduras de la
cosecha del joven matrimonio de la comunidad Amish, asintió con la
cabeza y subió a su automóvil. Por la radio local sonaban entrañables canciones
country, con esa mezcla peculiar, marca de Alabama, entre el blues, la
música folclórica de los Apalaches y el jazz, alternándolo con la información
puntual de cuanto sucedía en el centro educativo.
Por
la carretera 12 que atraviesa la ciudad de Foley avanzó a ciegas hasta
encontrar la flecha que indicaba girar a la derecha en River Rd N. Lo primero
que vio nada más bajar del coche fue un poste de luz a punto de ser derribado
por el vuelo de cualquier pájaro, media docena de buzones con la tapa
desencajada, maquinaria agrícola y el ladrido de un perro vagabundo avisando
quizá de algún peligro inminente. A lo lejos, custodiado por una hilera de
árboles delineando el horizonte, se extendía la alfombra relajante de un
bellísimo prado verde. Más allá, el quieto paisaje parecía pertenecer a épocas donde
nómadas en su peregrinaje dejaron huella. Sorteando la basura esparcida por el
suelo llegó hasta la casa. Al otro lado de la doble puerta cubierta de polvo el
silencio era absoluto. La rodeó y comprobó que por la parte trasera podía acceder.
Puso la mano en el tirador, pero la voz de un campesino frenó sus actos. ‘Ahí
no encontrará a nadie’. ‘¿Sabe si vendrán más tarde?’. ‘El joven lleva
días ausente. Es extraño porque a la caída del sol solemos beber cerveza y
comentar la jornada. Me hace mucha compañía. Así que, como no regrese será difícil
que la atiendan’. ‘¿Vive solo?’. ‘Sí. Cuando murió el anciano –refiriéndose
a la persona que le acogió e introdujo en el mantenimiento de la escuela– volvió
a instalarse en su house trailer, es aquella de allí –señaló con el índice
al tiempo que acortaban distancia–. Es un buen tipo. Pretendió a mi hija hasta
que ella eligió a otro marido, me hubiese gustado tenerle de yerno. ¿Es usted
pariente?’. ‘No’. ‘¿Acaso su esposa? El rubio –así le llamó–
es muy reservado en cuanto a su vida privada’. ‘Tampoco’. ‘¿Entonces
policía?’. ‘Somos compañeros de trabajo y necesito dar con algún pariente’.
‘No tiene. Soy lo más parecido a un abuelo para él’. ‘Verá –temió
herir su sensibilidad–, imagino que estará al corriente del atentado que ha
habido a poca distancia de aquí’. ‘Pues no, la verdad. El campo acapara
toda mi energía y dedicación, pero por su cara y la angustia con la que trata
de decirme no sé qué debe de ser algo muy serio’. ‘Lo es. ¿Pasamos
dentro?’. ‘Prefiero que no’. Cauta, eligiendo las palabras que articulaba
con dificultad para explicar la delicada situación de Isaías, quiso dejar
patente que tal vez recaería sobre él la decisión de mantenerle con vida enganchado
a una máquina, hasta encontrar receptores compatibles con sus órganos. Escuchaba
cabizbajo, mirando de vez en cuando a Helen Wyner, con una mano en el bolsillo
de sus tejanos y la otra sosteniendo la azada. Sin embargo, no pudo contener el
llanto y regresó a recoger los frutos maduros que desbordaban las matas. En el
interior del reducido espacio de la autocaravana, sólo un par de monos sucios,
camisetas de propaganda que le regalaban los proveedores de los cáterin
escolares, una caja de herramientas y un ejemplar de la Constitución de los
Estados Unidos, conformaban el hogar de aquel simpático hombre que siempre tenía
la sonrisa disponible para cada profesor.
El
agente Anthony Cohen había conducido 115 millas desde Montgomery para disfrutar
de unos días de descanso en el Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de
Tuscoloosa, haciendo aquello que más le gustaba: pescar pargo rojo, acampar en
plena naturaleza y asarlo sobre brasas calientes vigilado por el universo. Acababa
de comprar una camioneta de segunda mano en la que cargó la tienda de campaña
prestada por su suegro, víveres enlatados, una nevera donde llevaba pequeños peces
pinfish que le servirían de sabroso anzuelo y su flamante caña híbrida recién
adquirida. El FBI le debía unos días de las vacaciones que suspendió para asistir
a un congreso en Washington sobre Seguridad Nacional en el Ciberespacio. Era un
gran experto en el campo de la informática y muy valorado por la agencia de
investigación, motivo por el cual siempre estaba tan solicitado. Así que, cuando
recibió la llamada de su superior para regresar porque había surgido un grave
problema, obedeció, pero lo hizo malhumorado. Tenía por delante cuatro horas y veintidós
minutos para revelarse contra el mundo y encontrar la mejor manera de decirle adiós
al trabajo que le robaba tanta calidad de vida aunque por otro lado le apasionaba
tanto. Según le ponían en antecedentes bastó un primer vistazo para realizar
cambios de estrategia e intervenir lo antes posible, ya que no se habían preocupado
de conocer la verdadera situación de los chicos ni cuántos heridos habría
dentro. ‘Lamento muchísimo haberle estropeado la jornada –se excusó el
jefe del operativo–, pero sólo usted puede llevar a cabo la misión que se le
va a encomendar, siempre que su opinión sea afirmativa, aunque a muchos de nosotros
la descabellada idea de esta mujer nos parezca una débil opción’. ‘Bueno,
opinaré cuando la sepa’. Le presentaron a Coretta Sanders y empezó a explicarle.
‘Puede funcionar. Por intentarlo no perdemos nada –miró fijamente a quienes
le persuadían de lo contrario– ¿Alguno de los presentes propone otro plan?’.
‘Pues no. ¿Qué quiere que hagamos’. ‘De momento dejarme a solas con ella
y llevar este ordenador a los policías apostados en el tejado, así se
mantendrán en comunicación conmigo’. ‘Perdone, han llamado de la central
de Huntsville dándole luz verde’. ‘Gracias –sabía perfectamente que serían
así–. Empezaremos por despejar éste área –se giró hacia el grupo
que obstaculizaba su campo de visión–. Venga conmigo, por favor –dijo a
la maestra–. Voy a enviarle una foto, descárguela sin abrir, necesito que le
pase ese mismo archivo al chico ya que en cuanto lo pinche tendremos acceso a
su teléfono y por consiguiente al interior del recinto’.
El
ambiente dentro del gimnasio era caótico. La chica de color que a punto estuvo
de ser azotada por el secuestrador, cuando pedía un médico para el compañero diabético
yacía en el suelo sobre un charco de sangre, abatida a tiros. Los alumnos,
hacinados debajo de la canasta de baloncesto quedaron atrapados en el inestable
bucle de la histeria. ‘¿Y tú, de dónde coño has salido? –dijo el captor al
chaval que apareció con una Glock 26–. ¿Acaso pretendías matarme,
mocoso?’. ‘No señor. –Y señalando hacia el cadáver de la niña,
continuó–, como diría mi padre: exterminemos a la raza de esclavos o acabarán
con nosotros. ¡Dios bendiga a América!’. ‘Dame eso, imbécil –se abalanzó
y le quitó el revolver–. ¡Vamos, ponte con ellos y no se te ocurra hacer
ninguna tontería que bastante lo has complicado ya! –dijo, empujándole
contra los demás–. Y no vayas de chulito, ¡eh!’. El
grupo de chavales amedrentados le reconocieron por la fama de conflictivo que
se había forjado. En realidad, apenas sabían de su pasado salvo que estaba
recién venido de Jamestown, un pequeño pueblo entre colinas al norte del estado
de Tennessee que fue próspero hasta que se agotó la industria minera y cerraron
las tres fábricas textiles que sustentaban a la mayoría de la población. Thomas
Dawson notó una leve vibración dentro de la chaqueta del chándal. Disimuló balanceando el cuerpo de una pierna a la otra, y
retrocedió hasta situarse detrás de los más altos. Asegurándose de que no le
observaban siguió las instrucciones indicadas por Coretta Sanders…
‘La
negra va a joder tu imagen, nuestra reputación, las aspiraciones que tenemos de
colocar a uno de los nuestros en el senado y todos los proyectos para derrotar y
arrinconar al candidato demócrata –susurra en el oído de Mitch Austin el sheriff
Landon–. Será mejor que la ates en corto o de lo contrario rodarán nuestras cabezas’.
El director de la escuela, cuyos intereses iban por otro
lado, asentía. ‘Habrá que darle un escarmiento para que aprenda, ¿no crees?’.
‘Nunca debimos dejar que ocupasen nuestro terreno. La semana pasada iba a lavarle el
cabello a mi esposa una afroamericana
recién contratada en la peluquería’.
‘¿Y que hizo?’. ‘Abofetearla’. Rieron tan
fuerte que los que estaban cerca se giraron. ‘Consultemos con los miembros
a ver qué se les ocurre’. ‘De acuerdo’. Se separaron para no levantar
sospechas. Semanas después del episodio del secuestro
convertido ya en el ideario de lo cotidiano como un vago recuerdo, en mitad
del jardín de la casa de la maestra, ardían dos cruces no demasiado altas. Ese
fue el inicio de varios incidentes que sufrirían y que no denunciaron por miedo.
Aunque el Ku Klux Klan, como tal organización no estaba presente de manera habitual,
se sabía que había células activas dispuestas a actuar contra mexicanos, judíos,
diferentes… Coretta Sander abrazó a su esposo con principio de Alzheimer, se
asomaron por la ventana del dormitorio y sin descorrer las cortinas, contaron
seis o siete capuchas blancas. Desde ese mismo momento comprendieron que estaban
señalados…
Me gusta mucho la descripción que haces de la supremacía blanca tan arraigada al sur de USA. Tu apuesta por ese tipo de personaje es muy valiente.
ResponderEliminarGracias a las cosas que cuentas y cómo las cuentas, estoy conociendo unos Estados Unidos que no aparecen en las guías turísticas.
ResponderEliminarComo en todos los post precisa en los detalles y cebos que nos colocas, por lo que sin darme cuenta estoy al final de la entrega sintiendo que me falta algo y esperando a la siguiente.
ResponderEliminarMe encanta la combinación entre la intriga del secuestro, las historias personales y la descripción de la sociedad racista en estas zonas de Estados Unidos. Gracias. Besos
ResponderEliminarNo deja de sorprenderme tu capacidad de indagación de ese país, a través de las vivencias y la mirada de los hombres y mujeres, anónimos o no, que protagonizan la historia que nos cuentas. Gracias y salud, amiga. Besos.
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