domingo, 10 de octubre de 2021

Helen Wyner

3.

A Coretta Sanders le costaba respirar dentro del chaleco antibalas que oprimía su pecho. Acompañada por Paul Cox fueron hasta la zona donde el FBI tenía montado el dispositivo. ‘¿Quién discute con Mitch Austin? –preguntó–. Parece muy enfadado’. ‘Es el anterior director –respondió el otro–. Supongo que habrá venido porque cuando el secuestrador estudió aquí tuvieron problemas y, a lo mejor, puede aportar pistas sobre su perfil, ya que un comportamiento tan agresivo y de tal magnitud suele arrastrar secuelas de un pasado proceloso’. ‘¿Por venganza?’. ‘Quizá, quién sabe’. Famoso en el condado por odiar a los negros, con la bandera Confederada prendida en un lugar no visible del uniforme y ese gesto siempre amenazante, como a punto de romperte los huesos, el sheriff Landon, primer filtro a pasar, les dio el alto. ‘¡Eh! Quietos ahí. Aquí no podéis estar –espetó, desafiante y despreciativo–. ¿Qué coño queréis?’. ‘Proponerles algo’. ‘No estamos para tonterías. ¡Venga, largo!’. ‘Aguarde un momento, por favor –rogó el consejero escolar–. Al menos escúchela’. Con la punta del zapato apagó el cigarrillo y, contrariado, permitió que accedieran al otro lado de la cinta, hasta que al límite de la paciencia llamó la atención del agente que estaba un poco más retirado: ‘Jefe, perdone la interrupción, esta mujer pretende comunicar con el pabellón deportivo. La idea es descabellada, usted verá’. ‘No se apure –dijo, dándole una palmadita en la espalda– y deje que decida yo’. Un hombre de amables modales se dirigió a ellos luciendo la blanca dentadura recién implantada. ‘¿Les apetece café? Empieza a refrescar. Cuénteme eso que parece tan importante’. ‘Conozco a la mayoría de los chicos y las chicas que están dentro –señaló hacia el edificio–, algunos son alumnos míos y he pensado…’. Fue explícita y convincente en los detalles. ‘¿Y cómo está tan segura de que no arriesgan su vida si hacen lo que sugiere?’. ‘Porque Thomas Dawson es demasiado listo para dejarse descubrir y también porque es una posibilidad tan incierta como cualquier otra, pero habrá que apostar por algo, ¿no cree?’. ‘De acuerdo. Ojalá que tenga razón’. ‘No le quepa la menor duda, señor’. ‘Más le vale –estiró el cuello como buscando a alguien y añadió tajante–: Llame a la central y localicen Anthony Cohen’.
          Betty Scott, jefa de comedor en la escuela, hija, hermana y esposa de militares, sabía manejar muy bien las emociones para no exteriorizar los sentimientos. ‘¿Me acompañas a la cocina, querida? –propuso a Zinerva Falzone quien aceptó sin dudarlo–. Preparemos chocolate caliente, hay que entonar los cuerpos’. Aunque la relación entre ambas nunca había sido estrecha, algo que descubrirían más adelante cruzaría sus caminos. ‘En mi pueblo de Silverhill de pequeña viví una experiencia parecida –la siciliana rompió el hielo mientras cuidaba de la leche hasta que cociera–. Un preso escapado de la cárcel, escopeta en mano, sembró el pánico en mi vecindario disparando a cualquiera que bloquease su huida. Recuerdo que estuve días metida debajo de la cama saliendo sólo a lo imprescindible. Personas cercanas a mí todavía no lo han superado y viven atemorizadas –permaneció callada unos minutos, como reflexionando lo siguiente que iba a decir–. No obstante, de esto, me preocupa el cansancio de tantas horas y la mella que haga en las criaturas’. ‘Seguro que ya queda poco. –Rellenaban con cacao pequeños vasos de cartón desechables y cortaban finas láminas de bizcocho que esperaban alcanzases para todos–. Nunca te he preguntado por qué emigraste de Italia’. ‘Nací en Birmingham, tengo nacionalidad americana. Fue mi familia la que emigró veinte años antes y supongo que sus motivos no fueron muy diferentes a los de cualquiera que busca, lejos de su patria, un porvenir mejor para los suyos’. Sin embargo, omitió un pequeñísimo detalle: que lo tuvieron que hacer porque su abuelo desertó tras no soportar la idea de matar a sus semejantes. Permaneció un tiempo escondido en el monte, hasta que tuvo la oportunidad de desembarcar en Estados Unidos llevándose consigo a su mujer e hijo, un niño de tan sólo cinco años que más adelante se casaría con la cajera del banco donde ingresaba parte de la paga obtenida como pinche de cocina. Después nacería ella. ‘Perdona si he sido indiscreta, mi intención no era ofenderte’. ‘¡Qué va!, no seas tonta –aseguró sonriente–. ¿Sabes qué? –prefirió cambiar de conversación–, envidio tu entereza. ¿Cómo consigues tanta serenidad con la que tenemos encima?’. Por suerte para Betty Scott la entrada de otro profesor ofreciéndose a ayudar con las bandejas evitó tener que explicar cosas de esa parcela personal que la habían hecho fuerte. De nuevo en la Sala de Juntas, y apoyada en la pared pensó en las veces que su marido arriesgó la vida para salvar la de los demás. Como ocurrió en Somalia cuando el Ejército estadounidense combatió para derrocar a un grupo islámico radical vinculado a Al Qaeda y su destacamento se dedicó a poner a salvo a la población civil temiéndose un sangriento atentado que al final se hizo realidad, y en el que perecieron algunos compañeros suyos junto al sargento. Pero por muy dura, fría o fuerte que pareciera en opinión de los demás, el temor a recibir la mala noticia de una tortura, encarcelamiento o que volviera metido en una caja de madera, hormigueaba siempre los bordes del corazón, igual que ahora temía por aquellos pobres inocentes. Helen Wyner irrumpió como un ciclón. ‘Han llamado del hospital, el estado de Isaías es irreversible. ¿Alguno de vosotros sabe si tiene parientes?’. Todos callaron.
          El destello de un tiroteo procedente del pabellón deportivo sorprendió a todos presagiando el anticipo del peor de los escenarios. Minutos antes, en el interior, el llanto mezclado con la histeria hacía estragos entre los rehenes. Thomas Dawson metió la mano en el bolsillo del chándal y disimulando silenció su teléfono al darse cuenta enseguida de lo importante que era actuar con inteligencia y un paso por delante de la persona que les tenía retenidos, vista la crueldad capaz de ejercer contra ellos si contradecían o desobedecían sus órdenes. ‘¿Qué haces, tío? Guarda el móvil –balbuceó una chica a punto de desmayarse–. Como te pille se nos va a caer el pelo’. ‘Cállate y distraedle. Tenemos que salir de aquí’. ‘Estás loco, colega’. ‘Intentaré conectar con algún chat’. ‘No lo hagas, por favor’. ‘¡Eh!, vosotros dos. ¿Qué estáis tramando?’. Entristecidos y fracasados regresaron a su sitio. La presión acumulada junto a la incertidumbre de no saber cuánto duraría el encierro, mezclado con la histeria y las bajas temperaturas agitaban las extremidades de los adolescentes que, a pesar de sentarse apretados en los bancos del vestuario, no conseguían entrar en calor, lo cual aumentaba la necesidad de orinar. Así que, cuando se decidieron a solicitar permiso para ir al baño y alguna prenda de más abrigo, se desencadenaron un par de episodios que trastocaron sus planes. Uno de los chicos, propenso a sufrir continuas diarreas, se ensució en los pantalones, hecho que sacó de quicio al raptor hasta el extremo de abofetearle y herirle con insultos que invadieron el sagrado espacio de su dignidad. Los demás, paralizados al principio y empatizando después, expresaron que nadie estaba libre de sufrir un accidente así. Sin embargo, pendientes de esto no se dieron cuenta de que el nieto del reverendo Marshall que preside una Iglesia Baptistas de Foley, un crío tímido, solitario e introvertido, estudiante de octavo grado, que sufría frecuentes hipoglucemias teniendo que ingerir inmediatamente algún alimento rico en azúcar, se había desplomado en el suelo presentando el típico cuadro de sudoración, temblores, debilidad muscular… A pesar de que Thomas en más de una ocasión fue testigo de sus crisis, se azaró no sabiendo muy bien qué hacer hasta que oyó por detrás suyo que tenía que comer. ‘Tranquilo, amigo –le dijo–. Deja que busque en mi mochila, llevo manzanas’. ‘No hagas ningún movimiento y suelta la bolsa’. ‘Bueno, pero deja que abra la cremallera. ¡Ves! Es un bote de Coca-Cola y una fruta, es diabético –le señaló con el dedo–, se lo voy a dar’. ‘Ándate con ojo porque como se muera o hagas cualquier movimiento en falso te vuelo la tapa de los sesos’. Al fondo, con el espanto de la impotencia desgarrada, otra alumna acaparando la atención formó un gran revuelo a su alrededor. ‘Por el amor de Dios, que venga un médico –puso los ojos en blanco, cogió entre las manos el crucifijo que colgaba de su cuello y dirigiéndose al tipo que les cortaba la libertad, dijo–: Eres un monstruo, y te odio. Un malnacido, y te odio. Un criminal, y te odio’. ‘¡Cállate, negra asquerosa! –el aludido arremetió contra ella–. ¡De rodillas! ¡Vamos!’. Cogió una correa, se situó por detrás y, antes de empezar a golpearla, alguien disparó varias veces…
          A unas millas de allí, en el pueblo de Elberta, el silencio era sepulcral. Beth Wyner saltó de la cama. Su reloj biológico indicaba que de un momento a otro el primer resplandor del alba aparecería por el horizonte retirando del bosque el misterioso manto de la noche. Encima de la repisa del lavabo, junto a las cremas hidratantes y otros productos para el cuidado del cabello, tenía el bote de pastillas que tanto la aplanaban. Lo miró, sacó la dosis correspondiente, la tiró por el váter y vació la cisterna, comenzando así el ritual de aquella nefasta fecha que marcaría su existencia para siempre. Vestida de negro, sin más color que el verde grisáceo de sus ojos, arregló las camelias que nunca faltaban en el jarrón de la cocina, colocó los platos del fregadero minimizando el ruido y fue de puntillas a la habitación de su madre para comprobar que aún dormía profundamente. Así que, palpó dentro del cajón y cogió la linterna que necesitaba hasta llegar al cruce del sendero. El autobús rumbo a Luisiana atravesó la carretera a gran velocidad, esa era la señal de que debía apresurarse si quería estar en el cementerio cuando abrieran, algo que acostumbraba a hacer desde que enterró a su niña años atrás. Aquel fatídico día, inicio de su calvario, cayó una de esas tormentas tropicales con vientos huracanados capaces de cambiar hasta el rumbo del río Mississippi. Meses atrás, su hermana Helen y ella que llevaban mucho tiempo sin compartir un rato de ocio, viajaron a la ciudad de Montgomery aprovechando que habían llegado los materiales que precisaba para su trabajo. Era restauradora de muebles, muy buena en su oficio y, aunque nunca le faltaba trabajo, esa vez tenía que esmerarse si cabe mucho más ya que el encargo llegó directamente de la mujer del fiscal del distrito, quien aseguró tener un escritorio de estilo colonial bastante deteriorado. Se conocieron a través de una amiga común que daba muy buenas referencias de ella, por tanto, le confió su preciada herencia. Aceptó el encargo porque esa clase de oportunidades te abren a un mercado más allá del condado de Baldwin donde estaban sus clientes. ‘¿Y dices que es una mujer de postín?’. ‘Bueno, no exactamente. Lo que digo es que se codea con gente importante y eso es muy positivo para mí porque además de cubrir los gastos que hacemos en casa de mamá, ya sabes que mi exesposo vuelve a estar sin empleo y tengo que ayudarle’. ‘No sé cómo aguantas, de verdad. ¿No te das cuenta de que vive a tu costa?’. ‘Oye, no empieces fastidiando, tengamos la fiesta en paz’. ‘Perdona, es que me crispa los nervios. ¿Necesitas dinero?’. ‘No, sólo tu complicidad’. Almorzaron en su restaurante favorito una hamburguesa de doble piso, miraron escaparates, eligieron regalos para la familia y se pasearon por las calles luciendo un extravagante sombrero de moda. Lo pasaron bien, pero de vuelta a Elberta, una horrible pesadilla arruinó cada segundo de felicidad. Su madre, encendiendo un pitillo con otro, esperaba en el porche. ‘Mami, ¿qué pasó? –dijeron ambas–. ¿Te encuentras bien?’. ‘Ha venido la policía y me ha hecho unas preguntas muy raras. Querían hablar con Beth –articuló con trabajo–, han dejado este número, tienes que llamar cuanto antes sin falta’. ‘Bueno, a ver, cuéntanoslo desde el principio’. ‘Ya os lo he dicho. ¡Ay!, tiene que ser muy gordo para que vengan a buscarte. Igual con esos líquidos raros que echas a la madera se ha envenado alguien. ¡Qué dirán los vecinos!’. ‘Joder, mamá, menudos ánimos’. ‘Trae –Helen Wyner le arrebató el papel de las manos a su madre–, yo marco’. ‘Han insistido en que lo haga ella’. Helen, antes de ponerse el teléfono en la oreja, preguntó: ‘¿Todavía no ha traído a la niña…?’. Pero, desde entonces, han pasado ya muchas lunas.

5 comentarios:

  1. De este capítulo me gusta el estilo tan cinematográfico de narrar las escenas: pastillas que se arrojan al retrete, autobús que rompe el sosiego de la noche, chavales atemorizados en manos de un loco... Y, por encima de todo, ese espíritu tuyo tan estadounidense. Así que, me quito el sombrero.

    ResponderEliminar
  2. La verdad es que te dan ganas de sacarte un pasaje con destino Alabama. Chapeau.

    ResponderEliminar
  3. Y ahora a esperar el cuarto quince días! Bueno, lo bueno se hace desear! Gracias!

    ResponderEliminar
  4. Tienes el arte de mantener en vilo a tus lectores, no contenta con la trama del asalto al colegio, nos metes ahora un personaje que se las promete dado sus prolegómenos.
    Tu también nos secuestras.

    ResponderEliminar
  5. En mis circunstancias actuales me cuesta leer, aunque me lo pones fácil. Tu narración y la forma de hacerlo, que me fascina, es como una tierra inexplorada que debo cruzar sin ayuda de mapas... y eso te engancha.
    Gracias Mayte, eres mi "oasis". Besos.

    ResponderEliminar