3.
A Coretta Sanders le costaba
respirar dentro del chaleco antibalas que oprimía su pecho. Acompañada por Paul
Cox fueron hasta la zona donde el FBI tenía montado el dispositivo. ‘¿Quién discute
con Mitch Austin? –preguntó–. Parece muy enfadado’. ‘Es el
anterior director –respondió el otro–. Supongo que habrá venido porque cuando
el secuestrador estudió aquí tuvieron problemas y, a lo mejor, puede aportar
pistas sobre su perfil, ya que un comportamiento tan agresivo y de tal magnitud
suele arrastrar secuelas de un pasado proceloso’. ‘¿Por venganza?’. ‘Quizá,
quién sabe’. Famoso en el condado por odiar a los negros, con la bandera
Confederada prendida en un lugar no visible del uniforme y ese gesto siempre amenazante,
como a punto de romperte los huesos, el sheriff Landon, primer filtro a pasar, les
dio el alto. ‘¡Eh! Quietos ahí. Aquí no podéis estar –espetó, desafiante
y despreciativo–. ¿Qué coño queréis?’. ‘Proponerles algo’. ‘No
estamos para tonterías. ¡Venga, largo!’. ‘Aguarde un momento, por favor –rogó
el consejero escolar–. Al menos escúchela’. Con la punta del zapato apagó
el cigarrillo y, contrariado, permitió que accedieran al otro lado de la cinta,
hasta que al límite de la paciencia llamó la atención del agente que estaba un
poco más retirado: ‘Jefe, perdone la interrupción, esta mujer pretende comunicar
con el pabellón deportivo. La idea es descabellada, usted verá’. ‘No se
apure –dijo, dándole una palmadita en la espalda– y deje que decida yo’.
Un hombre de amables modales se dirigió a ellos luciendo la blanca dentadura
recién implantada. ‘¿Les apetece café? Empieza a refrescar. Cuénteme eso que
parece tan importante’. ‘Conozco a la mayoría de los chicos y las chicas
que están dentro –señaló hacia el edificio–, algunos son alumnos míos y
he pensado…’. Fue explícita y convincente en los detalles. ‘¿Y cómo está
tan segura de que no arriesgan su vida si hacen lo que sugiere?’. ‘Porque
Thomas Dawson es demasiado listo para dejarse descubrir y también porque es una
posibilidad tan incierta como cualquier otra, pero habrá que apostar por algo,
¿no cree?’. ‘De acuerdo. Ojalá que tenga razón’. ‘No le quepa la
menor duda, señor’. ‘Más le vale –estiró el cuello como buscando a
alguien y añadió tajante–: Llame a la central y localicen Anthony Cohen’.
Betty
Scott, jefa de comedor en la escuela, hija, hermana y esposa de militares, sabía
manejar muy bien las emociones para no exteriorizar los sentimientos. ‘¿Me
acompañas a la cocina, querida? –propuso a Zinerva Falzone quien aceptó sin
dudarlo–. Preparemos chocolate caliente, hay que entonar los cuerpos’.
Aunque la relación entre ambas nunca había sido estrecha, algo que descubrirían
más adelante cruzaría sus caminos. ‘En mi pueblo de Silverhill de pequeña
viví una experiencia parecida –la siciliana rompió el hielo mientras cuidaba
de la leche hasta que cociera–. Un preso escapado de la cárcel, escopeta en
mano, sembró el pánico en mi vecindario disparando a cualquiera que bloquease su
huida. Recuerdo que estuve días metida debajo de la cama saliendo sólo a lo
imprescindible. Personas cercanas a mí todavía no lo han superado y viven
atemorizadas –permaneció callada unos minutos, como reflexionando lo
siguiente que iba a decir–. No obstante, de esto, me preocupa el cansancio de
tantas horas y la mella que haga en las criaturas’. ‘Seguro que ya queda
poco. –Rellenaban con cacao pequeños vasos de cartón desechables y cortaban
finas láminas de bizcocho que esperaban alcanzases para todos–. Nunca te he
preguntado por qué emigraste de Italia’. ‘Nací en Birmingham, tengo
nacionalidad americana. Fue mi familia la que emigró veinte años antes y
supongo que sus motivos no fueron muy diferentes a los de cualquiera que busca,
lejos de su patria, un porvenir mejor para los suyos’. Sin embargo, omitió un
pequeñísimo detalle: que lo tuvieron que hacer porque su abuelo desertó tras no
soportar la idea de matar a sus semejantes. Permaneció un tiempo escondido en
el monte, hasta que tuvo la oportunidad de desembarcar en Estados Unidos llevándose
consigo a su mujer e hijo, un niño de tan sólo cinco años que más adelante se casaría
con la cajera del banco donde ingresaba parte de la paga obtenida como pinche
de cocina. Después nacería ella. ‘Perdona si he sido indiscreta, mi
intención no era ofenderte’. ‘¡Qué va!, no seas tonta –aseguró
sonriente–. ¿Sabes qué? –prefirió cambiar de conversación–, envidio
tu entereza. ¿Cómo consigues tanta serenidad con la que tenemos encima?’. Por
suerte para Betty Scott la entrada de otro profesor ofreciéndose a ayudar con
las bandejas evitó tener que explicar cosas de esa parcela personal que la
habían hecho fuerte. De nuevo en la Sala de Juntas, y apoyada en la pared pensó
en las veces que su marido arriesgó la vida para salvar la de los demás. Como ocurrió
en Somalia cuando el Ejército estadounidense combatió para derrocar a un grupo
islámico radical vinculado a Al Qaeda y su destacamento se dedicó a poner a
salvo a la población civil temiéndose un sangriento atentado que al final se
hizo realidad, y en el que perecieron algunos compañeros suyos junto al sargento.
Pero por muy dura, fría o fuerte que pareciera en opinión de los demás, el
temor a recibir la mala noticia de una tortura, encarcelamiento o que volviera
metido en una caja de madera, hormigueaba siempre los bordes del corazón, igual
que ahora temía por aquellos pobres inocentes. Helen Wyner irrumpió como un ciclón.
‘Han llamado del hospital, el estado de Isaías es irreversible. ¿Alguno de
vosotros sabe si tiene parientes?’. Todos callaron.
El
destello de un tiroteo procedente del pabellón deportivo sorprendió a todos
presagiando el anticipo del peor de los escenarios. Minutos antes, en el
interior, el llanto mezclado con la histeria hacía estragos entre los rehenes. Thomas
Dawson metió la mano en el bolsillo del chándal y disimulando silenció su
teléfono al darse cuenta enseguida de lo importante que era actuar con inteligencia
y un paso por delante de la persona que les tenía retenidos, vista la crueldad
capaz de ejercer contra ellos si contradecían o desobedecían sus órdenes. ‘¿Qué
haces, tío? Guarda el móvil –balbuceó una chica a punto de desmayarse–.
Como te pille se nos va a caer el pelo’. ‘Cállate y distraedle. Tenemos
que salir de aquí’. ‘Estás loco, colega’. ‘Intentaré conectar con
algún chat’. ‘No lo hagas, por favor’. ‘¡Eh!, vosotros dos. ¿Qué estáis
tramando?’. Entristecidos y fracasados regresaron a su sitio. La presión acumulada
junto a la incertidumbre de no saber cuánto duraría el encierro, mezclado con
la histeria y las bajas temperaturas agitaban las extremidades de los
adolescentes que, a pesar de sentarse apretados en los bancos del vestuario, no
conseguían entrar en calor, lo cual aumentaba la necesidad de orinar. Así que, cuando
se decidieron a solicitar permiso para ir al baño y alguna prenda de más
abrigo, se desencadenaron un par de episodios que trastocaron sus planes. Uno
de los chicos, propenso a sufrir continuas diarreas, se ensució en los pantalones,
hecho que sacó de quicio al raptor hasta el extremo de abofetearle y herirle
con insultos que invadieron el sagrado espacio de su dignidad. Los demás,
paralizados al principio y empatizando después, expresaron que nadie estaba
libre de sufrir un accidente así. Sin embargo, pendientes de esto no se dieron
cuenta de que el nieto del reverendo Marshall que preside una Iglesia Baptistas
de Foley, un crío tímido, solitario e introvertido, estudiante de octavo grado,
que sufría frecuentes hipoglucemias teniendo que ingerir inmediatamente algún alimento
rico en azúcar, se había desplomado en el suelo presentando el típico cuadro de
sudoración, temblores, debilidad muscular… A pesar de que Thomas en más de una
ocasión fue testigo de sus crisis, se azaró no sabiendo muy bien qué hacer
hasta que oyó por detrás suyo que tenía que comer. ‘Tranquilo, amigo –le
dijo–. Deja que busque en mi mochila, llevo manzanas’. ‘No hagas ningún
movimiento y suelta la bolsa’. ‘Bueno, pero deja que abra la cremallera.
¡Ves! Es un bote de Coca-Cola y una fruta, es diabético –le señaló con el
dedo–, se lo voy a dar’. ‘Ándate con ojo porque como se muera o hagas
cualquier movimiento en falso te vuelo la tapa de los sesos’. Al fondo, con
el espanto de la impotencia desgarrada, otra alumna acaparando la atención formó
un gran revuelo a su alrededor. ‘Por el amor de Dios, que venga un médico –puso
los ojos en blanco, cogió entre las manos el crucifijo que colgaba de su cuello
y dirigiéndose al tipo que les cortaba la libertad, dijo–: Eres un monstruo,
y te odio. Un malnacido, y te odio. Un criminal, y te odio’. ‘¡Cállate,
negra asquerosa! –el aludido arremetió contra ella–. ¡De rodillas! ¡Vamos!’.
Cogió una correa, se situó por detrás y, antes de empezar a golpearla, alguien
disparó varias veces…
A
unas millas de allí, en el pueblo de Elberta, el silencio era sepulcral. Beth
Wyner saltó de la cama. Su reloj biológico indicaba que de un momento a otro el
primer resplandor del alba aparecería por el horizonte retirando del bosque el
misterioso manto de la noche. Encima de la repisa del lavabo, junto a las
cremas hidratantes y otros productos para el cuidado del cabello, tenía el bote
de pastillas que tanto la aplanaban. Lo miró, sacó la dosis correspondiente, la
tiró por el váter y vació la cisterna, comenzando así el ritual de aquella nefasta
fecha que marcaría su existencia para siempre. Vestida de negro, sin más color
que el verde grisáceo de sus ojos, arregló las camelias que nunca faltaban en el
jarrón de la cocina, colocó los platos del fregadero minimizando el ruido y fue
de puntillas a la habitación de su madre para comprobar que aún dormía profundamente.
Así que, palpó dentro del cajón y cogió la linterna que necesitaba hasta llegar
al cruce del sendero. El autobús rumbo a Luisiana atravesó la carretera a gran
velocidad, esa era la señal de que debía apresurarse si quería estar en el cementerio
cuando abrieran, algo que acostumbraba a hacer desde que enterró a su niña años
atrás. Aquel fatídico día, inicio de su calvario, cayó una de esas tormentas tropicales
con vientos huracanados capaces de cambiar hasta el rumbo del río Mississippi. Meses
atrás, su hermana Helen y ella que llevaban mucho tiempo sin compartir un rato
de ocio, viajaron a la ciudad de Montgomery aprovechando que habían llegado los
materiales que precisaba para su trabajo. Era restauradora de muebles, muy
buena en su oficio y, aunque nunca le faltaba trabajo, esa vez tenía que
esmerarse si cabe mucho más ya que el encargo llegó directamente de la mujer
del fiscal del distrito, quien aseguró tener un escritorio de estilo colonial bastante
deteriorado. Se conocieron a través de una amiga común que daba muy buenas referencias
de ella, por tanto, le confió su preciada herencia. Aceptó el encargo porque esa
clase de oportunidades te abren a un mercado más allá del condado de Baldwin
donde estaban sus clientes. ‘¿Y dices que es una mujer de postín?’. ‘Bueno,
no exactamente. Lo que digo es que se codea con gente importante y eso es muy
positivo para mí porque además de cubrir los gastos que hacemos en casa de
mamá, ya sabes que mi exesposo vuelve a estar sin empleo y tengo que ayudarle’.
‘No sé cómo aguantas, de verdad. ¿No te das cuenta de que vive a tu costa?’.
‘Oye, no empieces fastidiando, tengamos la fiesta en paz’. ‘Perdona, es
que me crispa los nervios. ¿Necesitas dinero?’. ‘No, sólo tu complicidad’.
Almorzaron en su restaurante favorito una hamburguesa de doble piso, miraron escaparates,
eligieron regalos para la familia y se pasearon por las calles luciendo un
extravagante sombrero de moda. Lo pasaron bien, pero de vuelta a Elberta, una horrible
pesadilla arruinó cada segundo de felicidad. Su madre, encendiendo un pitillo
con otro, esperaba en el porche. ‘Mami, ¿qué pasó? –dijeron ambas–. ¿Te
encuentras bien?’. ‘Ha venido la policía y me ha hecho unas preguntas
muy raras. Querían hablar con Beth –articuló con trabajo–, han dejado
este número, tienes que llamar cuanto antes sin falta’. ‘Bueno, a ver,
cuéntanoslo desde el principio’. ‘Ya os lo he dicho. ¡Ay!, tiene que ser
muy gordo para que vengan a buscarte. Igual con esos líquidos raros que echas a
la madera se ha envenado alguien. ¡Qué dirán los vecinos!’. ‘Joder,
mamá, menudos ánimos’. ‘Trae –Helen Wyner le arrebató el papel de
las manos a su madre–, yo marco’. ‘Han insistido en que lo haga ella’.
Helen, antes de ponerse el teléfono en la oreja, preguntó: ‘¿Todavía no ha traído
a la niña…?’. Pero, desde entonces, han pasado ya muchas lunas.
De este capítulo me gusta el estilo tan cinematográfico de narrar las escenas: pastillas que se arrojan al retrete, autobús que rompe el sosiego de la noche, chavales atemorizados en manos de un loco... Y, por encima de todo, ese espíritu tuyo tan estadounidense. Así que, me quito el sombrero.
ResponderEliminarLa verdad es que te dan ganas de sacarte un pasaje con destino Alabama. Chapeau.
ResponderEliminarY ahora a esperar el cuarto quince días! Bueno, lo bueno se hace desear! Gracias!
ResponderEliminarTienes el arte de mantener en vilo a tus lectores, no contenta con la trama del asalto al colegio, nos metes ahora un personaje que se las promete dado sus prolegómenos.
ResponderEliminarTu también nos secuestras.
En mis circunstancias actuales me cuesta leer, aunque me lo pones fácil. Tu narración y la forma de hacerlo, que me fascina, es como una tierra inexplorada que debo cruzar sin ayuda de mapas... y eso te engancha.
ResponderEliminarGracias Mayte, eres mi "oasis". Besos.