18.
‘No te preocupes –digo a
Georgia, animándola por videollamada puesto que los últimos ciclos de quimio están
siendo agresivos para un organismo tan castigado–, te quedas al frente del Fuerte
junto a Steven, os mantendremos informados. Si estáis apurados pedid ayuda y
que manden a alguien de Winona, allí siempre sobra gente’. ‘¿Acaso no
nos crees capaces de manejar la situación nosotros solos?’. ‘¡Por
supuesto que sí! –reímos a carcajadas–. ¡Menuda eres tú!’. ‘Oye,
tu protegido es un crack’. ‘Sabía que no me equivocaba’. ‘¿Qué
tal el vuelo?’. ‘Largo y pesado. Hemos tenido de todo, incluso un amago
de aterrizaje forzoso que resultó ser una falsa alarma. El comandante creyó que
uno de los motores se había incendiado, pero al parecer fue un reflejo deslumbrante
tras el impacto de un pájaro que se desintegró’. ‘Puedo imaginar vuestras
caras’. ‘Uf, mejor ni las describo’. ‘Todavía no habéis averiguado
nada ¿verdad? Hasta donde hemos podido indagar no consta su nombre en ninguno
de los transportes que llevan a Chiribiquete’. ‘No, acabamos de instalarnos
en el motel de San José del Guaviare. En cuanto descansemos iniciamos la
búsqueda’. ‘¿Qué ambiente hay?’. ‘Muy relajado. Aquí la vida se realiza
prácticamente en la calle excepto para comer, dormir y otras necesidades
básicas. La mayoría de los senderos son de barro. Sorprende ver destellos de alegría
en los rostros de los niños teniendo en cuenta que muchos de ellos rozan el
umbral de la pobreza’. ‘La mayor parte de la población es agropecuaria,
¿verdad?’. ‘Exacto’. ‘En fin. Quizá si reúnes datos podamos
presentar un informe para que la central lo lleve hasta Naciones Unidas’. ‘Eso
sería fantástico’. ‘Markel, ha llamado Margot Garland’. ‘¿Y qué ha
dicho?’. ‘Pues que tenéis arreglados los permisos, y orden en el
consulado para que os proporcionen todo cuánto os haga falta. Ah, y que la
localices en caso de complicaciones’. ‘Estupendo. Mañana, en cuanto
amanezca, partimos’. ‘Tened cuidado, por favor’. ‘Tranquila, que
no te vas a librar de nosotros tan fácil. Por cierto, apunta el teléfono y la
dirección del abogado que llevó el caso de mi compañera. Si quieres ir
adelantando pide cita, o bien, cuando regrese te acompaño. Como prefieras’.
‘Lo pensaré…’. El deseo de una ducha caliente se esfuma en cuanto compruebo
que por el caño del grifo sale un chorro turbio y espeso. Bajo a recepción y
una voz melosa me informa de que ese servicio no está incluido en el precio contratado,
por tanto he de pagarlo a parte.
La
alarma despertador en mi reloj de muñeca parpadea a la vez que emite un pitido parecido
al de un radar de largo alcance. Son las 4 a.m. y, aunque el ventilador del techo
ha funcionado todo el tiempo, hace un calor sofocante, nada que ver con la
temperatura de Minnesota. El apagón del alumbrado público aumenta más la
negrura de la noche cuyo efecto óptico confunde las sombras deformes con la
boca del lobo. Portando la mochila, mi acreditación y un montón de mapas con
coordenadas que no entiendo, atravieso la estrecha galería adonde dan las
habitaciones en su mayoría vacías. En la planta baja, al final del pasillo, hay
un sillón de madera oscura y un par de mecedoras a juego, ocupadas por dos
mujeres aguardando quizá para realizar el check-in. ‘Good morning, muchachos’.
‘Tío, estas no son horas de sacarnos de la cama –dicen ambos muertos de
sueño–. No tienes compasión, Markel’. ‘¿Estáis listos? –ignoro el
comentario que encajo como broma–. Hay un coche esperando, igual viene a recogernos’.
‘Oye, un momento: estamos hambrientos, desde ayer en el almuerzo no hemos
probado bocado y habría que desayunar algo’. ‘¿Quién hay en el mostrador?
–pregunto–. A ver si nos pueden preparar unos bocadillos’. ‘¡Pero
date cuenta dónde nos hemos metido –exclaman–, que hasta las puertas no
tienen cerrojo!’. ‘Vámonos, seguro que encontramos algo abierto’. El
taxi, tres horas después, conducido por un latino que habla sin descanso, entra
en el término de Calamar, municipio del departamento del Guaviare, poblado por
campesinos e indígenas que mantienen la economía criando ganado ya que sus tierras
de color rojo no son muy fértiles para el cultivo. Sospechamos que ahí tampoco
encontraremos a alguien que nos diga qué hacer o cómo empezar. Pero, para sorpresa
nuestra, en el puerto, representantes de algunas ONG medioambientales nos reciben
con manjares que saciarán los rugidos de las tripas. Es la primera vez, al
menos en mi caso, que pruebo el casabe de yuca, un pan tradicional, crujiente,
delgado y circular que es parte de la dieta colombiana diaria. Para darle fin a
la bandeja paisa compuesta por arroz, frijoles, carne molida, chorizo,
chicharro, huevo y aguacate, hay que tener muy buen estómago y nosotros contamos
con ello. Como broche final traen una macedonia de frutas tropicales donde
predomina el chontaduro. De modo que, con el buche lleno, nos dividimos en dos
grupos. William, a bordo de una lancha llamada aquí “voladora”, remontará el
río Apaporis hasta las confluencias del Macayá y Ajajú para llegar al macizo
norte de la Serranía de Chiribiquete. De la zona sur me encargo yo sin descartar
una inspección exhaustiva por El Estadio. Mientras tanto, Jeff se queda en el
muelle dándonos cobertura.
En
cuanto tome altura el helicóptero al que subo tiene todas las papeletas de
partirse en mil pedazos. Sin embargo, aguanta y me regala unas vistas
espectaculares de la selva tropical y bosques de galería delineados con el
color vino tinto de los afluentes que soportan una fuerte carga de taninos. Descendemos
para sobrevolar la zona frecuentada por excursionistas a pesar de insistir que la
persona a la que buscamos ha ido a investigar y no por ocio. Además, pienso que
es imposible distinguir a nadie ahí abajo. El piloto, manteniendo el aparato estable,
me cuenta que a veces los exploradores montan campamentos en el centro de
alguna meseta que esté por encima de 600 metros sobre el nivel del mar, y que bajar
de ahí es muy peligroso ya que son superficies de piedra con cañones verticales
cuyo riesgo conlleva caer al vacío. Eso todavía me tranquiliza mucho menos. Dos
horas y media después, habiendo inspeccionado el terreno y comprobado la gran
dificultad que supone visualizar un cuerpo quieto o en movimiento en un espacio
frondoso, decidimos volver a Araracuara donde me informan que mis compañeros
tampoco tienen noticias esperanzadoras. Hacia el suroeste, en un bote
rudimentario que tolera el peso del lanchero, su segundo y el mío propio, navegamos
el río Yarí. Reconozco que mi máxima preocupación es quedarme lo más alejado
posible de los bordes y estar muy atento por si de repente aparece algún
cocodrilo que pueda pegar un bocado en cualquier punto de la eslora y hacernos
caer al agua. Pero, como ha ocurrido otras veces, es Glenn Clemmons, y en esta ocasión
su recuerdo quien me salva de los miedos que contraen los latidos del corazón.
Hace
años que decidimos pasar juntos la víspera de Acción de Gracias siguiendo un ritual
fundamentado en tres costumbres que para nosotros son importantes: mantener la
chimenea encendida por muy borrachos que estemos de brandy, ser humildes en
nuestra actitud frente a la vida y honrados a la hora de hacer la lista de
aquellas cosas por las que nos sentimos afortunados y profundamente
agradecidos. Me vienen a la cabeza episodios inolvidables de toda nuestra
trayectoria, opiniones desnudas de prejuicios y conversaciones vehiculadas
hacia lo más sencillo del ser humano: tratar de mejorar como especie. Considero
que soy un tipo fuerte aunque con determinadas parcelas endebles de salud. Pues
bien, el cuarto miércoles del noviembre anterior, celebrando en casa los dos
solos nuestra particular ceremonia de Acción de Gracias, con las lumbares
doloridas y a veinticuatro horas de disfrutar en familia del gran pavo que
siempre prepara mi madre, con su famoso relleno hecho de pan de maíz y salvia,
y su misteriosa salsa de arándanos cuya receta no se la cuenta a nadie, Glenn
me hace la siguiente pregunta: ‘¿Crees en Dios?’. ‘No –respondo,
más que convencido, resignado–. ¿Y tú?’. ‘Tampoco, y reconozco que es
un salvavidas para aquellos que tienen fe y dan sentido a su existencia, pero no
me creo esa historia tal y como nos la han contado’. ‘Ya, eso lo dices
ahora que te mantienes sobrio –guiño un ojo–, veremos qué piensas
después de que nos bebamos todo esto –señalo las botellas que hay sobre la
mesa–. Fíjate, hubo un tiempo en que Alaia y yo tratamos de profundizar en
el porqué de nuestras no creencias y para ello asistimos a ceremonias y charlas
con el pastor de la iglesia recomendada por unos conocidos suyos, incluso nos
introdujeron en la filosofía del “Mindfulness”, con sus prácticas de relajación
y de meditación orientada hacia lo religioso. Aunque, quizá por nuestro carácter
inquieto nunca conseguimos integrarnos’. ‘Te voy a contar algo y no lo
he hecho antes porque sabía tu reacción’. ‘A ver –digo, mientras
reparto el puré de patata con textura rústica–, dispara pero apunta bien que
ya tengo una edad para que me dejes malherido’. ‘He rechazado un puesto
importante en el ministerio de Recursos Naturales en Canadá’. ‘¿Te has
vuelto loco? Es una gran oportunidad’. ‘Para nada, es que no me veo sujeto
a un horario y a una disciplina de la que siempre he huido’. ‘Bueno, no
sé. Analizándolo tiene más ventajas que inconvenientes’. ‘El mayor beneficio
es en lo económico, no te lo discuto, pero de haber aceptado implicaría dejar
de colaborar con vosotros en The Climate Reality Proyect, y eso para mí es muy
triste. El dinero no lo es todo y mejor que tú no lo sabe nadie’. ‘Tus
palabras te honran, amigo’. Ahora, rememorando ese momento o cualquier otro
con él, de pensar si estará herido, amenazado por los depredadores o tendido inconsciente
en alguna cueva donde se halla refugiado y sea de difícil acceso, los nervios
me juegan la mala pasada de la impaciencia que casi siempre se convierte en arma
arrojadiza.
El
patrón indica que me ajuste bien el chaleco salvavidas ya que tenemos que
atravesar unos raudales peligrosos, con tramos en los que, para no volcar, hemos
de bajar de la lancha y cargar con los víveres. Por fin, a pesar de mucho sudor
frio y enorme miedo avistamos la ribera donde William y Jeff aguardan mi llegada.
‘¿Qué hacéis aquí?’. ‘Steven y Georgia han descubierto que se adentró
a pie por la frontera sur –escucho con atención al que habla–, y no
estamos dispuestos a dejarte solo y malgastar dinero y esfuerzos en explorar una
zona donde ya sabemos que no ha ido’. ‘¿Y los especialistas no están?’.
‘No tardarán’. Y así es, aparecen seis personas: dos escaladores, dos
activista de World Wildlife Fund Colombia, un socorrista y el guía
baqueano quien avisa de la existencia de boas y jaguares para lo que es fundamental
no perder la calma y dejar que ellos manejen la situación. Emprendemos la
marcha. Impresionante cuando nos topamos con una palmera gigantesca de diversos
brazos que parecen apuntalarla. Cuentan que se llama “el árbol que camina” porque
a medida que el terreno se erosiona crecen raíces nuevas y largas que
encuentran un suelo más sólido, por eso va cambiando de lugar y da la sensación
de que se desplaza. El siguiente espectáculo son unas maravillosas pinturas rupestres
de nuestros antepasados, lástima que se estén desgastando a consecuencia del
humo de la deforestación y de la filtración de agua entre las rocas. Subimos
acojonados por una ruta estrecha y empinada hasta que deducimos que el ruido
ensordecedor es de los monos aulladores. Llegamos a una cima y damos con una inmensidad
verde que se pierde en el infinito, nunca había visto tanta belleza esparcida ante
mis ojos. Más allá, con los pies recalentados y a punto de deshidratarnos
optamos por hacer un alto en la entrada de un túnel con la temperatura más fría
y dormir bajo una cobija de lana tejida a mano en un poblado indígena. Tras cinco
días de intensa búsqueda y cuando la confianza empezaba a flaquear, un débil lamento
hizo que nos detuviéramos en una gruta. El primer reclamo son los restos de un campamento
con las brasas aún calientes, además de latas de cerveza vacías, una cantimplora
sin agua y alguna herramienta multiusos de la marca Leatherman. Al
fondo, donde la oscuridad se funde como una tela de araña con poder para
apresarte, Glenn Clemmons enciende y apaga una linterna sin apenas batería. Al examinarlo
vemos que tiene un tobillo lastimado y una rodilla en muy malas condiciones. El camino de regreso hasta San José del
Guaviare es duro, pero reconforta la certeza de saber que pronto estaremos en
casa y con un excelente material del Parque nacional natural Sierra de Chiribiquete
y reportajes visuales que nuestro científico ha realizado.
Me gusta mucho cómo nos llevas por Chiribiquete y la forma tan descriptiva que usas para darnos toques de atención ambientadles. Sigue adelante, nena. Vas bien.
ResponderEliminarEsta vez no me he podido resistir y he buscado la Sierra de Chiribiquete y me sale en Calamar, Guaviare, Colombia.
ResponderEliminarQué vegetación!!! Qué farallones!!! Dan ganas de ir a conocer esa zona que sino es por ti no la hubiese oído nombrar nunca.
Gracias.
Un remanso de paz en la lectura
ResponderEliminarQue maravilla viajar de tu mano, me transportas realmente a esos lugares.Gracias. Besos
ResponderEliminarTu escritura es "como una tela de araña con poder para apresarnos"... Gracias, Mayte. Besos.
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