domingo, 25 de abril de 2021

No puedo respirar

17.

Es noche cerrada. William y yo conducimos por las calles desiertas de Rochester donde la luz atenuada de cada casa ofrece un paisaje propio de la estación invernal de enero. Alejado de la autopista 52, por un camino estrecho, aunque rodeado de mucho verde, se accede a Midwest Bible Baptist Church, donde aún quedan destellos de la celebración histórica que ha marcado la jornada en nuestra nación, especialmente en la comunidad migrante con la llegada de la vicepresidenta de los States United of American: Kamala Harris. Miembro de la Tercera Iglesia Baptista de San Francisco, aunque en la infancia también asistió a un templo hindú. Recibió una exquisita educación y valores fundamentados en la equidad entre ambos sexos donde los derechos y las obligaciones sean proporcionales para todos. De madre india tamil y padre jamaicano, ha desempeñado cargos de relevancia llegando a ser fiscal general de California y posteriormente senadora del mismo estado. Sin apartar la vista de la carretera ni del retrovisor, me vienen a la memoria los nombres de algunas personas que hoy estarían orgullosas de sentirse representadas por ella, entendiéndolo como un triunfo de todas. Por ejemplo: la activista afroamericana Rosa Park que se negó a ceder el asiento a un blanco y moverse a la parte trasera del autobús, o la adolescente de 15 años Claudette Colvin, que nueve meses antes precedió a la anterior haciendo lo mismo. Así como la escritora Susan B. Anthony luchadora incansable en el siglo XIX por el derecho al voto femenino, o la reconocida abolicionista y oradora Lucy Stone que se convirtió en la primera estadounidense que obtuvo un grado académico y mantuvo su apellido después de casarse con Henry B. Blackwell, en protesta contra las leyes discriminatorias. Y, por supuesto, también, a cientos de miles de voces anónimas, intimidadas, mujeres que con esfuerzo, perseverancia, capacidad de gestión y mucho sentido común no cejan de reivindicar una igualdad que parece estar siempre en construcción.
          Steven –Jeff rompe el silencio–, explica lo que has descubierto, por favor’. ‘La verdad es que ha sido un golpe de suerte porque uno de mis amigos pertenece al grupo estudiantil Fridays For Future y ha estado muchas veces en la Serranía de Chiribiquete, por tanto, la conoce muy bien –Georgia abre la puerta con ímpetu, como lo haría una ráfaga de viento, el chico se azara y ella resta importancia dedicándonos una de sus amplias y luminosas sonrisas–, así que se me ha ocurrido pedir su opinión respecto a la desaparición del colega al que buscáis’. ‘¿Alguien quiere un café? –pregunto para darle oxígeno–. Perdona la interrupción, continúa’. ‘Dice que puede estar atrapado en El Estadio: un laberinto espeso en forma circular con tejido de bosque, lo cual no es buena noticia ya que ahí no está todo explorado, o tal vez fuera al macizo norte, el de mayor elevación, pero tened en cuenta que también hay montañas rocosas, cascadas, lagunas, humedales y selvas donde aún nadie se ha atrevido a penetrar. Por lo general los equipos de salvamento encuentran señales de SOS de gente atrapada a la que rescatan’. ‘¿Tenemos mapas del sitio? –rápido extienden uno–. William, lee los correos que Glenn ha enviado hasta el momento, quizá hayamos pasado por alto algún detalle significativo’. ‘Incluso, dice que –prosigue–, por su complicada orografía sólo se accede en helicóptero, aunque a la zona sur del parque se llega por río desde Araracuara’. ‘Jeff, ¿en nuestra web puede haber subido alguien experiencias vividas allí que arrojen algo de luz?’. ‘Es probable. Ahora mismo lo compruebo’. ‘Si me permitís otra sugerencia –interviene con timidez–, he pensado que tal vez preguntando a las empresas encargadas de ambos transportes averigüemos cuál de ellos cogió’. ‘Steven –su expresión es como de esperar una regañina–: buen trabajo, muchacho’. Entre el caos al que estoy acostumbrado en mi mesa encuentro las direcciones del líder The Climate Reality Proyect en América Latina, de la Embajada de Estados Unidos en Colombia, así como la tarjeta de Margot Garland, la persona que con tanta amabilidad me atendió en la central de nuestra organización en Washington D.C. Así pues, redacto un e-mail para ponerlos al corriente de la posible pista que conduzca hasta el paradero del compañero y la petición de nuestra inmediata partida.
          Markel, ¿cuándo pensabas decirnos que preparas un viaje a Colombia? Los de arriba me presionan porque no les parece correcto que andes viajando de un lado a otro. Recién has vuelto de Nueva York, ¿acaso no puedes esperar?’. ‘Estas circunstancias son muy especiales, ha desaparecido el científico Glenn Clemmons y no sabemos en qué condiciones estará. Así que, no me vengas con discursos de propaganda barata. Lo haría por cualquiera en su misma situación –digo a mi jefe–. Oye, sabes que si él ha ido es porque nosotros se lo hemos propuesto’. ‘Hombre, no fastidies –me corta raudo–, también le interesa mejorar su currículum haciendo esos reportajes que después vende muy bien en revistas especializadas. Por tanto, no es altruismo todo lo que reluce’. ‘Respeto tu opinión. Sin embargo, no la comparto. Aun así, y al margen de los motivos personales que le empujan a realizar según qué trabajos, en estos momentos la única prioridad es que si está jodido necesita ayuda y yo se la voy a proporcionar. No olvides que arriesgando su propia vida fue el primero en encabezar la expedición que salió a buscarnos cuando nos perdimos en el Valle de la Muerte, en California y ahora no sería justo darle la espalda. Dicho lo cual, aunque no tenga tu apoyo, cueste lo que cueste, pienso encontrarle’. ‘Tienes agallas, ¡eh! Bueno, deja que haga un par de llamadas y vea cómo está la situación por allí. Hará falta un permiso específico para salir del país y entrar en territorio sudamericano. Elaboremos un informe haciendo hincapié en la urgencia de dar con el paradero de nuestro compatriota para traerlo de vuelta. No obstante, si finalmente, por cualquier obstáculo burocrático no puede ser, abstente de hacer locuras por tu cuenta’. ‘Tú, consíguelo’. ‘¿Cuánto lleva sin comunicar con vosotros? ¿Notaste algo cuando hablaste con él? No sé: miedo, desesperación, sospechas, corazonada… Haz memoria, todo sirve’. ‘No, ya te he dicho que sólo preocupación por si las autoridades le impedían salir de allí. Date prisa, por favor’. ‘Debo seguir un protocolo, y lo sabes’. Días después nos dieron vía libre para iniciar el periplo con el respaldo internacional de nuestra organización, asumiendo casi toda la responsabilidad Margot Garland. En el área de embarque William, Jeff y yo estamos a punto de pasar once horas metidos en el avión que aterrizará en el Aeropuerto de El Dorado, a ocho millas de Bogotá, donde alquilaremos un carro que nos llevará hasta San José del Guaviare y, una vez ahí, cumpliré con mi palabra de recoger las pertenencias de Glenn y saldar su cuenta en el hotel del municipio de Calamar.
          Reconozco que tengo fobia a las alturas desde que una vez Alaia y yo íbamos de vacaciones a Canadá y nos quedamos suspendidos a merced de la nada, sobre un suelo de nubes esponjosas convertidas en fuerte tormenta que casi parte en mil pedazos el chasis de la aeronave. Por eso, y desde entonces, acostumbro a no moverme del asiento, cerrar los ojos e inventar fórmulas que distraigan mi cabeza del presunto peligro. A mi lado duermen los compañeros después de haber terminado hasta la última pizca del catering elegido por la compañía y, a juzgar por su profunda respiración, se deben de estar reconciliando con algún hermoso sueño. Mientras, separados por el pasillo y alterando el sagrado espacio de la siesta, ante la impotencia de unos padres para poner orden, dos gemelos de corta edad se pelean por una caja de lápices de colores que les dieron al subir a bordo. Los auxiliares de vuelo retiran las bandejas y aprovecho para pedir una botella de agua con hielo que me traen junto al StarTribune –de los pocos periódicos que todavía quedan en papel–. Abro las páginas centrales y leo el recordatorio de la siguiente noticia: en la cordillera del Himalaya, al pie del Nanda Devi, segunda montaña más alta de la India, se desprende un glaciar que ha provocado una avalancha de rocas, agua y hielo llevándose a su paso algunas casas y reventando dos presas en construcción. Se teme por la vida de cientos de obreros que trabajaban en ellas y de quienes han quedado atrapados en uno de los túneles anegados. Un ambientalista afirma también que la irrupción de carreteras, ferrocarriles y centrales eléctricas en zonas ecológicas muy sensibles, así como el aumento global de las temperaturas propician en gran medida dichas catástrofes. Un lugareño declara que algo iba mal cuando el suelo temblaba igual que en un terremoto. Se prevé que, a lo largo del día, aumente el número de fallecidos y de heridos, así como el enterramiento de varios pueblos que pasarán a engordar la estadística fantasma de alguna supuesta base de datos. Hago memoria y rescato la existencia de un precedente en 2013, cuando las fuertes lluvias del monzón de verano causaron más de 6.000 muertes a consecuencia de las grandes inundaciones que hubo en Uttarakhand. Pero lamentablemente no hemos aprendido nada y me apena el poco caso que hacemos a los glaciólogos con respecto al deshielo porque hemos connaturalizado el ejercicio de no escuchar a quienes alertan de la urgencia de un cambio de comportamiento individual y colectivo, así como de la aplicación de ciertas políticas capaces de soldar determinadas grietas todavía reparables. En la portada del diario las calles de Minneapolis se preparan para el juicio contra Derek Chauvin, acusado de asesinar a George Floyd.  Reclino el respaldo, miro por la ventanilla y el horizonte se parece a una capa de nata montada que irradia infinita paz. Sin embargo, la preocupación y los verdaderos motivos que nos traen hasta Sudamérica hacen que no pueda relajarme y esté inquieto por el paradero de mi gran amigo Glenn Clemmons.
          Aterrizamos a la hora prevista. Durante el vuelo todo iba bien hasta que algo ha impactado contra el aparato y por megafonía han pedido que nos abrochásemos los cinturones, menos mal que sólo ha quedado en un pequeño susto. Cuesta trabajo acostumbrar los ojos al paisaje escalonado de casas apretadas tan diferentes de Rochester a las que estamos habituados. Pasamos por delante de un merendero con techo de uralita donde la gente, a la caída de la tarde, se agolpa con un vaso de Arrechón en la mano y el corazón contraído por si mañana no llega nunca. A la izquierda de la carretera y dentro de un área perimetrada con alambre, se levanta una especie de vertedero donde encuentras de todo. El chofer que nos lleva dice que algunos sicarios esconden ahí su colección de revólveres. Nuestros rostros muestran cansancio y todavía faltan más de doscientas millas para llegar al destino. ‘Oiga, ¿esto es muy largo? –pregunta William al que no le gustan nada los espacios bajo tierra–. Me estoy mareando’. ‘No –asegura el conductor–. ¿Saben por qué este subterráneo se llama Túnel Argelino Durán Quintero?’. ‘Ni idea’. ‘Pues en honor al ingeniero, académico y político colombiano del mismo nombre que murió de un ataque cardíaco mientras era secuestrado por el Ejército Popular de Liberación. Cuando lo inauguraron el país entero se sintió orgulloso de la obra’. Es fantástico salir de la luz artificial y volver a ver el espacio abierto y la carretera custodiada a ambos lados por la vegetación mayoritariamente verde. Enseguida comprendemos que el transporte nos va a costar más del precio acordado, puesto que, conforme pasamos por diversos peajes tenemos que sacar la tarjeta de crédito. Contemplamos con absoluta admiración el horizonte recortado por las montañas de las que parece salir bocanadas de humo. Bordeamos la falda de alguna de ellas y nos sentimos intrusos, forasteros que vienen a infringir la composición de su hábitat. Avanzamos con lentitud por la carretera llena de curvas, distinta también a las de los Estados Unidos que por lo general son rectas interminables. El último tramo, antes de la meta final, es por un departamento donde queda de manifiesto el escaso poder adquisitivo de los pobladores que resisten en él entre chapas y al amparo de la generosa naturaleza. San José del Guaviare nos recibe con todo su esplendor y el personal del hostal también. Saco una clave y número de usuario y lo primero que hago es conectarme y leer los e-mail por si hubiera noticias de Glenn, pero la mayoría son de publicidad. Antes de cerrar la sesión veo que la compañera de la escuela a la que escribí ha respondido facilitando la dirección y referencias del abogado que llevó su caso de custodia. En cuanto me dé una ducha, llamo a Georgia.

4 comentarios:

  1. Enhorabuena por esto y por lo que tú sabes. Un beso, nena.

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  2. Este relato está siendo, entre otras cosas interesantes, un cuaderno de viajes.
    Menuda panzada a visitar sitios me estoy dando, es que los veo como si estuviese allí con tus descripciones.
    Gracias.

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  3. Una delicia poder viajar de tu mano a estos maravillosos lugares y situaciones. Gracias. Besos

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  4. Entre los muchos poderes de la lectura está el de compartir escenas nunca vistas y emociones jamás sentidas.
    Gracias Mayte por hacerlo posible.
    Besos, escritora.

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