10.
En la vida todos tenemos metas que
ponen a prueba nuestra capacidad de superación diaria, así como emotivas
circunstancias que miden el grado de solidaridad con los demás y el entorno. Pero,
fundamentalmente, lo que marca el rumbo de cada uno es conseguir determinados
objetivos. Pues bien, el del río Mississippi es alcanzar el océano Atlántico y,
para ello, desde St Louis a la desembocadura se convierte en una potencia imparable.
La lancha motora nos lleva a otro embarcación más grande donde encontramos a gente
de Greenpeace cuya misión es igual a la nuestra: comprobar las condiciones en
las que se encuentra la zona muerta. ‘¿Sabías que las tortugas caimán buscan
aquí un lugar tranquilo donde refugiarse –dice Glenn Clemmons– hasta que
amaina la crecida? Suelen pesar unas 177 libras y su caparazón es semejante a una
roca de tal forma que cuando se quedan quietas parecen una más del fondo. En la
punta de la lengua tienen un apéndice en forma de gusano que utilizan como reclamo
para llamar la atención de sus futuras presas. Permanecen con la boca abierta y
si algún sabroso ejemplar se acerca lo suficiente cierran el hocico a gran
velocidad atrapándolo’. ‘Ni idea –respondo, mientras fumamos un
cigarrillo apartados de los demás–. ¿Son carnívoras?’. ‘Sí. En
cautividad pueden consumir pollo, roedores, cerdo…’. ‘Joder, pues habrá
que tener mucho cuidado. Oye, ¿bajamos primero nosotros y después el resto?’.
‘De acuerdo’.
La
sensación de agobio no es sólo por ir enfundado en el traje de buceo, lo es
también por la cantidad de residuos de todo tipo que habremos de sortear para
no enredarnos en cualquier trampa de difícil salida. Antes de bajar, Nelson se
asegura de que llevemos las botellas de aire comprimido bien colocadas. ‘Escuchadme
–Georgia suena solemne– al menor peligro, subid. ¿Queda claro? Nada de
hacerse los héroes de la testosterona, ¿entendido?’. ‘¡A su orden –imitamos
el acento venezolano–, señora!’. Glenn, experto buceador, mueve su
cuerpo con destreza apartando el laberinto de algas y la alfombra de peces
muertos que van a la deriva. Aunque llevamos un equipo muy sofisticado con
sistema electrónico para conectar con la superficie, he tenido que aprender lo
más básico del lenguaje de signos. Un total de nueve personas, tres de ellas a
la cabeza, nos movemos por el agua turbia temerosos también de chocar con el sensor
que los científicos han sumergido para medir los niveles de oxígeno en el Golfo
de México. Nunca tienes una idea aproximada de la magnitud de algo hasta que no
estás delante y eres consciente de lo mal que están las cosas y el daño que se
le hace a los ecosistemas. La dificultad de llorar dentro del visor de goma
impide que lo haga, ya que ser testigo del siniestro espectáculo observando las
cantidades de crustáceos aniquilados por culpa del microplástico invadiendo su
hábitat y que se aloja en sus estómagos, es lamentable, vergonzoso y una prueba
tangible de nuestra mala actuación. Uno de los investigadores consulta a menudo
su computadora para no superar los límites de seguridad. Eso, quieras que no,
en un novato como yo, acojona. Anoto la frase “el festín de basura está servido”
que un miembro de la ONG lleva escrito en su pizarra acuática. No sé por qué,
en tales circunstancias y con alarmantes pinchazos en el pecho, me viene a la
memoria el primo Andoni y su estrecha relación con la naturaleza. Así como mis
raíces en Herboso, el poder de mi madre arrastrándonos a todos a USA y el alto
precio pagado por Alaia al seguirme. Es como si de repente todas las emociones
emergieran desde algún recoveco de la memoria que lucho por mantener en
barbecho. En mi afán de ubicar el horizonte abro tanto los ojos que me escuece
el lagrimal. Sobresaltado, al rozarme algo por la izquierda, imito la
flexibilidad de los reptiles y rápidamente me aparto, pero veo a Glenn haciendo
señales: primero con el puño cerrado y levantado a la altura de la cabeza, lo
que quiere decir que nos quedan sólo cincuenta bares de presión. Y segundo con el
pulgar hacia arriba que descifrado en lenguaje verbal significa que debemos
ascender. Sin perder de vista a mi compañero controlo el aire que indica el manómetro
repitiéndome una y mil veces que no puedo dejar de respirar. También observo
que las burbujas que genero al exhalar siempre vayan por encima de mí y yo a
menor velocidad que ellas. Tras algunos minutos interminables en los que pensé acabar
arrollado por un buque de lujo, salimos a la superficie, nos colocamos frente a
la embarcación y sacamos el brazo tocando nuestras cabezas para confirmar que
todo ha ido bien. En el segundo grupo baja William encargado de realizar el reportaje
fotográfico que aportaremos a nuestro informe.
Ya,
en cubierta, y liberado del traje, me dicen que Georgia está acostada en un
camarote porque ha sufrido una extraña crisis. Es decir: vómito, mareo, escalofríos
y malestar general relacionado todo con la quimioterapia. ‘Oiga, en esas condiciones
la mujer no puede seguir navegando –grita el capitán por encima de un ruido
ensordecedor que no sé de dónde procede–. Así que, he avisado a la Guardia
Costera para que sea trasladada a tierra’. ‘Gracias, y le pido perdón
por las molestias que le hayamos podido ocasionar’. Tres horas después, y todavía
muy preocupado por la fragilidad de mi amiga, una patrulla de la oficina del sheriff
de Nueva Orleans nos deja en The Andrew Jackson Hotel. ‘¿Necesitas
algo? –susurro casi al oído–. ¿Vamos a un hospital?’. ‘No, en
cuanto duerma se pasará. No te asustes’. No lo estoy, aunque sí siento
impotencia. ‘Voy a coger unas cosas de mi habitación y vengo enseguida’.
‘No hace falta, de verdad’. ‘Da igual lo que digas, dormiré en el
sofá’. Así lo hago. Cuando entro, sigiloso para no despertarla, observo que
su respiración es profunda. La luz atenuada de la pantalla del portátil ilumina
el rincón del suelo donde me pongo con las piernas cruzadas. Conecto al
servidor y rápidamente saltan varios e-mails de Jeff con asuntos pendientes de
aprobación y otros por resolver que no son competencia mía. El abrir y cerrar
de puertas, las pisadas amortiguadas en la alfombra, el frenazo en seco del ascensor
y el maldito generador que no deja de funcionar en ningún momento, son piezas
fundamentales para mantenerme despierto, pero la tensión vivida puede más y me
impide mantener los párpados abiertos. ‘Markel, Markel –escucho entre sueños–,
Joe Biden ha ganado las elecciones’. ‘¿Qué te pasa? ¿Dónde estamos?’.
‘Eh, compañero, vuelve. He pedido que nos traigan el desayuno’. El olor
a café y huevos revueltos con beicon hicieron que rugiera mi estómago hambriento.
‘¿Es oficial?’. ‘Bueno, digamos que sí. Suma dos más, los estados de
Pensilvania y Nevada, con lo cual la victoria es histórica. El pueblo americano
ha desatascado sus tuberías’. ‘Menudo susto nos diste ayer. ¿Cómo te
sientes?’. ‘Rebosante de vida. ¿Éstos saben que hemos dormido juntos?’.
‘No lo sé, y me importa un bledo. Pero no, si lo que te preocupa saber es si
hemos compartido cama, no lo hemos hecho’. ‘¡Qué tonto!’. El viaje
de regreso lo realizamos tras sortear distintos obstáculos a consecuencia de
las restricciones de movilidad que sufre el país.
En
la oficina vamos a todo gas procesando el material que hemos traído. La
presencia de los jefes eufóricos y esperanzados para que el traspaso de poderes
entre la administración republicana y demócrata sea lo más rápido posible y
Estados Unidos vuelva a incorporarse al tratado de Paris, es el preámbulo de
que The Climate Reality Proyect tiene mucho que aportar con su
experiencia y por consiguiente nuestra actividad será mayor. Sin embargo, su
visita se debe a otro motivo. ‘Atxaga –no se acostumbran a mi nombre–,
cuando acabes con eso ven fuera que queremos comentarte algo’. ‘Enseguida’.
Apoyados en el capó del automóvil y tras un intercambiar palabras de cortesía sueltan
de golpe: ‘Nos ha llegado el rumor de que Georgia Hardin no está a pleno
rendimiento y, la verdad, ahora necesitamos disponibilidad las 24 horas del día’.
‘No sé nada. Hablad con ella’. ‘Hombre, tú eres el interlocutor entre
la dirección y el personal’. ‘No, soy uno más. Además, no sé qué
os habrán contado, pero antes de echar mierda sobre alguien hay que contrastar
e informarse’. ‘Pues a eso hemos venido. No creas que lo hacemos para
tomar represalia, sólo que nos gustaría saber a qué atenernos’. ‘¿Y no
os interesaría más conocer detalles de la zona visitada en lugar de dar crédito
a chismorreos?’. ‘Claro, pero eso ya lo detallaréis por escrito’. Esbozo
una sonrisa irónica y doy media vuelta. No obstante, su comentario me deja
pensativo puesto que, en alguna ocasión, varias personas del equipo arremetieron
contra Nelson acusándole de sacar ciertos beneficios que el resto no teníamos y
llamándole espía del patrón. En cualquiera de los casos lo pienso averiguar.
‘¿Habéis
visto a William? –pregunta Jeff–. No le encuentro por ningún sitio y es
extraño porque la moto está aquí’. ‘Habrá ido a tomar algo’. ‘Qué
va, seguro que se le han pegado las sábanas –apunta otra compañera–. Ayer
cuando me fui aún estaba’. ‘Es muy raro, no ha entregado la tarjeta de
memoria con las fotos que hizo bajo el agua y sin eso no puedo documentar
vuestros datos’. ‘¿Le has llamado al móvil? –me parece lo más recurrente–.
Igual ha salido’. ‘Sí, y está apagado’. ‘Inténtalo al teléfono de
su casa’. ‘No lo tengo’. ‘Pero yo te lo doy’. ‘Nada,
tampoco contesta’. ‘Chicos, ¿de verdad que ninguno de vosotros sabe dónde
puede estar?’. ‘¡Ay!, Markel, lo siento –dice la persona encargada
del mantenimiento–, me había olvidado. Anoche mientras estuve cambiando unos
cables vino a recogerle un taxi y me dijo que en el cajón de su mesa dejaba el
material con una nota para ti’. ‘Gracias’. Apenas dos líneas: viajo a
Portoviejo por asunto familiar, cuando regrese te explico. ‘Qué cabeza la
mía’. ‘No te apures, tranquilo, nos puede pasar a cualquiera. Venga,
todo el mundo a trabajar’. ‘¿Qué pone? –me increpa Nelson–. Tenemos
derecho a saberlo’. ‘Nada preocupante, cosas nuestras’. El día ha
resultado agotador, ni siquiera ha habido tregua para el almuerzo, así que,
impaciente por quitarme los zapatos, cenar ligero y dormir, pongo punto final a
la jornada. A estas horas hay muy poca gente en las calles de Rochester, apenas
algunos vagabundos apostados en la clandestinidad de los callejones oscuros se
sobresaltan con los faros del coche. Todo está tal y cómo lo dejé: la caja de
los cereales destapada, la botella de leche semiabierta en la nevera, un trozo
de pastel reseco y el cesto de la ropa sucia hasta el borde. Antes de poner
orden en la cocina y programar el despertador para las 5.30 a.m. hora en la que
me gusta salir a correr, suena el timbre de la puerta…
Hola Mayte, es impresionante el amplio conocimiento que tienes de la cultura americana, lo narras de tal manera que se vive y nos descubres las entrañas de actividades desconocidas para muchos. compartimos contigo esas vivencias. Un beso
ResponderEliminarCierto: manejas todo lo americano como tu barrio de Lavapiés, palmo a palmo. Para mí lo más importante es la vida que pones en todo y esa facilidad para meter al lector en situación. Sigue, eres un ejemplo a seguir para la profesión. Un beso, nena.
ResponderEliminarNo dejas de sorprenderme con tu amplitud de conocimientos, pues no me cabe duda que, después de investigarlos para tus escritos, quedan en tu memoria atesorados para siempre.
ResponderEliminarHoy con lo de la pesca submarina me has dejado anonadada. Zorionak.
El ritmo narrativo es frenético, imposible de ralentizar la lectura, la pasión que desprende el relato...
ResponderEliminar¡Viva la madre que te parió! Besos.