domingo, 11 de octubre de 2020

No puedo respirar

3.

Bajamos al hall del hotel Harrington, donde aguarda el resto de los compañeros que hemos viajado hasta la capital de los Estados Unidos con la organización The Climate Reality Proyect, para participar en la protesta que a nivel mundial se lleva a cabo en contra de los negacionistas del calentamiento global. Sin embargo, la marea humana que va hacia el Capitolio manifestándose por el asesinato de George Floyd, se cruza en nuestro camino uniéndonos al movimiento Black Lives Matter. ‘Markel, mira aquella columna que se dirigen hacia el Monumento a Lincoln –Nelson Baez, eufórico, señala con el dedo–. Ojalá que la nación entera lo esté viendo’. ‘Seguro que sí –afirmo–. Son muchos afroestadounidense asesinados hasta el momento como para acallar los gritos de repulsa’. ‘Cuánta razón tienes –continua–. Si Martín Luther King levantase la cabeza y viese cómo están sus hermanos, y lo poco que se ha avanzado en empatía y tolerancia desde aquel sueño que tuvo, no sé qué pensaría’. ‘Anoche –digo–, navegando por la red encontré en Mapping Police Violence’. ‘¿En qué?’. ‘Seguro que has oído hablar de ello: es el proyecto que investiga las malas conductas de algunos policías. Pues bien, descubrí que un afroamericano tiene más probabilidades de morir violentamente a manos de las fuerzas de seguridad, que el mayor de los delincuentes por el mero hecho de haber nacido bajo el paraguas de una piel blanca. Hay muchísimos problemas raciales, suceden a escasos centímetros de nosotros, pero como son molestos los apartamos de un puntapié en el trasero. Podríamos preparar un congreso para tratarlo, ¿qué te parece?’. ‘Oye, ¿tú tienes vida más allá de las estadísticas y de los informes sesudos? Porque…’. ‘La tuve’. ‘Perdona –se disculpa arrepentido–, no quería ofenderte’. ‘No te preocupes, no lo has hecho’. Fijaos –interrumpe otro compañero muy nervioso–, hay familias enteras con niños pequeños, abuelos y adolescentes que viven en primera persona el hecho histórico que mañana recogerán en los libros de historia’. ‘Bienvenido al mundo real, querido’. ‘Aguardad un instante, ¿qué es esa avalancha que se mueve por allí? –pregunto–. ¿Una contramanifestación?’. ‘No, es el ejército –afirman por detrás de nosotros–. Vayamos alertas’. Según termino la frase, y sin posibilidad de reacción, cargan violentamente contra todos. ‘Markel, salgamos de aquí’. ‘Esperad que haga unas fotos –tiran de mí– para colgarlas en nuestra página’. ‘¡Deprisa, chicos!, que no lo contamos’. Escapamos por los pelos muertos de miedo. De vuelta al hotel, reconfortándonos con una copa de tequila, alguien me pregunta por Georgia Hardin. ‘No sé por qué no habrá venido, pero estoy de acuerdo con vosotros, está muy rara’. Dije, ocultando los verdaderos motivos que yo sí conocía. A la mañana siguiente, apoyados por ambientalistas y una amplia representación de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana, entonando sus cantos relajantes y pacifistas, marchamos tranquilamente por las calles de Washington colapsando las principales arterias de la ciudad, aunque esta vez no nos vino a disolver el Séptimo de Caballería con su artillería de gases lacrimógenos. Nelson y yo caminamos por detrás de la pancarta cuyo eslogan es: “Estamos a Tiempo De Frenarlo Todo”.
          Un poco antes de irme a Washington, preparando la maleta, encontré en el fondo de un cajón, que apenas abría, la tarjeta de cumpleaños que hice cuando alcancé la mayoría de edad. Pero, lo que mejor recuerdo de aquel día es cuando sonó el teléfono. Era el tío Iñigo para decir que la abuela se moría. Escuché a mis padres discutir en el dormitorio, blasfemar en euskera e inglés, entre portazos que presagiaban la inminente partida. Once horas después los dos volábamos rumbo a España. La premura para adquirir los pasajes obligó a optar por lo único disponible con dos escalas de tres y nueve horas: la primera en el Aeropuerto Internacional Libertad de Newark, en Nueva Jersey, y la segunda en Lisboa. Total, más de una jornada para cruzar de un continente a otro. Llegamos con la bruma del jet lag adherida a la suela de los zapatos. La casa se caía a pedazos, encontramos las tejas amontonadas junto a la leñera vacía, donde una camada de ardillas campaba a sus anchas. Alrededor de los cimientos estaba crecida la hierba, abrupta y aleatoria, como señal de que todo se desmoronaba, igual que la vida de aquella anciana a la que conocía tan sólo por referencias. Otra de mis tías, a pie de cama, maldecía contra los dioses y, al entrar papá, y besar la frente de su madre, le dedicó una agria mirada de absoluto desprecio. ‘¿Ha visto el médico a “ama”?’. ‘¿A ti qué te parece? Igual había que haber esperado a que volviera el señorito de su amada América y así llevarse él los honores’. ‘Déjate de tonterías y dime qué ha dicho’. ‘¿Tú qué crees? Pues que se va, pero que tiene el corazón fuerte. Así que, hasta que aguante, aquí me tiene, presa, como lo he estado toda la vida, viendo a los demás volar, mientras que a mí me amargaba con su mala leche, haciéndome sentir la más desgraciada de todos vosotros. Sin embargo, de no ser por mí…’.
          La discusión entre hermanos subió tanto de tono que preferí visitar Bilbao encaramado en el remolque de uno de mis primos. ‘¿Cómo te llamas? –pregunté tímidamente–, yo soy Markel’. ‘Andoni, y sé quién eres, mutil’. ‘¿Mu, qué?’. ‘Muchacho, chico, chaval. ¿No practicas nuestra lengua, verdad?’. ‘Poco. ¿A qué te dedicas?’. ‘Soy agricultor’. Y parco en palabras, pensé. Seguimos todo el trayecto en silencio de manera que me dediqué a memorizar las advertencias hechas por mi padre para que pareciera un buen vasco. Como, por ejemplo, que era fundamental no comer con los ojos para probar diversos pintxos de las muchas tabernas y guardar los palillos porque con arreglo a los que tengas, pagas. Pero, la voz áspera del pésimo conductor me trajo de vuelta. ‘¡Eh! tú. Hemos llegado al botxo. ¡Bájate!’. ‘¿Adónde?’. ‘Pues coño, al agujero, ¿no ves que estamos rodeados de montañas? ¡Cómo se nota que eres extranjero! A ver si aprendes un poquito’. No supe qué contestar, por eso, di un salto, le agradecí el porte, me sacudí el polvo de la ropa y, ahí estaba yo, a escasos pasos del Casco Viejo dispuesto a saborear las famosas gildas bilbaínas y, a empaparme de su cultura para que nadie de la familia volviera a tratarme de bobo.
          Acostumbrado a Rochester donde la ciudad es más espaciosa, aquellas calles peatonales, estrechas y de paredes agobiantes, provocaban en mí la agonía de quien se siente prisionero. ‘Perdone –abordé a un viandante–, ¿podría indicarme dónde hacen el mejor txangurro a la donostiarra? Vengo desde muy lejos y tengo entendido que la carne de centollo es exquisita’. La hospitalidad de aquella persona colocó mi destino en la misma entrada de la “Taberna el Puente”. Iker y Sira, que posteriormente se convertirían en mis suegros, regentaban aquél típico local en la confluencia de las calles Ronda con María Muñoz. ‘¿Y cómo se vive en los Estados Unidos? –dijo la mujer a la vez que cortaba un trozo bastante generoso de tortilla cuajada al punto que regué con chacolí– Anda que no está eso lejos. ¿Has venido de vacaciones?’. ‘No, exactamente. Mi abuela se muere, somos del Valle de Carranza’. ‘Alaia –llamaron a alguien por el hueco de la escalera–, ¿quieres bajar de una vez, por favor? La culpa es tuya que la consientes demasiado’. ‘Eso, tú como siempre, escurriendo el bulto’. Ellos también se echaron a reír al ver que yo lo hacía. Entonces, empujando la puerta abatible con la cadera, apareció la chica más guapa del mundo. ‘Hija, mira, este joven y atractivo caballero viene de Minnesota’. ‘Vaya, un verdadero yanqui del Medio Oeste, ¿eh?’. ‘¿Por qué no te encargas tú de que no le falte de nada?’. ‘¡Ay, mamá! Eres tremenda y la mayor lianta que conozco’. ‘Venga, enséñale nuestras cosas’.
          ¿Conoces las Siete Calles?’. ‘No’. ‘¿Y el muelle Marzana o el mercado de la Ribera?’. ‘Tampoco’. ‘Imagino que ni idea de El Arenal por donde pasea todo bilbaíno de pura cepa. Y supongo que, el lavadero de mujeres te suene a chino, claro.’. ‘Alaia, para mí esto es nuevo –le dije en nuestra segunda cita–, pero quiero verlo todo’. ‘Entonces, empezaremos por el Ascensor de Begoña, que lo construyeron en 1949 y, ¿a qué no sabes por qué?’. ‘Obvio que no’. ‘Para unir el centro con el barrio de Santutxu. Además, quiero que vayamos a “los arcos de la Plaza Nueva. Dicen que allí, en los bares escondidos entre sus columnas, se han dado los besos más apasionados de la ciudad’. ‘Pues no se hable más, ¿hacia dónde tiro?’. Nos citábamos cada tarde. Me había enamorado como un perdido y ella también. La abuela murió mes y medio después, lo cual significaba que, en cuanto tuvieran arreglados los asuntos legales nosotros volveríamos a Estados Unidos, y yo no quería. Una noche, mientras abríamos las camas, le planteé a papá la posibilidad de quedarme un tiempo para conocer Euskadi, pero su respuesta fue tajante: ‘¿Qué quieres, que tu madre me la líe?’. Él se pasaba muchas horas en el monte, pensativo, con la bota de vino colgada del hombro y un palo con el que ayudarse por los terrenos empinados. De regreso vio que dos de sus hermanas montaban en cólera conmigo, porque se rumoreaba que yo salía con la hija de un tabernero bien situado y que, a la caída del sol, se nos veía meternos mano en el Estanque del Parque de doña Casilda, al que todos llaman “el de los patos”. ‘¿Es eso cierto, Markel? –me pregunta–. Aquí las cosas funcionan de otra manera’. ‘Te lo puedo explicar’. Así lo hice, y aquella historia de amor le recordó tanto a la suya que, tras pensárselo unos minutos, propuso el siguiente trato: volver con él, acabar el curso y luego, si seguía sintiendo lo mismo, vendría a España a pasar el verano…

4 comentarios:

  1. Que realismo en tu narrativa, apasiona tu discurso, un abrazo Mayte

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  2. Encuentras el equilibrio exacto entre la palabra, el dato y la emoción. Felicidades, lo has conseguido un domingo más. Un beso.

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  3. A la calle Ronda iba yo al cole y en María Muñoz tuve mi primer empleo, fíjate lo que me he podido yo emocionar hoy con tu relato.
    Por lo demás es volver sobre lo mismo, el trabajo que te tomas para documentarte es bestial.
    Gracias.

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  4. Yo, que siempre relativisé las notas, aquí me tienes deseando que Markel apruebe el curso... He vuelto a pasear por el Bilbao que más emociones me trae al recuerdo. Gracias, amiga. Besos

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