2.
A menos de una semana para que
Alaia, Iker y Sira regresaran a Rochester de su viaje por cuatro o cinco
estados, el 24 de agosto de 2005, quedé con un grupo de antiguos alumnos,
íntegros y comprometidos, con los que mantenía estrecho contacto. Y, aunque ahora
hablaban el español correctamente, todavía recuerdo cuánto les costó conjugar
los verbos, memorizar el amplio vocabulario y asimilar lo extenso de nuestra gramática.
Sin embargo, aquel esfuerzo les abrió las puertas de alguna multinacional con
sede en América Latina, que a la larga dejarían para dedicarse en exclusiva al
activismo medioambiental. Organizábamos dos cenas al año: una, antes de arrancar
el curso escolar, y la otra entre el Día de Acción de Gracias y Navidad, ésta
con familia incluida. ‘Profesor Atxaga –eran reacios a aparcar el
protocolo–: su mujer no seguirá todavía en Bahamas, ¿verdad?’. ‘¿Lo
dices por el Katrina? No, ahora están en Nueva Orleans. Mis suegros se empeñaron
en conocer la casa donde nació Louis Armstrong, su ídolo de juventud. Supongo que
al adentrarse en tierra firme, como tormenta tropical, llegará muy debilitada a
Luisiana. Así que, estoy tranquil. Cierto que lo estaría aún más si hubiesen
regresado a Minnesota’. ‘Seguro que dentro de nada los tiene usted por
aquí –opinó Georgia Hardin, una madre soltera que siempre tuvo muchas dificultades
para salir adelante– organizándole la vida –asentí y reímos–. Ya me lo
dirá, ya’. De todos ellos, el menos dado a la conversación, era William
Harrison, pero cuando hablaba sentaba cátedra. ‘Yo que usted no me confiaría,
teacher –sentenció–. Mejor contacte con el National Hurricane Center de
Miami y que le informen de la trayectoria. Pregunte también cómo está en la
escala Saffir-Simpson. Más vale que nada le coja por sorpresa, ¿no cree?’.
Dicho comentario me dejó bastante preocupado. ‘Pero qué listillo y pedante
eres, colega –saltó Nelson Baez, un dominicano nacido en Santo Domingo y
afincado en Estados Unidos, que ha sufrido en sus propias carnes el desprecio de
la xenofobia–. Jamás compartiré contigo ninguno de mis miedos. Amigo, tus
conclusiones son catastróficas’. Traté por todos los medios de ser un buen
anfitrión para que no faltara ningún detalle en el restaurante, pero lo que
verdaderamente deseaba era quedarme solo de una vez por todas y pensar qué
hacer.
La
negrura inquietante de la casa parecía un túnel sin salida. Al fondo, la luz parpadeante
del contestador automático se visualizaba desde la entrada como reclamo para ser
atendido de inmediato. Además de los mensajes rutinarios de mamá, con sus quejas
interminables por lo poco, según ella, que la visito, y otro de papá
invitándome a un partido de fútbol americano, saltó la angustiosa y acelerada
voz de mi pareja: ‘Markel… Ahora, vam… …consideración …los aires’. Incapaz
de intuir la frase completa fue lo único que descifré. Llamé a la redacción de
National Geographic por si sabían algo más, pero estaban tan alarmados como yo.
Puse la televisión y, en
todas las cadenas de noticias, ya se hablaba de una catástrofe sin precedentes.
En el plató de los estudios, expertos y gurús, trazaban la ruta del huracán sobre
mapas de isobaras muy juntas. Ni un segundo aparté la mirada de la pantalla.
Avanzaba el tiempo y al otro lado del teléfono la preocupación de amigos y
familiares aumentaba por momentos. Afronté las horas inciertas de la madrugada
con consecutivas tazas de café recién hecho. Era más que probable que el presidente
George W. Bush compareciera en breve para informar a la nación de la situación
tan grave que estábamos a punto de vivir. Las horas siguientes fueron de
auténtica locura. No sabía dónde acudir. Un amigo de mi mujer, freelance,
venía de Alabama con la exclusiva bajo el brazo de que, a consecuencia de la
marejada ciclónica, los diques de Nueva Orleans cederían inundando la ciudad. ‘Puedo
pasar –dijo, con el rostro descompuesto bajo el dintel
a medio barnizar–. Hay que sacar de allí cuanto antes a Alaia’. ‘¿Cómo
te has enterado?’. ‘Porque he ido a la asociación de la prensa que compra
y distribuye mis fotos y, ya sabes que en este mundillo todos nos conocemos, ha
corrido el rumor de que la cámara de Atxaga estaba en el ojo de la tormenta, he
hecho un par de llamadas para confirmarlo y, aquí estoy. ¿Ha contactado contigo?’.
‘Escucha –puse el mensaje–. A lo mejor tú lo entiendes. ¿Qué podemos hacer?’.
‘Llamemos a la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, a ver qué dicen’.
Eso hicimos, pero las comunicaciones se cortaban y cuando lo conseguimos nos
pasaron de una persona a otra, que estaban tan perdidas como nosotros.
De
nuevo solo, y tras múltiples intentos fallidos de contactar con ellos, debí de
quedarme traspuesto. Cuando desperté, sobresaltado, eran las 09:55 del 29 de
agosto de 2005, y no daba crédito a las brutales imágenes que aparecían delante
de mí. Debajo de infinitas latas de cerveza ya vacías y trozos de sándwich
mordisqueados de crema de cacahuete y plátano, estaba el mando a distancia. Escarbé
hasta desenterrarlo, subí el volumen para escuchar mejor las palabras consternadas
de la exgobernadora de Luisiana Kathleen Blanco, junto al exalcalde Ray Nagin –luego
declarado culpable de soborno, fraude, evasión de impuestos…–, cuyos rostros desencajados
trataban de solapar las vistas anegadas de la cuna del jazz. Diez minutos antes
de espabilarme, el huracán Katrina, de categoría 5 y vientos de más de 180
kilómetros por hora, destruyó buena parte de la ciudad. La población, que a
duras penas salvó la vida gracias a la colaboración ciudadana, de bomberos y
policía local, quedó sumida en la más vergonzante de las miserias, atendidas
tardíamente por los gobiernos de distintos rangos que se vieron sobrepasados
reaccionando tarde a la emergencia. Fue impactante ver la autopista interestatal
10 convertida en un río lleno de lanchas transportando a los damnificados. Cogí
las llaves del coches, el permiso de conducir, la tarjeta de crédito y algunos
dólares sueltos, sin percatarme que iba en pantalón corto y con mi camiseta
favorita de los Boston Celtics de la NBA, ya muy descolorida.
La
directora de la escuela estaba en el despacho. Cuando entré, lloraba abrazada a
otro compañero que a duras penas contenía el hipo. Desesperado, necesitaba dar
con el paradero de mi familia y fui decidido a pedir ayuda. En realidad, buscaba
la de su hermano que pertenecía a las Fuerzas Armadas o la de su hijo que era
miembro del Departamento de Bomberos de Bloomington, entendiendo que, cualquiera
de los dos, dispondrían de más recursos para localizarlos que yo. Bastó una
sola llamada suya, y, a continuación, me vi en un taxi acompañado por ella. Lo
siguiente que recuerdo es el ensordecedor ruido dentro del helicóptero del
ejército y verme rodeado de medio centenar de soldados, todos cabizbajos, y cuya
primera misión sería rescatar desde el aire a las miles de personas encaramadas
en los tejados. Me colocaron un casco y un chaleco. Lo digo así porque no soy
consciente de haberlo hecho yo. Siete horas después sobrevolábamos Luisiana. Las
vistas eran sobrecogedoras. Habían cerrado al tráfico comercial el aeropuerto
internacional Louis Armstrong de Nueva Orleans, dejándolo operativo sólo para
militares e instalando también uno de los muchos hospitales de campaña que
encontré repartidos por la metrópoli agonizante bajo el nivel del mar. Con un par
de fotos de Alaia y sus padres, que enseñaba a todo el que se cruzaba conmigo, fui
de un lado a otro como zombi. Gente malherida a la que no socorrí, lanzaban
gritos de auxilio para que los evacuaran pronto. Bebés destetados, hombres y
mujeres vagando sin destino y con las manchas de hollín que perduran cuando ya
no te queda nada de nada. Un grupo de voluntarios sugirió que preguntara en el
Barrio Francés y demás distritos del centro que no estaban tan dañados, pero
allí tampoco tuve suerte. Ni siquiera sus nombres estaban en las listas de
desaparecidos. Durante las semanas siguientes, sin hallar resultados positivos,
continué como perro sabueso husmeando su rastro. Sin embargo, poco a poco, interioricé
el peor de los escenarios según asistía a la crecida de cadáveres flotando.
Amparado por el personal de la Cruz Roja Americana, encontré cobijo en sus
dependencias, un colchón para dormir y algo de comida, mucha más de la que
admitía mi desganado estómago. A través de ellos, y tras concienciarme de que
tenía que prestar colaboración humanitaria, participé en tareas de achique de
agua, con la esperanza, cada vez más debilitada, de descubrir alguna pista.
El
7 de noviembre de ese mismo año. Es decir, setenta días después de la devastación,
regresé a Rochester con la carta de dimisión en el bolsillo. Era incapaz de presentarme
ante los alumnos y el profesorado, y menos aún dar explicaciones para justificar
la ausencia y la tristeza que envolvía toda mi existencia. ‘Oye, ¿lo has
pensado bien? –preguntó el subdirector de la escuela que sustituía a la titular–.
Podemos negociar algún tipo de permiso especial, es una pena que pierdas la plaza
y, por supuesto, que nos dejes’. ‘No tengo ganas de seguir haciendo las
mismas cosas, ni motivaciones para continuar dedicado a la enseñanza. En
principio, estaré por aquí el tiempo justo de arreglar unos papeles, pasar por
la redacción de National Geographic y volverme a Nueva Orleans’. ‘¿Has averiguado
algo?’. ‘Poco, por no decir nada. Aquello es horroroso, no hay palabras que
lo describan, es una balsa donde el dolor es el náufrago que atraviesa la ciudad
fantasma’. Los cuerpos de Alaia, Iker y Sira, como los de tantos otros,
nunca se encontraron. Seguí la búsqueda por mi cuenta hasta que se me acabó el
dinero y tuve que regresar. Una mañana, yendo hacia Mayo Civic Center
para asistir a un evento deportivo, me encontré con Georgia y Nelson Baez, ambos exalumnos que iban a la conferencia ofrecida por la
activista neoyorquina Lois Gibbs, quien fundó el Centro de Salud, Medio
Ambiente y Justicia cuando descubrió que la escuela de su hijo estaba
construida sobre un vertedero de productos tóxicos causantes de diversas
enfermedades desarrolladas por los niños. ‘Anímese y venga con nosotros Mr. Markel,
seguro que disfrutara con la charla’. Así empezó la aventura que ahora me
traigo entre manos, y que en aquel momento me abriera los ojos también para
entender que, además de los daños humanitarios, económicos y materiales, el
Katrina provocó efectos ambientales contaminando, entre otras cosas, las
reservas de agua subterráneas…
En
Washington D.C. las manifestaciones en protesta por el asesinato de George
Floyd están siendo multitudinarias. Desde la ventana del hotel Harrington
diviso la interminable marea humana que camina hacia la avenida Pensilvania para
culminar en la Casa Blanca, lo que será bastante complicado, ya que el cordón
policial rodea todas las calles adyacentes, desde Madison PI NW, a Jackson PI
NW, bordeando también por Constitution Ave NW. Desde el 28 de agosto de 1963, cuando
Martin Luther King encabezó la marcha por el trabajo y la libertad,
pronunciando su histórico discurso Yo tengo un sueño, no sucedía nada
parecido. Y ya hay quien pronostica como movimiento perdurable, el grito universal
de: “I can’t breath”. ‘¿Lo estáis viendo? –dije a los compañeros
de The Climate Reality Project de la habitación de al lado–. ¿Nos
unimos a ellos…?’.
Triste y lamentable la historia de Katrina, hay momentos en la vida que nos paraliza, pero tenemos que seguir adelante. Mayte lo expones con mucha realidad. Un abrazo
ResponderEliminarCon la que está cayendo cuánto se agradecen estas lecturas. Un beso, escritora.
ResponderEliminarAparte de la documentación, asombrosa como acostumbras, la facilidad con la que describes los hechos, hace que se me haga corto el relato.
ResponderEliminarGracias.
El ritmo que adquiere la narración hace interminable la espera de la siguiente entrega. Sobrecoge la descripción y se confirma tu calidad de escritora. Besos, amiga.
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