1.
La segunda vez que mis suegros decidieron
salir al extranjero, desde nuestra Euskadi natal, fue en julio de 2005, con
destino a los Estados Unidos de América, a Minnesota, donde su única hija y yo
vivimos una bonita relación que duró diez largos años. Tras haber insistido tanto,
nos pareció estupendo que Iker y Sira vinieran a pasar dos meses con nosotros,
sobre todo a Alaia, que no los veía desde el otoño anterior, cuando hizo una escapada
de diez días a España. Yo sabía que para ella era muy importante que se
sintieran a gusto, así que reservamos un par de semanas libres de trabajo, para
recorrer juntos lo más destacable de esta impresionante región, del Medio Oeste
del país. ‘Markel, ¿te importaría que mis padres durmieran en nuestra habitación
en lugar de en la de invitados? –soltó, con tono inocente y meloso, camino
del aeropuerto–. Es que me da apuro instalarlos ahí. ¡Es tan estrecha!’.
‘Claro que no, pero necesito una recompensa o no hay trato’. ‘Bueno,
me lo pensaré –pellizcó un pliegue de mi barriga–. Gracias, amor. Ya
veremos lo que se me ocurre…’. Aparecieron tal y como imaginé: campechanos,
con esas chapas rojas en las mejillas brillantes, símbolo de la tranquilidad y
del aire puro del campo. Avanzaron unos pocos pasos, frenaron en seco,
extendieron los brazos, lloraron de emoción, nos estrujaron casi hasta
rompernos los huesos y, entre aquellas muestras de cariño desinteresado, sentí
que volvían a mí los olores a leña de la infancia, a ramas de helecho y al correspondiente
festejo de la txarriboda, ejecutando al cerdo con la pistola de perno que
tanto me horrorizaba.
Nuestro
mayor propósito era procurarles una estancia lo más placentera posible. En Minneapolis
les impresionaron los rascacielos situados entre lagos, nada que ver con los
prados verdes a los que estaban acostumbrados, ni a las casas con estructura de
invierno enmarcadas en piedra o los tejados color burdeos a juego con el gris
del cielo. Disfrutamos muchísimo en el Museo de Arte Weisman, situado sobre el
río Mississippi. El paseo en barco por el Parque Estatal Fort Snelling, a las
afueras de la capital Saint Paul, trajo a su memoria aquel otro que hicieron a
Venecia, por las bodas de plata. ‘Saldréis mucho, ¿no? –preguntó Iker,
mientras le servía una copa de vino y ponía para picar unos pepinillos crujientes
con salsa de queso–. Esto es tan grande’. ‘Bueno, no te creas. Tu hija
está muy ocupada, y yo por el estilo. Suele pasar que conoces más del sitio
donde vives por lo que cuentan los forasteros’. ‘Ya. Pues no sé, si yo
viviera aquí no pararía de subir y bajar de esos edificios tan altos y
elegantes. Cambiando de tema: ¿Y los nietos para cuándo? Porque veo que a este paso
no nos hacéis abuelos’. ‘¡Papá! –exclamaron la madre y la hija desde
la zona de la cocina–, tú tan directo como siempre’. ‘Coño, es verdad’.
‘Vendrán, no te apures. Un bebé requiere mucha dedicación, tiempo del que ahora
no disponemos. Pero todo se andará’. ‘¿Entonces –cortó Sira, notando
que dejé entrever cierta incomodidad– das clases de español?’. ‘Sí, en
el Century High School. Es una escuela pública. ¿Os apetece conocerla? Podríamos
ir mañana. ¿Qué os parece?’. ‘Pues tendrá que ser a la vuelta –continuó
ella–, porque, al contratar el vuelo en la agencia, cogimos un paquete que comprende
las Bahamas, Veracruz y los Cayos de la Florida. Ya que cruzamos el charco, aprovechémoslo,
pensamos. ¿Por qué no os venís? Os invitamos. Se podría arreglar. Lo
preguntamos allí y nos dijeron que no habría ningún problema’. ‘Ya me
gustaría, pero no puedo. Tengo un seminario de profesores, lo hacemos cada año
antes de comenzar el curso. Me es imposible faltar’. ‘¿Y tú?’. ‘No
sé, mamá. Tal vez a la revista le interese. Dejad que lo tantee. ¿Para cuándo
sería?’. ‘Marchamos dentro de dos días’. ‘Joder, apenas tengo
margen’. ‘Seguro que lo puedes arreglar –palabras de las que me
arrepentiré mientras viva–. Además, te deben algunos días de vacaciones,
¿no?’. ‘Uy, tú quieres quedarte solo, canalla’. Dijo, poniendo una
de esas posturas en jarras que me volvían loco. Aquellas veladas fueron
inolvidables, conversando sobre política sin entrar de lleno en el terreno de
juego, de las relaciones con mi familia, de las habladurías en el pueblo… Pero,
principalmente, disfruté de dos seres humanos excepcionales y de la felicidad que
derrochaba mi pareja. Aunque duró tan poco, que… Por eso, cuando alguien me
pregunta por qué no he fijado mi residencia lejos de Rochester, Minnesota, con
todo el sufrimiento que he padecido en cada rincón de esta ciudad, respondo: ‘Porque
lo que más he querido en la vida se quedó a menos de mil doscientas millas de aquí…’.
Mis
padres se conocieron por casualidad. Acababa de fallecer el abuelo y la familia
fue a Bilbao, al notario, a una de aquellas visitas interminables por el papeleo
de la herencia. Como mis tíos no llegaban a ningún acuerdo y los intereses
particulares de cada uno cargaban con ira la pólvora de los reproches, papá,
harto de oír tanta estupidez, dijo: ‘Cuando estéis preparados para razonar,
vuelvo’. A diferencia de sus hermanos,
que realizaban trabajos en la mina, unos taladrando la roca y los otros
cargando el mineral en las vagonetas, optó por labrar las tierras y gestionar las
arrendadas a los vecinos que usaban de pasto para el ganado. Apenas salía de
Herboso, donde nacimos, una aldea del Valle de Carranza, en el extremo
occidental de Las Encartaciones, bellísimo paraje de Vizcaya. Aunque, cuando lo
hacía, se juntaba a lo grande con su cuadrilla de txikiteros, proclamándose
el mejor levantador del vaso típico para esa categoría. Así que, esa mañana, antes
de estampar la firma definitiva en la notaría, los pies le llevaron hasta el
laberinto de las Siete Calles, en el Casco Viejo. Amaneció muy nublado y había comenzado
a llover. A la altura del Puente de San Antón encontró a un grupo de extranjeros
desorientados, entre los que se encontraba una rubia deslumbrante y muy simpática.
‘¿Necesitan ayuda?’. ‘Yes’. ‘Así no nos vamos a entender, ¡eh!’.
‘¿Dónde queda frontera francesa? –dijo, con ese acento suyo tan yanqui mientras
se enamoraban–. Nosotros no saber dónde estar’. Ella desplegó un mapa y
él, con el dedo índice, marcó la ruta a seguir. Seis meses después se casaban en
la Iglesia de los Santos Juanes. Y al año justo nací yo. Los recuerdos que
guardo del entorno corresponden ya a mi etapa de adulto, puesto que, al cumplir
cinco años, nos trasladamos a los Estados Unidos. ‘Tu madre es cruel conmigo,
querido –soltó la americana–. Además, no soporto más el olor a estiércol
y la soledad de este caserío al que nunca viene nadie’. ‘Pero mujer, que
son figuraciones tuyas, si te aprecia muchísimo’. Y fue así como terminé
viviendo en Rochester, paseando esa mezcla de vasco y minesotano que ha hecho
de mí una persona plural.
Alaia
estaba considerada como una de las mejores fotógrafas que tenía en plantilla
National Geographic, era una magnífica profesional. Viajaba con asiduidad a la
Patagonia, con especial parada en el Parque Nacional Torres del Paine, en
Chile, donde inmortalizaba con instantáneas irrepetibles, por su calidad y
perfección de enfoque, el Glaciar Grey. Dispuesta a llegar la primera a los
puntos calientes de actualidad, aunque hubiera que sacar la noticia de debajo
de las piedras, se podía contar con ella aun griposa. Una vez estuvo a punto de
ser engullida por un cocodrilo macho, de agua salada, de seis metros de
longitud, cuando realizaban unos reportajes de especies en extinción por Australia,
Sri Lanka y Filipinas. Siempre estuve muy orgulloso de ella y la admiraba
muchísimo, aunque no lo demostrara abiertamente. Iker y Sira fueron a uno de
los mejores restaurantes recomendado por nosotros a degustar el faisán fresco rostizado
con salsa de arándanos rojos, del que tanto les habíamos hablado como una
exquisitez. ‘He tenido una reunión con el redactor jefe –dijo mi mujer,
preparando algo de cena mientras yo terminaba de planchar unas camisetas– y
le parece bien que vaya con mis padres. Por lo visto pensaban mandarme a Los
Everglades, porque hay unos animales exóticos que he de fotografiar, además de
captar el movimiento de la vegetación en el humedal azotado por el viento. Así
que, tendré que dejarles solos uno o dos días y volar a Miami. Markel, ¿de
verdad que no te importa? Mira que estaré fuera algo más de un mes’. ‘Sabes
que no. Pero, no sé, cariño, habría que consultar a la Administración Nacional
Oceánica y Atmosférica, porque, a poco que os entretengáis, el tiempo se puede
complicar y ser peligroso visitar según qué lugares’. ‘No va a pasar nada,
ya lo verás, miedica’. Esa noche nos amamos como si se acabara el mundo.
Partieron
el uno de agosto. Nos levantamos al amanecer. Yo conducía silencioso durante
las 78,5 millas que separaban nuestro hogar del Aeropuerto Internacional de
Minneapolis-Saint Paul. Mis suegros, agarrados al cinturón de seguridad, iban muy
tensos, supongo que a consecuencia del exceso de velocidad que llevaba, ya que me
preocupaba la ponencia que daría después, delante de un público desconocido,
razón de más para llegar pronto. Alaia revisaba que estuvieran en orden sus
permisos especiales de prensa, a la vez que me preguntaba si estaba bien. ‘Sí,
un poco nervioso, pero nada que no arregle una infusión caliente’. Nos
despedimos en el aparcamiento, ni siquiera tuve la delicadeza de acompañarles
hasta la sala de embarque. Le dije a mi mujer que tuviera cuidado, no hicieran
locuras y llamara al llegar. ‘Enseguida estoy aquí, amor’. Sin embargo, nunca
imaginé que la guadaña estropearía los planes de vuelta. Arranqué el coche con
la misma urgencia que tiene quien quiere salir del área de fuego. Miré por el
retrovisor y vi que los tres, diciéndome adiós, se empequeñecían. A última hora
de la tarde, y habiendo escuchado los mensajes del contestador, me di cuenta,
por primera vez, de lo fría que estaba la casa, y de que un mal presagio me
revolvía las tripas. A partir de entonces nada fue lo mismo…
Quince
años después ha cambiado todo a mi alrededor. Abandoné la escuela pública, y
ahora recorro el mundo con la organización creada por el exvicepresidente, y Premio
Nobel de la Paz, Al Gore: The Reality Climate Project, desde donde
intentamos educar a los gobiernos para que apuesten por energías renovables, eliminen
los gases de efecto invernadero y luchen contra el cambio climático. Además, concienciamos
también a todas las personas que asisten a nuestras conferencias, ya que los pequeños
gestos y las mínimas aportaciones construyen las cosas importantes. Mientras
preparaba la maleta, porque a la mañana siguiente salíamos para Washington D.C.,
a encabezar una protesta contra los negacionistas del calentamiento global, tenía
puesta la televisión. Serían aproximadamente las 20:15 hora local, cuando la
voz ronca de un afroamericano, corpulento, impotente y desesperado, me estremeció
el corazón escuchándole repetir entrecortado: ‘I can’t breath. I can't breath.
I can't breath…’.
Lo has vuelto a hacer: enganchada a tope. Es admirable y envidiable la facilidad que tienes de juntar realidad con ficción. Enhorabuena porque esta historia promete.
ResponderEliminarQue alegría poder leerte de nuevo y con un relato con raíces en mi tierra, la que seguro al final conocerás mejor que yo.
ResponderEliminarY si,el Valle de Carranza es precioso y convencida que la narración que hoy empieza lo será también.
Cómo me alegra leerte, compañera, se nota el manejo que tienes del oficio. ¡Qué envidia!
ResponderEliminarTiene aspecto de ser una serie muy interesante, gracias Mayte
ResponderEliminarYa estoy enganchada. Deseando continuar leyendo esta historia! Gracias!
ResponderEliminarDe nuevo en camino hacia una nueva aventura, un viaje que promete ser apasionante. Con la fe de un niño pequeño y mi petate a cuestas, dispuesto estoy.
ResponderEliminarGracias por invitarme, amiga. Besos.